miércoles, 5 de diciembre de 2018

CAPITULO 17 (CUARTA HISTORIA)




Bruno Connor oyó la campanada de las dos y media de la madrugada mientras permanecía despierto en la cama, mirando la oscuridad y pensando en lo que le habían contado aquel día Augusto y Sebastian. Por una parte, se alegraba de que el padre de Olivia no fuera un extraño. 


Por otra, le dolía pensar que Pedro no les hubiera contado que había tenido una relación con Paula que había durado un año.


Y lo más preocupante era la noticia de que Pedro no estaba entusiasmado con la perspectiva de ser el padre de Olivia. Bruno sabía que Pedro había tenido una infancia horrible y que tenía miedo de no ser un buen padre, pero pensaba que su amigo debía intentar superar ese miedo. Y casarse con Paula, de paso.


Pero tanto si Pedro cooperaba como si no, Paula iba a volver a llevarse a su hija, lo cual significaba que Bruno no tendría el placer de estar con la niña una semana de cada tres. No quería pensar demasiado en ello. Llevaba a la niña en el corazón, y separarse de ella iba a ser una de las cosas más difíciles que hubiera hecho nunca.


Gracias a Dios que tenía a Sara y Julian para mitigar el dolor. Con un suspiro, se tumbó de costado y observó a su mujer, que estaba dormida junto a él. No podía verla con nitidez en la penumbra de la habitación, pero la veía claramente en su corazón. Nunca hubiera pensado que podría ser tan feliz.


Tener a Sara era lo suficientemente maravilloso, pero después de haber adoptado oficialmente al sobrino de ella, Julian, el mundo de Bruno era casi perfecto. El padre de Julian estaba entre rejas a la espera de ser juzgado por asesinato y con las pruebas que había contra él, no era probable que volviera a molestar a Sara y a Julian.


Bruno adoraba tener su propia familia, y pensaba que Pedro era un idiota por rechazar la oportunidad de tener la suya. La familia completaba a un hombre.


La mano de Sara, tan pequeña y delicada, estaba posada en la almohada, junto a su mejilla. Bruno se la acarició con la punta del dedo. Él no se dio cuenta de que estaba despierta hasta que ella habló:
—Estás pensando en ese asunto de Pedro y Paula, ¿verdad? —murmuró.


—Sí. Siento haberte despertado, cariño —dijo él, y la atrajo hacia su cuerpo—. Estoy preocupado por lo que va a ocurrir. Pedro es uno de mis mejores amigos, pero yo no podría soportar que le hiciera daño a Olivia. Y si la rechaza, va a hacerle daño. Quizá no ahora, pero a la larga, sí. Ella se preguntará por qué motivo su padre no le hizo caso.


—Yo no creo que Pedro la rechace —respondió Sara mientras le acariciaba la nuca—. Todos vosotros os preocupasteis muchísimo cuando supísteis que teníais la responsabilidad de cuidar a un bebé hasta que visteis a Olivia, ¿no te acuerdas? Cuando Pedro la vea, no podrá rechazarla. Será un buen padre.


—Espero que tengas razón, pero tendrá que demostrarlo antes de que se la entreguemos.


—Oh, estoy seguro de eso. Olivia tiene a sus defensores.


—Sí —dijo él.


Abrazar a Sara de aquella manera tenía un efecto predecible en él, lo cual era muy adecuado para llevar a cabo sus planes de tener un hijo. Ella estaba en el mejor momento del mes para concebir, y un hombre tenía que cumplir sus deberes de marido con su esposa. 


Su preciosa y sexy esposa. El cuerpo comenzó a latirle de impaciencia.


—Bueno, ya está bien —susurró, y le levantó el camisón.


—Me estaba preguntando si ibas a seguir hablando durante toda la noche —dijo Sara.


—Pues no.


Bruno encontró sus labios en la oscuridad. 


Mientras ella lo besaba, la pasión creció tanto en él que bloqueó todos sus pensamientos, salvo uno. Quizá en aquella ocasión su semilla encontraría terreno fértil, y Sara y él engendrarían un hijo.




