viernes, 26 de octubre de 2018

CAPITULO 23 (PRIMERA HISTORIA)





Pedro había visto la fuerza de una avalancha y sentía que el deseo que se apoderaba de él tenía la misma capacidad para destrozarlo todo a su paso. Su única esperanza era unirse a Paula, que estaba atrapada por la misma fuerza salvaje.


Había dejado de ser delicado y trataba de desnudar a Paula quitándole una bota y una pernera del pantalón. Era todo lo que necesitaba para hacer lo que tenía pensado. Excepto por la barrera que suponía la ropa interior. Había descubierto que el algodón blanco mezclado con la humedad natural de una mujer apasionada era algo mucho más sexy que las prendas de encaje negro en el cuerpo de una mujer indiferente. El aroma a excitación que desprendía el cuerpo de Paula hacía que le hirviera la sangre.


Tras quitarle la ropa interior, se fijó en la parte más íntima de su cuerpo y se la acarició con la lengua. Estaba deliciosa, y él deseaba más. Ella comenzó a gemir. Pedro recordó que tenían a un bebé en la habitación y cubrió la boca de Paula con los labios, sin dejar de acariciarle la entrepierna. Ella arqueó las caderas y él introdujo los dedos en su cuerpo. Era la mujer más apasionada que había tenido entre sus brazos.


Empujó con más fuerza y sintió como su miembro erecto presionaba contra la tela de sus vaqueros. Tenía que desnudarse, pero no quería dejar de acariciar a Paula. Cuando le acarició el punto más sensible de su feminidad, ella le clavó los dedos en la espalda.


Era una mujer acostumbrada a montar a caballo y a lanzar el lazo, así que no era delicada. Él tampoco quería que lo fuera. Deseaba que le dejara su marca en el cuerpo.


Le mordisqueó el hombro y ella comenzó a respirar de manera acelerada. Estaba cerca del orgasmo. Le lamió los senos y le mordisqueó los pezones. Después, regresó a su boca.


Estaba desesperado por penetrarla, pero primero quería ver cómo llegaba al climax. 


Continuó acariciándola hasta que un gemido le indicó que estaba a punto, y se preguntó si él también llegaría al climax al verla.


Apretó los dientes y esperó, observando cómo se arqueaba contra sus dedos sin dejar de gemir.


Cuando se tranquilizó, retiró la mano y la acarició. Ella continuaba con los ojos cerrados y él recorrió el contorno de sus labios con un dedo, todavía húmedo por haber estado en el interior de su cuerpo.


Ella le acarició el dedo con la lengua y abrió los ojos. Lo miró fijamente y comenzó a chuparle el dedo.


Le desabrochó la camisa. Después le quitó el cinturón y le desabrochó los pantalones. Él cerró los ojos y notó cómo se le erizaba el vello. Por fin, ella le bajó la ropa interior y agarró su miembro con ambas manos. Pedro gimió con fuerza.


Paula le cubrió los labios con sus dedos para que no hiciera mucho ruido. Él comenzó a mordisqueárselos para saborear su piel. Nunca había estado tan centrado en una mujer.


—Túmbate —murmuró ella.


Pedro obedeció y ella lo acompañó, rozándole el torso con sus senos desnudos y provocándole un placer indescriptible. Él la besó en la boca y el cuello mientras ella se colocaba a horcajadas sobre su cuerpo.


—Hay preservativos en la mesilla —dijo él con la voz entrecortada.


—Bien —dijo ella, y restregó los senos contra su boca mientras abría el cajón.


Al sentir la suavidad de su piel, Pedro gimió.


—¿Te gusta? —preguntó ella, y lo acarició de nuevo.


—Me encanta.


—¿Quieres más?


—Lo quiero todo. Todo.


—Levanta la cabeza —colocó otra almohada bajo su cabeza y después giró el cuerpo para acariciarle los ojos y la boca con los pezones.


Más tarde, colocó uno de ellos sobre sus labios y él lo introdujo en su boca, proporcionándole un enorme placer.


Mientras ella disfrutaba, movió el trasero sobre su miembro erecto, llevándolo a niveles más altos de excitación. Nunca se habría imaginado que Paula podía comportarse así.


—Shh —dijo ella al oír que gemía de nuevo.


