lunes, 29 de octubre de 2018

CAPITULO 32 (PRIMERA HISTORIA)



Paula intentó controlar sus sentimientos mientras Augusto preparaba café y las acompañaba al salón.


—Sentaos —dijo él, y se acomodó en el sofá—. Parece que, por lo que ha dicho Pedro, Paula sabe algo de todo esto.


—Algo —dijo Paula, y se acercó a la chimenea que estaba casi apagada.


Guadalupe se sentó en una butaca y dijo:
—Yo no sé nada excepto que hace tres semanas apareció un bebé en Rocking A. Me enteré cuando me encontré con Pedro y Paula comprando una cuna en Coogan.


Paula la miró agradecida. Guadalupe no era el tipo de persona que contaría que Paula había pasado la noche en casa de Pedro, y mucho menos que habían hecho el amor.


Augusto miró a Paula.


—Paula, tú también puedes sentarte. Me pone nervioso que no pares de moverte delante de la chimenea.


El problema era que no sabía dónde sentarse porque la habitación estaba llena de amargos recuerdos. Era evidente que tres semanas antes Pedro le había mentido al decirle que la deseaba, y que sólo quería que se fuera a su casa porque debía tener la libertad para casarse con Jesica en caso de que fuera necesario. 


Desde entonces, no había vuelto a decirle nada acerca del tema.


Finalmente, decidió sentarse al lado de Augusto. Bebió un poco de café y le explicó a Guadalupe:
—La madre de Olivia es Jesica, la mujer que estaba esquiando con ellos hace dos años, cuando ocurrió la avalancha en Aspen.


—Ya —dijo Guadalupe—. ¿Y no volvisteis el año pasado para celebrar el cumpleaños de Pedro?


Paula se alegró de que su amiga disimulara tan bien. Guadalupe sabía que los chicos habían ido a esquiar porque Paula había llorado por el hecho de que Pedro no estuviera en casa el día de su cumpleaños. Augusto asintió.


—Sí, estuvimos el año pasado. Todos menos Nicolas, que no pudo ir porque le surgió algún problema.


—Eso fue hace casi doce meses. Y ahora los dos decís que sois el padre de la criatura —dijo Guadalupe—. Perdonadme, pero eso hace que me imagine una situación inaceptable.


—Eh —dijo Augusto—, confía en nosotros. Quizá no sepamos lo que sucedió, pero te aseguro que no tuvimos una orgía. Jesica no es ese tipo de persona, y nosotros tampoco.


—Os costará que la gente lo crea si los dos continuáis diciendo que sois el padre de Olivia.


—Yo estoy seguro de que es hija mía —dijo Augusto—. No estoy orgulloso de admitirlo, pero no me creo que Pedro sea capaz de emborracharse tanto como para acostarse con una mujer, que ni siquiera le gusta, y no utilizar protección —miró a Paula—. Tú lo conoces desde hace más tiempo. ¿Crees que puede haberlo hecho?  Paula negó con la cabeza. —Yo tampoco. No es su estilo. Es un chico con un fuerte sentido de la moralidad. Nosotros siempre contamos con que Pedro haga lo correcto.


—¿Estás seguro de que él no la ama? — preguntó Paula.


—Estoy seguro, Paula. No habla de ella de la misma manera que un hombre habla de la mujer que ama. Además, si Pedro amara a Jesica, estaría buscándola aunque ella dijera en la nota que no lo hiciera.


—Supongo que sí —dijo Paula. Creía que Augusto había descubierto lo que ella sentía por su amigo—. Sólo era una idea. Para tratar de encontrar una explicación.


—Pues él no la quiere. Es más —hizo una pausa, como tratando de decidir si debía decir lo que tenía en mente—, estoy seguro de ello y también estoy seguro de que no es el padre de Oli. Sin embargo, es muy probable que sea yo. Tengo fama de disfrutar con las mujeres. Así que, aunque no recuerdo muy bien qué pasó y aunque Jesica no haya dicho que soy el padre, estoy seguro de ello.


