lunes, 12 de noviembre de 2018
CAPITULO 9 (TERCERA HISTORIA)
Pedro se sentó en la silla que había colocado frente a la puerta, por si acaso. Después cerró los ojos, aunque nó esperaba dormir. La habitación estaba invadida por el aroma de Paula, por su respiración, y por los movimientos que hacía para acomodarse en la cama.
Su deseo sexual estaba despertando, pero era mal momento. Por primera vez en más de un año, estaba verdaderamente interesado en una mujer. Después de que Darlene lo dejara, no había estado interesado en mantener relaciones, excepto cuando se llevó a Jesica a la cama después de beber demasiado. Pero eso no contaba.
Paula sí. No se parecía en nada a Darlene.
Darlene era una mujer grande de ojos marrones y cabello castaño. Y muy impaciente por contraer matrimonio con él. Pedro había querido esperar un poco para casarse, con intención de ahorrar algo de dinero y proporcionarle una vida mejor. Al menos, eso creía él. Pero Sebastian estaba convencido de que no era más que una excusa porque en realidad no estaba convencido de que Darlene fuera la mujer de su vida.
En cualquier caso, Darlene no estaba de acuerdo con esperar y lo abandonó. Quizá no fuera la mujer de su vida, pero habían estado juntos varios años y todavía no conseguía pensar en ella sin que se le formara un nudo en la garganta.
Pero esa noche sí podía. Abrió los ojos sorprendido, porque llevaba varios minutos pensando en Darlene y todavía no se le había formado un nudo en la garganta. En realidad, su pensamiento estaba ocupado por Paula.
Recordaba lo que había sentido al verla cuando le abrió la puerta de la habitación. Se le había secado la boca y se le había acelerado el corazón. En la penumbra, parecía un ángel, casta y pura en su camisón de algodón y con el cabello suelto que le llegaba hasta los hombros.
Se había fijado en sus pechos y había olvidado todo acerca de los ángeles. Sólo podía pensar en cuerpos desnudos entrelazados bajo las sábanas. Había tenido que contenerse para no estrecharla entre sus brazos y besarla de forma apasionada, para no quitarle el camisón y hacerle el amor hasta que gimiera su nombre.
Sus amigos nunca creerían que había tenido pensamientos salvajes hacia una mujer que acababa de conocer. No era su estilo.
Ella nunca sabría lo fuerte que había tenido que cerrar los puños para evitar abrazarla, sobre todo cuando le contaba lo de sus padres y su hermana. Seguramente habría apreciado el consuelo de un hombre en aquellos momentos, pero él no estaba seguro de que pudiera controlarse y sólo ofrecerle consuelo.
Durante los próximos días tendría que tener mucho cuidado mientras la ayudaba a solucionar sus problemas. Y por mucho que lo deseara, no podía convertirse en la solución. Su prioridad era Jesica y Olivia.
Paula comenzó a respirar de manera tranquila y Pedro se atrevió a abrir los ojos para mirar hacia donde Julian y ella dormían. El reloj de la mesilla indicaba que eran las tres de la mañana pasadas. Debería tratar de dormir un rato, pero no podía dejar de mirar a Paula.
Un haz de luz entraba por las cortinas e iluminaba su cabello dorado, el contorno de su mandíbula y los rizos de Julian.
«El niño hará que me mantenga a raya», pensó Pedro. Si Julian no hubiera estado allí, el deseo de meterse con ella en la cama habría sido muy grande. Pero Julian estaba allí.
De pronto, el reloj de la mesilla dejó de funcionar y se apagó la luz de la calle. La calefacción tampoco funcionaba.
Pedro blasfemó en voz baja. La tormenta había provocado un apagón.
—Vuelve pronto, ¡maldita sea!
Pedro imaginaba que las paredes del hostal eran de baja calidad y sabía que el frío comenzaría a filtrarse en la habitación de un momento a otro.
Se puso la chaqueta, metió las manos en los bolsillos y esperó. Al cabo de un rato, Paula y Julian empezaron a moverse en la cama, y Pedro supo que el frío había atravesado las mantas.
Se puso en pie, se acercó al armario y descolgó sus chaquetas para ponérselas por encima con cuidado de no despertarlos. También cubrió los hombros del pequeño con la mantita de Julian.
