miércoles, 12 de diciembre de 2018
CAPITULO 40 (CUARTA HISTORIA)
Después de haberle hecho pasar por una de las mejores experiencias de su vida, Pedro observó cómo Paula se quitaba el resto de la ropa, y los dos se metieron bajo las mantas.
Aquella noche tuvieron una aventura erótica tierna, lujuriosa y muy gratificante. Probaron diferentes posturas, buscando nuevos modos de darse placer, y disfrutaron de todos ellos. Sin embargo, al final él la tendió en el colchón y juntos saborearon la forma más tradicional del sexo. Pedro se hundió en el cuerpo de Paula y mirándola a los ojos, le hizo el amor.
Juntaron las palmas de las manos y entrelazaron los dedos. Los cuerpos permanecieron unidos, y las miradas atrapadas.
Todo era perfecto en aquel mundo.
Lentamente, él se deslizó hacia delante y hacia atrás.
—Cuando estoy dentro de ti, tengo todo lo que necesito —murmuró Pedro—. No me hace falta nada más.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Me alegra oír eso.
—Pero soy humano —continuó él—, y a veces olvido lo que es importante para mí. Quién es importante. Pero entonces, me pierdo en ti y sé todo lo que necesito saber.
Ella lo miró con el rostro iluminado por la felicidad.
—Te quiero, Pau. Siempre te he querido, y siempre te querré.
—Oh, Pedro —musitó ella—. Yo también te quiero.
Él le agarró las manos con fuerza e incrementó el ritmo de sus movimientos.
—No podemos separarnos —dijo con un jadeo, y notó la primera contracción de Paula. En aquella ocasión, él estaría con ella.
—No nos separaremos.
—Entonces aférrate a mí, Pau —pidió él mientras empujaba más fuerte. Se permitió estallar justo en el momento en el que ella emitía un suave grito y se arqueaba contra su cuerpo—. Aférrate a mí —repitió Pedro, sin aliento.
Le cubrió la boca con los labios, mientras giraban juntos en el corazón de la tormenta.
CAPITULO 39 (CUARTA HISTORIA)
Fuera porque se encontraba en un lugar extraño, fuera por la actividad que había en la cama de al lado, Olivia durmió una siesta muy corta aquel día. Pedro y Paula decidieron sacarla a dar un paseo.
—Creo que Maria me dijo una vez que estar al aire libre ayuda a los niños a dormir bien —dijo Pedro—. Y quiero que esta pequeña duerma como un tronco esta noche, porque yo tengo planeado no dormir en absoluto.
Ni Paula tampoco. Por mucho que le hubiera gustado la urgencia con la que habían hecho el amor aquella tarde, quería disfrutar de una sesión larga y perezosa con Pedro en la cama.
Cuando se vistieron y salieron al aire fresco de la tarde, Paula pensó, que ya que no podía estar en la cama amando a Pedro, aquélla era una muy buena alternativa. Olivia iba muy contenta adosada a la espalda de Pedro con un arnés, mientras seguían un camino cubierto de hojas de álamo.
—¿Qué tal funciona tu sexto sentido? —preguntó Pedro a Paula.
—No creo que esté aquí —respondió ella—. ¿No crees que es posible que vosotros tres lo asustarais cuando salisteis tras él aquella mañana?
—Eso sería estupendo, pero ese desgraciado es tan raro que cualquier cosa es posible.
Mirando el follaje brillante de los árboles que flanqueaban el camino y el cielo azul mientras caminaba de la mano con Pedro, Paula sí creía que todo era posible. Cualquier cosa.
Mientras seguían paseando, ella le habló de las hierbas silvestres que encontraban por el campo. Tras la marcha de Pedro, ella había tomado un par de clases y había pensado que quizá debiera dirigir aquel interés hacia una carrera. Como Pedro la animó mucho, ella se permitió imaginar que él estaba dibujando un futuro en el cual él dirigiría un rancho para niños abandonados y huérfanos, mientras ella recorría los alrededores buscando hierbas medicinales.
No era una fantasía difícil de construir, teniendo en cuenta la tensión sexual que había entre ellos, fuera cual fuera el tema de conversación.
Durante todo el paseo de aquella tarde, mientras preparaban la cena y daban de comer a Olivia, todos y cada uno de los roces involuntarios amenazaban con hacerles perder el control.