—Eso sí me lo creo —dijo Guadalupe.


Augusto la fulminó con la mirada.


—Pero aunque me lo haya pasado muy bien, éste es el primer bebé del que soy responsable y, en mi opinión, es todo un récord.


—Seguro que eres toda una leyenda.


—¿Qué piensas hacer? —preguntó Paula.


—No lo sé. Sería un mal marido, así que no creo que le pida a Jesy que se case conmigo, algo que seguramente no quiera hacer. Saldría perdiendo.


—Es un hombre inteligente que se conoce bien —dijo Guadalupe.


Augusto la miró.


—Señorita, tiene usted una lengua viperina. No deberías permitir que un hombre te haga creer que son todos iguales.


—No lo creo. Simplemente, resulta que Dario y tú sí os parecéis.


—Si te refieres a que los dos nos ponemos pantalones, te doy la razón. Aparte de eso, no tengo nada que ver con tu ex.


—Eso es cuestión de...


—¡Ya basta! —dijo Pedro al entrar en la habitación.


Paula no podía ver nada más que a Pedro y a la niña. De pronto, deseó salir de aquella casa. Ya sabía todo lo que necesitaba saber. Augusto era mejor candidato que Pedro para ser el padre de Olivia, pero por algún motivo, Pedro no tenía en cuenta esa posibilidad. Si sentía algo por ella no era lo suficiente potente como para hacerlo cambiar de opinión.


Dejó la taza sobre la mesa y se puso en pie.


—Es evidente que tenéis muchas cosas que hacer, así que será mejor que nos vayamos, Guadalupe.


—Por mí, estupendo —dijo su amiga—. Creo que Augusto se sentirá más cómodo si me marcho.


Augusto también se levantó del sofá.


—Un momento. No tengo ningún problema contigo. Tú eres la que no aguanta a los tipos como yo.


—Tienes razón —Guadalupe se acercó a la pequeña y dijo—. Adiós, preciosa —después miró a Pedro—. No diré nada a nadie, pero creo que será mejor que aclaréis esta historia antes de que sea pública. Sólo hay muchos padres en una carnada de gatitos.


—Ya nos veremos —dijo Paula—. Cuando quieras dejar tus cosas, Augusto, pasa por casa. El ganado llegará el quince de mayo.


—Sí —Augusto la miró sonriente—. Estoy seguro de que para entonces, habremos solucionado esto, ¿verdad, Pedro?


—Sí. Hasta luego, Guadalupe. Hasta luego, Paula.


Paula no pudo evitar mirarlo por última vez. Notó su mirada de preocupación y se le encogió el corazón.


—Ya nos veremos.




CAPITULO 31 (PRIMERA HISTORIA)




—¡Esto es más difícil que sujetar a un cerdo engrasado! —se quejó Augusto mientras trataba de meter a Olivia en la bañera que habían preparado en la cocina.


—Coloca el brazo debajo de su axila —murmuró Pedro—. ¡Así no! Así —se acercó y le agarró la mano para mostrarle cómo hacerlo.


Augusto sonrió.


—Uy, Pedro, no sabía que te importara tanto.


—¡Calla! ¿Cuándo ha sido la última vez que te cortaste las uñas?


—No me dijiste que tenía que hacerme la manicura para éste trabajo.


—Si arañas al bebé, te haré la manicura con un cuchillo de cocina, vaquero.


—No la arañaré, ¿de acuerdo? Y si tanto te preocupa, quizá deberías darle el baño tú.


—No. Tú lo haces y yo miro. Aquí tienes la esponja. Mójale el pelo para ponerle el champú.


Olivia miró a Augusto y a Pedro. Cuando Augusto le mojó la cabeza, la niña comenzó a patalear.


—¡Guau, Oli! —Augusto soltó la esponja y le sujetó los pies con una mano.


—Lo hace de vez en cuando —dijo Pedro con orgullo—. Pero no hace daño a nadie.


