sábado, 3 de noviembre de 2018
CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)
Una hora más tarde, Pedro terminó de comerse el segundo pedazo de lasaña y se preguntaba si le quedaría sitio para un par de pasteles de canela. Paula cocinaba de maravilla.
Durante la cena, él había averiguado algunas cosas sobre los padres de Paula y sobre por qué querían que hiciera algo más aparte de dirigir el hostal. Sin embargo, él estaba seguro de que a Paula le encantaba el trabajo que hacía y esperaba que sus padres no la convencieran para que vendiera la casa y se pusiera a estudiar otra vez.
Además, Huerfano se convertiría en un lugar más triste si Paula se marchara de allí. A Pedro no le gustaba nada la idea.
Dejó la servilleta junto al plato y dijo:
—Eres estupenda, ¿lo sabes?
—No voy a irme a la cama contigo, así que deja de mirarme así.
Él soltó una carcajada.
—De mirarte ¿cómo?
—¿Crees que no soy capaz de averiguar lo que pasa por esa cabecita tuya? Sonreías con esa sonrisa. Dime que no estabas pensando en cómo conseguir que acabemos en la cama, ahora que hemos terminado de cenar y Olivia está dormida.
—¡Estaba pensando en lo bien que llevas el hostal!
—Ya, claro. Seguro que sí.
—Ya que has sacado el tema, hablemos de tu modelito.
—No es nada especial.
—¿Ah, no? La primera vez que vine esta tarde llevabas un pantalón de chándal.
—Me pillaste por sorpresa.
—Ya me di cuenta. En cualquier caso, cuando regresé llevabas puesta una blusa de seda y un pantalón ajustado, el cabello suelto y los labios pintados. ¿Qué significa eso?
Paula se sonrojó.
—Probablemente es la costumbre de tener huéspedes. Suelo arreglarme cuando alguien se queda a pasar la noche.
—Yo no soy un huésped. ¿O te gustaría que te pagara por esta noche? Sí es así, dime el precio. Estoy dispuesto a vaciar mi cuenta bancaria por lo que has hecho por Olivia.
—¡Por supuesto que no quiero que me pagues! No seas ridículo. Hago esto para ayudar a Olivia mientras Sebastian y Maria están fuera. Lo sabes.
—Creía que lo sabía. Es la segunda vez que me rechazas, así que pensé que, en agradecimiento por tu colaboración con Olivia, esperarías que mantuviera mis manos lejos de ti. Y eso es lo que te prometí. Después vi cómo te habías vestido cuando regresé del rancho y lo vi todo de manera diferente.
—¡Está bien! No quería pasar la tarde contigo hecha un desastre. ¿Pasa algo? Tengo cierto orgullo en lo que se refiere a mi aspecto personal y...
—Deja de jugar. No es tu estilo. Quieres que te desee, Paula.
Ella lo miró y tragó saliva.
—Está bien —murmuró él—. Para mí es un halago. Y no lo dudes, te deseo. Pero no puedes agitar un capote rojo delante de un toro y esperar que no embista.
Paula dejó la servilleta sobre la mesa y echó la silla hacia atrás.
—Y a ti te encanta hacer que las mujeres agiten el capote ¿no es así? Les ofreces un reto al que no pueden resistirse y tampoco es justo que hagas eso, ¡teniendo en cuenta lo ocupado que estás!
—No sé a qué te refieres. Siempre soy sincero...
—¡Desde luego que sí! —se puso en pie y dijo con voz temblorosa—. ¿Y crees que eso está bien? Te aseguras de que una mujer sepa que te complacerá durante una temporada, pero que tarde o temprano la abandonarás, porque ninguna es lo suficiente mujer para ti.
—Eso no es cierto. Yo...
—Es completamente cierto. Se supone que ha de ser un honor que quieras estar conmigo durante un corto espacio de tiempo, ¿no es así? Y que por eso me he cambiado de ropa. ¡Quiero unirme al club de fans de Pedro Alfonso!
Él no podía creer que ella lo hubiera malinterpretado de esa forma.
—Lo has comprendido mal. Las mujeres de mi vida han sido demasiado buenas para mí.
—Ya, seguro.
—Lo prometo. Las dejo por su bien, no por el mío. Algunos hombres están hechos para estar toda una vida con una mujer, yo no.