Hasta el momento en el que finalmente pusieron a Olivia en la cuna para que se durmiera, mantuvieron un duelo silencioso de miradas y caricias, el juego preliminar más excitante que ella hubiera experimentado en su vida.
Paula acarició al bebé y comenzó a cantarle para que se durmiera. Habían apagado las luces de la cabaña para que la niña se durmiera, pero habían dejado la lámpara de la mesilla de noche encendida para verse mientras hacían el amor.
Pedro estaba apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, observando cómo Paula le frotaba la espalda a Olivia y le cantaba una nana. Para hacer unas cuantas tareas domésticas, se había remangado la camisa, y tenía los antebrazos desnudos.
Había algo increíblemente atractivo en un hombre remangado, pensó Pau. Parecía que estaba preparado para la acción, y eso era precisamente lo que ella tenía en mente.
Olivia dejó escapar un suspiro y su cuerpo se relajó bajo la mano de Paula. Ésta fue bajando la voz y aligeró su roce. Aguzó el oído y escuchó la respiración de Olivia para saber cuándo estaba realmente dormida. Y finalmente, la niña concilio el sueño. Lentamente, Paula se alejó de la cuna. En el silencio, también escuchó la respiración de Pedro.
Él la tomó de la mano y se la llevó al otro lado del biombo. Se detuvo junto a la cama, temblando, y la abrazó muy despacio.
—Nunca te he deseado tanto como ahora —susurró—. Me estoy deshaciendo por dentro.
—Al principio tendremos que ser muy silenciosos —murmuró Paula—. Por si acaso.
—Lo intentaré.
Entonces, con ternura, le tomó la cara entre las manos y la besó. Fue el beso más ardiente que ella recordara. La besó como si no pudiera obtener lo suficiente. Ella le rodeó le cintura con los brazos y adaptó la erección de Pedro entre sus muslos, sujetándolo con firmeza contra ella. Los dos tenían la respiración tan entrecortada que ella se preguntó si despertarían a la niña sólo con los jadeos.
Él deslizó las manos desde su rostro hasta sus pechos. Paula no llevaba sujetador y sabía que una vez que Pedro metiera las manos bajo la camisa y le acariciara la piel desnuda, perdería la cabeza.
Sin embargo, en aquella ocasión estaba decidida a darle todo el placer que pudiera. En aquella ocasión, ella estaría a cargo de todo. La noche era larga y podía permitirse el lujo de ser generosa. Mientras él le desabotonaba la camisa, ella le desabrochó el cinturón. Cuando él le abrió la camisa por los hombros, ella le bajó la cremallera de los pantalones. Pedro gimió contra su boca.
La perspectiva de lo que planeaba hacer, y cómo iba a alterar a Pedro, hicieron que a Paula se le acelerara el pulso. Le bajó los pantalones y los calzoncillos y descubrió que estaba duro como el hierro.
Se retiró hacia atrás, rompiendo el beso, lo guió hasta el borde de la cama e hizo que se sentara antes de arrodillarse ante él.
—Pau...
—Chist.
Lo besó rápidamente antes de quitarse la camisa por completo. El movimiento balanceó sus pechos, pero cuando él quiso acariciárselos, ella lo agarró por las muñecas.
—Todavía no —murmuró—. Quítate la camisa. Yo me ocuparé del resto.
Entonces lo torturó haciendo que mirara cómo ella le quitaba las botas medio desnuda. Sabía que el movimiento de sus senos lo excitaba, y si su respiración agitada era un síntoma, estaba muy excitado en aquel momento. Tanto que había dejado a medias el trabajo de quitarse la camisa.
—Desnúdate —le recordó ella con una sonrisa.
Tenía la piel sonrosada de impaciencia.
Paula esperó hasta que él se la quitó y se concedió un momento para admirar su figura escultural. Con aquel cuerpo fibroso y el pelo un poco largo, parecía más un modelo que un hombre de negocios. Lo deseaba con todas sus fuerzas.
Pero en vez de apresurar las cosas, le quitó los pantalones lentamente, asegurándose de rozarle los muslos y las rodillas con los pezones. Por último, le quitó los calcetines.
