viernes, 16 de noviembre de 2018
CAPITULO 23 (TERCERA HISTORIA)
Paula estaba sentada al lado de Pedro, y sospechaba que Maria lo había hecho a propósito. La mesa no era muy grande y con tanta gente, estaban tan cerca que sus piernas se rozaban. En un momento dado, Pedro estiró el brazo para recoger un plato y le rozó un pecho. Ella se estremeció y al ver que él se sonrojaba, supo que era consciente de lo que había pasado.
Y por si eso fuera poco, todos los trataban como si fueran una pareja. «No lo harían si creyeran que Pedro está enamorado de Jesica», pensó Paula. Quizá, después de todo, Jesica no fuera un obstáculo tan importante.
Todos querían tener a Olivia en brazos durante la cena. Todos excepto Pedro. Era el único que no la pedía, aunque era evidente que deseaba sujetarla. La próxima vez que la tuviera ella, se la entregaría a Pedro.
Casi al final de la cena, Sebastian levantó la copa y dijo:
—Tengo un discurso preparado para mañana, pero eso no significa que hoy no podamos brindar por la pareja. Que seáis felices, Augusto y Guadalupe.
—Lo mismo digo —dijo Pedro, y levantó su vaso de agua.
No iba a beber ni una gota de alcohol. Ni siquiera en la despedida de soltero que celebrarían más tarde en un bar de Huérfano.
Paula levantó su copa de vino.
—Me alegro de estar aquí, y me alegro por vosotros, pero no tengo ni idea de qué voy a ponerme para la boda.
Maria se rió.
—Yo te dejaré algo —alzó su vaso de agua—. Por Augusto y por Guadalupe, la pareja sorpresa del año.
—Desde luego —Nora chocó su copa contra el vaso de Maria—. ¿A que sí, Olivia?
La niña balbuceó contenta.
Julian levantó su vaso de leche y dijo:
—¡Yupi!
—Creo que eso lo resume todo —dijo Sebastian con una sonrisa—. ¡Yupi!
Todos brindaron y bebieron un sorbo. Augusto miró a Maria y le preguntó:
—¿Por qué bebes agua, Maria? Me he dado cuenta de que no has bebido vino en toda la noche. No me digas que Pedro te ha convencido...
—No, hoy me apetecía beber agua.
—¡Pero estamos de celebración! —dijo Augusto—. Siempre has sido una chica de celebraciones.
Maria miró a Sebastian un instante. Incluso Paula notó que tenían un secreto.
—¡Estás embarazada! —dijo Guadalupe, y se levantó para abrazar a Maria.
—No quería robaros protagonismo —dijo Maria—. Es vuestra noche.
—Tonterías. ¡Oh, Maria!, es maravilloso.
Paula sintió un poco de envidia. Le gustaría tener a su propio hijo, sobre todo con el hombre adecuado... Miró a Pedro de reojo. El hombre adecuado en circunstancias no propicias.
—¿Embarazada? —Augusto miró a Sebastian enfadado—. ¿Tú lo sabías y no se lo has contado a tus dos mejores amigos?
—Los segundos mejores amigos —Sebastian miró a su esposa con una sonrisa—. Ahora, Maria es mi mejor amiga.
Augusto se puso la mano en el corazón.
—Estoy dolido. ¿Y tú, Pedro?
—Nos has traicionado. Creo que hay que tomar medidas al respecto.
Paula lo miró y se fijó en lo sexy que estaba.
Deseaba saber cómo eran sus besos. Se preguntaba qué haría él si ella tomaba la iniciativa cuando estuvieran a solas.
—Medidas importantes —dijo Augusto, y retiró su silla hacia atrás.
—Esperad, chicos —dijo Sebastian—. Maria me hizo prometer que no se lo contaría a nadie. Es culpa suya.
—Ahora se esconde tras la falda de una mujer —dijo Pedro. Se puso en pie e hizo crujir los dedos—. No puede ser mucho más cobarde, ¿verdad, Augusto?
—No mucho, Pedro.
Paula no pudo evitar fijarse en sus manos y recordar cómo le había acariciado el pecho.
—Es hora de enseñarle una lección —dijo Pedro.
Julian los miró atónito.
—¿Qué vais a hacer? —pregunto con voz temblorosa.