CAPITULO 16 (CUARTA HISTORIA)






Pedro condujo todo el día y buena parte de la noche. Pau se ofreció a ponerse al volante, pero él sabía que si ella conducía, él se quedaría dormido. Aun cuando el desfase horario estaba haciendo estragos en su organismo, no quería quedarse dormido mientras ella conducía y dejarla a merced de los peligros que hubiera por el camino.


Paula se inquietó en la cafetería en la que pararon a cenar. Dijo que tenía la sensación de que el secuestrador estaba por allí. No lo había visto, pero le aseguró a Pedro que había desarrollado un sexto sentido para notar su presencia, y Pedro la creyó. Él mantuvo los ojos bien abiertos, pero sabía que sería muy difícil descubrir al tipo. Pau se lo había descrito como alguien de estatura media y pelo castaño, y aquél era el aspecto de un millón de hombres.


Parecía que el mejor plan era seguir conduciendo, así que continuaron el viaje hasta que Pedro temió que sería un peligro en la carretera. Finalmente el agotamiento lo venció.


—Tenemos que parar a dormir —dijo a las dos de la mañana, y tomó la salida hacia un motel que estaba muy cerca de la autopista.


—Claro —dijo ella, con un bostezo—. Estaba empezando a pensar que habías decidido viajar sin paradas desde Nueva York a Colorado.


Él detuvo el coche frente al motel.


—No confiaba en mí mismo tanto como para parar a dormir hasta que estuviera completamente exhausto.


—Ah.


Por la expresión de Paula, él supo que no tenía que explicarle nada más.


—Vamos a pedir sólo una habitación por cuestiones de seguridad, pero no tendrás que temer que te ataque. Estoy demasiado cansado.


—Yo nunca he temido que tú me atacaras.


Él la miró fijamente.


—Pues quizá deberías hacerlo.


Pedro no le volvía loco la peluca rubia y el pesado maquillaje que ella había elegido como disfraz aquel día, pero por otra parte, era algo distinto. Nunca había hecho el amor con ella disfrazada como si fuera una rubia explosiva, y aquello podría ser divertido. Su vestido, con un estampado de cebra, era demasiado ajustado como para ser elegante, pero estimulaba la imaginación.


—Ven conmigo a la recepción. No quiero que te quedes sola en el coche.


—No te preocupes, yo tampoco quiero quedarme —respondió Paula.


Después de inscribirse en el motel, volvieron al coche y condujeron hasta el módulo en el que estaba su habitación. Él sostuvo la puerta para que ella pasara y cuando la vio entrar vestida como una chica de revista erótica, comenzó a perder la paciencia.


Sería mejor que Pau no le tomara el pelo, pensó, y cerró la puerta con más de fuerza de la necesaria.


—Has dado un portazo. ¿Ocurre algo?


—No, nada. Sólo estoy cansado.


—Bueno —dijo Paula recorriendo la habitación—. No es el Waldorf, pero es mucho más agradable que la mayoría de los lugares en los que he estado últimamente.


Dejó su abrigo y el bolso sobre una silla y se acercó a la ventana para correr las cortinas. Pedro observó las rayas de cebra del vestido moviéndose al compás de su cuerpo. Demonios, aquella mujer era explosiva. Dejó las mochilas en el suelo y dijo con sequedad:
—Deja de enredar por el cuarto y elige cama. Tenemos que dormir.


Ella lo miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.


—Estás enfadado.


Pedro dejó su sombrero sobre la cómoda y comenzó a quitarse la cazadora.


—Supongo que no tenías otro disfraz mejor para hoy —dijo con sarcasmo.


—¿Qué quieres decir?


—Anoche, cuando te subiste al taxi, ibas disfrazada de vagabunda. En estas circunstancias, ¿no podías haber elegido otro disfraz?


—¿Qué circunstancias? ¡Ah, «esas» circunstancias!


