domingo, 18 de noviembre de 2018

CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)




«Las velas hacen que la iglesia sea un lugar muy acogedor», pensó Pedro mientras se colocaba junto a Sebastian en el altar.


Mientras el reverendo, Pete McDowell, hablaba sobre el matrimonio, Pedro se felicitaba por haber llegado a tiempo a Colorado. No le habría gustado perderse la boda de Augusto y Guadalupe.


Todavía le costaba creer que Augusto estuviera dispuesto a sentar la cabeza. Al parecer, no era al único que le costaba creerlo. Pedro se fijó en que había varias mujeres llorando, y no creía que fuera de felicidad.


Pedro miró entre los asistentes y se detuvo en la persona que más le interesaba de todas. Paula estaba sentada en el extremo de un banco y la luz de una vela iluminaba las lágrimas que se agolpaban en sus ojos. Él no había pensado en cómo podía afectarla aquella celebración. Ella todavía penaba por su familia y lo más probable era que el evento sirviera para recordarle lo sola que estaba. Pedro sintió una fuerte presión en el pecho y deseó consolarla.


Pero no tenía sentido que le hiciera tener esperanzas. Lo que había sucedido en el establo había sido un gran error, y pasar dos días a solas con ella y los niños en la casa sería una tortura.


Lo único que quería era protegerla y sin embargo, sólo había conseguido sufrimiento para ambos. Después de los momentos que habían compartido en el establo, sólo podía pensar en tenerla otra vez entre sus brazos.


Cuando Pete McDowell comenzó a pronunciar los votos, Pedro se fijó en el rostro de Guadalupe. Su cara ensombrecía el precioso vestido que llevaba.


Pedro sintió que se le encogía el corazón al darse cuenta de que esa expresión de felicidad era la que anhelaba ver en el rostro de Paula. Y por Olivia, no tenía derecho.


Por el bien de Julian, Paula trató de contener sus emociones durante la ceremonia. Al ver a Pedro en el altar, no pudo evitar recordar los momentos de pasión que habían compartido. 


Aunque quizá nunca le pertenecería, al menos sabía que estaba verdaderamente interesado por ella. Lo había pillado mirándola más de una vez, e imaginaba que también estaría preguntándose cómo iban a sobrevivir a dos días juntos sin caer en la tentación.


Por mucho que anhelara pasar una noche de amor con Pedro, sabía que él no se lo perdonaría nunca. Y no quería añadir otra carga a su conciencia. Estaba decidido. No harían el amor durante los días que Maria y Sebastian estuvieran fuera.


Pedro miró a Paula de nuevo. Sus ojos verdes brillaban con tanta intensidad que ella estuvo a punto de olvidar todas sus buenas intenciones.


—Paula —susurró Julian—. ¡Guadalupe y Augusto se están besando delante de todo el mundo!


—Eso es porque ahora están casados, cariño —murmuró Paula, sin dejar de mirar a Pedro.


¿Sólo era deseo sexual lo que había en su mirada, o había algo más duradero?



CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)




Paula y Maria llegaron a casa sobre las tres de la tarde. Nada más entrar oyeron que los chicos discutían enérgicamente. Paula se dio cuenta de que las voces provenían de la habitación de Olivia.


—¡No le has dicho que la limpie de delante a atarás, idiota! —dijo Sebastian.


—Porque estaba pendiente de que no tiraras el aceite para bebés —dijo Augusto-—. No parabas de meterte en medio, porque por supuesto nadie es mejor que tú y...


—¿Queréis callaros de una vez? —dijo Pedro con impaciencia—. ¡No me extraña que no le pille el truco! Esto parece una jaula de grillos. ¿Y dónde está el maldito pañal?


—¡Lo tengo yo! —dijo Julian—. Uy, se ha abierto la cinta. ¡Ha sido un accidente!


Maria se volvió hacia Paula y sonrió.


—Imagínate. El caos.


—Oh, no —se oyó que decía Sebastian—. Éste pañal es de los malos. ¿Quién los ha comprado?


—Yo —dijo Augusto—. Y ya basta de quejas. Son más absorbentes. Los que tú compras no empapan bien. ¿Ves? Aquí pone...


—Los míos sí empapan. ¡Y éstos tienen un adhesivo malísimo!