Después regresó a la silla y se acurrucó dentro de su chaqueta.
La temperatura de la habitación había descendido algunos grados más y Paula y Julian se movían inquietos. Pedro se puso en pie otra vez, se quitó la chaqueta y se acercó a la cama.
Julian estaba acurrucado junto a Paula. Ambos estaban tiritando. Pedro también, pero había pasado más frío otras veces y podría aguantar.
Se chocó contra la pata de la cama y el ruido debió de despertar a Paula, porque se volvió y masculló su nombre en voz baja.
—Estoy aquí —dijo él.
—¿Por qué hace tanto frío?
—Se ha ido la luz —se agachó y los cubrió con su chaqueta—. Enseguida se hará de día. Trata de descansar un poco.
Ella se incorporó apoyándose en un hombro.
—¿Qué haces cubriéndonos con tu chaqueta? La necesitas—susurró ella.
—No tengo frío —mintió él.
—Yo sí —dijo Julian tiritando—. Y Bob también.
Paula agarró a Pedro del brazo.
—Quítate las botas y métete en la cama con nosotros.
El pánico se apoderó de él. No estaba seguro de poder confiar en sí mismo.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Vas a discutir mientras hay un niño tiritando de esa manera?
—No —tenía que arriesgarse—. No voy a discutir.
—Bien —lo soltó del brazo—. Vamos, Julian, acércate a mí un poco más. Pedro se acostará a tu lado. No hay calefacción, así que tenemos que acurrucamos un poco para estar calentitos.
Con el corazón acelerado, Pedro se sentó en el borde de la cama para quitarse las botas. «El niño estará entre nosotros», recordó, pero aun así era muy arriesgado.
—Me gusta acurrucarme —dijo Julian.
—Lo sé —contestó Paula, y lo abrazó—. Te acurrucas como un conejito.
A pesar de todo, Pedro siempre había imaginado una escena como aquélla. Para entonces, contaba con ser esposo y padre de una criatura. Darlene le había estropeado los planes de convertirse en marido, y aunque quizá fuera el padre de Olivia, la situación no lo hacía sentirse bien. Se quitó el cinturón para no hacerle daño a Julian con la hebilla.
—Te quiero, Paula —dijo Julian—. Más que a todo mi Lego.
—Yo también te quiero, cariño —murmuró ella—. Más que a mis discos de Billy Joel.
—Yo te quiero más que a mis camiones.
—Y yo más que a mi colección de saleros.
—¿Incluso más que al de los patos?
—Incluso más que a ése —dijo Paula.
—Porque soy un patito loco.
Pedro se rió.
—Exacto, Julian. Eres un patito loco.
Por la forma en que Julian se reía, Pedro supo que ambos debían de jugar a ese juego a menudo. Sintió envidia de lo unidos que estaban. Paula y Julian tenían una relación estupenda. Mario Fowler no podía separarlos, por mucho que fuera el padre biológico del pequeño.
—Bueno, voy a meterme bajo las mantas —dijo Pedro.
Era una cama doble normal, así que los tres estaban bastante apretados.
Pedro intentó encontrar un lugar para poner los pies y sin querer, rozó la pierna de Paula.
—Uy, lo siento —sintió un escalofrío y se preguntó si llevaría algo debajo del camisón.
Probablemente no. Tragó saliva.
—Pon los pies aquí —dijo Paula—. Deja que te los caliente.
—No te preocupes. Se calentarán solos —apoyó la cabeza en la almohada.
—¡Estás helado! —dijo Julian y se separó de él.
—Ayúdalo a calentarse —dijo Paula—. Y así te mantendrá calentito.
—Quizá esto no sea buena idea —dijo Pedro, y se mantuvo alejado de Julian para no transmitirle el frío de su ropa. Estaba a punto de caer al suelo.
—Su camisa está helada, Paula —se quejó Julian.
—Ábrete la camisa, Pedro —dijo Paula.
—¿Qué?
—En serio. He leído sobre esto. Tu piel está mucho más caliente que tu ropa. De hecho, la manera más eficaz de maximizar el calor corporal sería que todos nos abrazáramos sin ropa.
Pedro se aclaró la garganta.
—No vamos a hacer tal cosa —dijo, y aun así se desabrochó la camisa.