—Podías haberme avisado. Creía que le estaba dando un ataque.


—Toma el champú. Una gota es suficiente.


Augusto empezó a enjabonarla.


—Le pasa algo en el pelo.


—¿Como qué?


—Tiene el mismo color que el mío, pero no es tan espeso. Yo siempre he tenido el cabello espeso.


—¿Lo ves? ¡No se parece al de los Evans!


—Es igual, pero más fino. Quizá tenga alguna enfermedad. ¿La ha visto un médico?


—No le pasa nada en el pelo, Augusto. Por el amor de Dios.


—Creo que deberían mirárselo. El cabello es algo importante —cuando Augusto le echó agua para aclararle la cabeza, Olivia comenzó a gritar.


—¿Qué le has hecho? Seguro que le has metido jabón en los ojos.


—No. Y quita. Estás en medio.


—La has pellizcado o algo. No llora sin motivo —Pedro se acercó al bebé—. ¿Qué pasa, cariño? ¿Quieres tu patito de goma? Seguro que es eso. Me olvidé de tu pato de goma.


—¿Ves lo que ha hecho este hombre,Oli? Me enseña a bañarte y no me da el pato de goma para que así parezca que no sé hacerlo.


—Eso es lo que pasa con algunas personas, Olivia. Culpan a los demás de sus inseguridades.


—Que te den, Pedro.


—Vigila tu manera de hablar delante de la niña.


Llamaron al timbre.


—Ya voy —dijo Pedro—. No hagas nada hasta que vuelva —cada vez que llamaban al timbre se imaginaba que podía ser Jesica.


—Primero dame el pato —dijo Augusto.


—Está bien. Así podrás jugar con el pato —lo buscó y se lo entregó a Augusto—. Ten cuidado con ella.


—De acuerdo, madre Pedro, tendré mucho cuidado.


Pedro frunció el ceño.


Augusto se rió.


—Tranquilo, amigo. Si sigues así convertirás a esta niña en una amargada, ¿verdad, Oli?


Pedro se dirigió a abrir. Desde la ventana, vio el coche de Guadalupe frente a la casa. No era Jesica.


Nada más abrir la puerta vio que Paula también estaba allí y se le aceleró el pulso. Debería haberla llamado.


«Es preciosa», pensó, y la miró de arriba abajo. 


Llevaba la melena suelta, una blusa roja y pantalones vaqueros. La imaginó desnuda.


—¿Qué está haciendo Augusto aquí? —preguntó Paula.


Pedro volvió a la realidad y se percató de que no las había invitado a pasar. Se había quedado absorto pensando en lo mucho que le gustaría volver a hacerle el amor. No sabía qué contestar, y tampoco iba a abrir su corazón estando Guadalupe delante.


—Pasad —dijo, y dio un paso atrás—. Augusto...


Desde la cocina se oyó la risa de Augusto y de la pequeña.


Ambas mujeres se miraron.


—Es la hora del baño.


—¿Augusto está bañando a la pequeña? —preguntó Guadalupe.


—Sí —se fijó en que llevaba una manta preciosa en la mano—. Es la primera vez que Augusto baña a un bebé, así que será mejor que vaya a ver. Poneos cómodas.


—No me perdería eso por nada del mundo —Paula se dirigió a la cocina.


—Yo tampoco —dijo Guadalupe, y dejó la manta sobre la mecedora.


—¿Es para Olivia? —preguntó Pedro.


—Sí —Guadalupe no parecía muy interesada en la manta. Toda su atención estaba centrada en la cocina.


—Es un regalo estupendo —dijo Pedro—. Gracias, Guadalupe.


—De nada —dijo ella.


Pedro las acompañó a la cocina y recordó que no le había dicho nada a Augusto acerca de que no mencionara a Jesica. Pero su preocupación se desvaneció nada más entrar a la cocina y ver que Augusto había sacado a la niña del baño y la había envuelto en una toalla.


