sábado, 1 de diciembre de 2018

CAPITULO 3 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se había preparado para el derroche de riqueza, pero aun así, se quedó anonadado cuando el taxi se detuvo frente a la mansión colonial inundada de luz. El exterior era del color del trigo maduro y parecía que alguien acabara de pintar las molduras de color marfil aquella misma mañana.


Pau había vivido allí. Pensar aquello le produjo un efecto revitalizador y se sobrepuso a la fatiga del vuelo trasatlántico. Seguramente, sus padres podrían decirle dónde encontrarla.


El camino circular los había llevado hasta una elegante entrada, pero el atractivo mayor de la casa eran las vistas que tenía desde la parte posterior, donde el terreno descendía suavemente hacia el Hudson. Por el camino, Pedro había alcanzado a ver el majestuoso río entre los árboles varias veces, y el conductor le había señalado con entusiasmo una barcaza que se deslizaba sobre el agua, iluminada como un árbol de Navidad, con el sonido de los motores retumbando en el aire de la noche.


Con su instinto de agente inmobiliario, Pedro calculó rápidamente lo que debía de valer la casa, sin tener en consideración siquiera el valor del terreno que la rodeaba. Incluso en la oscuridad, se apreciaba que los jardines eran enormes y estaban bien cuidados. El negocio de la prensa le había ido muy bien a Ramiro Chaves.


—Bonito sitio —dijo el taxista, y apagó el motor.


—No está mal —convino Pedro.


Pero, por muy impresionante que fuera la casa, él no querría vivir allí. Tampoco podía imaginarse a Pau, un espíritu libre, obligada a pasar la infancia tras aquellas puertas cerradas. 


Estaba comenzando a entender la soledad que habría sentido al ser hija única en Franklin Hall.


Cuando abrió la puerta del taxi, percibió el agradable olor de la chimenea. Eso lo animó, aunque dudaba que el salón de aquella mansión fuera tan acogedor como el del Rocking D. Sin embargo, en aquel momento no necesitaba un lugar acogedor. Necesitaba información. 


Esperaba con todas sus fuerzas que los padres de Paula pudieran dársela.


Se volvió hacia el taxista.


—Mire, no sé cuánto voy a tardar, así que será mejor que espere en la casa, donde podrá estar más cómodo y caliente.


—No, gracias. Prefiero estirar las piernas y fumarme un cigarrillo, si a usted no le importa. Estaré preparado para cuando quiera marcharse.


—De acuerdo —Pedro se sentía demasiado impaciente como para discutir—. Llame a la puerta si cambia de opinión —dijo.


Dejó la mochila en el asiento trasero, salió del vehículo y subió las escaleras de la puerta principal. Levantó la aldaba de bronce y llamó dos veces.


Casi inmediatamente, Barclay, el mayordomo inglés de la familia, abrió la puerta y lo informó de que el señor y la señora Chaves estaban en la biblioteca. Después, lo condujo amablemente hacia la sala.


Mientras atravesaba las lujosas estancias de la mansión siguiendo al mayordomo, Pedro no pudo evitar pensar en Paula. La última imagen que tenía de ella lo torturaba. Sus largos rizos rojizos revueltos, después de hacer el amor, y los ojos marrones llenos de lágrimas de ira.


 «¿No me quieres lo suficiente?», le había preguntado sollozando.


Él se había marchado sin responder, lo cual constituía una contestación más que efectiva. 


Después de cerrar la puerta tras él, Pedro había oído que un objeto golpeaba el panel de madera y se hacía añicos en el suelo.


Para Pau, el amor significaba el matrimonio y tener hijos. Y él no estaba dispuesto a darle ninguna de las dos cosas porque pensaba que sería un desastre en ambas. Y todavía lo pensaba, pero Paula lo había obsesionado durante todo el tiempo que había pasado en el extranjero. Otra trabajadora de los campos de refugiados, una chica muy dulce, le había propuesto acostarse con ella y él había aceptado alegremente, pero para disgusto suyo, había descubierto que no podía hacer el amor con nadie salvo con Pau.


Finalmente, había tenido que aceptar la verdad. 


Durante el año que había pasado viendo a Pau, mientras creía que estaba protegiendo su corazón, ella había conseguido traspasar las barreras y se había instalado como un huésped permanente. Él podía pasar solo el resto de su vida, o podía intentar superar sus miedos y darle a Paula lo que quería.