Cuando lo miró de nuevo, se dio cuenta de que Pedro tenía los puños apretados y los ojos cerrados. Tal y como ella pretendía, estaba en una agonía de éxtasis. Y ella iba a darle el regalo final. Se colocó entre sus piernas, acariciándole la parte interna de los muslos con los pechos.
Él abrió los ojos y la miró.
—Me estás destrozando —susurró.
Ella se limitó a sonreír y se inclinó para darle un beso húmedo en la parte superior de su miembro rígido.
Él jadeó.
—Pau, será mejor que no...
—Chist —repitió ella—. Dame las manos.
Temblando, él obedeció como si se hubiera convertido en su esclavo. Ella se las colocó en los lados de sus pechos y le enseñó que, si apretaba suavemente, capturaría su pene en aquel valle suave y sedoso. Cuando Pedro lo hizo, cerró los ojos y soltó un gruñido. Comenzó a hacer un movimiento involuntario de masaje con las manos, mientras sostenía los senos de Paula contra su erección.
Ella se movió cuidadosamente de abajo arriba, intentando que la fricción fuera lenta y seductora.
—Abre los ojos —susurró—, y mira.
Cuando él abrió los ojos, se le inundaron de placer. Miró hacia abajo mientras mantenía aquel ritmo sensual, y comenzó a perder el control de la respiración.
—Paula... oh, Pau... voy a...
—Lo sé —dijo ella. Al observar su cara, vio que él estaba muy cerca e incrementó la velocidad de los movimientos.
Él emitió un sonido ronco desde la garganta.
—Te deseo —murmuró Paula—. Hazlo por mí, Pedro.
Él comenzó a temblar. Cuando ella notó que estaba casi al límite, se inclinó y deslizó los labios sobre la suave punta. Con un grito ahogado, Pedro alcanzó el climax. Sonrojada y triunfante, ella aceptó todo lo que él tenía que darle.
CAPITULO 38 (CUARTA HISTORIA)
Pedro quería de veras desatar todos y cada uno de los lacitos para no romperle el camisón, pero en cuanto abrió el primero y se llenó las manos con los pechos de Paula, perdió el control. La tumbó sobre la cama sin finura, con la boca caliente sobre sus senos. El primer gusto de su pezón lo volvió loco.
Estaba mareado por la sensación que le producía el pezón de Paula, erecto contra su lengua, y por los suaves gemidos de ella, así como por la forma en que le agarraba la cabeza.
Le arrancó los lazos al tirar del camisón hacia las rodillas para poder acariciarla allí, en la cintura, en el vientre, y enterrar sus dedos en aquel lugar secreto que ya estaba húmedo.
Jadeante, ella se arqueó sobre la cama.
Con una alegría salvaje, él la acarició hasta que le produjo el primer orgasmo. Ella buscó ciegamente la almohada, y él se la dio para que pudiera apretársela contra la boca y ahogar sus gritos de placer. No era el momento de despertar a un bebé. No, porque él necesitaba buscar la fuente del calor de Paula con la lengua. Estaba sediento de su segundo climax.
Ah, y ella estaba tan loca por él que se olvidó de todas sus inhibiciones y separó las piernas mientras él se deslizaba hacia abajo, regando de besos el camino desde los pechos hasta el vientre, lamiéndole la piel hasta su pozo de néctar precioso y vital. Pedro sintió una corriente de energía en su cuerpo mientras se deleitaba en la dulzura de ese cuerpo y ella temblaba en sus brazos.
Él la conocía, conocía sus secretos, su ritmo, sus necesidades. Había nacido para aquello, para hacer temblar de gozo a aquella mujer, para que ella gritara su nombre. Su nombre.
Nada en su triste existencia, le había producido aquella sensación de perfección. Sólo el amar a Pau.
Ella se tensó y su cuerpo se convulsionó mientras elevaba las caderas. Mientras intentaba respirar, le rogó que le diera más. Y Pedro sabía que lo necesitaba. Igual que él necesitaba hundirse en ella para sentirse completo, ella no podría estar completa hasta que él hubiera embestido profundamente y hubiera establecido la conexión definitiva.
Pedro no se molestó en desvestirse. No había tiempo. La presión era demasiado fuerte. Se desató el cinturón, se bajó la cremallera y se puso un preservativo. Después le levantó las caderas y la elevó sobre la cama para poder meter sus rodillas debajo. Entonces, mirándola a los ojos, penetró en su cuerpo.