Paula y Guadalupe lo miraban boquiabiertas. Augusto no las había visto todavía y Olivia parecía estar pasándoselo de maravilla.


—Ya estoy aquí —dijo Pedro—. Dámela.


Augusto se volvió y se quedó de piedra al ver a Guadalupe y a Paula en la puerta de la cocina.


—¿Qué tal, chicas?


—No sabía que habías regresado a Colorado —dijo Paula.


—Llegué anoche —miró a la niña y después a Paula y a Guadalupe—. Creo... puede que esta niña sea...


—Mía —dijo Pedro.


—Mía —repitió Augusto, mirando a Pedro—. Jesica me ha nombrado padrino, igual que a tí, y hay más probabilidades de que yo...


—Me dejó a la niña a mí —dijo Pedro—. ¿Eso no te dice nada?


—¡Que sabe dónde vives!


—Esperad —Guadalupe no podía apartar la vista de Augusto y el bebé—. Jesica no es la mujer que, hace dos años, sobrevivió a la avalancha con vosotros?


—Sí —dijo Augusto.


—No estoy seguro de que debamos hablar de esto —dijo Pedro.


No se atrevía a mirar a Paula. Notaba que estaba tensa. Debería haberla llamado. Aunque todavía no supiera qué hacer. Aunque siguiera pensando que Olivia tenía sus mismos ojos. Paula suspiró.


—Voto por que habléis de ello. Ambos sabéis que se puede confiar en Guadalupe, y yo merezco saber lo que pone en la segunda carta.


—Sí, es cierto —la miró y vio que sus ojos azules reflejaban un sentimiento de traición—. Debería haberte llamado anoche, Paula.


—No necesariamente —dijo ella—. No tienes ninguna obligación conmigo, Pedro.


—Lo sé, pero...


—Éste no es el lugar —dijo ella—. Augusto, ¿te importaría contarnos qué pone en tu carta?


—Me encantaría, pero, quizá sea mejor que primero vistamos a Oli.


—Yo lo haré —dijo Pedro, deseando escapar de la mirada de Paula—. Tú puedes ofrecerles un café a estas mujeres y contarles lo que ha pasado.


—Puedo vestirla yo —dijo Augusto.


—No, no puedes. No sabes dónde está nada. Sólo has probado la etapa de desvestirla.


Augusto le guiñó un ojo a Guadalupe.


—Sí, siempre se me dio mejor esa parte.


Pedro negó con la cabeza. Augusto era el único capaz de convertir cualquier situación, por muy extraña que fuera, en una oportunidad para flirtear. Era algo que hacía con toda naturalidad, y sin embargo, Pedro acababa de perder a la mejor amiga que tenía en el mundo.



CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)




—No estoy segura de que esto sea una buena idea —Paula se subió al coche de Guadalupe.


Pedro no había vuelto a llamarla y ella quería saber quién había aparecido en su casa la noche anterior.


—Tengo curiosidad. Yo también quiero saber quién era. Y no puedo aconsejarte acerca de lo que deberías hacer hasta que no vea cómo se comporta Pedro contigo —Guadalupe arrancó el coche y se alejó de casa de Paula—. Entregarle la manta para el bebé es una buena excusa.


—No necesitas que yo haga tal cosa.


—No, pero él sabe que somos amigas. Le diremos que estábamos haciendo recados, y que de paso, le llevamos la manta.


—Me pregunto si se dará cuenta —Paula acarició la manta que tenía en el regazo.


Guadalupe había pasado tres semanas tejiéndola para dársela a Olivia de regalo.


—Espero que sí se crea la historia —dijo Guadalupe—. Pero no contaría con ello. Parece que no quiere quitarse los parches de los ojos para ver la realidad.


—Es porque sigue pensando que puede formar una familia perfecta si lo sigue intentando —Paula le había contado a Guadalupe que Pedro creía que podía ser el padre de la pequeña.


—La familia perfecta. Eso sí que es una fantasía. Dario me enseñó lo irreal que es esa idea.