Pedro lo miró con una sonrisa.
—Nada malo, Julian. No tengas miedo. Lo tiraremos a la nieve. He visto que todavía hay algún montón cerca del establo. Es tradición hacerlo cuando un hombre deja embarazada a su mujer.
—Una tradición que tiene dos minutos de antigüedad —dijo Sebastian y se puso en pie—. Si es que podéis levantarme, que lo dudo.
—Como rompáis algún plato, os mato —advirtió Maria.
—¿Te has dado cuenta de que no nos ha pedido que te perdonemos? —dijo Augusto riéndose—. Qué buena amiga tienes, Sebastian. La lealtad ya no es lo que era.
—¡Sabes que nunca he permitido armar jaleo dentro de casa Augusto! —dijo Nora.
—Entonces, tendremos que llevarlo fuera —dijo Augusto—. ¿Estás listo, Pedro?
—Cuando quieras.
—A por el nuevo papá.
Agarraron a Sebastian y lo sacaron fuera. Maria se puso en pie y dijo:
—Podemos verlos desde la ventana de la cocina.
Paula ayudó a Julian a levantarse.
—¿Esto ocurre muy a menudo? —preguntó cuando llegaron a la cocina.
—Sí, con cualquier excusa —dijo Maria.
—Esto no es cualquier excusa —Guadalupe abrazó a Maria de nuevo—. ¿Cómo ibas a guardar el secreto hasta después de la boda?
—Yo ya tuve mi día especial —dijo Maria—. Quería que éste fuera para ti.
—No te preocupes. Esta noticia también es para celebrarla.
Desde la cocina podían oír la risa de los chicos peleándose. Maria, Nora, Guadalupe y Paula trataban de verlo todo desde la ventana de la cocina. Paula tomó a Julian en brazos y Nora a Olivia.
—Están locos —dijo Guadalupe entre risas—. Parece que tienen cinco años.
—Yo tengo tres —anunció Julian—. Y he hecho un muñeco de nieve que cobrará vida. ¿Puedo hacer otro, Paula? Ahí hay nieve.
—Quizá mañana —dijo Paula—. Si tenemos tiempo. ¿A qué hora es la boda, Guadalupe?
—A las siete —dijo Guadalupe—. Así mi hermano tendrá tiempo de volar desde Boston. También queríamos que fuera a la luz de las velas.
—Será preciosa.
—Así es —dijo Maria—. Siempre y cuando los chicos no terminen con un ojo morado o una nariz rota. Me pregunto si no deberíamos interrumpirlos antes de que suceda. A veces se olvidan de que todo es un juego y terminan haciéndose daño.
—¡Yo quiero ir a ver los caballos! —dijo Julian—. Quiero ver cómo duermen.
—Es cierto —dijo Paula—. Pedro prometió que llevaría a Julian al establo antes de acostarse para que viera los caballos.
—Yo quiero ir —dijo el niño—. Y Bob también.
—No vamos a decepcionar a ninguno de los dos —dijo Nora—. Guadalupe, si te quedas con Olivia, iré con Julian al establo y les diré a los chicos que lo dejen ya.
—A mí también me gustaría ir —dijo Paula. Después recordó que había muchos platos y ollas por fregar—. Pensándolo bien, puedo ver los caballos mañana.
—Hablas como la clásica mujer —dijo Maria riéndose—. Ve al establo, Paula. Guadalupe y yo nos ocuparemos de todo.
—No. No es justo. Una futura esposa no puede estropearse las uñas fregando, y también hay que ocuparse del bebé. Dejadme cuidar de ella o fregar los platos. Me gustaría compensaros un poco por haber sido tan generosas permitiendo que me quede aquí con vosotros.
Guadalupe se rió.
—¿Quieres hacer algo? Puedes ayudarnos a preparar los adornos para las mesas del banquete cuando los chicos se vayan al Buckskin. Será lo bastante aburrido como para volvernos locas. Ahora marchaos los tres, digo los cuatro, antes de que a Augusto le rompan la nariz y tenga que pronunciar los votos respirando por la boca.
CAPITULO 22 (TERCERA HISTORIA)
—Bendita sea tu madre, Augusto —dijo Paula cuando se marcharon.
—Es un encanto —dijo él.