—Quiero entrar dentro de ti, Paula —suplicó él con desesperación—. Por favor...


—Sí —contestó ella, y sacó un preservativo del cajón.


Él estaba temblando. Ella se colocó de rodillas y abrió el preservativo. Lo sacó y tras una pausa, agarró el miembro de Pedro con la mano.


—Es precioso. No me gusta tener que cubrirlo —agachó la cabeza,


—Paula... No... —tensó todo el cuerpo para no llegar al orgasmo al ver que le acariciaba el pene con la lengua.


—Dijiste que lo querías todo —le dijo ella cuando se retiró y antes de besarlo en la boca.


Pedro creía que no podía estar más excitado, pero comprobó que estaba equivocado cuando ella agachó la cabeza de nuevo. Esa vez, permaneció jugueteando con la lengua en la punta de su miembro y saboreando las gotitas de líquido.


—Por favor... —dijo él cuando ella levantó la cabeza.


—Ahora mismo.


Pedro cerró los ojos y trató de mantener el control mientras ella le ponía el preservativo. 


Después abrió los ojos y la miró. La abrazó por la cintura y la guió hacia abajo. Su mirada era luminosa y él supo que nunca olvidaría ese momento.


«Despacio. Así. Muy bien», respiró hondo. No podía imaginar que hubiera algo mejor.


Entonces, ella comenzó a moverse y él descubrió que estaba equivocado. Lo que le había demostrado en la pista de baile lo estaba aplicando en la cama. Paula tenía mucho ritmo.


—Móntame, señorita —susurró despacio—. Clávame las espuelas.


Con los labios entreabiertos y brillo en la mirada, ella obedeció y le ofreció el mejor viaje de su vida. No había vuelta atrás. El placer se había apoderado de él y sólo podía gemir para liberarse.


Sorprendido por el impacto, le costó percatarse de que el sonido que escuchaba provenía de un bebé. Su bebé, quizá.


—Oh, no, Paula —se quejó—. ¿Qué he hecho?




CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)





—Me ha sonreído —Pedro entró en la cocina cuando Paula estaba preparando unos sandwiches.


—¿De veras? ¿Ahora mismo?


—Cuando la he metido en la cuna. Supongo que yo le habré sonreído sin pensarlo y ella me ha respondido.


—Qué bien —Paula sentía haberse perdido el momento, pero al menos había visto que Pedro actuaba como un padre orgulloso.


—¿Qué puedo hacer? —preguntó él.


—Sirve la mesa. Y saca una bolsa de patatas si quieres —apagó el fuego y sacó unos platos del armario.


—Comprar el mono ha sido una buena idea —dijo él—. De hecho, todo lo que has comprado ha sido buena idea.


—Olivia y tú habéis estado jugando con el mono, ¿verdad?


—Puede que sí.


Al oír alegría en su voz, Paula lo miró y al ver el brillo de sus ojos, sintió que se le encogía el corazón. Pedro estaba enamorándose de la pequeña Olivia.


—Me sorprende que se haya quedado dormida —dijo ella.


—Supuse que podía ser un problema, así que me quedé hasta que cerró los ojos, para asegurarme de que estaba bien. He dejado la puerta entreabierta para oírla si se despierta.


Paula habría dado cualquier cosa por ver a Pedro agachado junto a Olivia esperando a que cerrara los ojos. Se estaba perdiendo momentos maravillosos. Momentos que no le pertenecían. Sólo era una vecina que había ido a ayudarlo. Paula, la vieja amiga que pronto se convertiría en una visita ocasional, cuando ya no necesitaran de sus servicios.


Al sentir que las lágrimas afloraban a sus ojos, se volvió para que Pedro no la viera.


—Paula, ¿qué pasa?


—Nada.


—Eh —la agarró por los hombros—. Te conozco desde hace diez años y nunca te he visto a punto de llorar —la sujetó por la barbilla para que lo mirara—. ¿Qué ocurre, Paula?


Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Nó podía hablar.


Él la miró y blasfemó en voz baja.


—No —susurró ella.


—Shh.


Cuando sus labios se rozaron, Paula no pudo contenerse más y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Él la abrazó con fuerza, tal y como ella había soñado cientos de veces, ofreciéndole el paraíso de la seguridad.


