sábado, 27 de octubre de 2018

CAPITULO 26 (PRIMERA HISTORIA)




Paula nunca había visto a un hombre más ocupado que Pedro. Había preparado la comida y se pasó casi todo el rato de pie, sirviéndole cosas en el plato. Cuando parecía que por fin iba a sentarse, Olivia se despertó y él salió corriendo de la cocina.


El resto de la tarde la pasaron montando el cambiador y dándole un baño a la pequeña. 


Pedro colocó el cambiador en la cocina, y Paula no dijo nada al respecto, aunque opinaba que debería estar en la misma habitación que la cuna.


Decidió esperar hasta que Pedro montara la cuna para sugerir dónde colocarla. Había leído en el libro que los bebés debían dormir solos en una habitación. De esa manera, los adultos tenían más intimidad, lo que suponía una ventaja. Si Pedro aceptaba su idea, ella sabría cuál había sido su decisión.


Paula se ofreció para darle el biberón a la pequeña y así Pedro podría montar la cuna. 


Cuando él agarró la caja de la cuna y al ver que se disponía a llevarla a su habitación, Paula lo llamó como si acabara de ocurrírsele una cosa.


—Quizá deberías montarla en la habitación de invitados —le dijo.


Él se detuvo y apoyó la caja en el suelo. Se volvió y la miró:
—¿Quieres decir en tu habitación?


Si él aceptaba su propuesta, ya no sería su habitación. Y no tendrían que preocuparse de si se despertaba el bebé cuando hicieran el amor. Pero ella no estaba preparada para decírselo con tanta claridad.


—Al principio creía que debía estar en la misma habitación que tú —dijo ella—. Pero he leído en el libro que aconsejan que el bebé tenga su propia habitación. Dicen que duermen mejor, y los adultos... también.


—Es interesante que te hayas molestado en leer ese capítulo.


—Tú has estado muy ocupado, así que supuse que no te daría tiempo.


—Ay, Paula —suspiró—. ¿De veras que en el libro pone que necesita tener privacidad?


—En serio.


—Quizá podría ponerla en mi despacho.


—Podrías, pero está más lejos de tu habitación. Quizá tengas que ir a verla a media noche.


Pedro miró el reloj que había en el pasillo.


—Es muy tarde para llamar a Julian. Seguramente ya se haya ido a casa a cenar.


Paula no comprendía por qué había cambiado de tema.


—¿Para que intervenga el teléfono por si llama Jesica?


—Sí, para eso, para que conecte un intercomunicador para oír al bebé y un sistema de seguridad.


—¿Un sistema de seguridad? Tienes dos perras que se han hecho cargo de la seguridad del bebé.


—Sí, pero he estado pensando.


—¿Y?


—Las perras están bien para guardar la casa en condiciones normales, pero si alguien está persiguiendo a Jesica es posible que descubra dónde está Olivia y venga por ella. Un par de perras no lo detendrá.


Paula se estremeció y miró al bebé que tenía en brazos.


—No había pensado en ello. Quizá sea mejor que dejes la cuna en tu habitación.


—Sí, creo que de momento la dejaré allí. Al menos hasta que Julian venga a hacer la instalación.


—Entonces, también deberíamos poner allí el cambiador. Y la caja con sus cosas.


—Lo haré después de montar la cuna —levantó la caja y se alejó por el pasillo.


Al poco tiempo, Paula oyó los ruidos del montaje de la cuna.


—Parece que Pedro y tú vais a seguir siendo compañeros de habitación, Olivia. La pregunta es si yo también estaré invitada a dormir allí —le dijo al bebé.


Olivia miró a Paula sin dejar de tomarse el biberón.


—¿Sabes?, cuando miras así, como si estuvieras pensando seriamente, me recuerdas al hombre que está montando tu cuna. Después de todo, puede que seas hija suya —inclinó un poco más el biberón—. Te ha comprado una cuna de niña. Insistí en que comprara la más sencilla, acabada en pino, pero eligió una de color rosa y blanco.


Olivia pestañeó y dejó de beber.


