lunes, 22 de octubre de 2018

CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)




Paula se quedaría en su casa. Pedro respiró aliviado al ver que no tendría que enfrentarse solo al cuidado del bebé.


—Creo que Olivia está lista para que le pongamos el pañal —dijo él—. Dame uno.


Paula sacó un pañal de la bolsa y se lo dio.


—Adelante.


Pedro agarró el pañal y lo abrió sobre la mesa con una mano. Con la otra, sujetaba a la pequeña.


—Parece bastante fácil. Haremos lo mismo que antes pero al revés. Lo único que hay que hacer es...


Olivia comenzó a patalear.


—¡Eh! —el pañal cayó al suelo—. ¡No es el momento de aprender a hacer lanzamiento de botas, Olivia!


La niña lo miró y balbuceó. Después hizo un ruido que a Pedro le encantó.


Al parecer le gustaba la idea de que un vaquero cuidara de ella y eso hizo que Pedro se relajara un poco.


—Creo que te has hecho una amiga —dijo Paula.


Él se sentía avergonzado de lo mucho que le complacía la idea y trató de quitarle importancia.


—Sí, los amigos de Fleafarm son sus amigos.


Al oír su nombre, la perra se acercó a él con el pañal en la boca.


—Oh, cielos —dijo Paula—. Esto sí que es bueno.


Fleafarm movió el rabo y los miró expectante.


—¡Buena chica! —Paula la acarició detrás de las orejas—. Muchas gracias —agarró el pañal—. Ahora, túmbate. Eso es, buena chica.


—No vamos a utilizar un pañal lleno de baba de perro, ¿verdad?


—Finge que vas a utilizarlo —dijo Paula—. No es bueno herir sus sentimientos rechazando su ayuda.


Pedro suspiró y agarró el pañal.


—La vida es cada vez más complicada —dijo él—. ¡Mira, Olivia! Fleafarm ha recogido tu pañal. El pañal que vamos a utilizar para cubrir tu trasero. El mismo pañal —lo dejó en el centro de la mesa y agarró uno nuevo.


Olivia comenzó a patalear de nuevo.


—¡Maldita sea!, ¿cómo se supone que esto puede hacerlo una sola persona?


—Recuerdo que mi hermana tenía una cincha en su cambiador. Y un móvil colgado para distraer al bebé. A ver si yo puedo entretenerla —Paula se acercó al bebé y habló en voz baja—. Olivia, si te quedas muy quieta te contaré un secreto. Algo que no sabe mucha gente. Pero tienes que prometer que nunca se lo contarás a nadie. ¿Lo prometes?


Pedro nunca había oído a Paula emplear ese tono de voz. Era casi seductor, como el tono que una mujer emplearía mientras hace el amor. Se preguntaba si Paula hablaría así mientras...


—¿Pedro? —ella lo miró—. Intento hipnotizar a la niña, no a tí. Sigue cambiándola.


—Ah, sí. Ya voy.


—El secreto es sobre el dueño del rancho Rocking A —continuó Paula.


Pedro no sabía cómo se suponía que debía de concentrarse en cambiar el pañal del bebé mientras Paula hablaba sobre él en ese tono de voz, pero trató de hacerlo lo mejor posible.


—Parece que un caluroso día del verano pasado, el dueño del Rocking A fue a pescar truchas.


—Vaya secreto —dijo Pedro—. Pesco truchas cada verano.


—Desnudo como vino al mundo —Paula susurró al bebé.


—¡No puedes saber eso!


—Ah, pero lo sé —lo miró risueña.


—Augusto o Bruno me vieron y te lo han contado.


—No.


—¡Paula Chaves! ¿Me estuviste espiando?


Ella comenzó a reír y se dirigió al bebé.


—¿Sabes qué más, Olivia?


La pequeña gorjeó, como si comprendiera lo que pasaba.


Pedro miró el resultado de su trabajo y observó que el pañal había quedado pegado a su antebrazo.


—No creo que Olivia necesite oír más secretos.


—¿Has terminado ya?


—Casi —se despegó el adhesivo del antebrazo.