—No hemos tenido mucha suerte con los hombres, ¿verdad, Guadalupe?


—No —Guadalupe torció en el camino que llevaba a Rocking A—. Pero he decir que Pedro no juega con nadie, como hacían Benjamin y Dario. Por lo menos no vas a repetir el mismo error al enamorarte del mismo tipo de cretino que antes. Si te enamoraras de alguien como el capataz de tu rancho, me preocuparía por ti.


Paula se rió.


—Augusto es inofensivo. Sólo quiere divertirse.


—Yo no lo llamaría inofensivo. Dios le dio miles de armas para librar la batalla entre sexos y él domina todas ellas. Su manera de mirar, su manera de caminar, su manera de ensillar a los caballos. No, no es inofensivo. Ese hombre debería llevar una señal de peligro alrededor del cuello.


Paula miró a su amiga y no pudo evitar sonreír.


—No sabía que te sintieras atraída por él.


—¿Por Augusto? Sería el último hombre del planeta por el que me permitiría sentirme atraída. No tengo ningún interés en que me pasara lo mismo que con Dario por segunda vez.


—Ya —dijo Paula—. Te sentirías atraída por él si te lo permitieras, como no te lo permites, no te sientes atraída por él.


Guadalupe la miró.


—¿Parezco idiota? Aquellos que no admiten sus errores están condenados a repetirlos. He pensado mucho en este tema y me esfuerzo para que Augusto y los hombres como él no me gusten.


—Aja —Paula hizo una pausa—. Nunca he oído que Augusto engañara a nadie. Me parece que hay una diferencia entre los hombre que disfrutan con las mujeres abiertamente y los que fingen ser monógamos y después prueban todo lo que pueden.


—Quizá, pero no me gusta ninguno de los dos tipos. Y por lo que sé, los que prometen amor eterno y lo cumplen no abundan.


—Huérfano es un pueblo pequeño. La selección es limitada.


—Lo sé, pero me encanta vivir aquí y no voy a cambiar la paz y la tranquilidad que he encontrado en Huérfano por viajar por ahí buscando al hombre perfecto que quiera asentar la cabeza y tener hijos —se detuvo frente a la casa de Pedro—. Esto es lo que nos pasa por hablar del diablo. Creo que ya sabemos quién vino anoche a casa de Pedro.


Paula se fijó en que la camioneta de Augusto estaba aparcada frente a la casa. Le resultaba extraño que hubiera llegado tres semanas antes de la temporada de ganadería y que no hubiera pasado primero por su casa.


—Quizá Pedro y Augusto tengan planeado algo que no sepamos, como otro viaje de esquí —dijo Paula—. El cumpleaños de Pedro es la semana que viene. A lo mejor no ha avisado a Augusto de que han cambiado los planes.


—Es posible, pero me da la sensación de que todo esto tiene que ver con el bebé que hay ahí dentro.


Paula se quitó el cinturón y abrió la puerta. 


Sentía una fuerte presión en el pecho. Al menos, Pedro podía haberla llamado para contarle los nuevos acontecimientos.


Se volvió y le entregó la manta a Guadalupe.


—Toma, tienes que dársela tú, no yo.


—Ah, sí. Claro —contestó Guadalupe con nerviosismo, y se atusó el cabello. Al ver que Paula la miraba, le preguntó—. ¿Qué?


—Te gusta Augusto ¿a que sí?


Guadalupe se aclaró la garganta.


—La atracción física puede llevar a una relación terrible.


—Es cierto —Benjamin le había demostrado esa teoría a Paula—. Pero el hecho de que te sientas físicamente atraída por alguien no significa que sea un error intentar una relación.


—Lo es si hablamos de Augusto, y preferiría no hacerlo. Éste viaje de reconocimiento estaba centrado en Pedro y en tí. Vamos.


—De acuerdo —cuando Paula miró hacia la casa de madera sintió una fuerte desazón. Deseaba que aquella pudiera ser su casa y el hombre que estaba dentro su verdadero amor—. Vamos.