—Trata de decírselo a Donna. ¿Crees que está convencida de que es demasiado buena para ti y que por eso la dejaste?
Él se puso en pie y se apoyó en la mesa.
—Yo no la dejé. Nunca he dejado a una mujer. Nunca. Cuando creo que la cosa se pone demasiado seria, me retiro. Si ella sigue insistiendo y quiere que la acompañe a la joyería, entonces hablo con ella.
—Qué considerado.
—¡Creo que lo soy! —el corazón le latía con fuerza. Era una lástima que también se estuviera excitando—. Intento mantener las cosas como estaban. Si no puede ser, le envío una docena de rosas diciéndole que no podemos seguir así, pero que siempre permanecerá en mi corazón.
—¡Tu corazón debe de parecer una autopista en hora punta!
Pedro se retiró de la mesa más afectado de lo que quería que ella supiera. Paula lo había hecho parecer un arrogante, cuando lo único que él quería era proporcionar placer a las mujeres.
—Respeto a todas las mujeres con las que he hecho el amor.
—Una amiga mía también apreciaba a todos sus amantes —Paula se cruzó de brazos—. La última vez que hizo la cuenta le salieron doscientos dieciséis.
—Yo no he hecho el amor con doscientas dieciséis mujeres, ¡maldita sea!
—¡Todavía! Date tiempo. Eres un coleccionista de amantes, igual que mi amiga, y yo no pienso formar parte de tu colección.
—Me parece bien —mintió él.
El fuego de su mirada hacía que sintiera ganas de besarla de manera apasionada.
Normalmente, cuando una mujer le causaba tantos problemas antes de haberle hecho el amor, ni siquiera se tomaba la molestia. Pero no parecía capaz de alejarse de Paula. Quería convencerla de que era un buen hombre. Y eso era mala señal.
—Admito que me tientas, porque eres muy sexy y representas un reto.
«Quizá eso sea todo lo que representa ella para mí», pensó él. Un reto. Siempre que había dedicado tanta energía a una mujer, había acabado en la cama con ella. No había ninguna excepción. Y siempre las había tratado bien y había tenido mucho cuidado con ellas. Muchos hombres, el ex de Paula incluido, no tenían tanto cuidado.
—Por esta zona, es bastante malo si eres una mujer libre y te has liado con Pedro Alfonso para que luego te deje, pero al menos tienes puntos. Es mucho peor que ni siquiera se fije en ti. Así que, al menos, tendré en cuenta que me deseas.
Y era cierto. La deseaba. Incluso después de todo lo que le había dicho.
Paula lo miró fijamente.
—Creo que me plantaré ahora que llevo ventaja.
Rechazado. Otra vez. Demonios. Pedro hizo todo lo posible para aparentar indiferencia.
—¿Eso quiere decir que quieres o que no quieres que te ayude a fregar los platos?
CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)
Una a una, Pedro iba desmontando todas las ideas preconcebidas que Paula tenía acerca de él. El hombre que ella creía que conocía nunca habría admitido estar arrepentido por no haber asistido al nacimiento de su hija. Ella se había sentido atraída por él cuando creía que era un hombre sexy pero no sensible. Sexy y sensible era más de lo que ella podría controlar.
Terminó de limpiarle la nariz a Olivia y dijo:
—Ya está. Ahora probemos a darle el biberón de zumo.
—¿Puedes sostenerla un momento? —preguntó Pedro—. Se me ha dormido el brazo. Me lesioné hace mucho con un novillo.
—Claro —tomó a la pequeña en brazos.
—Así mejor —Pedro se puso en pie y movió el brazo—. Se me duerme siempre que lo tengo mucho rato en la misma postura — extendió los brazos—. Ya puedes dármela si quieres.
—Estoy bien. Yo le daré el biberón —dijo Paula. No era capaz de apartar la vista del cuerpo musculoso de Pedro—. ¿Has probado con masaje? —le preguntó.
—¿Es una oferta? —preguntó él con brillo en la mirada.
—Um, no —se sentó en la mecedora y colocó a Olivia sobre su hombro para que pudiera respirar mejor. El cojín seguía caliente debido a que Pedro había estado sentado en él, y Paula experimentó un cosquilleo en un punto concreto de su cuerpo—. No sé nada sobre masajes.
—Yo sí. Podría enseñarte lo que tienes que hacer.