Ella gimió y lo atrapó con las piernas alrededor de la cintura.
—Más —susurró.
Él se hundió aún más, y sintió cómo latía.
—No vuelvas a rechazarme —murmuró.
—No —dijo ella, y siguió elevándose para recibir sus embestidas.
Pedro comenzó a perder el ritmo de la respiración.
—Tengo que hacerte el amor.
—Sí.
—Es... todo —jadeó Pedro, empujando más y más, cada vez más profundamente.
—Sí. Oh, sí.
Él la miró fijamente.
—Todo —jadeó de nuevo, y apretó la mandíbula para no dejar escapar el grito de liberación que se formó en su garganta cuando estalló dentro de ella.
CAPITULO 37 (CUARTA HISTORIA)
Ella no había salido de detrás del biombo, pero Pedro se dio cuenta de que la suave nana había terminado. Quizá Olivia se hubiera dormido, finalmente. Quizá, por fin, pudiera hacerle el amor a Pau de nuevo.
Él terminó de secar los platos y miró hacia el biombo. El silencio lo animó. Y la idea de lo que se avecinaba hizo que tragara saliva.
Entonces, ella reapareció por encima del biombo, y sonrió. Oh, qué sonrisa. A Pedro se le había olvidado lo seductora que podía ser cuando se lo proponía.
—¿Está dormida? —preguntó en un susurro.
Pau asintió.
Pedro soltó el trapo de la cocina. Sosteniendo la mirada de Pau, se dirigió hacia la cama al tiempo que se desabotonaba la camisa.
Entonces ella formó con los labios la palabra «espera».
Él se detuvo y arqueó una ceja. Ésa no era la palabra que necesitaba en aquel momento.
Quería oír un «sí».
Pero ella se dio la vuelta y él se preguntó si Olivia todavía necesitaría que la arrullaran. Tendría que esperar, porque una vez que comenzaran con aquello, no podría parar, ni aunque Olivia se despertara de nuevo.
Entonces Paula se volvió a mirarlo con las mejillas sonrosadas.
—Ya está —dijo, y salió de detrás del biombo.
Él estuvo a punto de desmayarse.
Los vaqueros y la camisa habían desaparecido.
En su lugar había un camisón corto de encaje negro que dejaba desnudas sus piernas. Tenía unas piernas fantásticas. Aunque aquella presentación era un poco exagerada, él no tenía queja. No sabía cuándo ni dónde había conseguido aquel camisón transparente, pero esa imagen viviría en sus fantasías para siempre.
El tejido fino y ajustado se ondulaba a cada paso que Paula daba hacia él. Tenía un montón de lacitos por delante que había que desatar. A él le encantó. La quería por haberse tomado la molestia de convertir aquello en un momento increíble.
—Guadalupe y yo hicimos una excursión relámpago a Colorado Springs —dijo con cierta timidez—. ¿Te gusta?
—Oh, sí —respondió Pedro con voz ronca—. Mucho. Y después de todo este esfuerzo, espero que no te ofendas si te lo quito ahora mismo
CAPITULO 36 (CUARTA HISTORIA)
Paula se había preparado para un lugar rudimentario, aunque en realidad, no le importaba dónde estuviera siempre y cuando pudiera estar a solas con Pedro y con Olivia. Por fuera, la cabaña era más o menos como se la había imaginado: un pequeño edificio de madera con ventanas cuadradas, sin cortinas. El tejado era de estaño y estaba cubierto de agujas de pino, hojas y ramas. Los restos del bosque hacían que pareciera casi de paja.
Pero la cabaña, humilde como era, estaba en medio de un bosque de álamos. Sus troncos brillantes y blancos elevándose hasta la frondosidad dorada de las hojas eran toda la decoración que necesitaba aquel lugar para ser espectacular.
—Es precioso —dijo Paula mientras Pedro aparcaba la camioneta junto a la puerta.
—¿Precioso? —preguntó Pedro, mirándola con sorpresa—. No tienes que fingir que es el Taj Mahal por mí, Pau. Sé que tú estás acostumbrada a cosas mejores.
—¿De dónde has sacado eso?