—Entonces, todavía tengo que entretenerla un rato más ¿no? —bajó de nuevo el tono de voz—. Olivia, a este ranchero le gusta darles una serenata a los peces. Dice que eso los atrae. Así que allí estaba, desnudo en el río cantando Ghost Riders in the Sky cuando la trucha más grande que has visto en tu vida saltó entre sus piernas. Mi teoría es que se sintió atraída por el balanceo de...


—¡No puedo creer que te escondieras entre los árboles como una mirona y vieras todo eso! —dijo sonrojado—. ¿Y a cuántas personas has entretenido con esta historia?


—Sólo a una. Y estarás a salvo hasta que aprenda a hablar.


—¿Y qué hacías tú escondida entre los árboles mientras un hombre trataba de disfrutar de la pesca en privado?


—¿Quién iba a saber que era tan en privado? Sólo estaba dándome un paseo.


—¿Un paseo? Me extraña. Los vaqueros no pasean. Montan a caballo.


—Yo no soy un vaquero.


—Sabes a qué me refiero.


Ella suspiró decepcionada.


—Por desgracia, lo sé.


—¿Qué significa eso?


—Nada. Que sé a que te refieres, eso es todo.


Él la miró.


—Eres muy buena, Paula. Sabes montar tan bien como cualquier hombre de los que conozco, y lanzas el lazo mejor que muchos. No hay demasiadas mujeres que puedan decir eso.


Ella lo miró a los ojos.


—Cierto. Estoy segura de que Charlotte Crabtree no puede decir tal cosa.


—¿Bromeas? Charlotte tendría suerte si pudiera montar un poni. Charlotte no es lo que yo llamaría una chica de campo.


—Entonces, ¿por qué la invitaste a cenar?


—Para... hum... para...


—No importa. Ya sé por qué. Y no es asunto mío. Por favor, olvida que te lo he preguntado.


Él no podía aceptar la sensación de que Paula lo viera con peores ojos porque hubiera invitado a Charlotte a cenar.


—¡No fue por eso!


—Seguro que sí. No pasa nada, Pedro. Eres un hombre adulto. Tienes derecho a tener relaciones sexuales.


«Y tú eres una mujer adulta», pensó él.


¿También tenía derecho a tener relaciones sexuales? Él nunca había pensado en ello. 


Nunca se había planteado que pudiera sentirse sola o sexualmente insatisfecha. Quizá había asumido que la aventura entre Benjamin y Bárbara había surgido a causa de que Paula no era una mujer muy apasionada.


Pero eso no era justo. Benjamin podía haber sido una de esas personas que necesitan tener relaciones sexuales con más de una persona. Al parecer, Bárbara era así. De hecho, le había dicho que no tenía intención de volver a casarse porque no quería estar casada con un solo hombre. La monogamia no funcionaba para todo el mundo.


Paula sintió que se le sonrojaban las mejillas y miró a otro lado.


—No sé cómo hemos llegado a éste tema —miró a Olivia—. Parece que ya le has puesto el pañal más o menos.


—Supongo que sí —contestó él, observando que no había quedado del todo mal.


—¿Por qué no le pones el pijama otra vez? —sugirió Paula.


—De acuerdo —Pedro metió una pierna de la pequeña en el pijama y después la otra. Desde luego, se sentía mucho más cómodo manejándola que minutos antes.


—Tenemos que encontrar un sitio para que pueda dormir hasta que le compremos la cuna —dijo Paula.


—¿Una cuna? —eso sonaba como algo permanente—. No puedo creer que tengamos que comprarle una cuna.


Paula lo miró.


—Me parece que todavía no te has dado cuenta de lo que pasa. Han dejado a Olivia con unas instrucciones detalladas y un montón de cosas. Su madre se tomó la molestia de ver que estaba todo lo que necesitaba. No creo que haya hecho todo ese trabajo para dejártela sólo un par de días.


—Bueno, quizá una semana —terminó de abrocharle el pijama—. No tiene sentido que compremos montones de cosas para bebé si sólo va a estar aquí una semana.


