domingo, 21 de octubre de 2018
CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se sentía mucho mejor. Él había dicho que sólo eran amigos. Ni siquiera recordaba lo que había pasado, si es que había algo que recordar.
Olivia no era el producto de una relación apasionada. Como mucho, había sido concebida en un momento que él ni siquiera recordaba.
Paula sonrió a la pequeña.
Pedro observó cómo Paula alimentaba al bebé. No parecía que estuviera del todo relajada, pero lo hacía bien. Además, con la criatura en brazos parecía una mujer más delicada. Esa noche llevaba suelta su melena rubia. Normalmente, la llevaba recogida con un pañuelo o con una trenza.
Él siempre había pensado que Paula debía tener hijos, pero Benjamin no podía tenerlos y no era el tipo de hombre que pensara en adoptar.
Benjamin. Pedro siempre sentía un nudo en la garganta cuando pensaba en su difunto vecino. Lo había considerado un buen amigo. Y había llorado su muerte después de que Benjamin se estrellara con su Cessna.
Por desgracia, Bárbara había estropeado el buen recuerdo que tenía de Benjamin contándole que ambos habían mantenido una aventura amorosa prolongada. Pedro creía que Paula no sabía nada al respecto y no pensaba decírselo. Le hubiera gustado que Bárbara no se lo hubiese contado, pero era cierto que así le había costado menos aceptar el divorcio.
«Paula se merecía alguien mejor que Benjamin», pensó Pedro al ver cómo Paula miraba al bebé. Tenía los ojos azules más bonitos que había visto nunca en una mujer. Y de pronto, se dio cuenta de que confiaba plenamente en ella.
Podía contar con los dedos de una mano a las personas en las que confiaba de aquella manera: Nicolas Grady, Augusto Evans, Bruno Conner... y Paula Lang. Hasta hacía poco podría haber incluido a Jesica en la lista, pero después de que ella hubiera abandonado al bebé tenía la sensación de que no la conocía. Abandonar a una criatura de dos meses no encajaba con la personalidad de la Jesica que él recordaba.
Paula miraba al bebé como si tratara de encontrar alguna pista que le indicara quién era el padre. Pedro también sentía curiosidad por ver si él reconocía algún rasgo en el rostro del bebé.
Dejó los papeles sobre la mesa y se acercó a Paula.
—¿De qué color tiene los ojos? —se sentó junto a ellas.
—Podrían ser grises, o azules. Es difícil de saber.
Él se acercó un poco más y miró los ojos de la niña. Le resultaban demasiado familiares. Y podrían ser del mismo color que los suyos.
«Maldita sea», aquella criatura podía ser su hija.
Sintió un nudo en el estómago.
—¿De qué color tiene los ojos Jesica? —preguntó Paula.
—Hum... ¿Marrones? Puede que marrones. No estoy seguro —le gustaba el olor que desprendía Paula, sobre todo comparándolo con el fuerte aroma a perfume que desprendía Charlotte. Para abrazar a Paula no era necesario llevar una máscara de gas. «Abrazar a Paula», pensó. Probablemente ella lo apartase de un empujón. O peor aún, se reiría de él.
—Está claro —dijo ella con una sonrisa—. No estás enamorado de esa mujer.
—No, no lo estoy, pero ¿por qué estás tan segura? —se fijó en los labios de Paula y deseó besarla a pesar de que hacía diez años que la conocía. Quizá sólo fuera una forma de distraerse para no pensar en el bebé.
—Un hombre enamorado sabe exactamente de qué color son los ojos de su chica.
—¿Eso es cierto? ¿Y cómo lo sabes?
—Leo.
—Me alegra oír eso. En esa caja hay un libro enorme que me gustaría que leyeras.
—Espera un momento, Pedro.
—Lo siento —dijo él, después de blasfemar en voz baja—. No quiero que parezca que esperaba que hicieras más de lo que ya has hecho.
—¿Ah, no?
Él suspiró.
—No sé lo que quiero. No sé qué voy a hacer —señaló las dos cajas—. Por lo que parece, Jesica no va a regresar mañana.
—No, me temo que no. ¿Has pensado en llevarla a Canon City y entregarla a...?
—¡No!
Olivia soltó el biberón de golpe y comenzó a llorar.
—¡Demonios!.
—La has asustado —Paula trató de que agarrara de nuevo el biberón, pero la pequeña lo rechazó. Cerró los puños y comenzó a agitar los brazos mientras gritaba.
Pedro apretó los dientes. Se sentía inútil.
—A lo mejor tiene gases —dijo Paula—. Es probable que haya tragado mucho aire con tanto llorar.