Aunque era arriesgado estar con él, Pau había estado dispuesta a darle una oportunidad. Y Pedro se preguntaba si todavía lo estaría. En el campamento de refugiados, había conocido a gente a la que habían separado a la fuerza de sus seres queridos, y tenían que conseguir desde cero, el más mínimo contacto humano. 


Después de presenciar aquello, el hecho de haberse separado de Paula le parecía un capricho estúpido de su ego. Le habían ofrecido mucho y él lo había despreciado tontamente.


La idea de tener hijos lo asustaba, pero quizá, con el tiempo, también pudiera acostumbrarse a eso. Si quería crear un programa de adopción para huérfanos de guerra, sería un hipócrita si no sopesara esa posibilidad para sí mismo.


Pero primero, debía encontrar a Pau, y no tenía ni la más mínima idea de dónde podía estar. 


Durante diecisiete meses, se la había imaginado en su pequeño apartamento de Aspen. Sin embargo, no la había encontrado allí, y eso lo había vuelto loco.



CAPITULO 2 (CUARTA HISTORIA)





Un hombre alto, con barba y pelo largo, apareció entre la riada de pasajeros. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pantalones vaqueros y botas. Del hombro le colgaba una mochila muy parecida a la que llevaba ella misma. Paula lo observó mientras se movía entre la multitud con un paso muy familiar. La forma de andar de Pedro.


Miró con detenimiento su rostro, su barba castaña, y se le aceleró el corazón. La boca. Ella había pasado horas admirando aquella boca finamente cincelada, clásica como las bocas de las esculturas de Rodin que su padre atesoraba. 


Había pasado horas besando aquella boca y disfrutando de sus besos. Era Pedro. Pese a la ira y la culpabilidad, Paula sintió que la alegría más pura recorría sus venas al verlo. Pedro


Estaba allí. Estaba bien.


De repente, todo lo que había pensado y decidido pasó a un segundo plano. Tenía que llegar a él, abrazarlo y dar gracias porque hubiera vuelto sano y salvo. Sus pesadillas habían comenzado el día en que se había enterado de dónde estaba y desde entonces, la CNN había sido su única fuente de información.


Por mucho que se hubiera aconsejado a sí misma que debía conservar la calma cuando lo viera, distaba mucho de sentir tranquilidad. 


Tenía ganas de llorar de gratitud por su regreso. Pedro era como un oasis en medio del desierto en el que se había convertido su vida sin él.


Lo devoró con la mirada mientras dejaba escapar un suspiro de felicidad. Gracias a Dios, tenía buen aspecto. Estaba bronceado y el pelo le brillaba. Estaba tan atractivo que Paula no pudo evitar preguntarse si habría salido con alguna mujer desde que se había ido. 


Seguramente, alguna se habría enamorado profundamente de aquel enorme y guapo vaquero que había ido a su país a ayudar. 


Paula sabía que eso podía suceder con mucha facilidad y sintió una punzada de dolor en el corazón.


Pero que él tal vez hubiera encontrado otro amor no era asunto suyo. Pedro era libre de hacer lo que quisiera. Diecisiete meses era mucho tiempo para que un hombre soltero y saludable de treinta y tres años no tuviera relaciones sexuales.


Ella no se lo preguntaría, pero con sólo pensarlo sentía ganas de llorar.


Se acercó y concentró la mirada en su rostro, intentando que él la mirara también. Antes había una conexión mágica entre los dos, y quizá, si conseguía que Pedro se fijara en ella, éste la reconocería a pesar de su disfraz. Se quedaría asombrado, claro, y posiblemente incluso se preguntara si ella se había vuelto loca en su ausencia.


En cierto modo, así era. Loca de preocupación y de amor. De amor. Pero no podía decirle que todavía lo quería. Debía tener muchísima prudencia en aquel punto, a menos... a menos que él también se hubiera vuelto un poco loco. 


Aunque ella había intentado por todos los medios sofocar aquella esperanza, no lo había conseguido.


Por fin, Pedro la miró y ella abrió la boca para llamarlo. No, no se había equivocado. Era él. 


Pero sus ojos azules, que una vez estuvieron llenos de buen humor, eran dos pedazos de hielo. Paula se preguntó qué habría visto Pedro en aquellos campos de refugiados que había dejado aquella huella en su mirada.