—No, por supuesto que no —dijo ella—. Sólo era un comentario.
—Yo quiero —dijo Julian, y comenzó a moverse en la cama.
—No, Julian —Paula lo sujetó—. No te quites el pijama.
—¿Por qué?
—Porque no hace falta quitársela. Estaremos bien.
—Pero me gusta.
—Lo sé —se rió—. Julian aprovecha cualquier oportunidad para desnudarse, ¿a que sí?
—Sí.
Por supuesto, aquella conversación provocó que Pedro pensara en desnudar a Paula, y que sonriera al imaginar al pequeño correteando desnudo por la casa. Se había olvidado de que a los niños les encantaba hacer eso.
Sin avisar, Julian le puso la mano sobre el torso.
—Ahora estás caliente.
—Bien —dijo Pedro.
—Acurruquémonos —dijo Julian.
—Ya estamos acurrucados —replicó Pedro.
—No, tienes que estar más cerca. Tienes que rodearnos con el brazo, porque eres el más grande.
Pedro no estaba seguro acerca de si debía abrazar a Julian y a Paula. Y ella se había quedado callada hacía un rato. Quizá también estaba replanteándose la situación.
—Vamos —dijo Julian, y le agarró el brazo—. ¿No sabes cómo abrazar?
Sí que sabía. De hecho, estaba deseando hacerlo. Con un suspiro de resignación, los rodeó con el brazo. Paula se quedó sin respiración.
«Así que esto también la afecta», pensó Pedro aliviado. Cerró los ojos y disfrutó del placer de tener a Paula entre sus brazos, aunque entre ambos estuviera un niño de tres años.
—Ahora tú, Paula —dijo Julian.
—Está bien —dijo ella. Pedro estuvo a punto de quedarse sin respiración cuando notó que ella colocaba la mano sobre su torso. No podía creer que una mano tan pequeña pudiera tener tanto impacto sobre su cuerpo.
Mientras Pedro trataba de recuperar la normalidad, Julian apretó la oreja contra su torso, a la altura del corazón.
—Está latiendo —le dijo.
—Eso espero.
—Rápido. Pum, pum, pum.
—Supongo que es por el frío —dijo Pedro.
Julian se volvió y colocó la otra oreja en el pechó de Paula.
—Tú también debes de tener frío, Paula.
—Mmm —dejó la mano muy quieta.
A pesar de todo, Pedro podía sentir la huella de cada uno de sus dedos.
—Esto me gusta —dijo Julian.
—Me alegro —dijo Paula—. Ahora, duérmete.
—Bueno.
A Pedro le encantaba la voz de Paula en la oscuridad. Le encantaba sentir el calor de su cuerpo entre sus brazos mientras el viento soplaba con fuerza y la nieve cubría el mundo de blanco. También le gustaba sentir su mano en la espalda, y se sentía bien con ambos en la cama.
Los conocía hacía muy poco tiempo y, sin embargo, se sentía como si estuviera en el mejor sitio del universo. No se imaginaba capaz de dormir en una cama tan pequeña con una mujer tan tentadora, pero poco a poco, el sueño se apoderó de él y se quedó profundamente dormido.
CAPITULO 8 (TERCERA HISTORIA)
Paula estaba tumbada en la cama doble escuchando con envidia cómo respiraba Julian mientras dormía. Lo único que el pequeño necesitaba era una habitación oscura, una cama cómoda y su mantita azul agarrada contra su mejilla.
A ella le habría encantado poder regresar al mundo de la niñez aunque fuera por un rato y sentirse segura otra vez. Lo bastante segura para poder dormir. Su necesidad de ir a Yellowstone debía de provenir de esa misma añoranza. Recordaba haberse quedado en una cabaña con sus padres y Patricia y cómo todas las camas estaban en la misma habitación.
Nunca habían estado en un sitio tan acogedor.
La habitación de aquel hotel no tenía nada de acogedora. El viento se colaba por el cerco de la puerta y una contraventana rota hacía mucho ruido. Después de comprobar que había cerrado con llave unas veinte veces, Paula había conseguido quedarse dormida, pero sólo hasta que el ruido de alguien llamando a una puerta cercana la despertó.
Para cuando se acercó a la ventana y corrió la cortina, ya no había nadie en el aparcamiento del hostal.