Durante su relación, él nunca se había disculpado por los alojamientos, y algunos de ellos no habían sido precisamente de cinco estrellas.
—Bueno, después de todo, tú eres la heredera de una gran fortuna, y...
—Pedro Alfonso, ¿acaso le he dado yo alguna importancia a eso en el tiempo que llevamos juntos? De hecho, ¿no he procurado con todas mis fuerzas librarme de esa etiqueta?
Olivia comenzó a reírse, como si quisiera unirse a la conversación.
—Bueno, sí —reconoció Pedro—. Pero no puedes cambiar el hecho de que tienes relación con Ramiro Chaves.
—La menos posible —respondió Paula.
Realmente, no quería hablar de ello.
Olivia se volvió más ruidosa.
—¿Tienes pensado mantener a Olivia en secreto para siempre? —preguntó Pedro.
Era una pregunta justa, si estaba considerando construir una vida con ella.
—No, supongo que no. No importa lo que yo sienta hacia mis padres y hacia todo el poder que tienen. No estaría bien, ni para Olivi ni para ellos. He estado pensando en mi madre últimamente —admitió Paula—. Estoy segura de que le encantaría ser abuela.
Olivia empezó a moverse en el asiento del coche, al tiempo que intensificaba sus balbuceos.
Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y comenzó a salir del coche para atender al bebé.
—Deberíamos meterla en casa.
Pedro no se movió.
—¿A qué te refieres con eso de circunstancias mejores? ¿Con un tipo mejor? —preguntó suavemente.
Paula se volvió hacia él y al ver la incertidumbre reflejada en su mirada, se irritó consigo misma por haber elegido mal las palabras. Sin prestar atención a la agitación que mostraba Olivia, alargó los brazos y le tomó la cara entre las manos.
—Tengo al mejor hombre —le dijo—. No estaba hablando de ti. Estaba hablando de todo este lío, de ese tipo que me sigue. Yo me sentiría orgullosa de decirle a mis padres que tú eres el padre de mi hija —«y también me sentiría orgullosa de decirles que eres mi marido», pensó. Sin embargo, eso se lo guardó para sí. Necesitaba ocuparse de Olivia antes de tener aquella conversación.
Paula sacó a la niña de la camioneta y entró en la cabaña con ella mientras Pedro se ocupaba del equipaje. Al entrar, lo primero que vio fue un jarrón lleno de margaritas blancas y amarillas, colocado sobre una mesa de madera con dos sillas. La segunda fue la cama, abierta, con las almohadas blancas ahuecadas, como si alguien no quisiera perder el tiempo y deseara meterse entre las sábanas rápidamente. La tercera cosa fue un biombo a los pies de la cama. Pedro también había pensado en la privacidad.
Él se acercó y Paula lo miró. Pedro la estaba observando con expresión tensa. Paula estaba tan conmovida y excitada por el cuidado que había puesto en los detalles que no sabía si podría hablar. Pero, evidentemente, tenía que decir algo.
—Las flores... —hizo una pausa y carraspeó—. Las flores son muy bonitas.
—Ojalá pudiera decirte que las tomé en el bosque. Tuve que comprarlas en el pueblo, porque no estamos en la estación adecuada. Sé que el jarrón no es...
—Pedro, si te disculpas más por esta preciosa cabaña, yo... bueno, no sé lo que voy a hacer, pero seguro que no te gustará.
Él se quedó inmensamente aliviado.
—Entonces... ¿te gusta el sitio?
—Me encanta. No querría estar en ningún otro lugar, ni con otras personas.
—Yo tampoco —Pedro la miró y poco a poco, en su rostro apareció una sonrisa, a medida que la ansiedad desaparecía de sus ojos azules y era reemplazada por una llama de deseo.
A ella se le cortó la respiración al observar la belleza de aquel hombre. Y durante toda una semana, sería sólo suyo. Bueno, suyo y de Olivia.
Como si quisiera recordarle que estaba allí, la niña comenzó a luchar y a retorcerse en sus brazos.
A Paula le encantaba que su hija estuviera aprendiendo a moverse tan rápido. Disfrutaba mucho viéndola gatear, y estaba impaciente porque anduviera.
—Si cierras la puerta —dijo a Pedro—, la dejaré en el suelo para que explore un poco por la habitación.