—¿Lo ves? Sabía que te horrorizaría la idea. Preferirías la de color pino, ¿verdad?


Quitándose la tetina de la boca, Olivia indicó que había tomado bastante.


Paula se la colocó sobre el hombro para sacarle los gases.


—Sé que no vas a ser la típica niña cursi —dijo ella—. Nada de cocinitas y muñecas para tí. Eso es muy aburrido. Lo divertido es jugar al escondite y a los códigos secretos. Te contaré una historia de mi infancia si prometes no contársela a nadie —la besó en la mejilla.


Olivia balbuceó.


—Eso parece una promesa. Mi tía Georgia insistió en regalarme una muñeca a pesar de que yo le había dicho que no la quería. Una noche, mis padres nos llevaron a ver una película, y al día siguiente, mi hermano me convenció para que lleváramos la muñeca a las vías del tren que estaban cerca de nuestra casa. Alguien la encontró antes de que pasara el tren, y mi hermano y yo nos metimos en un gran lío. Pero nunca me regalaron otra muñeca, y eso me gustó.


Olivia soltó un gran eructo.


—Muy bien —dijo Paula—. Nunca te preocupes por ser delicada, Olivia. Espero que esa cuna tan cursi no te haga un lío. Tienes que perdonar a Pedro. Sólo tiene un hermano y sólo conoce el estereotipo de las chicas. Me encargaré de que cambie.


«Si me deja la oportunidad», pensó en voz baja.


No sabía cuál sería la decisión de Pedro. Si decidiría aprovechar el día y la noche o si la mandaría a casa para tranquilizar su conciencia. 


Pero al menos, ella no había salido corriendo como una gatita asustada.


Era posible que Pedro le partiera el corazón, pero también era posible que no lo hiciera, y entretanto, juntos podrían crear recuerdos para toda una vida. Era arriesgado, pero Paula tenía que intentarlo.





CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)





Pedro no le gustaba sentirse culpable, pero no le quedaba más remedio. Primero, se había encontrado con un bebé que podía haber engendrado él en una noche de borrachera, y después tenía que enfrentarse a la responsabilidad de haber perdido el control con Paula.


Cuando Olivia se quedó dormida, Pedro se puso a limpiar la cocina. Pero recoger el lío que se había formado mientras seducía a Paula lo hizo sentirse más culpable todavía. Y como cuando se sentía culpable se ponía de mal humor, decidió tomarse una cerveza en lugar de comer. 


Después, decidió que lo mínimo que podía hacer era coser los botones de la blusa de Paula, y para eso necesitaba otra cerveza.


La costura no era algo que se le diera bien y se pinchó el dedo varias veces manchando la blusa de sangre. Cuando Paula entró por la puerta trasera, él continuaba cosiendo.


Desde la puerta, Paula se sacudió la nieve de las botas a la vez que sujetaba a ambos animales por el collar.


—Deberíamos tener dos toallas viejas —dijo ella, pensando en las perras—. Tranquila, Sadie. Muy bien, Fleafarm.


Él la miró, concentrándose demasiado en su belleza como para pensar en los animales. Al imaginar cómo sería que Paula entrara todos los días por aquella puerta, dispuesta a recibir sus besos, sus abrazos y su amor, sintió una fuerte presión en el pecho. Y durante todo ese tiempo habían vivido el uno junto al otro. Qué idiota había sido.


—Hace frío, pero está precioso —dijo ella—. La nieve recién caída es muy agradable, ¿verdad, chicas? Hemos visto un conejo. ¡Y casi lo atrapan! ¡Ay! —Fleafarm se escapó y corrió hasta donde estaba Pedro para sacudirse—. Lo siento. Si me dejaras una toalla yo... —se calló al ver la sangre en su blusa—. ¿Qué diablos estás haciendo?


—Coser botones —dijo él—. Y te diré que estoy a punto de terminar con esta maldita tarea —añadió orgulloso.


—Ay, Pedro —Paula soltó a Sadie y se sentó junto a él.