—Pues sí. Primero, me anuncias que no vamos a hacer más el amor. Y después, te vistes con el vestido más ajustado que he visto en mi vida. ¿No te parece que es un poco injusto?


—Para tu información, yo considero que tu traje es igualmente inapropiado.


—¿El mío? —sorprendido, Pedro extendió los brazos y se miró los botones de perlas de su camisa negra del oeste—. ¿Qué tiene de malo el mío?


—Esta mañana, cuando dijiste que ibas a salir a comprar algunas cosas, yo no tenía ni idea de que habías pensado comprarte ese traje.


Él se había sentido orgulloso por ser capaz de encontrar algo decente que ponerse en tan poco tiempo. Les había dejado a los refugiados toda su ropa, salvo una cazadora de piel de cordero que le había prestado Augusto, y la ropa que llevaba puesta. Después de su salida relámpago para hacer compras, se había sentido contento de haber adquirido un traje que podría llevar cuando comenzara a tratar de nuevo con sus clientes.


—No entiendo qué tiene de malo —repitió.


—El corte de esos pantalones es muy... descarado.


—Son ajustados. ¿Es que acaso es un crimen llevar pantalones ajustados?


—¡Querrás decir que son más ajustados que un guante! Llevo todo el día viéndote con esos pantalones, y ahora lo único que me apetece es... —Paula se interrumpió, sonrojada—. Bueno, no importa lo que me apetezca.


«Oh, sí». Si ella se rendía primero, entonces no podría echarle la culpa, ¿verdad? Pedro comenzó a desabotonarse la camisa.


—Tú eres la que impone las reglas, cariño —dijo suavemente.




CAPITULO 15 (CUARTA HISTORIA)




Esteban estuvo a punto de no darse cuenta de que Paula salía del hotel. Sabía que usaría alguna de sus estúpidas pelucas. En aquella ocasión, era rubia. Le producía un gran entusiasmo saber que la chica se estaba tomando tantas molestias para engañarlo, sobre todo porque sabía que al final, iba a perder. El hecho de estar jugando con ella le hacía excitarse de una forma casi sexual. Cuando la atrapara y consiguiera el dinero de Chaves, el desafío habría terminado. Quizá fuera tan rico como para que ya no le importaran más los desafíos, pero no estaba seguro de aquello.


El novio de la chica podría representar algún obstáculo, pero la perspectiva de tener un nuevo jugador en la partida hacía que la sangre corriera por sus venas con renovado ímpetu. El novio era, evidentemente, más listo de lo que Esteban había pensado al principio.


Esteban había estado esperando a que apareciera un tipo desaliñado con barba. Se había dado cuenta de que un hombre alto y bien afeitado había salido a recoger un coche de alquiler, pero no había establecido la conexión porque tenía un aspecto desenvuelto y suave. El traje y el sombrero que llevaba eran del estilo del oeste, pero su apariencia era mucho más elegante que la de ningún otro vaquero que hubiera visto Esteban. Incluso su pelo, un poco largo, resultaba moderno. Él no se había dado cuenta de que era el novio de Paula hasta que ella había salido tras él y había subido apresuradamente al coche.


Durante los seis meses anteriores, Esteban se había convertido en un excelente ladrón de coches. Su intuición le permitía adivinar qué coche no tenía cerrada la puerta del pasajero. 


En aquel momento, encontró uno. Ninguno de los viandantes que caminaba por la abarrotada calle se dio cuenta de que entraba en un coche gris y con calma, ponía el cañón de una pistola de juguete en las costillas del conductor.


Cuando le hubo explicado al hombre que lo único que quería era que siguiera al coche blanco de alquiler, el tipo, tembloroso y jadeante, obedeció, tal y como había hecho todo el mundo hasta aquel momento. En cuanto estuvieron en carretera, él soltó el discurso habitual, que estaba llevando a cabo una operación secreta, y le enseñó al conductor el arma de juguete. Su identificación de prensa alterada parecía lo suficientemente oficial como para que la mayoría de la gente lo creyera. En ninguno de sus robos de coches había tenido que sacarse el revólver verdadero de la bota.