Guadalupe se acercó a él.
—Bueno, ¿y cómo se llamaba tu amigo especial?
—No importa.
—Sí, Augusto —dijo Sebastian—. Estás lleno de sorpresas. ¿Y tu madre no se ha confundido? ¿No sería una amiga especial?
Augusto metió los pulgares en el cinturón.
—¿Sabes qué? No tengo ni idea de qué está hablando mi madre. Tendréis que perdonarla. Empieza a estar senil.
—No digas eso —dijo Sebastian.
—A mí me parece encantador que tuvieras un amigo imaginario vestido de naranja y rosa, Augusto —dijo Maria—. ¿Quién quiere algo de beber? Paula, aquí tienes tu vino, y otra copa para Guadalupe. He traído cerveza para los chicos y...
—Gracias —dijo Pedro—, pero yo no tomo cerveza.
—Ah, ya —dijo Augusto—. Un irlandés que no empina el codo en el bar, ¿desde cuándo?
—Desde el día en que me enteré de lo de Olivia.
Sebastian levantó su jarra de cerveza y retó a su amigo con la mirada.
—¿Y eso por...?
—No me tomes a mal. Ahora que Olivia está aquí me alegro de que haya nacido y todo eso. Pero no debería haber sucedido. Si no hubiera bebido, no habría pasado.
—Creo que sí —dijo Augusto—. Porque una vez que me pongo a algo... No me habríais convencido de no hacerlo, aunque hubiéseis estado serenos.
—Estás haciendo una suposición importante, Augusto —dijo Sebastian—. No olvides dónde dejó Jesica a Sebastian la primera vez.
—¡Eres el que más cerca estaba! —dijo Augusto—. ¡No significa nada!
Maria suspiró.
—Será mejor que escondamos los cuchillos, Guadalupe. Ya empiezan otra vez.
—Justo lo que imaginamos que sucedería cuando llegara Pedro —dijo Guadalupe—. Las discusiones se triplican.
—No hay nada que discutir —insistió Augusto—. Oli es mi hija.
—Es mía —dijo Sebastian—. Tiene la nariz de los Daniel.
—¡Ha sacado los ojos de mi padre! —dijo Pedro.
Paula dejó la copa sobre la mesa.
—Puesto que acabo de llegar, será mejor que alguien me ponga al día o voy a seguir hecha un lío.
Todo el mundo, menos Pedro, parecía dispuesto a darle una explicación. Finalmente, Maria llamó al orden y se sentó junto a Paula en el sofá.
—Yo se lo contaré. Es un poco confuso. En abril hará dos años desde que estos tres chicos y otro amigo, Nicolas Grady, sufrieron una avalancha de nieve en Aspen. Jesica Franklin estaba trabajando en los apartamentos de la estación y había ido a esquiar con ellos ese día, porque sabía que eran unos ineptos.
—¡Eh! —dijo Sebastian—. No éramos tan malos.
—No tenían ni idea. Gracias a Jesica sobrevivieron. Nicolas estaba completamente sepultado por la nieve, pero Jesica supo lo que hacer. Averiguó dónde estaba y dirigió la operación de rescate.
—¡Guau! —dijo Paula.
—Al año siguiente, los chicos y Jesica quedaron para celebrar el aniversario de la avalancha. En el último momento, Nicolas no pudo ir, así que sólo estuvieron los tres chicos y Jesica.
—¿Alguien sabe algo de Nicolas desde que se fue a ese sitio de Oriente Medio? ¿Cómo se llamaba?
—Ni lo recuerdo —dijo Sebastian—. Creo que ha cambiado de nombre un par de veces desde que derrocaron al dictador. Pero no sabemos nada de él. A Maria le pareció verlo el otro día en las noticias cuando sacaron unas imágenes de unos estadounidenses que trabajaban con niños refugiados.
—Sé que está haciendo un buen trabajo por allí —dijo Pedro—, pero me gustaría que volviera.
—Y a mí —dijo Augusto—. Se llevó uno de mis mejores chalecos. Si llego a saber que se iba tanto tiempo, le habría dicho que se comprara uno.
—Me parece que no es el chaleco lo que te preocupa —dijo Guadalupe.
—Hombre, preferiría recuperarlo sin agujeros de bala —dijo Augusto.