Mientras Paula se quitaba el abrigo, él inhaló el aroma a aire fresco que desprendía su cuerpo. Respiró hondo y continuó cosiendo.


La deseaba. Y quería tomarla entre sus brazos. Besarla hasta que se arqueara contra su cuerpo como había hecho antes.


—Te has pinchado los dedos.


—No importa —la miró—. ¿Tienes hambre?


—No mucha.


—¿Quieres una cerveza?


—De acuerdo.


—Iré a...


—No importa, compartiré la tuya —se llevó la botella a los labios. Después, la dejó sobre la mesa y dijo—. Gracias.


—De nada —contestó él. La deseaba tanto que estaba tenso.


—He estado pensando mientras jugaba con las perras.


—Paula, si quieres irte a casa, vete. Ya me las arreglaré. Y si no puedo, contrataré a alguien. No puedo perdonarme por haberte llamado y después... —no era capaz de encontrar las palabras adecuadas—. Y después...


—Hacerme el amor mejor que nadie en el mundo.


Él miró hacia el suelo. No quería oír aquello.


—Probablemente lo hayas sobrevalorado porque has pasado mucho tiempo sin...


—Ha pasado mucho tiempo, pero mi memoria es excelente. Con Benjamin, siempre me preguntaba si era lo mejor que podía ser. Me culpaba por no responder como debía, sobre todo después de descubrir... —se calló de golpe y se aclaró la garganta.


—¿Descubrir qué?


—No importa —miró a otro lado—. No tiene sentido hablar del pasado.


Ella sabía que Benjamin le había sido infiel. Estaba seguro de ello. Y nunca se lo mencionaba porque trataba de protegerlo, igual que él trataba de protegerla a ella. Sintió que se le encogía el corazón.


—Paula, yo también lo sé.


Ella lo miró.


—¿Cuándo lo descubriste?


—Nunca lo habría descubierto. Mi mente no funciona así. Bárbara me lo dijo después de que yo le pidiera el divorcio.


—¡Oh, Pedro! —le agarró la mano—. Qué cruel que te lo dijera entonces. No me extraña que te encerraras en tí mismo.


Él le dio la vuelta a la mano y agarró la de Paula.


—Tú lo averiguaste mucho antes, ¿no?


—Una semana antes de que Benjamin se matara. —Paula se fijó en sus dedos entrelazados, como para obtener fuerza del contacto de sus cuerpos—. El día que murió habíamos tenido una fuerte discusión sobre el tema. No debería haber volado, teniendo en cuenta el mal tiempo y su estado mental. Pero meterse en esa avioneta era una vía de escape para él. Siempre decía que mientras estaba allí dentro se olvidaba de todos sus problemas.


—¿Sabes?, lo he perdonado por lo que me hizo a mí, pero nunca lo perdonaré por lo que te hizo a ti.


—Era débil e inseguro, como Bárbara. Pero yo puedo perdonarlo, sobre todo ahora, gracias a tí.


—¿A mí? Lo único que he hecho es complicarte más la vida.


Ella negó con la cabeza.


—Me has demostrado que no era culpa mía que no nos fuera bien en la cama. Dadme al hombre adecuado y... —sonrió—. ¡Fuegos artificiales!


Él tragó saliva.


—Esto es lo que he estado pensando mientras estaba fuera: puedes mandarme a casa si tienes cargo de conciencia, pero me gustaría quedarme. En tu casa... y en tu cama.


—Pero... —dijo él con el corazón acelerado.


—De momento —añadió ella—. Comprendo, que si eres el padre de Olivia, quieras formar un hogar con Jesica. Lo respeto —sonrió con tristeza—. No lo comparto, pero lo respeto.


—Paula, no hay manera de que pueda pedirte que continuemos con lo que hemos empezado sabiendo que no soy un hombre libre.


Ella le apretó la mano.


—No estamos seguros de que no seas libre. Y si lo que te preocupa es nuestra amistad, y nuestra relación como vecinos, eso ya se ha estropeado. Cuando nos veamos, no reaccionaremos como antes. No después de lo que ha sucedido hoy —lo miró a los ojos—. No después de cómo nos hemos acariciado el uno al otro.


