martes, 4 de diciembre de 2018

CAPITULO 12 (CUARTA HISTORIA)




Sebastian Daniels se puso a gatas para que su mujer, Maria, pudiera colocarle a Olivia en la espalda.


—¡Arre, caballo! —dijo Maria.


Olivia se rió y botó cuando Sebastian relinchó y comenzó a caminar por la habitación. 


Maria iba a su lado para sujetar al bebé y asegurarse de que no se cayera.


Sebastian detestaba el hecho de tener sólo una semana de cada tres para estar con Olivia, pero era el único arreglo justo, y él valoraba la justicia. Cuando Paula lo había nombrado padrino del bebé, había concedido también aquel honor a Augusto Evans y a Bruno Connor. 


Eso les había hecho pensar que cualquiera de los tres podría ser el padre de Olivia. Los tres se habían emborrachado la noche de la fiesta de la avalancha, en la que habían celebrado su salvación, y todos recordaban vagamente haberse insinuado a Pau, que había permanecido sobria y los había llevado de vuelta a su cabaña.


Desde que Paula había dejado a Olivia en la puerta de la casa de Sebastian, ocho meses atrás, los hombres habían discutido acaloradamente sobre la paternidad del bebé. 


Finalmente, se habían sometido a la prueba de paternidad y habían descubierto que ninguno de ellos era el padre. El problema era que tanto sus esposas como ellos se habían encariñado mucho con la pequeña. Hasta que apareciera el padre real, o Paula volviera para aclarar el misterio, habían acordado hacer turnos para cuidar de Olivia.


La entrega semanal del bebé se realizaba los sábados por la mañana y siempre que recogía a Olivia, Sebastian estaba entusiasmado. Sin embargo, el sábado siguiente, que resultaba ser aquel mismo día, era algo distinto. Tanto Maria como él intentaban que su tristeza no afectase a Olivia.


Además de tener que enfrentarse a la marcha de la niña, Maria estaba muy hormonal en su quinto mes de embarazo, y podía ponerse a llorar en cualquier momento. Aquella mañana, Sebastian se había dado cuenta de que se estaba enjugando las lágrimas cuando pensaba que él no la veía.


Ojalá Augusto y Guadalupe llegaran tarde aquel día.


Pero no fue así. El timbre sonó a las once, justo a la hora prevista.


—Serán ellos —dijo Maria, y levantó al bebé de la espalda de Sebastian y se lo puso en la cadera. Después se encaminó a la puerta.


—Déjamela —dijo Sebastian mientras la seguía apresuradamente—. Tú no deberías levantar peso.


—No pasa nada. Quiero tenerla un poco más —respondió Maria con voz un poco temblorosa, y Sebastian se retiró.


Augusto y Guadalupe entraron en casa sonriendo porque estaban a punto de marcharse con Olivia. Guadalupe iba vestida con una chaqueta de flecos para subrayar su ascendencia cheyenne y llevaba una larga trenza negra. Sebastian ya la había visto así vestida más veces, pero aquel día, por algún motivo, parecía distinta.


Augusto era el mismo de siempre, afable y desenvuelto, y entró con la mano detrás de la espalda.


—¡Eh, Oli! —dijo—. ¡Mira! —sacó la mano y agitó el peluche de un mapache delante de la niña—. Hola, señorita Oli —dijo con voz de falsete—. ¿Quieres venir conmigo?


Olivia dio un gritito de alegría y se retorció con impaciencia y con los dos brazos extendidos hacia el muñeco. Maria se la entregó a Augusto.
Sebastian siempre había tenido celos de la capacidad de Augusto para engatusar a un bebé en dos segundos.


—Engreído —farfulló.


Augusto movió la cabeza del peluche hacia Sebastian.


—Aguafiestas —dijo, en falsete.


—Bueno, vosotros dos —intervino Augusto—. Ya está bien.


—Sí, es verdad —respondió Sebastian, y se dirigió a ella—. Dime, ¿te has maquillado de una manera distinta hoy, o algo así?


—No —respondió Guadalupe, asombrada.