Siempre conseguía que los conductores se sintieran cómplices de algo importante, de un alto secreto relacionado con la seguridad nacional. Cuando Paula y su novio se detuvieron en una gasolinera, él dejó que el conductor volviera a su casa y localizó otro chófer. El método funcionó perfectamente, como lo había hecho durante seis meses. Hasta el momento, nadie había resultado herido, y él estaba orgulloso de ello.



CAPITULO 14 (CUARTA HISTORIA)





Paula deseaba con todas sus fuerzas tomar un avión y llegar a Colorado antes del anochecer, pero para eso, tendría que usar su nombre verdadero en el mostrador de la compañía aérea y no podía correr aquel riesgo.


—Creo que tendrás que alquilar un coche —le dijo a Pedro mientras desayunaban—. Yo lo pagaré encantada...


—No se te ocurra empezar con eso —respondió él, lanzándole una mirada de dureza.


—¿Qué?


—No quiero que asumas toda la responsabilidad.


—Pero... yo soy la que debería haber sabido el efecto que tienen los antibióticos sobre la píldora anticonceptiva —protestó ella—. Si hubiera sido más lista, esto no habría ocurrido.


—Si hubieras sido más lista, no habrías comenzado a salir conmigo, para empezar —respondió él con amargura—. Yo debería haberme sentido orgulloso de decirle a todo el mundo que tú... que te interesaba. En vez de eso, mantuve lo nuestro en secreto.


—Tú no me obligaste a nada, Pedro. Yo estuve contigo porque quise.


Paula se había dado cuenta de que ninguno de los dos usaba la palabra amor para describir lo que sentían hacia el otro.


Por su parte, ella dudaba porque no quería que él se sintiera aún más culpable. Y seguramente, Pedro lo hacía para mantener la distancia, pese a que resultaba evidente que los dos se necesitaban, al menos sexualmente. Era posible que él pensara que si afirmaba que la quería, ella comenzara a dar por hechas ciertas cosas.


—Sin embargo —insistió Pedro—, si nuestra relación hubiera sido pública, tú habrías podido pedirle consejo a alguna amiga sobre esos antibióticos.


—Pero entonces Olivia no existiría.


—Exacto.


Pedro... tenemos que aclarar ciertas cosas. Yo no me arrepiento de un solo minuto de los que he pasado contigo. Fue un año fabuloso. Y sobre todo, no lamento haberme quedado embarazada. Aunque supongo que tú no estás muy contento con lo de la niña.


—Supones bien.


—Por esa razón, quiero asumir la responsabilidad en la medida de lo posible. No quiero que las necesidades de Olivia las cubra un hombre que reniega de su existencia.


—¡Maldita sea, yo no he dicho eso!


Ella se puso de pie y se apretó el cinturón del albornoz.


—Sí, lo has dicho. ¿Quieres ducharte primero o me ducho yo? Tenemos que ponernos en camino.


—No hasta que hayamos resuelto esto —respondió Pedro. Apartó la bandeja del desayuno y se levantó de la silla—. Al decir que reniego de su existencia, parece que la odio, o que me resulta incómoda. Y eso no es cierto. Lo que más temo es haber traído al mundo a una niña por accidente, sin tener ninguna confianza en mis habilidades como padre.


Así que volvían a aquello... Sin embargo, las cosas habían cambiado desde la última vez que habían mantenido esa discusión.


—Si es así, ¿qué estabas haciendo en un país en guerra, cuidando huérfanos?


Él hizo un gesto de dolor y después elevó la voz.


—Quizá me estuviera poniendo a prueba. Puede que quisiera comprobar si sentía el impulso de usar la violencia contra esos niños.


Ella sabía que había muchas más cosas en su trabajo con los refugiados, pero no iba a discutir con él sobre aquello.


—¿Y te pusiste violento?


—No.


—Entonces has debido averiguar que lo harás bien.