—Pero no estás seguro de cuánto tiempo va a quedarse. También sugiero que compremos un cambiador. Supondrá una gran diferencia a la hora de cambiarla. Y en cuanto a la cuna, puedes utilizar un cajón o una cesta para la colada, pero yo me preocuparía de que se clavara una astilla o de que se cayera. Me quedaría más tranquila si le compraras una cuna.


—Sigo diciendo que no tiene sentido hasta que no esté seguro de que Olivia es hija mía.


—Yo digo que sí tiene sentido. Y soy la que te está ayudando, así que también cuenta mi opinión. Aunque no sea tuya, siempre puedes guardar los muebles para cuando tengas hijos.


—Puede que eso no suceda nunca —la idea lo entristecía, pero tenía que enfrentarse a la realidad.


—Sería una lástima. Sé que siempre has querido tener hijos y que serías un padre estupendo.


Pedro acarició el vientre de la pequeña quien parecía que estaba quedándose dormida.


—Sí, bueno, tengo casi treinta y cinco años y no tengo novia, ni esposa. Quizá no esté hecho para tener familia.


Pedro, ¿sientes lástima por ti mismo? —preguntó ella con impaciencia.



—No —mintió.


Diez años antes había creído que tenía la vida organizada. Bárbara y él criarían a sus hijos en el rancho y envejecerían juntos. Uno de los niños se ocuparía del rancho cuando él ya no pudiera hacerlo. Pero descubrió que Bárbara no quería tener hijos y que tampoco quería mantener un rancho porque llevaba mucho trabajo.


—Sientes lástima por ti mismo —dijo Paula—. Y sin motivo. Las mujeres de por aquí hacen todo lo posible para que te fijes en ellas.


—No es cierto.


—Sí lo es. Por desgracia para ellas, eres el hombre más indiferente que conozco en lo que a ese tema se refiere. Tarde o temprano, una de esa mujeres te camelará y estarás en el altar de la iglesia de Huérfano. Es cuestión de tiempo. Probablemente seas el único de éste valle que cree que vas a envejecer en soledad.


—Gracias por tranquilizarme —no se le ocurría con qué mujer del valle podría casarse, pero quizá Paula tenía razón y era que no había buscado lo suficiente.


No pudo evitar preguntarse qué tipo de vejez esperaba para ella.


—¿Has tenido alguna cita? Me refiero desde que murió Benjamin.


—Una —comenzó a rebuscar en la caja de cosas de bebé—. Tómala en brazos.


—No sé cómo hacerlo.


—Es el momento de aprender. Está casi dormida, así te resultará más fácil de manejar.


—Quizá la despierte y empiece a gritar otra vez.


—Lo dudo. Ha comido, le hemos cambiado el pañal y la has acariciado con tanta suavidad, que estoy segura de que está relajada y contenta.


Pedro miró dubitativo a la criatura que estaba sobre la mesa.


—Coloca una mano bajo su trasero y otra bajo su cabeza —dijo Paula—. Recuerdo que mi hermana decía que los bebés tan pequeños no pueden sujetar la cabeza por sí solos, y menos cuando están tan relajados.


—Hazlo tú.


—No —Paula puso las manos en las caderas—. Es tu turno.


Pedro contuvo una sonrisa. Había visto a Paula haciendo ese gesto cientos de veces. A menudo cuando se enfrentaba a Benjamin. La mayoría de las veces Pedro estaba de acuerdo con ella, pero para no poner en juego la amistad que mantenía con ambos, permanecía al margen de las discusiones de la pareja. Por primera vez pensó que quizá Paula no había sido feliz en su matrimonio, a pesar de que siempre había puesto buena cara.


—Vamos —dijo Paula refiriéndose a Olivia—, no podemos dejar que duerma en la mesa.


Pedro notó que una gota de sudor recorría su espalda. No quería hacerlo. Una cosa era cambiarle el pañal y otra tomarla en brazos. 


Tenía miedo de que se le cayera, o de que le pasara algo.


Pero Paula tenía derecho a pedirle que lo hiciera. Y él era un hombre justo. Respiró hondo y colocó una mano bajo el trasero de Olivia. La niña movió los labios pero no abrió los ojos.