Paula no podía dejar de llorar. No quería que Pedro la consolara, ni encontrar la seguridad entre sus brazos.


Pero el roce de sus labios era la tortura más exquisita que le habían provocado nunca. 


Pedro la besó en la mejilla y le acarició la espalda. Paula cerró los ojos con fuerza. Quería que le arrancara la ropa, le acariciara el trasero, los senos y la entrepierna.


Pero él no lo haría. Era un hombre con mucha disciplina. Y si consideraba que hacerlo no era lo correcto, no lo haría.


Poco a poco fueron desapareciendo las lágrimas, pero continuó sintiendo un fuerte dolor en el pecho, un nudo en el estómago y excitación en la entrepierna. Sabía que llegaría el momento en que él la soltara y le preguntara si se encontraba mejor. Se preguntaba cómo podría mentirle de manera convincente si no era capaz de dejar de temblar.


Trató de calmarse, pero no podía olvidar lo que había sentido cuando Pedro la había besado. Quería que volviera a hacerlo. De forma apasionada.


Permaneció con los ojos cerrados para que él no se diera cuenta de lo que estaba pensando. 


Tenía que soltarse de su abrazo, pero no tenía fuerza suficiente. Entonces, él gimió.


Ella abrió los ojos y lo miró. Sus ojos no transmitían calma, sino que eran el reflejo de una tormenta de verano, de nubes llenas de lluvia y viento.


—Maldita sea, Paula —susurró él, y la acorraló contra la encimera.


Paula se percató de que estaba completamente excitado. Al instante, él agachó la cabeza y la besó.


Ella agarró con fuerza la camisa de Pedro y abrió la boca. Lo rodeó por el cuello y permitió que la besara.


Iban a hacer el amor. Paula lo sabía desde el momento en que él presionó su cuerpo contra el de ella. Pedro metió las manos por debajo de su blusa y le desabrochó el sujetador. Después, le acarició los pechos.


Paula pensó que podía desmayarse de puro placer. El hombre con el que siempre había soñado estaba acariciándola. Arqueó el cuerpo y gimió con suavidad. Oh, sí, harían el amor. De forma mágica y maravillosa.


Mientras Pedro le acariciaba los pezones con los dedos pulgares, le dijo en un susurró:
—Tengo que verlos, desabróchate los botones.


Ella empezó a abrirse la blusa y él la agarró por la cintura y la sentó sobre la encimera. 


Impaciente, le retiró la mano y continuó con el trabajo. Al ver que tardaba demasiado, estiró de la blusa arrancando los botones y se la quitó.


El sujetador cayó al suelo.


Con un suspiro, le sujetó los senos y permaneció mirándolos.


La expresión de su rostro indicaba todo lo que ella necesitaba saber. Respiró hondo y arqueó la espalda.


—Bésamelos, Pedro —susurró ella.


Él agachó la cabeza y se los acarició con la lengua. Después, se los mordisqueó hasta volverla loca. Ella apoyó la cabeza contra uno de los armarios e introdujo los dedos entre su cabello.


Él deslizó los labios por su cuerpo hasta llegar al cuello y después a la boca. Cuando introdujo la lengua en su boca, ella gimió y le rodeó la cintura con las piernas. Él la tomó en brazos.


—Espera —murmuró él, y la llevó a su habitación.


—El bebé —susurró ella, al ver que abría la puerta con el pie.


—Seremos silenciosos.


Ella no estaba convencida, pero no podía oponerse. Él la tumbó sobre la cama y sin dejar de besarla, empezó a quitarle los pantalones. 


Ella había esperado diez años para sentir a Pedro dentro de sí. Quizá, nunca volviera a tener la oportunidad, así que debía aprovecharla. Merecía la pena correr el riesgo de despertar al bebé.




CAPITULO 21 (PRIMERA HISTORIA)




Matty se sentó en la mecedora para darle el biberón a Elizabeth mientras Sebastian encendía la chimenea.


—¿Crees que me da tiempo a montar la cuna antes de que tenga que dormir la siesta?


—Lo dudo. Parece muy cansada. Podemos utilizar el cajón una vez más.


—Tenías razón acerca de que debíamos comprar la cuna. Cuando esté montada, no tendremos que preocuparnos tanto de las perras.


Ella miró hacia el comedor, donde estaban durmiendo los animales.