Pedro se puso nervioso de nuevo.
—¿Estás segura de que no le ocurrirá nada?
Maria dijo algo de astillas.
Paula observó el suelo de madera y decidió que parecía lo suficientemente pulido. Y la ausencia de alfombras gruesas podría ser un punto a favor.
—Estará bien —dijo, y se agachó para dejar a la niña en el suelo—. De todas formas, no podemos tenerla en brazos toda la semana. ¿Podrías cerrar la puerta, por favor? Al final, la dejaré explorar fuera también, pero...
—¿Fuera?
Asombrada por su tono escandalizado, ella alzó la vista.
—Claro. ¿Por qué no?
—Podría encontrarse alguna cosa. Un bicho, una piedra sucia, una serpiente... —enumeró él, y se estremeció.
Paula se rió.
—No voy a soltarla por ahí y olvidarme de ella. La seguiré y me aseguraré de que no se meta nada a la boca. Tú puedes ayudarme a vigilarla, si te sientes mejor. Olivia gatea muy bien, pero dudo que pueda avanzar a más velocidad que nosotros.
—No me importa. No estoy cómodo con la idea de dejar al bebé en el suelo.
Paula excusó su actitud al pensar que él tenía poca experiencia. Sin duda, tras uno o dos días con Olivia lo superaría, pero en aquel momento la estaba poniendo un poco nerviosa. Se parecía mucho a Ramiro. su propio padre. Y Paula no iba a tolerar que nadie asfixiara a su hija como la habían asfixiado a ella, aunque esa persona fuera el hombre más atractivo del planeta.
—Empezaremos por la cabaña; ya nos preocuparemos del exterior más adelante.
—Está bien —convino Pedro, y cerró la puerta.
Pau dejó a Olivia en el suelo y después se sentó a su lado para quitarle el gorrito.
—Ya está, cariño. Libre, al fin.
Inmediatamente, Olivia comenzó a gatear, gritando de alegría, hacia la estufa de madera.
—Oh, Dios —dijo Pedro—. No vamos a poder usar la estufa. Se puede quemar.
—Claro que sí podemos usarla. Cuando esté caliente, no dejaremos que se acerque.
Paula siguió con la vista a Olivia mientras la niña pasaba ante la estufa y se dirigía a la mesa. Se metió debajo y se sentó, muy satisfecha consigo misma.
Paula se rió. Era evidente que Olivia estaba imitando a Fleafarm y a Sadie. A las perras les encantaba tumbarse bajo la mesa del comedor.
—¿Eres un perrito? —preguntó.
—¡Pa! —dijo Olivia, y lanzó a Paula una sonrisa.
—Buena chica —sin dejar de sonreír, Paula alzó la vista y vio a Pedro con el ceño fruncido—. ¿Qué ocurre?
—No me esperaba que fuera a gatear por toda la cabaña.
—¿Y qué imaginabas que iba a hacer?
—Pensaba que la tendríamos en brazos, o que la pondríamos en el parque.
—Es muy mayor para estar confinada de ese modo durante mucho tiempo —explicó Paula, intentando conservar la paciencia. Después, volvió su atención hacia Olivia, al darse cuenta de que se movía. La niña comenzó a gatear hacia la cama.
—Entonces quizá no deberíamos haberla traído.
A ella se le encogió el corazón.
—Quizá no, si te vas a comportar como una gallina con sus polluelos.
—Yo sólo... ¡Olivia, no! —exclamó él. Fue corriendo hacia la niña y la tomó en brazos—. ¡Dame eso!
Olivia comenzó a llorar.
Paula se puso de pie de un salto.
—¿Qué? ¿Qué tiene en la mano?
—¡Bueno, sólo es una brizna de hierba, pero habría podido ser cualquier otra cosa!
—Dámela.
Parecía que él estaba contento de deshacerse de la niña. Paula se la llevó junto a la ventana.
—No pasa nada, cariño —dijo mientras la mecía y le besaba las mejillas húmedas—. Chist, no pasa nada. Cálmate, pequeñina. ¡Mira! ¡Mira por la ventana! ¿Ves a aquel pajarito? Mira eso. Es un pajarito muy bonito que ha venido a decirle hola a Olivia. ¿No quieres decirle hola?