—Ojalá volviera para ayudarnos con el papeleo necesario para mezclar el ganado de Maria y el mío —dijo Sebastian—. Y también hemos pensado en vender algunos acres de ella. No me fiaría de nadie, excepto de Nicolas.
—Será mejor que esperéis a que regrese.
—Sí, será mejor que esperes —dijo Augusto.
—Espero no tener que esperar hasta entonces para oír el final de la historia —dijo Paula.
—El resto es fácil —dijo Maria—. Los chicos se emborracharon, pero Jesica no. Ella los llevó en coche hasta el apartamento y los metió en la cama. Nueve meses más tarde nació Olivia, y dos meses después, Jesica la dejó en el porche de la casa de Sebastian con una nota. Le pedía que fuera el padrino de la niña porque ella estaba en una situación desesperada y no podía cuidar de ella. Él, por supuesto, cree que se acostó con ella estando borracho. La cosa es que Jesica también les envió una nota a Augusto y a Pedro, y todos creen la misma cosa.
Pedro no podía continuar callado.
—Las notas de Augusto y Sebastian sólo son una cortina de humo. Yo soy el padre.
—¿Y eso quién lo dice? —dijo Augusto.
—Eso, ¿cómo lo sabes? —preguntó Sebastian.
—Porque soy el más fuerte, el único de quien no podría haberse librado aunque estuviera borracho.
—¿Ah, sí? —Augusto dejó la jarra de cerveza en la mesa—. A lo mejor no quería librarse de mí. A lo mejor...
—A lo mejor deberíamos ir a cenar —dijo Maria—. La vida siempre parece más sencilla con el estómago lleno.
Paula se puso en pie y miró a los tres vaqueros.
—¿Así que estáis discutiendo por saber quién es el padre de Olivia?
—Eso es —dijo Maria.
—La mayoría de los hombres escaparían por la puerta trasera en una situación así — dijo Paula.
Guadalupe la miró.
—Si te quedas por aquí un tiempo te darás cuenta de que éstos no son como la mayoría.
—Supongo que no —dijo Paula, y miró a Pedro a los ojos—. Supongo que no.
Él la miró. Esperaba que estuviera disgustada por haber forzado a una mujer a mantener relaciones. Sin embargo, lo miraba con admiración. Quizá no creía que él era el padre.
—Soy el padre de Olivia —le dijo mirándola a los ojos para que supiera que era verdad.
—No lo eres —masculló Sebastian.
—¡A cenar! —dijo Maria, y se encaminó hacia el comedor.
CAPITULO 21 (TERCERA HISTORIA)
Pedro, Sebastian y Augusto entraron en la casa. Pedro había insistido en llevar todos los juguetes de Julian y Sebastian había sacado las maletas, así que Pedro sólo cargaba su bolsa.
Puesto que nadie había hablado del bebé, decidió preguntar:
—¿Dónde está Olivia?
—Supongo que sigue con Nora —dijo Sebastian.
Maria acababa de entrar en el salón con una bandeja llena de bebidas.
—¿Dónde quieres que lo pongamos todo? —le preguntó Sebastian.
—¿Nora? —Pedro dejó la bolsa en el suelo—. ¿Por qué habéis contratado a una niñera? —no quería que a su hija la criara una extraña.
—Nora es mi madre —dijo Augusto—. Mira cuántos juguetes, Sebastian. Vamos a pasárnoslo estupendamente...
—¿Tu madre? —interrumpió Pedro—. Nunca habías hablado de tu madre. ¿Dónde ha estado todo éste tiempo?
—En Utah —dijo Augusto—. Veo que han traído las bebidas. Vamos a tomar algo. Maria, ¿dónde ponemos todo esto? —dijo, refiriéndose a los juguetes.
—He pensado que...
—Espera un momento —dijo Pedro—. Quieres decir que cuando ibas a Utah en invierno y pensábamos que te pasabas seis meses ligando con las esquiadoras, ¿ibas a ver a tu madre?
—Eso es —dijo Sebastian—. Nos había engañado. En invierno iba a casa a cuidar de su madre, como un buen chico.
—¡Eh, que sí había alguna esquiadora estupenda! —protestó Augusto—. ¡Estás arruinando mi reputación!
Guadalupe entró en la habitación con un plato de patatas fritas.