—Eso es —dijo Paula—. Ahora, con la otra mano, sujétale la cabeza y los hombros.


«Esta es la parte complicada», pensó él. Colocó la mano bajo la cabeza del bebé y, al ver que abría los ojos, susurró:
—Duérmete.


La niña pestañeó y cerró los ojos otra vez.
Paula se rió.


—No creas que va a ser siempre tan obediente. Está agotada.


—Y yo. Además estoy nervioso —añadió.


—Pobre Pedro.


—No vas a permitir que no lo haga, ¿verdad?


—No.


Resignado, tomó al bebé en brazos.


La pequeña no se despertó.


—Ya la tengo. ¿Dónde quieres que la lleve?


—A tu habitación.


—De acuerdo —se movió con rigidez.


Paula se rió.


—¡Shh!


—Lo siento, pero pareces un mayordomo sirviendo aperitivos. Acércala a tu cuerpo.


—¿Cómo?


—Así —Paula le agarró el brazo derecho—. Tienes toda la musculatura tensa.


—Eso es porque estoy muy tenso.


—Bueno, relaja el brazo y apoya su cabeza en el hueco del codo —lo ayudó a encontrar la postura.


Pedro inhaló el aroma a flores que desprendía su cuerpo y sintió cierta tensión en su miembro viril. No estaba completamente excitado, pero sólo con besarla se excitaría del todo.


Por supuesto no lo haría. Se trataba de Paula y además, tenía a Olivia en brazos.


—Así —Paula dio un paso atrás y lo miró—. Mejor.


Pedro miró a la niña dormida que abrazaba junto a su pecho. Olivia descansaba tranquila, como si supiera que él la mantendría a salvo. Él sintió un nudo en la garganta. No sabía cómo se había ganado su confianza, pero prometió que nunca la traicionaría.


Paula sintió que se le humedecían los ojos al ver cómo Pedro sujetaba al bebé. Mientras lo ayudaba a encontrar la postura para sostenerla en brazos, había tenido que esforzarse para no abrazar a ambos. Deseaba apoyar la cabeza sobre el hombro de Pedro y crear, durante un instante, la familia con la que siempre había soñado.


Había imaginado aquella escena cientos de veces, excepto que en sus fantasías el bebé era de ambos. Él miraba al bebé del mismo modo y cuando levantó la vista, la mirada de sus ojos grises estaba llena de amor.


—Llévala al dormitorio —dijo ella—. Vaciaré uno de tus cajones para que podamos poner una manta.


—Usa el de abajo —dijo él—. Sólo tiene jerséis viejos y es el más profundo.


—De acuerdo —entró en la habitación y se fijó en que la cama estaba deshecha. Estaba segura de que Pedro había hecho la cama antes de recibir a su invitada, lo que significaba que la habían deshecho después. Los celos hicieron que se le formara un nudo en el estómago.


Pedro entró en la habitación y al ver la cara de Paula dijo:
—No ha pasado nada.


—No es asunto mío si ha pasado algo o no —se dirigió a la cómoda.


—Charlotte entró aquí cuando llamaron al timbre —dijo él en tono defensivo—. Supongo que se metió en la cama.


—Me pregunto por qué haría una cosa así...


Paula se agachó y abrió el último cajón de la cómoda.


—No hace falta que te pongas sarcástica.


—Tienes razón. Lo siento —comenzó a sacar los jerséis del cajón.


—Charlotte no ha sido una buena elección —dijo él—. No debería haberla invitado. Pero suponía que debía empezar por algún sitio.


Paula se sentía desesperada. Él nunca había pensado en la posibilidad de invitarla a ella. 


Había tratado de convencerse de que él todavía no estaba preparado y que por eso nunca le había propuesto nada. Pero sí estaba preparado. Sacó el último jersey del cajón y descubrió que debajo había una caja de preservativos.


—Uy, me había olvidado de que los había guardado ahí —dijo él.


Ella colocó la caja sobre los jerséis y se puso en pie.


—Ya te he dicho que eres un hombre adulto. ¿Dónde quieres que ponga todo esto?


Pedro parecía incómodo.


—En la silla que está junto a la ventana.