—¡No, no lo sé! Habría que ser un monstruo para ponerles la mano encima a esos niños. 
Ellos han pasado por tantas cosas, que tener paciencia al tratarlos resulta fácil. Algunos, sobre todo los chicos, intentan ser duros, pero uno se da cuenta de que por dentro están aterrorizados.


«Como tú lo estabas de pequeño». Al observar su expresión de ansiedad, Paula se imaginó al niño asustado que debía haber sido Pedro. Quiso abrazarlo y decirle que nunca tendría motivo para estar tan asustado, pero no se atrevió a traspasar el campo minado que él había establecido a su alrededor.


—Debió de ser terrible —murmuró.


—Sí —respondió él, y miró hacia la calle por el ventanal.


Paula pensó que Pedro había visto, con toda seguridad, su propia experiencia reflejada en los rostros de aquellos niños. Él había sido casi un huérfano, sin madre y totalmente a merced de un padre violento que no sabía querer. Vivir con un padre como Hernan Alfonso no debía de ser muy distinto de vivir en zona de guerra.


—No tendrás que preocuparte de ser violento con Olivia —le dijo, suavemente—. Yo estaré ahí.


—No sé cómo hacer esto, Pau. Con los niños del campo de refugiados era fácil. Sólo hay que conseguirles ropa, comida y una cama. Hay que gestionar las donaciones que llegan y conseguirles también algún juguete al que puedan aferrarse.


Al imaginárselo haciendo todo aquello, Paula se emocionó.


—¿Y los abrazabas cuando tenían miedo?


—Sí, bueno, claro, pero...


—Y cuando estaban tristes, ¿les contabas chistes para hacerles reír?


—Cuando aprendí su idioma sí, pero...


—Y si hacían algo maravilloso, si eran buenos, valientes y generosos, ¿no les decías que eran estupendos?


—Pues claro.


Pedro, eso es lo que hay que hacer, tanto con un niño refugiado de guerra como con Olivia. Eso es todo lo que tienes que hacer.


—¡Sabes que eso no es cierto! ¿Y si cometen alguna estupidez? ¿Cómo se consigue que no hagan tonterías?


Pedro, yo creo, que dentro de lo razonable, hay que permitir que hagan tonterías y dejar que cometan sus propios errores.


Él soltó una carcajada seca.


—Sí, para que se maten, o quizá maten a alguien con esos errores.


Dijo aquellas palabras automáticamente, como si fuera una lección que había aprendido de memoria.


—¿Era esa la forma que tenía tu padre de justificar las palizas que te daba? ¿Que estaba impidiendo que te mataras?


—Algunas veces —respondió él—. Otras veces, creo que sólo lo hacía por divertirse.


«Un verdadero monstruo», pensó Paula.


—Tú tienes que saber que no eres como él.


Pedro no respondió.


—¡Pedro, tú no eres como él! Estoy segura.


—Será mejor que vayas a ducharte.


En aquel momento, Paula se dio cuenta de que él había levantado su acostumbrado muro defensivo. Y sabía, que una vez que aquello sucedía, no tenía ni la más mínima oportunidad de llegar a él. Pero al menos, Pedro no había visto aún a Olivia. Paula se aferró a la esperanza de que la niña, su hija, sería la que derribara aquella barrera.


—Está bien —respondió—. Llamaré para alquilar un coche y no quiero oír nada de que vas a pagar tú.


Paula titubeó. El hecho de permitirle que pagara era casi como si le estuviera proporcionando una forma fácil de librarse de lo importante. Ella no quería su dinero. Quería que formara parte de la vida de Olivia, o no quería nada.


—Por favor, Pau —rogó Pedro. Sus defensas se resquebrajaron un poco—. Es lo que puedo hacer por el momento. Por favor, acéptalo.


Ella tomó aire y asintió.


—Está bien. Por el momento.


—Bien. Llamaré y alquilaré un coche.


Mientras él se dirigía hacia el teléfono, ella entró en el baño y abrió el grifo de la ducha.


Era muy probable que Pedro le rompiera el corazón de nuevo, pensó mientras se metía bajo el chorro de agua caliente. Ella quería creer, con todas sus fuerzas, que cuando él viera a Olivia y se enamorara del bebé, estaría dispuesto a reconsiderar lo que pensaba sobre el matrimonio y los hijos.