Él no la reconoció y siguió recorriendo la terminal. Ella debía alcanzarlo y hacerle saber lo del bebé antes de que Pedro llamara a Rocking D. En el rancho, quien respondiera a su llamada le diría inmediatamente que había dejado allí a Olivia. Aunque ella no hubiera dado el nombre del padre, Pedro lo comprendería todo en cuanto le dijeran la edad del bebé. Y ella no podía permitir que averiguara la verdad de esa manera.


Tenía que apresurarse a alcanzarlo. Lo siguió esquivando maletas, gente y carros motorizados, sin perderlo de vista mientras él se dirigía a la salida. Sabía que él tenía pensado atender algunos negocios antes de volar hacia Colorado. Su secretaria, la única persona con la que Pedro se había puesto en contacto antes de volver, se lo había dicho.


Bonnie no sabía nada del bebé ni del secuestrador. Pensaba que estaba ayudando a Paula a organizar una bienvenida sorpresa para Pedro. Durante el año en el que habían estado juntos en secreto, Bonnie había arreglado muchas citas para ellos, y parecía que disfrutaba de su papel de casamentera.


Cuando se separaron, Bonnie llamó a Paula para sugerirle que intentara arreglar las cosas. Ella se había negado, convencida de que Pedro siempre había considerado su relación algo pasajero, razón por la cual lo había mantenido todo en secreto. Pero cuando su embarazo se confirmó, había llamado a Bonnie y se había enterado de que Pedro estaba fuera del país y que no había forma de localizarlo. Desde entonces, había hecho uso de su amistad con la secretaria para averiguar exactamente cuándo volvía Pedro.


La escalera mecánica, abarrotada de gente con sus maletas, le impidió alcanzar a Pedro. Estaba segura de que tomaría un taxi a su hotel, así que decidió que ella tomaría otro y lo abordaría en el vestíbulo. Eso sería lo mejor. Quizá pudieran beber algo en el bar del hotel mientras hablaban de las opciones que tenían. Lo siguió hasta la fila de taxis y observó cómo subía al primero y cerraba la puerta. Ella se acercó al siguiente y con una rápida expresión de agradecimiento, declinó el ofrecimiento del taxista de ayudarla con su mochila.


—Tengo mucha prisa —dijo al conductor, mientras se sentaba en el asiento trasero.


—De acuerdo —respondió el taxista, y se acomodó tras el volante—. ¿Adonde vamos?


—Siga a ese taxi —le ordenó ella, señalando al que se llevaba a Pedro.


Él se giró en el asiento y la miró fijamente.


—¿Está bromeando?


—¡No, no estoy bromeando! —respondió ella, asustada al ver que el otro taxi se alejaba—. ¡A aquel! ¡Y no lo pierda!


—Será mejor que tenga dinero —farfulló el taxista mientras comenzaba a seguir al taxi de Pedro—. Espero que no sea una loca que ha visto demasiadas películas de James Bond, o la llevaré directamente a la comisaría más próxima y la entregaré a la policía.


—Tengo dinero —respondió Paula entre dientes mientras observaba cómo se acercaban ligeramente al otro taxi—. Por favor, no lo pierda. Es ese taxi que tiene un arañazo en el maletero. ¿Lo ve? Está cambiando de carril.


—Ya veo que ha cambiado de carril, señora. No empecé a conducir ayer. ¿Sabe al menos quién va en ese taxi?


—Sí.


—Sí, claro. Probablemente, se cree que es Elvis.


—Sé quién va en ese taxi. Necesito hablar con él.


—¿Por qué? ¿Quién es?


Muchas veces, de niña, Paula había observado cómo su madre se enfrentaba a las preguntas que no quería responder. Erguía la espina dorsal y hablaba con autoridad, como si hubiera nacido para ello. Paula nunca había probado aquella técnica, pero decidió intentarlo.


Se puso muy derecha, alzó la barbilla y dijo:
—Creo que eso no es de su incumbencia.


Sin embargo, el esfuerzo no le sirvió de nada.


—¡Por supuesto que lo es! ¡La estoy llevando en mi taxi! Y le agradecería que no usara ese tono de superioridad, a menos que esté a punto de decirme que es usted prima hermana de los Rockefeller, cosa que dudo mucho.


«Cerca», pensó Paula, pero no lo dijo. Parecía una vagabunda, y quizá el éxito de su madre a la hora de esquivar preguntas impertinentes no sólo tuviera que ver con su tono de voz, sino también con su ropa elegante y la posición que ocupaba en la sociedad. En el fondo, Paula pensaba que aunque su madre fuera vestida con harapos, sería capaz de conseguir que la gente hiciera su voluntad. Había mantenido a su hija y a su marido a raya durante muchos años.