—De acuerdo —se volvió.


—Escucha, Paula, sé lo que esto parece. Tengo un bebé en brazos que podría ser mío, y acabas de ver lo que podía haber pasado esta noche entre Charlotte y yo, pero te estás llevando una imagen equivocada. No...


—¿No estás interesado en el sexo? —dejó la ropa y la caja se cayó al suelo. Ella la recogió y la dejó de nuevo sobre los jerséis.


—Por supuesto que el sexo me interesa.


«Pero no conmigo», pensó ella sin mirarlo.


—Lo cierto es que no he mantenido relaciones sexuales desde que Bárbara se marchó, con la posible excepción de aquella noche en Aspen que ni siquiera recuerdo. Así que, en cierto modo, ni siquiera cuenta.


—No tienes que darme explicaciones, Pedro —se acercó de nuevo a la cómoda. Si seguía moviéndose, quizá conseguiría ocultarle que ella sí estaba interesada en mantener relaciones sexuales con él. Agarró el cajón y trató de sacarlo del mueble.


—¿Necesitas ayuda?


—No —tiró de nuevo, pero el mueble era viejo y el cajón estaba atascado.


—Toma al bebé y deja que lo haga yo.


—No importa. Ya lo tengo —no quería rozarlo mientras se intercambiaban al bebé. Tiró con fuerza y tras sacar el cajón, aterrizó con el trasero en el suelo.


—¿Lo ves? Seguro que te has hecho daño, e incluso quizá te hayas roto algo.


—Estoy bien —se puso en pie—. ¿Sigues teniendo las mantas en el armario del pasillo?


—Así es —la siguió fuera de la habitación—. Paula, eres la mujer más testaruda e independiente que he conocido nunca.


—Lo dudo.


—Eres muy cabezota. Prefieres ponerte en peligro que pedir ayuda, ¿a que sí?


Ella se volvió del armario sujetando una manta contra su pecho y lo miró.


Tenía razón. No le gustaba pedir ayuda. En esos momentos comprendió por qué nunca había querido tener sexo con ella. No le gustaba porque era demasiado autosuficiente. Y Paula creía que no podría cambiar ese aspecto de su personalidad por nadie, ni siquiera por Pedro.





CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)



El frío de la noche atravesó la ropa de Pedro mientras se dirigía al granero. Se sentía estúpido por haber encerrado a Fleafarm allí pero, ¡qué diablos!, hacía catorce años que no salía con una mujer y la situación había hecho que no fuera capaz de pensar con claridad.


Quizá debería abandonar por completo el tema de las mujeres. Aunque en realidad no tenía esa opción, y menos si Olivia era su hija. Tenía que encontrar a Jesica y descubrir la verdad. Si era el padre de Olivia, convencería a Jesica para que se casaran. Él se había criado sin tener a su lado a ambos progenitores y no quería que la pequeña pasara por lo mismo.


Abrió la puerta y sin encender la luz para que no se agitaran los caballos, silbó para que saliera Fleafarm.


La perra salió corriendo hacia él y le olisqueó la mano.


—Vamos, bonita —le dijo, y cerró la puerta tras ella.


Pedro se había encontrado a la perra ocho años atrás mientras vagaba preñada por la carretera y desde entonces, vivía con él.


Al llegar a la puerta de la casa, la perra lo miró cómo pidiéndole permiso para entrar. Pedro recordó las palabras de Paula y se sintió culpable. La perra creía que la habían castigado.


—Entra. No pasa nada.


Fleafarm entró en la casa y comenzó a mover el rabo. Pedro entró detrás y recibió con agrado el calor de la cocina. Estaba helado. Se frotó las manos y las sopló para que entraran en calor.


Desde el comedor provenía el ruido que hacía Olivia. No estaba llorando, sólo balbuceando. Fleafarm se detuvo y levantó las orejas con atención.


—Es un bebé —Pedro colgó el sombrero en el perchero y acarició la cabeza de la perra—. Creo que nunca has estado cerca de uno.


Fleafarm ladró una vez y se dirigió despacio hacia el sonido que tanto la fascinaba.