El deseo lo invadió por dentro. Ella tenía razón. 


Desearía a Paula Chaves durante el resto de su vida. Incluso, si Olivia era hija suya y Jesica aceptaba a casarse con él, siempre desearía estrechar a Paula entre sus brazos. Pero no podía hacer lo que ella le pedía. La quería demasiado.


La amaba. Bárbara había provocado que él no creyera en esa palabra, pero era la única que explicaba cómo se sentía. Amaba a Paula. Y como la amaba, tenía que protegerla para evitar que se le rompiera el corazón. Tenía que insistir en que se marchara.


—En la mirada de tus ojos grises veo que estás librando una dura batalla —dijo Paula—. Y como te conozco, sé que va ganando tu honestidad.


—Paula, no sería justo para tí que...


—No tomes ninguna decisión todavía —le apretó la mano—. Piensa en ello. Y entre tanto, recuerda esto: Nunca imaginé que podía pasármelo tan bien en la cama como me lo he pasado contigo. He decidido que sería idiota si rechazara la posibilidad de repetir la experiencia.


Él abrió la boca, pero no fue capaz de pronunciar palabra.


—Y si tú te lo has pasado tan bien como creo, también serías idiota si la rechazaras —se puso en pie—. Voy a ver a Olivia. ¿Por qué no preparas algo de comer? —se marchó de la habitación.




CAPITULO 24 (PRIMERA HISTORIA)




«Se acabó lo bueno», pensó Paula. Pedro lo había estropeado todo. Su cuerpo continuaba invadido por el placer, pero sólo porque para ella la fiesta no había terminado.


Paula suponía que Pedro tendría un ataque de conciencia tarde o temprano. Pero no esperaba que fuera tan pronto, justo cuando el bebé empezó a llorar. Confiaba, en que después de haber hecho el amor con ella de forma salvaje, se replanteara su intención de casarse con la madre de su hija. Si es que Olivia era su hija.


Con un suspiro, se separó de él y empezó a vestirse mientras se dirigía al baño. Por desgracia, sólo pudo taparse la parte inferior del cuerpo. La blusa y el sujetador se habían quedado en la cocina.


—Enseguida vuelvo para ayudarte con Olivia —le dijo. Entró en su habitación y se puso el jersey. Todavía tenía el cabello trenzado y los labios hinchados de tanto besar. Seguramente estaba hecha un desastre.


Pero su aspecto no importaba. Pedro podría contenerse puesto que ya había descargado la tensión sexual que tenía acumulada. Y por el tono de arrepentimiento con el que había hecho su pregunta, Paula estaba convencida de que él pensaba que resistirse era lo correcto.


No podía culparlo por que le hubiera hecho el amor. Había sido algo maravilloso. Mejor de lo que ella había imaginado. Por fin conocía lo potente que podía ser la combinación de respeto y deseo. Había una palabra para describir dicha combinación, pero ella nunca había llegado a comprender su significado. Hasta ese día.


La palabra era amor.


Cuando regresó al dormitorio, él se había vestido y se disponía a levantar a Olivia.


—Espera —Paula trató de no pensar en cómo habían hecho el amor, pero nada más verlo lo deseó de nuevo.


—Está llorando —dijo él.


—Lo sé: pero no está llorando muy fuerte. Quizá vuelva a dormirse si le ponemos el chupete.


—¿Dónde está?


De pronto se sentía muy cansada.


—Creo que lo dejé en la cocina. Iré por él.


El fuego de la chimenea estaba casi apagado y hacía frío. Paula miró por la ventana y vió que la nieve se acumulaba en el suelo. Las perras levantaron la cabeza al verla pasar.


—Os sacaré para que deis un paseo dentro de un rato.


No se había dado cuenta de lo mucho que deseaba salir de aquella casa y alejarse de Pedro. Quizás él había calmado su deseo haciéndole el amor, pero ella sólo acababa de encender la llama. Cuánto más cerca estuviera de él, más lo desearía.