—Sólo puedo decirte que es muy pequeña para tomar pastillas.
—Toma el biberón —Paula se lo entregó y se colocó a Olivia sobre el hombro. El bebé siguió llorando mientras ella le daba golpecitos en la espalda.
—Quizá debería contratar a una enfermera —la idea de meter a una mujer extraña en su casa no le gustaba pero quizá fuera la mejor solución.
—Quizá —dijo Paula sin dejar de atender al bebé. Poco a poco, la niña dejó de llorar y soltó un eructo.
—¡Cielos! —Pedro miró al bebé.
Paula sonrió.
—Es muy delicada, ¿verdad? —dijo Paula con ironía.
—Dudo que Augusto pudiera hacer tanto ruido, y no será por falta de práctica —sonrió a Paula. Se había acostumbrado tanto a estar con ella, que hacía mucho tiempo que no la miraba de verdad. Pero esa noche se estaba dando cuenta de que era una mujer bella. Muy bella.
Ella lo miró a los ojos y él dejó de sonreír.
—Escucha, a lo mejor prefieres tener una enfermera, alguien entrenado para cuidar a bebés, pero yo estaría dispuesta a... quiero decir, sé que no tengo experiencia en este tema, pero si...
—¿Me estás ofreciendo tu ayuda? —él nunca se habría atrevido a pedírsela. Después de todo, ella tenía tanto trabajo y tantas obligaciones como él. Pero era lo que quería, aunque no se hubiera dado cuenta—. Porque si me estás ofreciendo ayuda, la acepto. No quiero que ningún extraño cuide de Olivia si tú estás disponible.
Paula respiró hondo y lo miró a los ojos.
—Estoy disponible.
Pedro sabía que no quería decir lo que parecía, sin embargo, notó cómo se le aceleraba el pulso al pensar que Paula pudiera estar... disponible.
Estaba volviéndose loco. Tenía que hacer algo antes de que empezara a hacerle proposiciones a la primera mujer con la que se encontrara.
Se aclaró la garganta.
—Gracias.
CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)
No había ningún coche desconocido aparcado frente a la casa de Pedro, pero al subir al porche, Paula se fijó en que había dos cajas de cartón grandes junto a la puerta. Y desde luego, se oía el llanto de un bebé.
Llamó al timbre y Pedro abrió inmediatamente. Parecía nervioso. Paula no recordaba haberlo visto tan nervioso en ninguna otra ocasión. El hecho de que fuera capaz de ponerse nervioso la complacía enormemente.
Él siempre parecía tenerlo todo bajo control, y la mirada de sus ojos grises transmitía seguridad.
Durante años, Paula había descubierto que tanta seguridad le parecía sexy, pero al mismo tiempo, provocaba que ella sintiera que no la necesitaba para nada.
Aquella noche, sí necesitaba a alguien. Y ella era la más cercana.
—Menos mal que has venido —dijo él—. Has debido de conducir como un caracol.
—Al revés, he sobrepasado el límite de velocidad —entró en la casa y se quitó la chaqueta—. ¿Dónde está el bebé?
—Allí —señaló hacia el sofá que estaba frente a la chimenea.
Paula tenía mil preguntas acerca de cómo había llegado aquel bebé a casa de Pedro, pero decidió que no tenía sentido preguntárselas hasta que la criatura no dejara de llorar.
—¿Qué has hecho por él?
—Nada. Es ella. Se llama Olivia.
—¿Nada?
Paula se acercó al sofá y vio cómo la niña agitaba los brazos y las piernas. Iba vestida con un traje de color rosa y cubierta con una manta.
Parecía acalorada.
—Tenía miedo de hacer algo mal —dijo él—. No sé nada sobre bebés. Sólo encendí la chimenea.
—Eso ya lo veo —Paula trató de ignorar las dos copas de vino que había sobre la mesa y el aroma al perfume de Charlotte que permanecía en la habitación—. ¿Dónde está Charlotte?
—Se ha ido. No sabe nada acerca de bebés.
Al menos, el bebé había provocado que Charlotte se marchara.
—Yo tampoco sé gran cosa —dijo Paula—. Pero creo que tenemos que quitarle algo de ropa o retirarla del fuego.
—Tú la levantas, ¿de acuerdo?
Paula lo miró y contuvo una sonrisa. Por fin había encontrado algo que asustara a Pedro Alfonso.
—De acuerdo —contestó. Ella tampoco había cuidado a muchos bebés pero, al menos, recordaba cómo sostenerlos.
Al tomarla en brazos, la pequeña dejó de gritar, pero continuó llorando. Paula la retiró del fuego.