No le cabía ninguna duda. Deseaba haberse sentado en la mecedora una vez que el cojín se hubiera enfriado. El calor que Pedro había dejado le estaba provocando sensaciones que la habían hecho sonrojar.
—Ya veremos. Será mejor que preparemos el biberón antes de que se congestione otra vez. He dejado todo en la cocina.
—Lo he visto. Enseguida vuelvo.
Cuando Pedro salió de la habitación, Paula suspiró aliviada. Superaría aquella situación y, por su bien, esperaba no terminar en la cama con aquel hombre.
Olivia tosió y apoyó la cabeza contra su hombro.
—Estás agotada, ¿verdad, cariño? —murmuró Paula—. No puedes dormir, no puedes comer. Es casi como estar enamorada —ella tampoco había comido ni dormido mucho durante los últimos días.
—¿Quién está enamorado? —preguntó Pedro nada más entrar con el biberón en la mano.
—Maria y Sebastian —respondió Paula. Colocó a Olivia sobre su regazo y agarró el biberón—. Nunca he visto a dos personas tan enamoradas —le ofreció el zumo a la pequeña y ésta agarró la tetina.
—No sólo están enamorados, están en un mundo de ilusión. Tanto así que he tenido que vigilar a Sebastian de cerca porque no le funcionaba bien la cabeza. Echó el pienso en el abrevadero dos veces, y menudo lío que montó.
—Sé a qué te refieres —Paula observó ala pequeña mientras bebía—. Cuando Maria y yo fuimos a Canon City para comprar ropa, ella iba conduciendo mientras me contaba lo maravilloso que era Sebastian y estuvo a punto de cargarse las marchas de la camioneta.
Pedro suspiró hondo.
—Me preguntaba por qué su camioneta no cambiaba bien. Ayer la arranqué para que no estuviera parada toda la semana. Seguro que le falta algún diente en el cambio.
—Es posible —sonrió Paula, recordando lo emocionada que estaba Maria los días anteriores a la boda.
—Tengo que admitir que esto del amor da un poco de miedo —dijo Pedro.
—Deduzco que nunca te has...
—No hasta el punto de dar grasa de caballo al coche pensando que era cera para automóviles. Eso también lo hizo Sebastian —hizo una pausa—. Imagino que tú sí has estado enamorada, como has estado casada.
Paula pensó en Dario. Había estado loca por él. El amor la había hecho ser ciega, sorda y muda.
—He estado enamorada —miró a Olivia—. Si tienes suerte, te enamoras de alguien que siente lo mismo por ti.
—Eh, él debía sentir lo mismo si te pidió matrimonio.
—Puede que sí. A su estilo. Pero no era un hombre fiel —Paula levantó un poco más el biberón—. Por desgracia, no se dio cuenta de ello hasta que no me puso el anillo.
—¿Todavía lo amas?
Por el tono de voz, Paula tuvo la sensación de que a Pedro le preocupaba la respuesta. Sin embargo, no debería importarle si todavía quería a Dario o no. Para Pedro, el sexo y el amor eran dos cosas diferentes y él sólo quería una de ellas.
Antes de que pudiera contestar, Olivia comenzó a llorar.
Paula le dio el biberón a Pedro y colocó a la niña sobre su hombro.
—¿Está bien? —Pedro se acercó—. ¿Quieres que llame al médico?
—Creo que se le ha ido el zumo por el otro lado —se puso en pie y caminó con la pequeña en brazos.
La niña eructó y dejó de toser.
—¿Crees que tiene más fiebre? —Pedro le puso la mano en la frente—. Quizá deberíamos tomarle la temperatura otra vez.
—Vamos a esperar un poco —dijo Paula, y se separó un poco de él—. Creo que sólo necesita tiempo para ponerse bien. Quizá deberíamos cambiarle el pañal y acostarla de nuevo.
—Yo lo haré. Dámela —la tomó en brazos.
En el proceso, rozó sin querer el pecho de Paula y ella notó que el pezón se le endurecía.
—Subiré contigo —dijo ella, y lo siguió—. Quiero ponerle una manta enrollada debajo del colchón para que no esté totalmente horizontal. Creo que así respirará mejor.
—Buena idea —subió otro escalón y la madera crujió bajo sus pies—. Tienes que arreglar esa tabla.