Se preguntaba quién podría llamar a la puerta del hostal a esas horas de la noche. Había sido idiota al tomar la autopista que iba a Yellowstone. Poco después de que Patricia se casara con Mario, y al poco de nacer Julian, Paula había ido a cenar con ellos a su casa y había estado recordando con su hermana lo bien que lo habían pasado en el viaje a Yellowstone con toda la familia. Hablaron de las paradas que habían hecho por el camino y de lo mucho que aquellas vacaciones familiares había significado para ellas.
Si Mario lo recordaba, sabría exactamente qué carretera debía tomar para encontrarla. Paula sabía que debía olvidarse de ir a Yellowstone y dirigirse a otro lado. Pero Julian estaba tan emocionado con la idea de ir allí.
De pronto, un ruido diferente invadió su pensamiento. Escuchó con atención y lo oyó de nuevo. Alguien estaba llamando a su puerta.
Sintió un nudo en el estómago y se le aceleró el corazón. Bajó de la cama y oyó que llamaban de nuevo, no muy fuerte, como si no quisieran despertar a nadie más.
Retiró la cortina una pizca y miró hacia fuera.
Enseguida, reconoció la silueta de Pedro.
¿Habría ido a decirle que ya habían despejado la carretera?
El miedo la hizo dudar un instante antes de abrir la puerta. Después de todo, aquel hombre se había portado muy bien con ella, y debía fiarse de su instinto si pretendía sobrevivir. Su instinto le decía que aquel hombre no le haría ningún daño. Se acercó a la puerta y la abrió.
—Tengo que hablar contigo —dijo Pedro—. Puedo...
—Pasa, por el amor de Dios —susurró ella, y dio un paso atrás—. Hace mucho frío.
—¿Paula? —Julian masculló en sueños. Ella se acercó a la cama y le dijo:
—Duérmete, cariño. Es Pedro.
—Vale —y sin decir nada más, el pequeño continuó durmiendo.
Paula estaba asombrada. Pedro y Julian no habían pasado más de veinte minutos juntos y Pedro ya se había ganado la confianza del pequeño. Se volvió, y a pesar de que la habitación estaba a oscuras, pudo ver que el vaquero estaba en el mismo sitio que lo había dejado.
Se estremeció. Estar a solas en la oscuridad con aquel hombre era lo más excitante que le había pasado en los últimos tiempos. Durante un instante fantaseó con la idea de que había ido allí porque deseaba verla de nuevo.
—¿Te importa que hablemos en la oscuridad? —murmuró mientras se acercaba a él—. No quiero despertar a Julian.
—Está bien.
Cuánto más cerca estaba de él, mejor podía sentir el frío impregnado en sus ropas. Se estremeció. Pero no sentía miedo. Quizá se le había contagiado algo de la confianza que Julian tenía en Pedro, porque por primera vez desde que se había marchado de San Antonio, se sentía un poco menos sola.
—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja—. La carretera ya está...
—No, no es la carretera—dijo él—. Mira, no quiero meterme en tus asuntos, pero hay un hombre en el café que os está buscando.
Paula dio un paso atrás. «No puede ser», pensó. Había tratado de convencerse de que el mal tiempo la había protegido. Sintió un nudo en el estómago. Quizá Pedro estuviera equivocado.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es bajito y fuerte, como si entrenara. Y lleva el pelo al estilo militar.
Paula sintió náuseas y se dio la vuelta para respirar hondo varias veces.
—¿Lo conoces? —preguntó Pedro.
—Lo conozco.
—¿Es una amenaza para ti?
Ella lo miró a los ojos y decidió decirle la verdad.
—Supongo que sí. Tengo a su hijo.
—Lo imaginaba. Julian me dijo que su padre tenía una pistola.
Paula miró al pequeño para comprobar que seguía dormido. Bajó el tono de voz y dijo:
—Mario Fowler es una persona horrible. Pegaba a mi hermana y...
Él respiró hondo.
—¿La mató? Julian dijo que...
—No —susurró ella—. Patricia se divorció de él hace dos años. Ella... murió en un accidente de barco... con mis padres... Hace cuatro meses —Paula se estremeció al tratar de contener las lágrimas. Había conseguido controlarse hasta entonces, pero la presencia de aquel vaquero era tan agradable que se sentía tentada a ceder ante el llanto.