Suspiró. Necesitaba darle una explicación al taxista del motivo por el que estaban siguiendo a otro taxi... si quería evitar que la dejara en la cuneta.


—El hombre que va en ese taxi es mi ex novio —dijo—. He cambiado desde la última vez que nos vimos y no me ha reconocido, pero necesito hablar con él.


—Quizá él no quiera hablar con usted.


—Quizá no —reconoció ella—, pero tengo algo que decirle, algo que debe saber.


—Ah, vaya, ya sé a qué se refiere. A unas pataditas en la barriga, ¿no?


Paula no pudo responder otra cosa que la verdad.


—Más o menos.


—Pobre desgraciado. Pero el que la hace, la paga. ¿Tiene idea de adonde va ese tipo?


—Supongo que a un hotel.


El taxista suspiró.


—Muy bien. Lo alcanzaré.


—Gracias —respondió Paula.


Se apoyó en el respaldo del asiento mientras se acercaban a los rascacielos brillantes de Manhattan. Por costumbre, fijó la vista en la Chaves Publishing Tower, que resplandecía entre el cielo y la tierra como una de las gargantillas de diamantes de su madre.


Últimamente, sólo tenía conversaciones breves con sus padres. Los llamaba cada dos semanas. 


Ellos pensaban que estaba viajando para conocer el país. De todas formas, no había tenido ninguna conversación sobre algo importante con ellos durante los últimos años, y no los había visto desde que se había marchado de casa.


No aprobaban su decisión de abandonar su mundo e intentar crear su propia vida, y su actitud hacia ella había sido muy seca desde que Paula se había ido a Colorado. Su situación en aquel momento, con una niña nacida fuera del matrimonio y perseguida por un posible secuestrador, sólo serviría para confirmar lo que ellos pensaban: que por sí misma, no conseguiría otra cosa que meterse en líos. 


Paula no quería darles la oportunidad de que le dijeran que ya se lo habían advertido.


El taxista la miró por el espejo retrovisor.


—Parece que ese tipo no va al centro, como pensaba usted —le dijo—. Parece que se dirigen hacia Hudson Parkway. ¿Quiere que continúe siguiéndolo?


—Sí —respondió ella. Sin embargo, aquel camino la estaba poniendo nerviosa. Lo conocía muy bien. Pero era sólo una coincidencia que la primera vez que ponía los pies en Nueva York desde que había salido de la finca de sus padres, Pedro la condujera hacia Hudson Valley, directamente hacia Chaves Hall.


—Como ya le he dicho, espero que tenga dinero —dijo el conductor—. Me parece que ese tipo se dirige a Vermont. ¿De veras quiere que continuemos?


—Sí, por favor.


Mientras dejaban atrás Manhattan, ella apenas podía creer la dirección que estaban tomando. 


Habían pasado Hudson Parkway y habían comenzado a seguir un camino que era muy familiar para ella, junto al río. Si continuaban así, llegarían a las mismas puertas de la finca de sus padres. Cuando por fin llegaron a pocos metros de Chaves Hall, Paula no podía dejar de preguntarse por qué motivo habría ido allí Pedro.


—Por favor, pare bajo aquel árbol —le pidió al taxista—. Voy a bajarme aquí.


—¿Qué va a hacer? —le preguntó él, en un tono de desconfianza—. No puedo dejarla aquí, en la oscuridad. Y usted no puede seguir a ese tipo ahí dentro. Tienen una puerta automática y probablemente, habrá perros doberman corriendo por ahí. No debería haberla traído. 
¿Es usted una psicópata o algo por el estilo?


Paula estaba temblando con la inyección de adrenalina que había supuesto acercarse de nuevo a Chaves Hall, pero intentó mantener la calma.


—Puedo entrar a la casa —respondió—. Yo vivía aquí y conozco el código de la puerta.


—¡Y un cuerno!


—Mire, se lo demostraré. Déjeme pagarle lo que le debo, primero —dijo. Miró al taxímetro y le dio unos cuantos billetes al hombre, además de una generosa propina.


Él no se quedó muy contento, de todas formas, al ver el dinero.