Al entrar en la cocina recordó lo sucedido y deseó gritar de pura frustración. ¿Por qué tenía que ser tan fiel a sus principios?


Si Jesica lo hubiese querido, habría ido a buscarlo. Sin embargo, le había dejado al bebé y se había marchado. Y aunque la pequeña fuera hija de Pedro, Jesica no lo amaba. Y ella sí. 


Sería una estupidez que Pedro forzara una relación con Jesica sólo para que la pequeña tuviera una familia. Quizá debía decirle lo que opinaba, por lo menos, iniciar una discusión.


Encontró el chupete y lo llevó a la habitación.
Pedro estaba agachado junto a la pequeña y le acariciaba el vientre.


—Toma —le dijo ella, y le entregó el chupete.


—Quizá deberías...


—No. Inténtalo tú. Pónselo en la boca y espera a ver si empieza a succionar —Paula lo miró y se estremeció. Se preguntaba si él estaba pensando lo mismo que ella.


Él se volvió hacia la niña y le acarició los labios con el chupete.


—No lo quiere.


—Inténtalo un poco más.


Pedro respiró hondo.


—De acuerdo, Olivia, tienes que dormir un poco más. Toma el chupete y cierra los ojos.


La pequeña dejó de llorar poco a poco y miró a Pedro. Después, abrió la boca y aceptó el chupete.


—No me gusta esa cosa —dijo Pedro.


—Lo sé, pero como dijo Noelia, como toma biberón en lugar de mamar, quizá necesite chupar un poco más para estar satisfecha.


—Entonces, ¿por qué Jesica no ha dejado uno?


—A lo mejor le daba el pecho hasta hace poco, justo antes de que decidiera dejarla aquí. Quizá no pensara que fuera a necesitarlo.


—O a lo mejor tampoco le gustan.


Paula lo miró enojada.


—Pues mala suerte, porque no está aquí para controlar. Así que me temo que tendremos que tomar decisiones sin ella.


—No me gusta la idea.


—Lo estás haciendo muy bien. Y cuánto antes asumas el cuidado de la pequeña mejor, porque así podré regresar a Leaning C.


Él la miró. Y no hizo falta que le preguntara nada.


—Lo siento, Paula. Más de lo que te imaginas.


Ella trató de sonreír.


—No lo sientas, vaquero. Me lo he pasado muy bien.


—No quiero que esto suceda entre nosotros.


Paula no sabía cómo conseguirían retomar su antigua relación, pero no era el momento de decírselo.


—Tendremos que asegurarnos de que no pase.


Él asintió.


—Ahora necesito un poco de aire fresco. Así que mientras te aseguras de que se vuelve a dormir, voy a sacar a las perras a dar un paseo.


—¿Bajo la nieve?


—He nacido en este país, Pedro. El tiempo no importa —salió del dormitorio y silbó a las perras.


Pedro se fijó en el contoneo de sus caderas con desesperación. Sólo el bebé que tenía a su lado podía paliar la frustración que sentía, al pensar que no podría volver a hacer el amor con Paula nunca más. Y él deseaba hacerlo otra vez. 


Siempre.


Le costaba creer que la mujer de su vida hubiera vivido durante diez años a su lado. Su sentido de la fidelidad había impedido que se diera cuenta durante el tiempo que estuvo casado con Bárbara y por algún motivo, después de que Bárbara se marchara, no había cambiado su manera de ver a Paula.


Sin embargo, deseaba tenerla de nuevo entre sus brazos, entre sus sábanas. El destino hizo que nada más decidir qué era lo que quería, el bebé que estaba en su dormitorio lo mirara para recordarle que no tenía elección.


«Maldita sea». Aquel rostro le resultaba cada vez más familiar, y cada vez que la tomaba en brazos, sentía que se le encogía el corazón. 


Quizá eso era lo que pasaba cuando se tenía un hijo. Quizá la naturaleza se ocupaba de crear ese fuerte lazo de unión. Miró a Olivia a los ojos y le preguntó:
—¿Eres hija mía, pequeñita?