—Tranquila, Olivia—le susurró—. Todo va bien. No hace falta que te enfades —Paula no tenía ni idea de si todo iba bien o no, pero el bebé tampoco podía entenderla. Se sentó en la mecedora y tras colocar al bebé en su regazo, comenzó a quitarle algo de ropa.
—¿Qué hago? —dijo Pedro.
—Puede que tenga hambre.
—¡A mí no me mires!
—No hay nadie más. ¿De quién es éste bebé?
—Hum... hablaremos de eso más tarde cuando todo esté tranquilo.
Interesante respuesta. Paula se fijó en que Pedro tenía el cabello alborotado. No quería pensar en la posibilidad de que Charlotte se lo hubiera acariciado. Aunque comprendía que era tentador. Pedro tenía el tipo de cabello, espeso y de color castaño oscuro, con el que cualquier mujer soñaría con acariciar.
—No sé cómo vamos a calmarla si no estás preparado para alimentarla —dijo ella—. ¿Su madre no te ha dejado leche para el biberón o algo así?
Él se quedó de piedra.
—¡Tenía que haberme dejado comida, pañales y ropa! Los niños necesitan muchas cosas.
—Pedro, vas a tener que contármelo antes de que me muera de curiosidad. ¿Cómo diablos has acabado esta noche con un bebé?
—La dejaron en el porche.
—Bromeas —dijo Paula con asombro.
—No.
—Creía que ese tipo de cosas sólo pasaban en las novelas —le sorprendía que Pedro no la mirara a los ojos. Normalmente era una persona directa. Después, se dio cuenta de que quizá estuviera evitando su mirada y sintió un nudo en el estómago—. ¿Es tu hija? —esperaba que él contestara que no.
Pedro se pasó los dedos entre el cabello.
—Es posible.
¡Cielos!, eso sí que había sido doloroso. Ella creía que sabía todo lo que Pedro había hecho. Y siempre se había consolado pensando que, si él no se había sentido atraído por ella después de que Bárbara se fuera, era porque no se había sentido atraído por ninguna otra mujer. Le había costado aceptar que hubiera quedado para cenar con Charlotte, pero al menos, sabía que era la primera vez que salía con ella, y en secreto, Paula había deseado que todo fuera un desastre.
Por si fuera poco, además tenía que enfrentarse al hecho de que él hubiera tenido una relación con alguien meses atrás y que quizá fuera el padre de aquella criatura.
Pedro siempre había querido tener hijos. Paula sabía que eso había sido motivo de discordia en su matrimonio con Bárbara. Ella también deseaba tener hijos.
Hubo un tiempo en el que soñó... pero era evidente que Pedro no pensaba en ella de la misma manera. Él había encontrado lo que necesitaba en otra mujer.
—¿Y quién es la madre y por qué no está aquí? —preguntó con voz cortante.
—Es la mujer que estuvo con nosotros durante la avalancha de nieve que sufrimos hace dos años en Aspen. Al parecer está metida en algún lío y ha tenido que dejar a Olivia durante un tiempo.
Paula recordaba que Pedro había ido a un viaje de esquí durante su cumpleaños, justo después de divorciarse. Paula estaba preparada para celebrar con él ambos eventos, pero Augusto, Bruno y Nicolas lo invitaron a pasar un fin de semana de solteros. Cuando ella vio la noticia de la avalancha por la televisión, lo pasó muy mal hasta que se enteró de que nadie había salido herido.
Después, al año siguiente, volvieron a Aspen durante el cumpleaños de Pedro. Paula había pensado que intentaban demostrar que no tenían miedo de las avalanchas a pesar de lo que les había pasado, pero quizá lo que quería Pedro era celebrar su cumpleaños con aquella mujer. Celebrarlo de verdad.
—¿Sabías lo del bebé?
Él la miró sorprendido.
—¿Crees que permitiría que una mujer a quien he dejado embarazada pasara sola por todo esto? ¡Por supuesto que no lo sabía!
—Por supuesto que no.
—Escucha, ¿se te ocurre qué podemos hacer con ella? Ese llanto me está volviendo loco.
Paula sabía que enfadándose no conseguiría nada, pero no podía evitarlo. Estaba furiosa con la mujer de Aspen por que hubiera salido huyendo después de dejar a su bebé. El bebé de Pedro. Paula estaba dispuesta a sacrificar diez años de su vida por tener un hijo con Pedro, y lo injusto de la situación hacía que sintiera cólera.
Pero uno de los dos tenía que ser capaz de pensar con claridad y Pedro no parecía el adecuado.