—Ba —dijo Olivia, gimoteando. Después, respiró profundamente y se movió en los brazos de Paula para mirar a Pedro.
Paula siguió la dirección de la mirada del bebé y la expresión de confusión de Pedro le partió el corazón.
—Está bien —le dijo.
Él sacudió la cabeza.
—No puedo hacerlo, Pau. No se me da bien.
—Oh, por Dios —dijo ella. Con Olivia en brazos, se acercó a él. Notó que la niña se encogía un poco, y ésa era otra razón más para borrar de la mente del bebé aquel incidente.
—Me odia —dijo Pedro.
—Sólo la has asustado un poco. Háblale.
—¿Y qué le digo?
—Que es la niña más preciosa del mundo. Y también podrías darle esa brizna de hierba.
—¡Pero estaba debajo de la cama!
—No le hará daño. Los ciervos la comen.
No parecía que Pedro estuviera muy conforme, pero le ofreció la hierba a Olivia.
—¿Es esto lo que querías, cariño?
—¡Ga! —dijo Olivia, y alargó el brazo.
—Hazle cosquillas con ella —sugirió Paula.
—¿Se la pongo en la cara?
—Sí. Juega con ella. Acuérdate de lo mucho que le gusta jugar al escondite. Jugar es importante.
Él respiró hondo para tomar fuerzas.
—Está bien. Eh, Olivia, ¿te gusta? —dijo, y le rozó la punta de la nariz con la brizna de hierba.
La niña se rió, encantada.
—Te gusta, ¿verdad? —Pedro repitió el movimiento y se ganó otra risita de bebé—. Me encanta cómo se ríe. Se le arruga la nariz.
—Lo sé.
La tensión que había sentido Paula comenzó a disiparse mientras Pedro continuaba haciéndole cosquillas. ¿Por qué habría pensado ella que todo iba a ser tan fácil a la primera cuando los tres estuvieran juntos? Era una tonta. Pedro y ella no habían tenido nunca las conversaciones básicas que los futuros padres debían tener sobre las expectativas y los estilos de paternidad.
Ella había tenido nueve meses para leer mucho sobre la crianza y la educación mientras se formaba la idea de la madre que quería ser.
Aunque no quería que Olivia repitiera su niñez, había habido cosas muy positivas en ella, como el hecho de sentirse querida. Pedro no tenía forma de saber cómo actuaba un padre que quería a su hijo.
—Es casi la hora de comer —dijo por fin—. Si le traes la trona de la camioneta y la pones ahí, le daré la comida.
—Está bien —dijo Pedro. Se dio la vuelta y Olivia protestó. Entonces él se volvió con una sonrisa en los labios—. No quiere que me vaya —dijo, sorprendido.
—No, no quiere —afirmó Paula, sonriendo también—. Pero quizá lo tolere si le das la brizna de hierba.
Él miró la hierba que tenía en la mano.
—Supongo que tengo que hacerlo, ¿no?
—Confía en mí. No le va a pasar nada. Yo la vigilaré cuando tú te hayas ido.
De mala gana, él le dio la hierbecita a Olivia, que movió las manos y se rió de felicidad. Cuando se la metió a la boca, él hizo un gesto de dolor.
—Odio esto.
—Lo sé. No te preocupes, yo la cuidaré para que no se ahogue. Estará bien.
—Tiene que estar bien —dijo él, y la miró a los ojos—. Porque si os pasara algo a alguna de las dos, yo me moriría.
Pedro sacó la trona de la camioneta para que Pau pudiera darle de comer a la niña. Mientras alimentaba a Olivia, él sacó todo lo que quedaba en el vehículo y montó la cuna portátil. También montó el parque, pese a que Pau le había dicho que no lo iban a usar mucho.
Pensándolo bien, Olivia había gateado mucho por casa de Sebastian, pero Maria y él lo mantenían todo muy limpio. Y además, en la casa él no tenía que asumir la responsabilidad por lo que ocurriera con Olivia cuando estuviera en el suelo, porque siempre había gente alrededor dispuesta a cuidarla.