—¿Así que pretendéis enseñarme con equipo no adecuado? —preguntó Pedro.


Paula se cubrió la boca para no reír.


—Vamos —Maria hizo un gesto para que la acompañara—. Esto merece la pena verlo.


Paula siguió a Maria mientras la discusión continuaba. Cuando se asomó a la habitación tuvo que contener una carcajada. Los tres vaqueros estaban alrededor del cambiador y Julian saltaba para ver lo que pasaba.


—No, no lo hagas así —dijo Sebastian—. Déjame a mí.


—No le pongas las manos encima —Pedro retiró la mano de Sebastian.


—Le gusta que le pongan caras mientras la cambian —dijo Augusto—. ¿A que sí, Olivia?


—¡No la distraigas, Augusto! —dijo Pedro—. Ya le he pillado el truco...


—Le gusta que yo le cante —dijo Sebastian.


—¡Ni se te ocurra! —dijo Augusto—. Mira esto. Saca la lengua, Oli. Así.


—También le gusta su mono Bruce —Sebastian movió al muñeco frente a ella—. ¡Mira a Bruce, Olivia!


—¿Quieres quitarte? —Pedro ya no podía más—. Ya está. Ya le he puesto el pañal, y no gracias a vosotros. Ahora ¿qué hay que ponerle?


—¡Yo ya no llevo pañales! —dijo Julian—. Soy mayor. ¿Puedo tirar el pañal? Quiero encestarlo.


—Ponle esto —dijo Sebastian, y le dio una ropita de bebé a Pedro.


—No, ése no —dijo Augusto, y sacó otra cosa—. El amarillo mejor. Y tenemos que darle de comer antes de que lleguen las chicas. A Maria no le gustará que ensuciemos ése tan bonito.


—Quiero encestar el pañal —repitió Julian.


—Hablando de mujeres —dijo Sebastian—. Paula me cae muy bien, Pedro.


Paula dejó de sonreír y se puso tensa.


—A mí también —dijo Augusto.


—¡Y a mí! —dijo Julian.


—A mí también me cae muy bien —dijo Pedro—. Pero...


—Pero nada —dijo Augusto—. No seas idiota.


Paula se sonrojó, pero cuando Maria la agarró del brazo para que se fueran, se resistió. Quería saber qué decía Pedro sobre ella cuando no estaba delante.


—Augusto tiene razón —dijo Sebastian—. Y por algún motivo, parece que le gustas, aunque seas un cabezota. ¿Vas a ser lo bastante idiota como para dejar pasar la oportunidad?


Paula contuvo la respiración y esperó a que Pedro contestara.


—Sí, me temo que sí.


A Paula le dio un vuelco el corazón. Maria tiró de ella y no se resistió. Las lágrimas inundaban sus ojos.


Cuando estaban a mitad del pasillo, Maria le dio un abrazo.


—No te preocupes —murmuró—. Cambiará de opinión.


Paula no era capaz de pronunciar palabra, así que asintió.


—Vamos a hacer que terminen la reunión —dijo Maria—. ¡Chicos, ya estamos en casa! —gritó.
Sebastian se volvió hacia la puerta.


—¡Maria! ¿Cuándo habéis llegado?


—Ahora mismo —dijo Maria.


—¡Paula! —Julian corrió hacia ella y la abrazó—. ¡Hemos montado a caballo! ¡Bob, Pedro y yo! Hemos dado vueltas y vueltas y...


—¡Qué divertido! —dijo ella, y lo abrazó forzando una sonrisa.


—Se nos ha echado el tiempo encima —dijo Maria—. Quizá deberíais ir a arreglaros mientras Paula y yo damos de comer a los niños.


—Sí señora —dijo Sebastian—. Vamos, chicos.


Pedro tomó a Olivia en brazos y se volvió hacia Maria, pero en lugar de entregarle a la niña, la apretó contra su pecho.


Miró a Paula y ella se percató de que sus ojos brillaban de felicidad mientras acariciaba el cabello de la pequeña. Era como si su corazón estuviera lleno y no le quedara hueco para Paula.


—Si no te importa —Pedro se volvió hacia Maria—, a mí me gustaría darle de comer.