—Me gusta que esté así. El ruido hace que me entere de si baja algún huésped. Así no me pillan por sorpresa —lo mismo servía para Pedro. Si aquella noche oía el ruido, sabría que se avecinaba un problema.
—¿Has tenido alguna vez a alguien que te preocupara?
—No —«hasta ahora», pensó ella—. Compruebo quién es cuando hacen la reserva. Si encuentro algo sospechoso, los llamo y les digo que me he equivocado y que no tengo sitio.
—Eso está bien, pero puede que no sea suficiente. Si se corre la voz de que llevas el sitio tú sola...
—Sé algunas técnicas de autodefensa.
Paula no sabía cómo tomarse el hecho de que Pedro se preocupara por ella. Por un lado creía que simplemente era condescendencia típicamente masculina pero, por otro, le gustaba. Dario siempre había pensado que ella podía cuidar de sí misma, y podía hacerlo, pero era agradable que alguien se preocupara por su seguridad.
—Creo que sería buena idea que tuvieras un perro —se metió en la habitación de Olivia—. Un perro grande.
—No tengo mucho jardín —Paula lo siguió y se agachó para agarrar una manta que había sobre la cama.
—No pasa nada. Llévalo a pasear al parque. Y cuando vayas a visitar a Maria y Sebastian —Pedro dejó a Olivia en la cuna y la pequeña comenzó a quejarse—. Eh, Oli, ¿qué pasa? Tengo que cambiarte el pañal.
Paula se percató de que Pedro hablaba sobre el futuro con mucha normalidad. Puesto que Pedro trabajaba en el rancho de Maria y Sebastian, ella lo vería cada vez que fuera a visitar a la pareja y, si Pedro se convertía en su amante, por muy poco que durara la relación, él pasaría a ser una parte complicada del futuro.
Apretó la manta contra su pecho mientras observaba cómo le cambiaba el pañal a Olivia mientras jugaba con ella. La pequeña comenzó a reír a pesar de estar enferma.
Pedro siempre sabía qué hacer en el momento adecuado.
—¡Mira lo que he encontrado! —dijo al sacar un mono de trapo de la bolsa de la niña—. ¡Es Bruce!
La pequeña agarró el muñeco y gritó de contenta.
—Echabas de menos a Bruce, ¿a que sí? —dijo Pedro—. No me extraña que no pudieras dormir.
— ¡Vaya!, ni siquiera se me ocurrió buscar en la bolsa para ver si estaba el mono —dijo ella—. Seguro que ayudaba en esta situación.
—Tiene que dormir con Bruce —dijo Pedro mientras le quitaba el pañal mojado.
—Descubrí que Sebastian tenía un mono de trapo que se llamaba Bruce —dijo Paula—. Ahora que éste también se llama Bruce, imagino que cuando Olivia tenga niños les regalará un mono de trapo que también se llamará Bruce. Dentro de cien años, sus descendientes seguirán teniendo monos de trapo llamados Bruce.
Pedro se volvió para mirar a Paula.
—Cielos. Si Oli es hija mía, algún día seré abuelo.
—¿Y te horroriza la idea? —preguntó Paula entre risas.
—No —dijo él pensativo—. No me horroriza. Quizá debería hacerlo, pero no es así.
Paula deseaba que él le explicara por qué no quería casarse. Desde su punto de vista, era perfecto para esa clase de compromiso.
—Aquí está la manta para meterla debajo del colchón —dijo ella, y la dejó sobre la cómoda—. Voy a por más agua para el humidificador y después prepararé algo de cena para nosotros.
—Eso sería estupendo —la miró—. Estoy mucho más tranquilo respecto a Oli que hace unas horas. Gracias por todo lo que has hecho.
—No he hecho gran cosa.
—Estabas aquí cuando te necesitaba.
—Me alegro de haberte servido de ayuda —contestó ella, y salió de la habitación antes de hacer una estupidez.
CAPITULO 12 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula se dio cuenta de que era la primera vez que Pedro la miraba de verdad aquella tarde.
Debería haberse quedado con la ropa de andar por casa, con la que le transmitiría que no estaba interesada en él. Sin embargo, tras mirarse en un espejo, decidió cambiarse. Y de paso, maquillarse un poco y cepillarse el cabello.
—Me apetece un café —dijo ella, y salió de la habitación.