—Te sugiero que metas las dos cajas que hay en el porche —dijo ella—. Imagino que en ellas encontraremos lo que necesitamos.
—¿Hay cajas ahí fuera?
—Dos —no podía creer lo alterado que estaba. Normalmente era el hombre más observador del mundo y ni siquiera se había dado cuenta de que habían dejado unas cajas en el porche de su casa.
Pedro metió las cajas y las abrió mientras Paula sostenía al bebé. El bebé de Pedro. Cada vez que pensaba en ello, sentía un fuerte dolor en el pecho.
—¿Te ha dicho que tú eres el padre?
—No. En la nota me pide que sea el padrino de Olivia hasta que pueda regresar a por ella —se agachó para estudiar el contenido de la caja—. Eh, aquí hay de todo. Leche, pañales, ropa. Incluso un libro sobre cómo cuidar de los bebés. Y también un sobre —lo abrió y miró los papeles que había dentro—. Instrucciones, la partida de nacimiento y los informes médicos. Incluso un acta notarial dándome permiso para que le den tratamiento si se pone enferma.
—Parece que quiere que te la quedes una temporada —dijo Paula.
—Mira, aquí viene cómo tenemos que darle de comer. La leche viene en lata y ella ha esterilizado los biberones y las tetinas, pero explica cómo hacerlo para la próxima vez —Pedro agarró una lata y el paquete de biberones—. Lo haré en la cocina. Sigue meciéndola. Creo que funciona.
—¡Lávate las manos! —gritó Paula. No imaginaba qué podría ocurrirle a la mujer de Aspen. Pedro era el tipo de hombre con el que uno podía contar si tenía problemas.
Si él era el padre de esa criatura querría hacer lo correcto. Si sentía algo por aquella mujer, o aunque no lo sintiera, querría casarse con ella para darle su apellido a la criatura.
Una mujer que no se diera cuenta ello, a pesar de conocerlo lo bastante como para acostarse con él, tenía que ser una estúpida. No se merecía a Pedro ni a su bebé.
Él regresó antes de lo esperado y Paula recordó que, diez años antes, Fleafarm, la perra, había tenido una camada numerosa y Pedro había tenido que preparar muchos biberones.
Él le entregó el biberón.
—¿Sabes hacerlo?
—Me las arreglaré. No creo que sea muy difícil —ella agarró el biberón.
Al principio, el bebé se negó a tomarlo pero; a base de insistir, aceptó la tetina.
Silencio.
Pedro suspiró. Después agarró las instrucciones y se sentó frente a Paula. Miró entre los papeles y dijo:
—Nació el día veintinueve de enero, eso quiere decir que tiene casi dos meses.
Paula no tuvo que pensar mucho. Olivia había sido concebida más o menos la fecha del cumpleaños que Pedro celebró en Aspen. Miró a la pequeña y después a él.
—Eres un cretino, ¿lo sabes, verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Aquí todos preocupándonos por tí porque después del divorcio no habías vuelto a salir con ninguna chica. Estaban emocionados con que hubieras invitado a una mujer a cenar a tu casa —a Paula no le había hecho ninguna ilusión, pero a todos los demás sí—. Entretanto, tú estabas por ahí concibiendo niños con la superviviente de la avalancha de Aspen.
—No estoy seguro de ello.
—Entonces, ¿de qué va todo esto?
—No estoy seguro. Aquella noche todos bebimos demasiado, todos menos Jesica.
Jesica. Paula odiaba aquel nombre.
—¿Estás diciendo que no recuerdas si empleaste protección?
—No recuerdo si hice el amor con ella, punto.
—Seguramente lo hicieras. Era tu cumpleaños. Es lógico que si estabas liado con ella, te apeteciera... celebrarlo.
—No estaba liado con ella. Sólo somos amigos. Cuando uno sobrevive a algo como una avalancha, se da cuenta de qué madera está hecha la gente que sobrevivió también. Jesica tiene valor —hizo una pausa—. O eso creía.
—Mmm —Paula no dijo nada más, pero, en su opinión, una mujer valiente no abandonaba a su hija.
Pedro parecía estar pensando lo mismo.
—No sé cómo ha podido hacer esto.
—Todavía no me has explicado qué sucedió para que pudieras ser el padre.
—Estuvimos de fiesta toda la noche, Augusto, Bruno, Jesica y yo. Nos llamamos «la pandilla de la avalancha». Esperábamos que Nicolas también pudiera acompañarnos, pero le surgió algo de última hora. Jesica estaba en la estación de esquí porque trabaja como recepcionista y nosotros habíamos alquilado un apartamento cerca, pero no lo bastante cerca como para ir caminando. Habíamos bebido tanto, que Jesica tuvo que llevarnos a casa para que no tuviéramos un accidente.