—¡Hola, Fleafarm! —exclamó Paula—. Ven y dile hola a Olivia.


La perra entró en el comedor y miró a Paula.


—¿Crees que está bien que se acerque? —preguntó Pedro.


—Es fundamental. Quieres que Fleafarm proteja a Olivia, ¿no es así?


—¿Qué más da? Puede que Olivia sólo esté aquí unos días.


—Puede... —Paula lo miró—. O puede que se quede mucho más tiempo. A menos que Jesica te haya dicho cuánto tiempo la dejará aquí...


—No exactamente. En la nota sólo me pide que sea el padrino de Olivia hasta que ella regrese.


—Lo que quiere decir que puede ser cualquier día. Será mejor que te prepares para tenerla una larga temporada. No estoy segura de si te has dado cuenta de que tu vida acaba de ponerse patas arriba.


—Estoy empezando a hacerlo.


—Bien. Enfrentarse a la realidad es admirable —Paula observó cómo se acercaba la perra—. Muy bien, Fleafarm. Tú has sido mamá, así que sabes mucho sobre bebés. Éste es como un cachorro, pero más grande. Y con menos pelo —miró a Pedro—. A lo mejor deberías acercarte y acariciar a Fleafarm mientras se hace a la idea de que el bebé se quedará en ésta casa. Tenemos que evitar que se ponga celosa. Y que lama a Olivia y la asuste.


Pedro se acercó y acarició la cabeza de la perra. Después, se agachó y le rodeó el cuello para que no se acercara más.


—No te vas a poner celosa del bebé, ¿verdad, Fleafarm?


La perra le lamió la cara.


—Me temo que sí —dijo Paula—. Pero si te aseguras de demostrarle que todavía la quieres, protegerá a la pequeña en todo momento. Al menos, eso es lo que pasó con mis sobrinos y los perros que tenían. Tienes que asegurarte de que no parezca que le prestas más atención a Olivia que a Fleafarm.


—Esto se está poniendo complicado.


Paula lo miró a los ojos.


—Todavía tienes elección.


—No —contestó él.


Olivia hizo un sonido y Pedro la miró complacido. Era un sonido agradable al que pronto se acostumbraría.


Olivia miró a la perra y movió la mano. Por primera vez, Pedro admitió que era muy linda. Fleafarm comenzó a mover el rabo.


—Amor a primera vista —dijo Paula.


—Nada de eso —dijo Pedro. Ni siquiera estaba seguro de lo que era el amor.


—Quizá el amor a primer vista sea algo extraño entre personas, pero con los perros y los niños pasa a menudo —Paula. Bueno, creo que Fleafarm y Olivia ya se han comunicado bastante por hoy —colocó a la pequeña sobre su hombro y la besó de nuevo—. Seguiremos más tarde, cariño. Ahora hay que cambiarte el pañal.


—Esperaba que lo hubieras hecho mientras yo estaba fuera sacando a la perra.


Paula sonrió.


—Estoy segura de ello. Será mejor que te laves las manos. Y utiliza agua caliente. A ninguna mujer le gusta que la toquen con las manos frías.


Ese comentario lo hizo pensar en cómo sería tocar a Paula. Pero no como amigo, sino como amante.


Ella le había dicho que Fleafarm podía sentir celos del bebé. Pues Pedro sentía celos de que Paula abrazara a la pequeña, la besara y la acariciara. Nunca se había dado cuenta de que Paula fuera tan cariñosa, pero tampoco la había visto nunca con un bebé.


Se preguntaba si habría sido igual de cariñosa con Benjamin cuando estaban a solas. Si había sido una mujer tan abierta y vulnerable, sentía lástima por ella porque había estado casada con un hombre infiel.


—No frunzas el ceño —se rió Paula—. Dudo que cambiar un pañal sea peor que limpiar un establo.


—Y lo dices tú, una persona que no tiene más experiencia en el tema que yo —se puso en pie y animó a Fleafarm para que se tumbara debajo de la mesa.


—No te preocupes —dijo Paula—. Dentro de poco serás un experto en cambiar pañales.


—Eso es lo que me temo.


—¿Te preocupa perder tu reputación de hombre entre tus amigos?