—Sí, a mí también —dijo él.
Mientras bajaba por la escalera, Paula oyó que Pedro cerraba la puerta de la habitación de Olivia.
—¿Cuál es la mía? —preguntó él—. Dejaré la bolsa allí.
—La de al lado de Olivia —dijo ella.
—¿Y la tuya?
Ella se detuvo, pero no se volvió.
—¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad.
Paula sabía que no era cierto. Pero era culpa suya por haberse cambiado de ropa. Se volvió para mirarlo, confiando en que la expresión de su rostro no la delatara. Tenía que recuperar el control de la situación.
—Mi dormitorio está en el piso de abajo. Así cuando tengo huéspedes sigo teniendo un poco de intimidad.
—Buena idea.
—Iré a preparar el café —bajó el resto de la escalera y se dirigió a la cocina.
A los pocos minutos, apareció Pedro.
—Aquí huele de maravilla, entre los pasteles de canela y el café.
—Gracias —dijo ella, y sacó las tazas del armario—. Puedo servírtelo en la biblioteca, si quieres.
—No tienes que servirme nada —se acercó a la encimera donde estaban los pasteles—. Puedo comerme uno, ¿verdad?
—Todos los que quieras.
—Bien —agarró uno y se lo llevó a la boca—. Por ti —dijo antes de probarlo, cerró los ojos y gimió de satisfacción.
El deseo se apoderó de ella y empezaron a temblarle las manos.
Pedro abrió los ojos y la miró.
—Está tan bueno que seguro que es ilegal —dijo antes de dar otro mordisco.
—A la gente les suele gustar —dijo con nerviosismo. Y sonrojada. Dejó las tazas sobre la mesa para evitar que se le cayeran. Se acercó a la cafetera—. ¿Cómo te gusta el café?
—Con crema, sí tienes. Maldita sea, estos pasteles están buenísimos —se chupó los dedos.
Al ver cómo lamía sus dedos, Paula sintió un fuerte calor en la entrepierna.
—Sí tengo crema —se volvió hacia la nevera y abrió la puerta. El aire frío era algo maravilloso contra su piel. Si permanecía allí un instante, quizá pudiera recuperar la compostura.
—Si no tienes, no pasa nada.
—¿Qué? —se había olvidado de para qué había abierto la nevera.
—Crema.
—Aquí está. De paso estaba haciendo un repaso de la comida que tengo —sacó el cartón de crema y cerró la nevera.
—Paula, ¿estás bien?
Ella se volvió con una sonrisa.
—Estoy bien.
—Lo preguntaba porque acabas de meter el café en la nevera.
—Ay, cielos —dijo avergonzada. Dejó la crema sobre la encimera y abrió la nevera otra vez.
—El café helado también está bueno —dijo él, demasiado cerca de su oreja.
—Yo lo quiero caliente —agarró la cafetera y se percató de lo que acababa de decir—. El café —añadió—. Aquí tengo café caliente.
—Vas a tirármelo por encima —le retiró el cabello y le mordisqueó el lóbulo.
Ella tomó aire para no volverse loca.
—Pedro, esto no es lo que habíamos...
—Te has arreglado para mí —murmuró él mientras le acariciaba la nuca—. No me digas que no es esto lo que quieres. Ambos lo sabemos.
—¡No sé en qué estaría pensando! —exclamó ella, y notó cómo le flaqueaban las piernas mientras él le besaba la oreja.
—Entonces, deja que sea yo quien te lo diga —la agarró por la cintura y la echó hacia atrás para que notara su miembro erecto—. Sabías que no tendríamos que cuidar de Oli en todo momento —le acarició un pecho—. Pensabas que a lo mejor necesitábamos una manera agradable de pasar el rato —parecía que tuviera todo bajo control, de no ser porque le temblaba ligeramente la voz.
Ella cerró los ojos. Pedro estaba tan excitado como ella, sin embargo, la acariciaba con mucha delicadeza. Debía saber que, cuando una mujer estaba completamente excitada, una caricia suave tenía más efecto que una más fuerte.
Sabía que poco a poco conseguiría robarle la capacidad de resistencia. Claro que lo sabía.
Era un experto en ese tipo de cosas.
—Se me va a caer la cafetera —susurró ella al sentir que no podía controlar su cuerpo.