—Lo siento —dijo él con ternura.
—Y yo —tragó saliva—. Patricia no dejó testamento, así que por desgracia, Mario tiene más derecho a reclamar a Julian que yo. Ha comenzado los papeleos para obtener su custodia. Y me temo que considera que el proceso no va lo suficientemente rápido. Hace un par de días tuve la sensación de que planeaba llevarse a Julian para un par de días y... quedárselo.
—Así que quiere al niño.
—No —se acercó más a él, tratando de convencerse de que lo hacía para que la oyera mejor pero en realidad deseaba que la abrazara. Era una estupidez, y con suerte para ambos, él no comprendería su lenguaje corporal—. Después del divorcio, Mario nunca estuvo interesado en el régimen de visitas. Durante dos años, apenas vio a Julian. Ahora está fingiendo que es el padre perfecto. Yo estoy convencida de que sólo va detrás del dinero. Mis padres sí dejaron testamento, y quien se quede con Julian, también se quedará con una generosa cifra para su manutención.
A pesar de que Paula no podía verle la cara, notó que Pedro se ponía tenso al oír sus palabras. Su manera de reaccionar le dio fuerzas para hacerle la pregunta que deseaba hacer.
—¿Imagina que estoy por aquí?
—No creo. Eugenio dijo que no te había visto nunca y Norma dijo que te había visto pero que te habías marchado al mediodía y probablemente estuvieras muy lejos.
—¿Quién son Eugenio y Norma?
—Lo siento. Los Sloan, los dueños del local.
—¿Mintieron por mí? ¿Por qué iban a hacer tal cosa?
—Proteger la intimidad de un cliente puede ser un motivo, pero creo que también lo hicieron porque Mario les gustó tan poco como a mí. Supongo que se habrán preguntado por qué ha venido a buscarte en lugar de notificárselo a la policía. Yo también me lo pregunté.
—Porque ése es su estilo. Prefiere intimidarme que confiar en que la ley se ponga de su parte. No dudo de que si decide que yo soy la que le impide conseguir el dinero, quiera eliminarme del todo. En cierto modo, probablemente le haya seguido el juego huyendo de esta manera.
—¿Cuál era tu plan?
—Al principio sólo podía pensar en sacar a Julian de la ciudad, y le dije que iríamos a Yellowstone. Una vez en la carretera me di cuenta de que no podríamos quedarnos allí, así que decidí continuar hacia el norte, a Canadá, y contratar a un abogado para que me ayudara. Pero ahora, si Mario está por aquí...
Empezó a temblar y se rodeó el cuerpo con los brazos.
—No lo sé. Quizá él deseaba que yo hiciera esto, quizá me acosaba para que me fuera. De hecho, me intimida. Pero no puedo permitir que se lleve a Julian. No puedo.
Pedro permaneció en silencio durante largo rato.
Después respiró hondo y dijo:
—Supongo que será mejor que aceptes mi ayuda.
—¿Cómo?
—Deja aquí el coche alquilado y ven conmigo al Rocking D.
—¿A tu rancho?
—No es mío. Pertenece a Sebastian Daniels, un viejo amigo, y a su nueva esposa Maria. Está cerca de Canon City, en un valle precioso. Estarás a salvo mientras decides qué quieres hacer después.
—Oh, Pedro, es una oferta maravillosa, pero no puedo molestar a tus amigos con mis problemas, y menos si están recién casados.
—No conoces a Sebastian. Si se entera de que he dejado a una mujer indefensa y a un niño en...
—No estoy indefensa —se negaba a convertirse en víctima.
—¿No?
—Tomé clases de autodefensa. Puedo cuidar de mí misma.
—Eso está bien —dijo con paciencia—. Muy bien. Pero es un poco difícil ocuparse de uno mismo cuando también hay que preocuparse de un niño.
—Tienes razón —admitió ella.
—En cualquier caso, si Sebastian se enterara de que te he dejado sola para librarte de un maltratador, teniendo que ocuparte de un niño y todo eso, me mataría. Sebastian querría que te llevara al Rocking D en cuanto se enterara de la situación.
—Parece que tu amigo y tú sois dos hombres especiales.