Él hizo una mueca y se dirigió a la cocina, desde donde oyó que ella se reía bajito. Desde luego, nunca había imaginado que haría ese tipo de tareas ni aunque fuera padre.


Una vez más, Paula le había mostrado otra verdad sobre sí mismo. Siempre se había imaginado como padre comprándole un poni a su hijo, ayudándolo con los deberes y volando cometas. Pero no cambiando pañales. Inconscientemente, había dejado el cuidado del bebé para la madre.


Mientras se lavaba las manos con agua caliente, se dio cuenta de que Paula siempre le decía la verdad sobre las cosas y en esos momentos, necesitaba la verdad más que nunca. 


Necesitaba a Paula. Menos mal que ella se había ofrecido a ayudarlo.


Aunque todavía no habían ultimado los detalles.


La pequeña necesitaría atención veinticuatro horas al día, y él se sentiría mucho mejor si ambos estuvieran disponibles, al menos al principio. Se preguntaba si Paula consideraría la posibilidad de quedarse en su casa hasta que establecieran una rutina de trabajo.


Sí, esa era la respuesta. Los tres necesitaban estar juntos una temporada. Podrían ir todos juntos a la finca de Paula para alimentar a los animales y trabajar y después regresar a la suya para hacer lo mismo. En aquella época del año había que asegurarse de que las vallas estuvieran preparadas para los potros que comprarían en mayo. Las de su rancho estaban en buenas condiciones, y él podría ayudar a Paula si tenía que reparar alguna. De hecho, le parecía divertida la idea de tener a Paula junto a él. Pedro comenzó a silbar en voz baja.


En el comedor, Paula tumbó a Olivia sobre el cambiador. El silbido de Pedro provenía desde la cocina y ella sintió que se le aceleraba el corazón. Comenzaba a preguntarse si no se habría precipitado al ofrecerle su ayuda. Eso implicaría quedarse en Rocking A hasta que establecieran una rutina con el bebé.


Aparentemente no era una propuesta complicada. Trabajar en los dos ranchos no supondría un problema. Hasta que no compraran ganado en mayo, sólo tenían que arreglar las vallas y cuidar de los caballos. Su perra Sadie se llevaba bien con Fleafarm. Y Pedro tenía una habitación libre.


Pero cada vez que Paula pensaba en dormir allí, o en compartir cada hora con Pedro, se le hacía un nudo en el estómago. Si pasaban mucho tiempo juntos, él terminaría dándose cuenta de que estaba enamorada de él.


Durante años, había conseguido ocultarlo tras la fachada de una ranchera dura e independiente, pero le resultaría difícil mantener la pose si tenía que cuidar de aquel bebé. Sólo con abrazarlo ya sentía deseos maternales. Quizá por eso se había negado a cuidar de sus sobrinos, para no recordarse que no tenía hijos propios.


Pedro entró en el comedor con las manos levantadas como si estuviera listo para operar.


—Mi bata, enfermera.


Al ver sus manos fuertes, Paula imaginó cómo sería que la acariciara con ternura y se estremeció.


—Tonto —dijo ella, y sonrió. Pero temiendo que su mirada mostrara sus sentimientos, miró a otro lado—. Ven aquí y sujeta al bebé para que yo pueda leer cómo se hace. No quiero que se caiga al suelo porque no estamos prestándole atención.


—Oh, cielos —se acercó a la mesa—. Quizá deberíamos hacerlo en el suelo para que no pueda caerse.


—Sí, ahí, entre las migas y el pelo de la perra. Estaría muy bien —se separó un poco de él para no rozarlo—. Para ser un chico limpias bastante bien, pero no me gustaría poner a un bebé en el suelo de tu casa. En la mesa estará bien si la vigilamos. Ponle la mano en el pecho y sujétala mientras leo las instrucciones.


Pedro colocó la mano sobre Olivia y la pequeña lo miró sin pestañear.


—Me pregunto si sabe que somos novatos en esto de cambiar pañales —dijo él.