—No —dijo él, y se la quitó de la mano para dejarla sobre la mesa.
—Pedro...
—Vas a permitir que te haga el amor —le desabrochó un botón de la blusa.
—No —dijo ella, consciente de que su negativa no serviría de nada.
Pedro estaba al mando de la situación.
—Sí —murmuró él.
Paula notó que su corazón latía cada vez con más fuerza. La casa estaba en silencio y sólo se oían sus respiraciones agitadas. Pedro le besó los hombros y continuó desabrochándole la blusa. Tenía los pezones erectos y deseaba que se los acariciara.
Pero la tos del bebé rompió el silencio.
Pedro se detuvo de golpe.
Olivia tosió de nuevo y comenzó a llorar.
Pedro besó a Paula en el cuello y la soltó. Sin decir palabra, salió de la cocina y se dirigió al piso de arriba.
Paula empezó a abrocharse la blusa y lo siguió. La pequeña tosía cada vez más y lloraba sin parar. Al instante, se encontró con Pedro llevando en brazos a Olivia.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó él.
—Intentaremos limpiarle la nariz y darle un poco de zumo.
—Está caliente.
—Le tomaremos la temperatura. Tengo un termómetro en el baño. Llévala allí.
La habitación de Paula estaba en lo que antiguamente eran las habitaciones de servicio.
Había un salón, un baño y un dormitorio.
—Intenta calmarla en la mecedora mientras voy por el termómetro.
Se metió en el baño y lo sacó del armario. Era uno moderno, de los que toman la temperatura al introducirlo en el oído del paciente. Era otra de las cosas que había comprado pensando en los hijos de los huéspedes, pero empezaba a darse cuenta de que, igual que los cuentos y los muñecos, lo había comprado confiando en que algún día tendría su propia familia. Si iniciaba una aventura amorosa con un soltero declarado como Pedro, corría el peligro de estar liada con él cuando apareciera el hombre de su vida. Sin duda, debía mantenerse alejada de Pedro Alfonso.
Pero cuando entró en el salón y vio que Pedro mecía a la pequeña mientras le cantaba una canción, se le encogió el corazón.
—Canto muy mal —dijo él—, pero parece que a Oli no le importa. Normalmente la tranquiliza.
Paula tragó saliva. No era justo que un hombre que era tan bueno con las mujeres y los niños se negara a convertirse en marido.
—Estoy segura —se acercó a ellos y se agachó—. Veamos si tiene fiebre —susurrando a la pequeña, le introdujo en termómetro en el oído.
—El doctor Harrison tiene uno como ése.
Su voz hizo que el cuerpo de Paula reaccionara.
Como probablemente sucedía con otras mujeres. Le habría gustado pensar que la química que había entre ambos era algo exclusivo, pero sabía que no era cierto.
Miró los números en el termómetro.
—Treinta y siete y medio. No está mal.
—¿Estás segura de que eso funciona?
—Sí.
—Pruébalo conmigo para asegurarnos. Puede que esté estropeado —tocó la mejilla de Olivia—. Me da la sensación de que está muy caliente.
—De acuerdo. Deja que lo esterilice primero —regresó al baño y trató de no pensar en lo cariñoso que había sido al tocar a Olivia. Las caricias de Pedro contra su piel desnuda serían maravillosas... y peligrosas, porque él nunca sería más que un amante temporal.
Después de esterilizar el termómetro, regresó al salón y se agachó junto a ellos.
—Quédate quieto. Puede que te haga cosquillas.
—No tengo cosquillas. Hazlo —dijo él, e inclinó la cabeza sin dejar de acariciar a la pequeña.
Paula introdujo el termómetro en su oído y se imaginó acariciándole la oreja con la lengua. No era lo más apropiado, teniendo en cuenta que tenía a un bebé enfermo en brazos, pero Pedro le provocaba pensamientos inapropiados.
—Mmm —Pedro cerró los ojos—. Es un poco sexy.
—Eso es porque crees que todo es sexy.
—Todo lo es si se hace bien.
Paula sintió que se le humedecía la entrepierna.
—Treinta y seis con seis —dijo ella, tratando de parecer calmada—. Funciona —se puso en pie y se separó de él.
—Ojalá pudiera hacer magia para que se curara —dijo él, mirando a la pequeña.
—A veces, el amor es la mejor medicina.
