martes, 20 de noviembre de 2018
CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)
Después de los temblores llegaron las lágrimas. Paula no habría sido capaz de contenerlas aunque hubiera podido.
—Te he hecho daño —dijo Pedro.
—No —contestó ella—. Abrázame. Necesito que me abraces.
Él obedeció y Paula continuó llorando entre sus brazos.
Pedro había conseguido desenmascarar el sufrimiento de varios meses, a los sentimientos que no podían expresarse en palabras.
Cuando se tranquilizó, Paula supo que no debía darle ninguna explicación. No hacía falta que hablaran. Él sabía lo que pasaba.
La quería. Paula estaba segura de ello, por la expresión de su mirada.
—Quédate ahí —dijo él—. Voy a por un pañuelo para que te suenes la nariz.
En cuanto salió de la cama, Paula comenzó a echarlo de menos. No quería que se separara de su lado. Nunca.
Cuando regresó lo miró de arriba abajo y contuvo la respiración. Tenía un cuerpo perfecto.
Él se acercó para darle los pañuelos de papel y ella se fijó en el hematoma que tenía en el hombro.
—Estás herido.
—No siento nada —dijo él con una sonrisa.
Paula se sentó en la cama.
—Deberías ponerte hielo. O algo —se sonó la nariz.
—Es demasiado tarde para el hielo —se fijó en sus senos.
—Pues una crema —ella se percató de que su miembro reaccionaba al verla—. Tiene que haber algo que te quite el dolor.
—Lo hay —dijo él, y se metió de nuevo en la cama.
Mucho más tarde, Paula se quedó dormida en los brazos de Pedro. Cuando él le acarició un pecho y presionó el miembro contra su trasero, ella recordó lo que había sucedido en el hostal de Nuevo México. Pero esta vez ninguno se avergonzaría al despertar.
CAPITULO 34 (TERCERA HISTORIA)
Pedro acababa de retirar la colcha de la cama cuando Paula entró en la habitación. Se volvió para mirarla e imaginó su aspecto a medida que fuera desnudándola despacio.
Ella permaneció en la puerta con las mejillas sonrojadas. Para ser una mujer que momentos antes había actuado de forma tan atrevida, parecía dubitativa y tímida.
—A Julian le ha costado volver a dormirse —dijo ella con nerviosismo—. También he mirado a Olivia. Está bien.
—Gracias —Pedro pensó en que Paula sería una madre maravillosa. Merecía tener un hijo propio, y él deseaba ser quien lo engendrara.
Paula se volvió hacia la puerta y dijo:
—Creo que será mejor que la cerremos.
—Sí.
Se volvió para cerrar la puerta y miró a Pedro.
Despacio, se acercó a la cama. Él la esperó temiendo que cambiara de opinión y no supiera cómo decírselo.
—Es más fácil cuando te pilla en el momento —dijo ella, apoyándose en el borde del escritorio. Se aclaró la garganta—. Ahora que nos han interrumpido, no estoy segura de qué hacer, Pedro.
—¿Has cambiado de opinión?
—No.
—Entonces...
—Se me ha alterado el ritmo. No sé si lanzarme a tus brazos, si hacer un striptease, quitarte la ropa o...
—Deja que decida yo —dijo él con una sonrisa, y le tendió la mano.
Ella la aceptó mirándolo a los ojos.
—Veo que has encendido la luz.
—Sí —la besó en la palma—. Eres tan pequeña y delicada... —murmuró, y la miró a los ojos—. ¿Tienes miedo porque soy muy grande?
—No.
—Sabes que tendré cuidado.
—Lo sé.
Pedro le subió la manga de la blusa y la besó en el antebrazo.
—Por eso no tengo miedo —murmuró ella—. Eres tan... —esperó a que le subiera la otra manga y la besara en el otro brazo—. Tan delicado.
Él le desabrochó la blusa y disfrutó al ver que cada vez respiraba más deprisa. Al ver sus pechos cubiertos por el sujetador, se humedeció los labios.
La luz del establo no había sido suficiente.
Aquella noche no había podido ver con claridad lo que ella le ofrecía, así que iría despacio. Le retiró la blusa de los hombros y tras sacarle los brazos, la dejó caer al suelo.
Mientras le desabrochaba el sujetador, notó que se le aceleraba el corazón y respiraba con dificultad. Lo dejó caer al suelo y se fijó en sus pezones rosados y turgentes. Recordó que aquella mujer podía llegar al orgasmo con sólo un beso.
La miró a los ojos y colocó una mano sobre cada uno de sus pechos, acariciándole los pezones con los pulgares. Ella suspiró y él supo que si los introducía en su boca, aunque sólo fuera un instante, entraría en erupción.
Y no quería. Todavía no. Le quitó los vaqueros.
Deseaba comprobar que su ropa interior estaba empapada de pasión.