—Si no lo sabe aún, pronto lo sabrá —agarró la hoja de instrucciones y empezó a leer—. Tenemos que colocarla sobre el cambiador en una superficie plana y asegurarnos de que no se caiga. Después, hay que desabrocharle el pijama para sacarle las piernas.


Pedro comenzó a desabrocharle el pijama con una mano.


—No puedo hacerlo con una mano. ¿Dañaría tu sensibilidad femenina si te pido ayuda?


—Supongo que no —pero sí la perturbaba el olor a loción de afeitar y el calor que desprendía su cuerpo. Dejó la hoja y se concentró en desvestir al bebé, a pesar de que lo que deseaba era que Pedro la abrazara.


—¿Por qué me mira así? —preguntó él.


«Porque lo hacen todas las mujeres. Eres guapísimo», pensó ella.


—Probablemente trata de averiguar quién eres.


—Creo que tiene mis ojos.


—¿Sabes qué? No estoy tan segura —Paula no quería creer que Pedro había hecho el amor con Jesica, aunque él no recordara el incidente. Continuó con las instrucciones—. Ahora hay que soltarle el pañal y quitárselo despacio porque... 
—Paula comenzó a reír.


—¿Por qué? —preguntó Pedro.


—Pone que uno nunca sabe lo que se puede encontrar y que hay que evitar que se caiga, sea lo que sea —se secó los ojos y continuó riendo—. He de decir que tu amiga de Aspen tiene un gran sentido del humor.


—Muchísimo. No hay nada como dejar bebés en el porche de un amigo —murmuró mientras trataba de quitarle el pañal—. ¿Puedes venir y hacerte cargo de la pequeña mientras intento quitarle esto? Desde luego esto es trabajo de dos.


Paula obedeció. Estaban muy cerca y sus cuerpos se rozaban cada vez que uno se movía. Podía sentir la respiración de Pedro en el cuello y el roce de su codo contra su pecho.


—¿Qué perfume llevas?


—¿Qué? —preguntó ella, asombrada de que él estuviera pensando en lo mismo.


—¿Cuál es?


—No recuerdo cómo se llama —dijo con el corazón acelerado—. Se supone que huele a jazmín. ¿Por qué?


—Me gusta.


—Ah —intentó convencerse de que no era nada serio. Que sólo trataba de establecer conversación. Pero, ¿y si no era así?


—Ya está —suspiró aliviado—. Hemos tenido suerte. Sólo está mojado.


Ella se rió.


—Me temo que no siempre vas a tener tanta suerte, vaquero.


—Probablemente no. Ahora ¿qué?


Paula leyó las instrucciones.


—Enrollar el pañal para tirarlo a la basura. Después limpiar al bebé con una toallita húmeda.


—¿Dónde están?


—Sujétala. Creo que las he visto en la caja.


—¿Puedes imaginarme haciendo esto yo solo? A estas alturas ya la habría matado.


Ella sacó un toallita y se la entregó.


—No, no la habrías matado, pero parece que necesitamos ser dos para reemplazar a una madre experta.


—Eso es lo que he estado pensando —miró a Olivia—. Quédate quieta, pequeña.


Al ver que trataba al bebé con tanto cariño, Paula sintió un nudo en la garganta. Pedro iba a ser un padre estupendo, si resultaba que esa criatura era hija suya.


—Paula, ¿crees que podrías quedarte por aquí los próximos días? —preguntó él en tono despreocupado.


Ella sintió que se le aceleraba el corazón. 


Aunque esperaba la pregunta, no sabía qué contestarle.


—Sé que será una lata —continuó él—. Pero no veo cómo podemos hacerlo de otra manera. Podemos traer a Sadie aquí, y yo te ayudaré a hacer el trabajo de tu rancho. Podríamos ir un par de veces al día. Si tienes que arreglar alguna valla, te ayudaré encantado —la miró en silencio—. Estás muy callada.


—Estoy pensando.


—Te necesito, Paula. Me da miedo quedarme solo con este bebé desde el principio.


Como si ella pudiera negarle cualquier cosa. Y si seguía mirándola así, estaría dispuesta a darle todo lo que quisiera, incluso su corazón.


—De acuerdo —dijo ella—. Me quedaré en tu casa.