—Te casas mañana. Ya no necesitas tu reputación para nada.
—Era una leyenda en Utah —dijo Augusto—. Ninguna soltera estaba a salvo. Ése es mi pasado y no voy a olvidarlo.
Maria se rió.
—¿Los nervios de antes de la boda, Augusto?
—No. Sólo quiero dejar las cosas claras. Ahora, por mucho que me guste hablar de mi vida amorosa, estos juguetes pesan más de lo que parece. ¿Dónde los dejo?
—He pensado que Julian puede dormir con Olivia, y he preparado la cama que hay en el despacho de Sebastian para Paula.
Paula y Julian aparecieron en ese momento. Julian fue directo a la alfombra donde se habían tumbado las perras y comenzó a acariciarlas.
Paula miró todo lo que Augusto y Sebastian habían metido.
—¡Qué de cosas! Prometo que no venimos a vivir aquí, aunque lo parezca.
Pedro miró a Paula durante un instante. Había cambiado. Al principio parecía muy contenta de haber llegado al rancho, pero ya no. Trató de mirarla a los ojos pero ella lo evitó.
—Los niños necesitan muchas cosas —dijo Maria—. No te preocupes.
—¿Lo ves? —dijo Pedro—. Te dije que no sería problema.
Paula no lo miró.
—Siento que hemos invadido tu casa —le dijo a Paula.
—Una invasión bienvenida —dijo Augusto—. Los juguetes de Oli ya nos parecen aburridos —se acercó al pasillo—. Le diré a mi madre que se dé prisa. Probablemente esté poniéndole un lazo a Oli para presentarla en sociedad.
—¿Su madre? —preguntó Paula.
—Sí —contestó Sebastian—. Nora lleva más de una hora vistiendo a Olivia.
Paula miró a Pedro con una sonrisa.
—La madre de Augusto.
—Sí —Pedro no sabía por qué Paula se había relajado de pronto, pero se alegraba—. Parece que ha venido a vivir aquí. No lo sabía...
—Eso es maravilloso —dijo Paula—. Maravilloso.
—Supongo que sí.
Maria lo miró.
—¿Te parece bien dormir en el sofá de momento?
—Claro —no le importaba cederle su cama a Paula.
Paula dejó de sonreír.
—Me temo que solías dormir en el despacho de Sebastian, ¿verdad?
—No importa —dijo él.
—No quiero quitarte la cama.
—¡Pues durmamos todos juntos! —dijo Julian, que estaba al tanto de todo—. ¡Como anoche! Podemos abrazarnos.
Paula miró a Pedro horrorizada. Él se percató de que Maria y Guadalupe lo miraban y se sonrojó.
—No es lo que parece —dijo Paula—. Pedro estaba durmiendo en la silla, pero se fue la luz y como no había calefacción, Julian tenía frío, así que Pedro se metió en la cama para darnos calor y... —se calló y se sonrojó también.
Pedro se sentía responsable porque se hubiera sonrojado. Si no la hubiera acariciado por la mañana, habría sido capaz de contar la historia con naturalidad. Maria y Guadalupe lo miraban como si sospecharan algo.
—Igual duermo en el establo —dijo él.
—No tenemos normas al respecto —dijo Maria con brillo en la mirada—. Puedes dormir donde quieras, Pedro.
—¡Yo quiero dormir en el establo! —Julian se acercó a Pedro—. ¿Puedo dormir en el establo contigo y los caballos?
—Julian —dijo Maria—, a mí me gustaría que durmieras con Olivia. Es muy pequeña y a veces se siente sola. Necesita un niño mayor que le haga compañía.
—¡Aquí viene Oli! —avisó Augusto desde el pasillo.
Pedro se asomó al pasillo con un fuerte nudo en la garganta.
Una mujer de pelo cano se acercaba con una niña en brazos. Parecía un ángel. Pedro la miró y se quedó sin habla.
Tenía los mismos ojos que su padre. La niña lo miró fijamente, como si lo conociera. No cabía duda. Olivia era hija suya.
—Eh, Oli —Augusto se acercó al bebé—. Enséñale a Pedro lo que sabes hacer. Vamos, como yo te enseñé.
La niña sacó la lengua y escupió una frambuesa.