Estaba tan concentrado en conseguir que Paula quisiera estar de nuevo con él que no se había dado cuenta de que recaería sobre sus hombros la responsabilidad de un bebé. Cuando había pensado en aquella semana, su mayor preocupación había sido que apareciera el tipo que amenazaba a Paula. Sin embargo, mirando a su alrededor en la pequeña cabaña, veía más de un millón de peligros para Olivia, y ninguno de ellos tenía que ver con aquel tipo.
Maria les había hecho unos bocadillos, así que, cuando tuvo listo el mobiliario de la niña, siguió la recomendación de Paula y se detuvo a comer mientras Olivia todavía estaba despierta. No se le había escapado lo que Paula quería decirle: que en cuanto el bebé estuviera durmiendo la siesta, ellos dos no iban a perder el tiempo comiendo.
Cómo necesitaba a aquella mujer. No recordaba haberse sentido tan expuesto y vulnerable en toda su vida, y ansiaba refugiarse en sus brazos.
Pero la necesidad que sentía no era sólo de recibir cosas. Una vez que había entendido todo lo que Paula había pasado por su culpa, deseaba con todas sus fuerzas regalarle todo el placer que fuera capaz de dar.
Apenas comió. Estaba demasiado preocupado mirando a Pau y excitándose cada vez que ésta lo miraba.
Mientras ella preparaba a Olivia para la siesta, él lavó los platos de la comida. Sólo veía la parte superior de su cabeza detrás del biombo que había colocado entre la cuna y la cama para que pudieran tener algo de intimidad, y tomó nota de quitar el biombo cuando no lo necesitaran realmente. No quería perderse ni una sola imagen de Pau.
—No he visto nada que se parezca a un sistema de seguridad —dijo ella mientras desvestía a Olivia para la siesta—. ¿Dónde están?
—Hay detectores de movimiento en las vigas, en todas las esquinas de la cabaña —respondió él.
—Vaya. Ni siquiera me había dado cuenta —comentó Paula mientras miraba a su alrededor.
—A Sergio le gusta que sus sistemas sean discretos —le dijo Pedro—. Las cámaras están en el tejado, camufladas entre las hojas y las ramas de los pinos. Si ese tipo no sabe que hay un sistema de seguridad, no intentará desmantelarlo.
—¿Te dio Sebastian un arma cuando nos marchábamos esta mañana?
—Sí. Está en la caja de metal verde que he puesto en la estantería más alta. ¿Te molesta?
—Me molesta tener que pasar por estas cosas. ¿Sabes disparar?
—Si es necesario...
—Bueno, supongo que eso está bien.
—Sí, supongo que sí.
Ella le murmuró algo a Olivia y comenzó a cantarle suavemente.
Él ya no la veía, y pensó que Paula se habría inclinado sobre la cuna para dormir a Olivia.
Paula había aceptado la presencia del arma mucho mejor de lo que él había pensado. Pedro recordaba la última vez que había tenido un arma en las manos. Había sido aquella misma pistola. Los chicos estaban bromeando sobre quién era el mejor tirador, un día de verano en el Rocking D. Sebastian había puesto unas cuantas latas de cerveza sobre una valla y todo el mundo había probado su puntería, salvo Pedro. Él no quería tocar el revólver.
Finalmente, le habían tomado tanto el pelo que se había rendido. Se había intentando convencer de que había superado la repulsión y el rechazo que sentía hacia las armas, pero no había podido. Él había acertado en todas las latas. Parecía que las horas de práctica cuando era niño no habían perdido su efecto. Luego había dejado el arma y había ido a la parte trasera del establo, a vomitar.
Sus amigos habían pensado que se trataba de una gripe estomacal. Él no tenía interés en contarles que cuando tenía trece años, su padre le había obligado a disparar a un caballo. El animal se había vuelto malo, pero sólo porque su padre lo maltrataba de la misma forma que maltrataba a Pedro. El animal le había dado una coz a Pedro y le había roto un brazo, y Hernan Alfonso había tenido un ataque de rabia y lo había obligado a matar al pobre caballo. Pedro no había vuelto a tocar un arma desde entonces.
Paula era la primera persona que conseguía que todos aquellos malos recuerdos se desvanecieran. Hasta el momento en que se había marchado, diecisiete meses atrás, no había sabido apreciar la magia que ella le confería a su vida. Quererla lo sanaba. ¡Y Dios...! necesitaba que lo sanara en aquel momento.
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