CAPITULO 27 (TERCERA HISTORIA)




Al día siguiente, durante el desayuno, Maria informó a Augusto y a Sebastian de que Jesica había llamado, sugirió que debían ir a Denver y que Paula y Pedro podrían quedarse a cargo de los niños y del rancho mientras estuvieran fuera.


—Quizá sea buena idea —había dicho Sebastian.


Olivia estaba metida en el parque en una esquina de la cocina y comenzó a llorar. Julian decidió ocuparse de ella y al levantarse de la mesa, tiró su vaso de leche.


—¡Uy! —dijo el pequeño.


Paula agarró un trapo para secar la mesa y dijo:
—No pasa nada.


—Ha sido un accidente —dijo Julian.


—Claro que sí —dijo Maria—. Ve a ver a Olivia, cariño. Le gusta que le cuentes cosas.


Mientras Julian le cantaba el abecedario a la pequeña, Sebastian se pasó la mano por la cara y dijo:
—Sí, quizá sea buena idea ir a Denver.


—¿A Denver? —preguntó Pedro al entrar por la puerta trasera. Era la segunda noche que dormía en el establo.


Augusto, que estaba perjudicado por la juerga de la noche anterior, le dijo:
—Al parecer, Paula y tú os vais a quedar de niñeros mientras Sebastian y Maria van a Denver para hablar con el detective privado. Ése que no es capaz de averiguar nada.


—Ah.


Paula se concentró en lo que estaba haciendo y ni lo miró. Como siempre, su presencia hizo que su cuerpo reaccionara. Se preguntaba si él estaría pensando lo mismo que ella. Para asegurarse de que los niños y ella estuvieran a salvo, Pedro tendría que dormir en la casa en lugar de en el establo.


—Supongo que me parece bien —dijo Pedro.


Paula sintió que le flaqueaban las piernas. Se quedarían solos en aquella casa durante un par de días. Bueno, con los niños. Pero los niños dormían toda la noche.


—El sistema de seguridad que instaló Jim es de los mejores —dijo Sebastian—. Así que no tienes que preocuparte por... —miró a Julian—. Ya sabes a qué me refiero —añadió.


—Que me lo digan a mí —dijo Augusto—. Anoche temía que tuviéramos que quedarnos a dormir en el porche, cuando ibas tan borracho que ni siquiera te acordabas de la clave.


—¿Ah sí? —preguntó Sebastian—. Me parece que fuiste tú el que sugirió dormir bajo las estrellas, para simbolizar tu última noche de libertad. Ibas cocido hasta las orejas, amigo.


—Yo no.


—Tú sí.


Pedro se sirvió un café y se sentó a la mesa.


—Lo único que sé es que los chicos del Buckskin nunca olvidarán la versión que hicisteis de la canción de Bonanza.


Sebastian frunció el ceño y miró a Augusto.


—¿Anoche cantamos eso?


—No —dijo Augusto—. Es lo que cuenta Pedro para molestarnos.


Pedro se rió.


—No sólo la cantasteis. También la representasteis.


—No me creo nada —dijo Sebastian.


—Pues bueno —dijo Pedro, y se encogió de hombros—. Pero no te sorprendas si alguien viene a preguntarte cómo van las cosas en la Ponderosa.


Maria se rió.


—Y yo que creía que era la que mejor cantaba de la zona. Pedro, ¿quieres desayunar? A estos dos no los veo muy interesados en la comida, pero parece que a ti podrían sentarte bien unos huevos fritos con beicon.


—A mí ni me los enseñes —dijo Augusto.


—Yo sí voy a desayunar —dijo Pedro—. Y si los vaqueros no pueden soportarlo, que se vayan de la cocina. ¿Cuál es el plan para hoy?


Maria sacó los huevos de la nevera.


—Paula y yo tenemos que ir al pueblo a comprar algunas cosas y llevarlas a Hawthorne House —dijo ella—. Si vosotros podéis, me gustaría que os quedarais con los niños hasta que regresemos.


—Perfecto —dijo Pedro—. Así podré llevar a Julian a montar.


Julian se acercó corriendo hasta donde estaba Pedro.


—¿Y a Bob también?


Pedro le alborotó el cabello.


—A Bob también.


Su forma de mirar a Julian hizo que a Paula le diera un vuelco el corazón. Maria y Guadalupe tenían razón. Estaba enamorada de Pedro Alfonso.