Todos los chicos, incluido Julian, se rieron.
—¡Así se hace! —Augusto la tomó en brazos—. Impresionante.
—En serio, Augusto —dijo Nora—, deberías estar avergonzado por enseñarle cosas así a esta pequeña. Y no está bien que vosotros os riáis. Estáis dando mal ejemplo —miró a Julian.
—Suponía que Oli necesitaría emplear ese truco algún día —dijo Augusto—. Mamá, quiero presentarte a Pedro Alfonso, el herrero de Rocking D y de otros ranchos del valle. Y esta bella mujer es Paula Chaves. Ha venido con él. El niño se llama Julian. Chicos, esta mujer encantadora es mi madre, Nora Evans.
—Encantado de conocerla —dijo Pedro, pero enseguida miró a la niña otra vez.
Deseaba tomarla en brazos, pero le daba miedo.
—Encantada de conocerla, señora Evans —Paula se puso en pie y dijo—: Julian, dale la mano a esta simpática señora.
—Voy. Pero me gustaría tener un sombrero como Pedro. Así podría levantarlo un poco en lugar de tener que dar la mano.
Pedro oyó el comentario y prometió en voz baja que conseguiría un sombrero para el niño.
—Llámame Nora —dijo la madre de Augusto, y estrechó la mano del niño.
—¿Eres una abuela? —preguntó Julian.
La inocente pregunta hizo que se creara un silencio. Pedro se dio cuenta de que era un tema delicado, puesto que él era el padre del bebé. Mientras intentaba buscar la forma de salir del paso, todos empezaron a hablar a la vez y a dar su opinión.
—Mi abuela está en el cielo —dijo Julian.
Sus palabras hicieron que todos dejaran de discutir y lo miraran.
Todos menos Pedro. Él estaba pendiente a de Paula y de cómo la había afectado el comentario. Ella lo miró a los ojos y él sintió que se le encogía el corazón al ver que tenía los sentimientos a flor de piel. Paula trató de sonreír para demostrarle que estaba bien.
Del resto, Nora fue la primera en reaccionar. Se agachó junto a Julian y dijo:
—En ese caso, ¿qué tal si me llamas abuela Nora?
—Muy bien —dijo Julian—. Pero ¿tengo que llevar corbata?
—¿Corbata? —Nora miró a Paula confusa.
—Se refiere a una pajarita —Paula se aclaró la garganta—. Mi madre siempre quería que se vistiera cuando lo llevaban a algún sitio.
—No, Julian. No hace falta que lleves corbata. ¿Tienes hambre?
—Sí. Ahí hay patatas.
—Ya las he visto, pero a lo mejor prefieres una tostada con mantequilla de cacahuete.
—Eso me encanta. Y a Bob también.
Nora miró a Julian un momento y sonrió.
—Seguro que Bob es tu amigo especial.
Pedro miró a Nora con una amplia sonrisa.
—Sí —dijo Julian—. jEs mi amigo especial! ¿Cómo lo sabes?
—Bueno, porque Augusto también tenía un amigo especial cuando tenía tu edad. Siempre iba vestido de naranja y rosa y se llamaba...
—Mamá.
Pedro no podía creer que Augusto se hubiera sonrojado. Sebastian trataba de contener la risa y Guadalupe y Maria lo miraban divertidas.
—No importa —dijo Nora con una sonrisa—. Te lo contaré en la cocina. Vamos a preparar unas tostadas —se puso en pie y le dio la mano.
—¿Y el bebé puede venir? —preguntó Julian.
«No», pensó Pedro. «No hasta que yo haya tenido la oportunidad de...»
—Creo que es una idea estupenda —dijo Nora—. Así os contáis cosas.
—¿Sabe jugar con los camiones? —preguntó Julian.
—Todavía no —dijo Nora—. Pero le encanta jugar a ¡Cú-cú!
—Yo sé jugar a eso —exclamó Julian.
—Entonces, arreglado —dijo Nora, tomó a la pequeña en brazos y se dirigió a la cocina con Julian de la mano.
—A lo mejor le gustan los barcos piratas —dijo Julian—. Yo tengo uno. Y muñecos. Bob y yo jugamos mucho a los piratas.
Las perras levantaron la cabeza, se pusieron en pie y los siguieron a la cocina.
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