Pero era posible que eso no ocurriera. Él ya la había dejado una vez, y si el bebé lo asustaba, la dejaría de nuevo. Y teniendo en cuenta esa posibilidad, Paula pensó que no debía seguir acostándose con él. Si se acostumbraba de nuevo a sus caricias, todo sería peor al final. En caso de que él no pudiera adorar a Olivia como ella la adoraba, tendría que decirle adiós.


Pero sería mejor que le dijera que no harían más el amor. Tenía que decírselo antes de ponerse en camino hacia Colorado. Tenía que establecer una distancia entre ellos, y estaba segura de que Pedro entendería que ella sólo quería protegerlos a los dos de un posible sufrimiento.


Cerró el grifo, sacó la mano de la ducha y tomó la toalla que había en el toallero. Mientras se secaba entre el vapor, comenzó a oír el ruido de unas tijeras. Se envolvió en la toalla y salió de la ducha. Pedro estaba frente al espejo, vestido sólo con sus vaqueros. Había puesto la papelera sobre la encimera del lavabo y se estaba cortando la barba.


Parecía que ya había terminado con aquella tarea, porque dejó la papelera en el suelo y tomó la cuchilla de afeitar. El olor de la espuma hizo que Paula recordara otras muchas veces en las que ella había observado cómo realizaba aquella tarea. A menudo, él terminaba la sesión de afeitado haciendo el amor con ella y frotándole la barbilla suave por todo el cuerpo.


Sin embargo, Paula ya echaba de menos la barba. Entonces recordó el voto de abstinencia que acababa de hacer. Que tuviera o no tuviera barba no debía significar nada para ella.


—Ya veo que te estás afeitando.


—Sí. Quiero salir de aquí con un aspecto distinto al que tenía cuando entré, por si acaso tu amigo nos ha visto juntos.


—Buena idea —dijo ella, y siguió observándolo.


Él hizo una pausa y clavó la mirada en el reflejo del rostro de Paula, con los ojos más azules que nunca.


—Si sigues ahí con esa cara, no vas a tener la toalla encima durante mucho más tiempo.


Ella notó una sensación familiar de deseo. 


Respetar el voto de castidad no iba a ser nada fácil.


—Tenemos que hablar de eso.


Él siguió mirándola en el espejo mientras se afeitaba.


—No estaba pensando en mantener una conversación.


—Teniendo en cuenta nuestra situación, quizá sería mejor que no volviéramos a hacer el amor.


Él se detuvo y entrecerró los ojos.


—¿Nunca?


—Bueno, por lo menos, hasta que... hasta que sepamos cómo es nuestra relación, y tu relación con la niña, y todo eso.


—Mmm —él continuó pasándose la cuchilla por la mandíbula, pero su pulso ya no era tan firme como antes—. ¿Estás intentando chantajearme?


—No, en absoluto.


—Es posible que funcionara —dijo él—. Te deseo con todas mis fuerzas.


—Ése no es mi estilo. Lo único que quiero es protegernos a los dos.


—Pues quizá hubiera sido mejor que no me lo hubieras contado envuelta en una toalla. Es gracioso pensar que cuando alguien te dice que no puedes tener una cosa, quieras esa cosa por encima de todo.


Ella también lo deseaba. En aquel mismo instante.


—Creo que es lo mejor, ¿no te parece?


—Pau, a los hombres nunca les parece que pasarse sin sexo es lo mejor. Pero si es así como quieres que sean las cosas, así serán.


Ella paseó la mirada por la parte trasera de sus vaqueros. Se le había olvidado lo maravilloso que era el trasero de Pedro. Se humedeció los labios.


—Sí, eso es lo que quiero —dijo.


—Pues entonces, deja de mirarme —ordenó él en voz baja—, y ve a vestirte.


—Muy bien —dijo Paula.


Y, con el corazón acelerado, salió del baño.