Pedro la miró.
—Entonces, se pondrá bien enseguida. Estoy loco por esta criatura.
Paula experimentó un poco de celos y se avergonzó de sí misma. También quería a la pequeña y a ella le encantaba que Pedro la adorara. Después de todo, Oli estaba en una situación difícil y necesitaba todo el amor que pudieran darle.
—¿Por qué no voy a por el aspirador y le limpiamos la nariz? Después le daremos un poco de zumo.
—¿Te parece bien si me quedo aquí? Está acostumbrada a la mecedora del rancho y creo que se siente como en casa.
—Claro. Enseguida vuelvo.
Paula salió de la habitación preguntándose si alguna vez encontraría a un hombre como Pedro, con la misma capacidad para amar, pero con el deseo de quedarse.
«Oli no es la única que se siente como en casa en esta habitación», pensó Pedro. Paula tenía un don para hacer que la gente se sintiera cómoda en su casa. Imaginó una cena compartida en la mesa del comedor o compartiendo unos besos en el sofá que había delante de la chimenea.
La decoración era un poco demasiado florida para su gusto, pero al fin y al cabo, las flores siempre le habían parecido un símbolo sexual.
Además, le gustaba la idea de hacer el amor a una mujer en su entorno. Era cómo si hubiera roto todas sus defensas y hubiera penetrado en el centro de su ser. Eso lo excitaba.
Él siempre había tenido cuidado para no permitir que nadie llegara al centro de su ser. Quizá no era justo, pero así tenían que ser las cosas. No podía permitirse enamorarse.
Y, desde esa perspectiva, Paula lo ponía nervioso. Por ella sentía algo diferente a lo que había sentido con otras mujeres. Al principio de una relación solía imaginar el final y se preparaba para lo inevitable. Pero el final de aquella relación no lo veía cercano.
Oli tosió en su regazo. Él la colocó sobre su hombro y le acarició la espalda. Paula regresó a la habitación con el aspirador de mucosas, una toalla y una palangana. Él no pudo evitar fijarse en sus senos y en la curva de sus caderas. Era toda una mujer y él apenas era capaz de resistirse.
Paula agarró una silla y se acercó a ellos.
—Me temo que esto no va a gustarle.
Pedro miró la perilla de goma.
—Entonces, no se lo hagas. ¿Y si le sacas algo importante?
Ella sonrió.
—No creo que eso sea posible. He leído las instrucciones y no se hace mucha succión. Además, si no se lo hacemos, le costará tomarse el biberón.
—Lo sé. Esta mañana intenté enseñarle a sonarse la nariz, pero no lo entendió. Puede estornudar, pero todavía no sabe sonarse. Se lo mostré unas veinte veces, pero me miraba sin más.
—Es demasiado pequeña para eso. Vamos a probar con esto. Incorpórala en tu regazo.
—De acuerdo —Pedro obedeció—. Vamos, Oli —la colocó de cara a Paula—. Recuerda, no voy a hacértelo yo. Es tu malvada tía Paula.
—Gracias —Paula agarró la perilla.
—La idea es horrorosa —dijo Pedro.
—No mires.
—No creo que lo haga —miró hacia la derecha y se fijó en el escote de Paula. Fue una estupenda distracción hasta que Oli empezó a gritar. Miró a la pequeña en el momento en que Paula se retiraba de ella—. ¡Le has hecho daño!
—Lo más probable es que no le haya gustado la sensación, pero ya tiene una fosa libre. Sujétala para que pueda hacérselo en la otra.
—¡Pero escúchala! Lo odia.
—Estará más contenta cuando pueda respirar de nuevo —Paula lo miró a los ojos—. No pasará por la vida sin sufrir, Pedro. A veces tendrá que sufrir un poco para progresar.
—¿Eso quién lo dice?
—Son cosas de la vida.
—No cuando yo esté cerca.
—Entonces, me alegro de que nunca vayas a ver dar a luz a una mujer. Probablemente, prohibirías los partos para siempre.
Pedro había pensado en lo que sufren las mujeres para traer hijos al mundo, en lo que habría sufrido Jesica cuando nació Oli. Sólo de pensarlo se le formaba un nudo en el estómago.
—Puede que tengas razón —dijo él, y miró a la pequeña—. Pero habría dado cualquier cosa por haberla visto nacer.
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