—Permítame que la lleve de vuelta a Manhattan, ¿de acuerdo? Ni siquiera se lo cobraré. Pero no puedo dejar a una mujer en medio de una carretera perdida como ésta. Si leyera en el periódico que le ha ocurrido algo, jamás me lo perdonaría.


Paula observó cómo las luces traseras del otro taxi desaparecían por el camino que conducía hacia la puerta de la casa.


—Está bien, acérquese ahora a la puerta. Le demostraré que puedo abrirla.


—Yo la acercaré, pero usted no podrá abrir. Conozco al tipo de gente que vive en esta zona, en una finca de esta clase, y usted no es de esas personas.


—A veces, las apariencias engañan —dijo ella, y abrió la puerta del taxi—. Puede quedarse aquí hasta que yo abra la verja, y después vuélvase a la ciudad. De ese modo, sabrá que estoy a salvo.


—¿Y si la atacan los perros?


—No hay perros. Al menos, no los había la última vez que estuve aquí —Paula salió del taxi y se colgó la mochila del hombro—. Gracias por traerme hasta aquí —dijo, y cerró la puerta.


Él bajó la ventanilla y sacó la cabeza.


—Demuéstreme que sabe abrir la puerta. Cuando veamos que no puede, la llevaré de vuelta a Nueva York. No haré preguntas, de veras.


Ella se volvió y sonrió.


—Gracias. Es usted muy amable, pero no será necesario —respondió Paula.


Aún no estaba segura de lo que iba a hacer cuando estuviera dentro de la finca, pero aquél era su primer paso. Recordó el código en cuanto se vio frente al teclado numérico y apretó las cifras sin titubear. Las puertas se abrieron lentamente.


—Vaya, demonios —dijo el taxista, atónito—. ¿Quién es usted?


—Eso no tiene importancia —Paula le sonrió de nuevo—. Adiós.


—Esto sí que se lo voy a contar a los chicos.


Ella se estremeció.


—Por favor, no. No se lo cuente a nadie —rogó. 


Paula no sabía si el hombre que la estaba siguiendo estaba cerca en aquel momento.


—Mire, si la policía me interroga porque ocurra algo malo, entonces...


—No tendrán que interrogarlo. Por favor, le suplico que no cuente nada a los demás taxistas. ¿Podría prometérmelo?


—Sí, se lo prometo. Será mejor que entre. Las puertas vuelven a cerrarse.


—De acuerdo. Adiós.


—Cuídese.


Ella se dio la vuelta y atravesó la puerta antes de que se cerraran de nuevo con un sonido metálico que le recordaba una sensación de claustrofobia muy familiar. Una vez más, estaba prisionera en Chaves Hall.




CAPITULO 1 (CUARTA HISTORIA)




Paula Chaves notó un hormigueo de ansiedad en el estómago mientras esperaba en JFK el vuelo de las cinco y cuarenta y cinco procedente de Londres. Después de diecisiete meses separados, debía reencontrarse con Pedro Alfonso, el hombre al que había querido y al que todavía quería, disfrazada de vagabunda. 


Después tenía que hablarle de Olivia, la niña que él no sabía que había concebido, el bebé al que ella había dejado en Colorado para garantizar su seguridad.


La embarazosa verdad era que alguien la perseguía desde hacía meses. Pensaba en ello, como si hubiera contraído una enfermedad mortal, que ya no le permitiera seguir siendo madre. En su infancia y adolescencia, se había sentido ahogada por los intentos de su padre millonario de protegerla de posibles secuestros. 


Se había marchado de casa y había desdeñado una vida de coches blindados y guardaespaldas, insistiendo en que podía vivir tranquila y anónimamente sin todo aquello. El hecho de haberse equivocado la enfurecía.


A unos metros, una mujer estaba arrullando a un bebé. Paula sentía un profundo dolor cada vez que veía a una madre con su hijo. Por su propio bien, no debería mirarlos, pero no podía dejar de torturarse. Aquél bebé debía de tener unos ocho meses, como Olivia, a juzgar por el trajecito que llevaba. Paula no podía imaginarse que su propia hija tuviera aquel tamaño. Cuando la había dejado en el rancho Rocking D, Olivia era diminuta, sólo tenía dos meses. Paula no había pensado nunca que su separación pudiera durar tanto tiempo. Por suerte, Pedro había vuelto, y eso significaba que ella podría ver pronto a su bebé.