Con una mano detrás de su nuca, observó la expresión de su rostro mientras colocaba la otra mano entre sus muslos. Vio cómo se incendiaban sus ojos. Metió la mano bajo su ropa interior y la encontró preparada para sus caricias.
Ella lo miró con ardor y se sonrojó. Después cerró los ojos.
—Debes de pensar que soy...
—¿Maravillosa?
—Muy activa sexualmente.
Él se quedó quieto. Nunca se le había ocurrido tal cosa.
—Normalmente no soy tan excitable.
—¿No? —preguntó agradecido.
Paula abrió los ojos y lo miró negando con la cabeza.
—Oh, Paula —le sujetó el rostro con ambas manos y la besó, diciéndole con un beso todo lo que no sabía cómo decirle en palabras.
«Te quiero». Pero eran palabras que no podía pronunciar. Y menos cuando su futuro era tan incierto.
Sus dedos todavía estaban mojados a causa de sus íntimas caricias. Al rozarle la mejilla, inhaló el aroma de la pasión y el deseo se desató en su interior. La acercó a la cama.
Paula le desabrochó la camisa y el cinturón y consiguió abrirle los vaqueros antes de que él la tumbara. Él se quitó los pantalones y dejó su miembro erecto al descubierto. Mientras abría un preservativo y se lo colocaba, ella se quitó la ropa interior y lo esperó tumbada.
Pedro la miró de arriba abajo y colocó una rodilla entre sus piernas. A pesar de que el deseo que sentía era irrefrenable, tenía que tener cuidado. Sabía que siempre recordarían ese momento, y quería que fuera perfecto.
—Date prisa —susurró ella—. Te deseo tanto que creo que me voy a desmayar.
—Yo también, pero no voy a correr.
—Pedro.
—Dobla las piernas —murmuró él.
Ella obedeció.
Sujetándose con una mano a cada lado de su cuerpo, Pedro se agachó y la besó en los labios.
—No dejes que te haga daño —le dijo—. Detenme si te duele —le acarició la entrepierna con una mano—. Prométemelo.
—Lo prometo —gimió, al sentir que introducía dos dedos en su cuerpo.
—¿Es demasiado?
—No es suficiente —dijo ella.
Pedro se arrodilló en la cama y le separó las piernas con delicadeza. Al ver la entrada al paraíso, se quedó sin respiración.
Mirándola a los ojos, se echó hacia delante y la penetró despacio. Al instante, vio lo que deseaba ver en sus ojos azules. No tenía derecho a tenerla, pero era lo único que quería en el mundo. Ella era la pareja que había buscado durante toda la vida.
—Muy bien —susurró ella.
Concentrándose en el brillo de su mirada, él empujó con más fuerza. Perfecto. Le dolía el corazón al pensar en lo que podían haber tenido si...
Un poco más. Nunca había conocido algo así. El roce entre sus cuerpos era algo maravilloso y él se encontraba al borde del orgasmo. O quizá era algo más que el simple roce. Anhelaba vaciarse en ella. Crear un hijo. Empujó una vez más.
Paula lo miró con los ojos bien abiertos.
Él comenzó a retirarse pero ella no se lo permitió.
—Sigue —suplicó—. Oh, Pedro, sigue por favor.
—Paula, me temo que voy... —«a perder el control. Te quiero demasiado para soltarte».
—Sigue —suplicó jadeando—. Por favor.
Él la penetró una vez más y ella abrió su cuerpo para recibirlo. De una manera que nunca habría imaginado que fuera posible. Era una invitación a su alma.
Entonces, Pedro notó sus primeras contracciones y abrazándola con fuerza, ambos se convirtieron en fieras salvajes. Él capturó sus gemidos con la boca y juntos cabalgaron hasta el éxtasis.
CAPITULO 33 (TERCERA HISTORIA)
Mario dejó de mirar por sus prismáticos de visión nocturna. Por fin, sus objetivos se estaban retirando a la cama. Las luces de la parte delantera de la casa estaban apagadas y sólo quedaba una en la parte de atrás. Sabía dónde dormía su hijo. En la habitación en la que habían apagado la luz una hora antes.
Podía imaginar lo que estaría sucediendo en la habitación que tenía la luz encendida. Y confiaba en que aquella zorra agotara al vaquero estúpido y éste entrara en un sueño profundo. Sin saberlo, Paula le estaba haciendo un favor a Mario.
Cuando apagaran la luz, Mario les daría un par de horas y actuaría. Primero desconectaría la alarma. En cuanto a las perras, el vaquero había acertado sacándolas en el momento oportuno.
Mario había observado con sus prismáticos cómo las perras devoraban la carne que él había dejado en el suelo. El tranquilizante que había metido actuaría enseguida y las dejaría fuera de combate hasta por la mañana.
Intuía el éxito, y sabía que sería más dulce que acostarse con una mujer virgen. La operación casi le resultaba demasiado sencilla, pero era porque como siempre, la gente había infravalorado a Mario Fowler. Y cuando se dieran cuenta de su error, sería demasiado tarde.
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