—No me preocupan. Se han portado muy bien con ella. Pero si está en el suelo pueden lamerla y despertarla. Deberíamos cerrar la puerta de tu habitación mientras duerme la siesta.


Pedro se frotó la nuca.


—No sé. No me gusta dejarla allí sola con la puerta cerrada. Si fuera a quedarse aquí mucho tiempo, compraría uno de esos aparatos de vigilancia de los que hablaba Noelia. Me dejó sorprendido que tuviera tantas cosas. Pensé que tendríamos suerte si encontrábamos una cuna y resulta que tenía de todo.


—Nunca te habías fijado en esa parte de la tienda. Yo tampoco. Es evidente que a Noelia le encantan los bebés. Si tiene artículos de bebé, la gente va a comprarlos con sus bebés.


—Tiene sentido. ¿Tienes hambre?


—Podría comer algo.


—¿Por qué no preparo...? —hizo una pausa—. ¿Qué prefieres? ¿Hacer la comida o ponerla a dormir?


—Haré la comida —dijo Paula con una sonrisa. Al ver que la pequeña había terminado, dejó el biberón sobre la mesilla—. Tiene que echar los gases antes de que la acuestes.


—No se me dio muy bien la última vez.


—Por eso debes seguir practicando. Será mejor que te pongas un trapo sobre el hombro. Puede que vomite.


—¿Qué?


—Vomitar. Yo cometí el error de sacarle los gases a uno de mis sobrinos sin tomar precauciones y tuve que cambiarme de ropa.


—¿Estás diciendo que puede vomitarme encima? ¿Está enferma? ¿Hay que llamar al médico?


—No —dijo Paula—. Es normal. Algunos bebés lo hacen cuando eructan. Es un poco de leche, pero no creo que quieras mancharte la camisa.


—Iré por el trapo. Cielos, por un minuto creí que tendríamos que salir otra vez a la nieve. Harás que me dé un ataque, Paula Chaves —le dijo. Entró en la cocina y salió con dos trapos—. Ya estoy preparado.


Paula lo miró.


—Veamos. Un bebé y dos trapos. O acaban de dejarte a otro bebé en el porche o crees que éste bebé puede vomitar muchísimo.


—Muy graciosa. Puede que quiera cambiármelo de hombro.


—Entonces, te cambias el trapo de lado.


—Sí, y mientras tanto puede que se me caiga al suelo. ¿Te gustaría que eso sucediera?


—Creo que hay tantas posibilidades de que se te caiga al suelo como de que Noelia Coogan tenga trillizos.


—La vajilla de Bárbara siempre se me caía.


—La vajilla de Bárbara no te importaba nada.


—Eso es cierto —dijo él con una sonrisa—. Me gustan las cosas poco delicadas. Esas piezas se rompían con sólo mirarlas.


—Esta niña es menos delicada de lo que crees. ¿En qué hombro quieres ponértela?


—Ves, eso es lo bueno de mi plan. Da igual.


Sonriendo, Paula le entregó a la niña con cuidado. Cuando sus cuerpos se rozaron, no pudo evitar estremecerse.


—Hola, pequeña —dijo Pedro al recibirla—. Siento que nos hayamos retrasado con tu comida. Soy un despistado, pero prometo hacerlo mejor en el futuro.


Al oír el tono de su voz, Paula intervino:
Pedro, vamos a cometer errores. No te sientas culpable. Darle el biberón un poco más tarde no es tan grave.


—¿Cómo lo sabes? —comenzó a darle palmaditas en la espalda a la pequeña.


—Por sentido común. Creo que a veces vamos a tener que confiar en ello, teniendo en cuenta que no tenemos experiencia.


—Puede ser. Pero una vez que hayamos montado los muebles, voy a leerme el libro de cabo a rabo. Quiero hacer esto bien.


Ésa era otra de las cosas que a Paula le encantaban de él. No había sido decisión suya cuidar del bebé, pero ya que tenía que hacerlo, haría el mejor trabajo posible.


Paula se fijó en que tenía un mechón de pelo castaño sobre la frente y deseó quitárselo. 


Quería abrazar a ambos y darles un beso. 


Quería quedarse en aquella casa con ellos y entregarles todo el amor que contenía su corazón.


Pero tenía que ir a preparar la comida.