Paula hizo todo lo posible por mitigar su dolor. Se concentró en el hecho de que al menos, Olivia estaba a salvo. Ella sabía que podía contar con que sus amigos Sebastian, Augusto y Bruno protegieran a la niña hasta que Pedro volviera y entre todos, decidieran lo que debían hacer.


Los pasajeros, fatigados, caminaban con dificultad hacia la puerta de salida de la aduana. 


A Paula se le aceleró el pulso al pensar en el encuentro que se avecinaba. Todavía no había decidido cómo iba a acercarse a él. Pensar en Pedro Alfonso le provocaba tantas emociones que apenas sabía cómo controlarlas.


Uno de esos sentimientos era la ira. Se había enamorado locamente de aquel hombre, pero durante el año que había durado su relación, él había insistido en que la mantuvieran en secreto. Sólo su secretaria, Bonnie, la mujer que encarnaba el significado de la palabra discreción, sabía que Pedro y ella habían estado juntos.


Paula debería haberse dado cuenta de lo que indicaba aquel deseo de mantener las cosas en secreto, pero el amor era ciego y había aceptado la explicación de Pedro de que sus amigos eran unos entrometidos y que él no quería ninguna interferencia en su relación hasta que los dos supieran adonde iba. Él sabía perfectamente adonde iban las cosas, pensó Paula amargamente. A ninguna parte.


Ojalá pudiera odiarlo por aquello. Lo había intentado con todas sus fuerzas. En vez de eso, no podía dejar de rememorar la noche en que habían roto. «No debería haber permitido que perdieras el tiempo conmigo. No merecía la pena».


Después, Pedro la había dejado, había abandonado su negocio inmobiliario y a sus amigos para marcharse a un país diminuto, asediado por la guerra, a trabajar de voluntario en los campos de refugiados. Además de todas las cosas que sentía hacia Pedro, Paula tenía que lidiar con la culpabilidad. Si ella no lo hubiera presionado para que terminaran con el secreto de aquella relación y se casaran, él no se habría marchado del país. Se habría quedado en Colorado, con ella.


Sin embargo, Pedro se había visto impulsado a escapar y se había marchado a un lugar donde reinaba la violencia, y donde el frente de batalla cambiaba día a día. Había pasado diecisiete meses en peligro, y si lo hubieran herido o incluso matado, ella habría tenido que cargar con la culpa.


Además, también se culpaba por haber tenido a la niña: él le había dicho que no quería hijos. 


Ella necesitaba contarle que tenían una hija, por si acaso quien la estaba siguiendo con el claro propósito de secuestrarla conseguía salirse con la suya. Pero antes de decirle nada de aquello, tendría que convencerlo de quién era. La peluca oscura, la ropa enorme y las gafas gruesas no le resultarían familiares a Pedro. Y una vez que él hubiera averiguado que esa vagabunda era ella, ¿qué le diría en primer lugar?


«Pedro, tenemos una hija. Se llama Olivia». 


Demasiado brusco. Un hombre que había dicho que no quería tener hijos, seguramente, necesitaba más preparación antes de recibir aquella noticia. «Pedro, voy disfrazada de vagabunda porque me persigue un secuestrador». Demasiado, demasiado pronto. 


Él acababa de volver de esquivar balas. Se merecía un poco de paz y tranquilidad antes de que ella le contara todo aquello, además de decirle que tenía que proteger a Olivia, quisiera o no.


A Paula se le encogió el estómago.




SINOPSIS (CUARTA HISTORIA)





Pedro Alfonso había regresado por fin a casa, más adulto y más sabio. Un año atrás, cuando la mujer a la que amaba había hablado de compromiso, había huido, pero ahora sabía que no podía vivir sin ella. Por eso había vuelto, con la esperanza de empezar de nuevo. El problema era que Paula no aparecía por ninguna parte, aunque había dejado atrás algo bastante importante…


Paula Chaves estaba viviendo una pesadilla. 


El hombre al que amaba la había abandonado, sola había dado a luz a su hijo y, para colmo, alguien la estaba acosando y había tenido que huir sin su pequeño. Sólo un hombre podía ayudarla, Pedro Alfonso, ¡y debía hacerlo antes de que su acosador la encontrara!




CAMBIO DE PERSONAJES

SEGUNDA HISTORIA = TERCERA HISTORIA

PEDRO ALFONSO = BRUNO CONNOR
PAULA CHAVES = SARA McFARLAND
NICOLAS GRADY = PEDRO ALFONSO
JESICA FRANKLIN = PAULA CHAVES