—Para nada —dijo avergonzado—. Somos dos tipos con muy malas pulgas. Augusto es el encantador.
—¿Augusto?
—Augusto Evans. Ya lo conocerás. De hecho, si llegamos a una hora decente por la mañana, asistirás a su boda.
—Espera un momento, Pedro. ¿Estás pensando en meterme, con todos mis problemas, en medio de una celebración de boda? No puedes hacer eso.
—Como te he dicho, mis amigos se enfadarían si hiciera algo diferente.
—Tienes buenos amigos, Pedro. Escucha, eres un encanto por ofrecérmelo, pero no puedo involucrar a tus amigos en un problema así.
—De acuerdo. ¿Cuál es tu alternativa?
«Buena pregunta», pensó ella. Pensó en la posibilidad de que Mario se quedara por allí hasta encontrarla. Y no podía quedarse para siempre con Julian en la habitación porque no tenía comida. Admitió que no tenía ningún plan, y que necesitaba ayuda.
—Mi mayor problema es conseguir comida para Julian si la carretera no está abierta por la mañana.
—Yo puedo ayudarte.
—Te lo agradecería —avergonzada por necesitar ayuda, trató de demostrar que era autosuficiente—. Cuando Mario se vaya, Julian y yo podremos continuar con nuestro camino. Eres muy amable, pero no necesitaremos ir contigo.
—Paula, he visto a ese hombre. Es un tipo duro y no conseguirás engañarlo siempre. Tarde o temprano volverá a por ti. Y cuando lo haga, tus clases de autodefensa no te servirán de mucho. Si de veras quieres salvar a Julian, necesitas ayuda.
Ella sabía que tenía razón. No podría proteger a Julian ella sola.
—De acuerdo —le dijo—. Pero encontraré la manera de compensarte por ello.
—No es necesario —dijo él—. Ni siquiera te preocupes por eso.
Por supuesto que lo haría. Tenía una gran deuda con él. Pero en aquellos momentos, Julian era lo más importante.
—¿Y qué pasará con el coche alquilado? —preguntó ella.
—Puedes llamar a la agencia de Santa Fe y decirles que te daba miedo conducir por el puerto de montaña. Eso tiene sentido. No deberías cruzar el puerto, al menos en un par de días. Pero puedes decirles que has encontrado otro medio de transporte. Quizá te cobren un poco más por tener que venir a buscarlo, pero...
—Eso no importa.
—De acuerdo, entonces todo arreglado —se volvió hacia la puerta—. Volveré por la mañana, cuando me haya asegurado de que Mario se ha marchado.
—Espera un momento. Mario está en el café, ¿verdad?
—Sí.
—Y cuando te marchaste, ¿adonde creía que ibas?
—A mi habitación.
—Pero no tienes habitación.
—No, pero él no lo sabe.
—Y ahora no puedes regresar al café, ¿no?
—No, pero estaré bien en mi camioneta.
Paula se quedó sin habla al ver lo dispuesto que estaba a ayudarla. Antes de que abriera la puerta, le dijo:
—No vas a dormir en la camioneta, Pedro. Comparte la cama con Julian. No ocupa mucho espacio. Es lo mínimo que...
—Imposible.
Su tono de voz indicaba que era absurdo discutir con él.
—Está bien, pues acomódate en la silla, o en el suelo. Pero no vas a irte a la camioneta. Si lo haces, romperemos el trato. No iré contigo al Rocking D.
—Pero no me conoces de nada.
Ella sonrió.
—Sí te conozco. Quédate con Julian y conmigo el resto de la noche, Pedro. Ya me siento bastante mal con los problemas que te estoy causando. Al menos deja que te dé cobijo frente a esta tormenta.
—No deberías sentirte mal. No eres tú la que causa problemas. Es Fowler.
—Bueno, pues me siento mal, y no seré capaz de pegar ojo si sé que vas a pasar la noche en la camioneta.
Él dudó un instante.
—Bueno...
—Me harás un gran favor. No he sido capaz de dormir desde que salí de San Antonio. Tengo la sensación de que si te quedas aquí, conseguiré relajarme.
—Entonces vuelve a la cama —Pedro se quitó la chaqueta y el sombrero y se sentó en una silla—. No tengas miedo de quedarte dormida. Yo me ocuparé de que estés a salvo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)