Pedro se sonrojó.
—Ya sabes cómo es.
—Me temo que no.
—Todos coqueteamos con ella, comportándonos como chiquillos. Pero no significaba nada. Al menos, no para mí. Ella nos ayudó a meternos en la cama y yo recuerdo vagamente que traté de besarla.
—¿Y después del beso?
—No recuerdo nada después de eso.
—Entonces, ¿cómo puedes suponer que eres el padre de ésta criatura?
—Si no, ¿por qué me iba a pedir que fuera el padrino?
—Por mil motivos —Paula no quería perder la esperanza—. Eres un buen amigo. Eres una persona equilibrada. Tienes recursos para ocuparte de una responsabilidad como ésta. Eres cariñoso. Agradable...
—¡E ignorante! ¡No sé nada sobre bebés!
—Por eso te ha dejado un bebé con manual de instrucciones.
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
Cinco años atrás, Paula Chaves se había considerado una viuda joven. Veintisiete años no eran tantos. Sus amigos y su familia le habían asegurado que encontraría a un buen hombre, tendría hijos y continuaría por el camino de la vida con normalidad.
Sin embargo, a los treinta y dos años, la idea de estar sola en casa un viernes por la noche cuando sabía que Charlotte Crabtree estaba en Rocking D cenando a solas con Pedro no le parecía nada normal.
A Pedro nunca se le habría ocurrido invitarla a cenar. No a ella, la mujer que podía montar a caballo tan bien como él, y que tiraba el lazo casi igual de bien. Paula a veces se preguntaba si él recordaba que ella era una mujer. Por otro lado, ella nunca había conseguido olvidar que él era un hombre. Lo había intentado hacer desde que conoció a Pedro Alfonso, el día en que Benjamin y ella se mudaron al rancho Leaning C y sus vecinos, Bárbara y Pedro, los dueños del Rocking A, les dieron la bienvenida.
Recordaba que había pensado que una mujer no podía mirar a otro hombre que no fuera su esposo de la manera en que ella miraba a Pedro. Y durante años había tratado de olvidar su fuerte atractivo sexual. Después, Benjamin falleció, y tras superar el dolor, se percató de que ignorar a Pedro le resultaba cada vez más difícil, sobre todo cuando Bárbara y él comenzaron a no llevarse bien. Después de que Bárbara se marchara, Paula se permitió soñar un poco.
Pero no le sirvió de mucho. Dos años después de haberse divorciado, Pedro seguía tratándola como a uno de los chicos. Y ella sabía que Pedro nunca trataría así a Charlotte Crabtree.
Recordó cómo Charlotte había alardeado de que aquella noche había quedado con Pedro. A Paula le había sentado tan mal, que había estado a punto de marcharse del banco sin hacer un ingreso sólo por no oír a Charlotte.
Paula sabía que Pedro habría preparado su especialidad: coq au vin. Era lo que solía preparar para los cuatro cuando Benjamin y Bárbara todavía estaban por allí.
Seguramente, también habría encendido la chimenea y habría puesto unas velas. Paula apretó los dientes. Y el vino. A Pedro le gustaba beber buen vino. Y prefería no pensar sobre lo que pasaría después de la cena.
Quizá debería cambiarse de banco. Merecería la pena conducir hasta Canon City sólo para no tener que enfrentarse a la sonrisa de Charlotte.
Sí, eso es lo que haría. El lunes se cambiaría de banco.
Sonó el teléfono y se sobresaltó. Nadie llamaba un viernes a esas horas de la noche a menos que fuera una emergencia. Con el corazón acelerado, Paula entró en la cocina y contestó el teléfono.
—¿Paula? —Pedro parecía nervioso.
Paula frunció el ceño. A menos que estuviera muy equivocada, se oía llorar a un bebé.
—¿Qué pasa?
—Es muy complicado. ¿Puedes venir?
No iría mientras Charlotte estuviera en casa de Pedro.
—¿Para qué?
—Porque necesito que me ayudes.
—¿A qué?
—Te lo explicaré cuando llegues. Por favor, Paula. Ven rápido.
—¿Charlotte todavía está ahí?
—¿Cómo sabes lo de Charlotte?
—Pedro, todo el mundo que tenga una cuenta en Colorado Savings sabe que Charlotte ha ido a cenar a tu casa. ¿Esta ahí todavía?
—No. ¿Puedes venir?
Así que Charlotte se había marchado y en su lugar había un bebé. Paula se moría de curiosidad.
—Enseguida voy.
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