—¿Por qué lo preguntas? —dijo Maria, riéndose—. Tú eres el último hombre de la tierra que esperaba que se fijara en algo así.


—No sé. Me parece que Guadalupe está distinta de otros días. He pensado que podría ser su barra de labios, o algo así.


—¿De verdad te parece que estoy diferente? —preguntó Guadalupe.


—Bueno, serán cosas mías.


Augusto miró con cariño a su esposa.


—Pues a mí me parece que no.


—Entonces sí hay algo diferente... —confirmó Sebastian.


Guadalupe miró a su marido y sonrió.


—Por decirlo de algún modo.


Maria se lo imaginó antes que Sebastian. Soltó una exclamación de alegría y le dio un abrazo a Guadalupe.


—¿Desde cuándo lo sabéis?


—Desde hace media hora —respondió Guadalupe, devolviéndole el abrazo—. Queríamos que fuerais los primeros en enteraros.


Sebastian miró a Augusto e intentó fingir una gran seriedad. Sin embargo, por dentro estaba saltando de alegría. A su modo de ver, cuantos más bebés hubiera por allí, mejor.


—Esto es tan maravilloso —dijo Maria—. ¿Lo sabe tu madre, Augusto?


—Todavía no. Como ha dicho Guadalupe, vosotros dos sois los primeros en conocer la noticia.


—Nora se va a poner muy contenta —dijo Maria—. Me encantaría verle la cara cuando... —se interrumpió al oír el sonido del teléfono—. Disculpadme un momento —les pidió, y se encaminó hacia la cocina—. Puede que sea el veterinario. Quedaos hasta que vuelva, ¿de acuerdo?


—Bueno, ¿alguien quiere un café? —preguntó Sebastian—. Tenemos descafeinado también, Guadalupe, así que puedes tomarte una taza sin problemas.


—Gracias, pero en cuanto Maria termine con el teléfono, Augusto y yo deberíamos marcharnos. Tenemos cientos de cosas que hacer y además, Nora está deseando ver a Olivia.


—Lo entiendo perfectamente —dijo Sebastian—. Yo...


—¿Sebastian? —Maria volvía de la cocina con una enorme sonrisa—. ¡Es Pedro! ¡Está en Nueva York!


—¿Ha vuelto?


Maria asintió.


—Aleluya —murmuró Augusto.


—Ya era hora —dijo Sebastian—. Éste va a ser un día memorable.


Mientras caminaba hacia la cocina, se sintió invadido por una mezcla de alivio y alegría. La decisión de Pedro de ayudar a los huérfanos de la guerra tenía algo de sentido, dado el pasado de su amigo, pero a Sebastian le había preocupado mucho su seguridad. Todos se habían preocupado. Pedro fingía que era muy equilibrado, pero por dentro tenía muchas heridas. Y como consecuencia, se imponía pruebas que no debía, y a nadie le extrañaría que se dejara matar haciendo algo estúpido y heroico. Aunque parecía que había escapado a su destino... de nuevo.


—Dile que venga de una vez a Colorado —dijo Augusto a Sebastian—. Quiero el abrigo de piel de cordero que le presté, y lo quiero antes de que empiece a nevar.


—Se lo diré —respondió Sebastian. Cuando levantó el auricular del teléfono y se lo puso en la oreja, tenía una sonrisa de oreja a oreja—. Eh, amigo, ¿por qué has estado tanto tiempo fuera? ¡Creíamos que te habías hecho nativo!


—Hola, Sebastian —respondió Pedro con voz cargada de emoción—. Me alegro de oírte.


—Yo también me alegro. Tengo ganas de verte, para echarte una buena bronca por esas vacaciones tan largas que te ha tomado. Cuando vengas al Rocking D, te sugiero que traigas una identificación. Casi se nos ha olvidado cómo eras.


—Sí, sé que ha sido mucho tiempo —dijo Pedro, con un suspiro.


A Sebastian se le borró la sonrisa de los labios. 


Se había esperado, al menos, una risa de su amigo. Tuvo un escalofrío de ansiedad.


—¿Estás bien? No me digas que te han herido...


—No, no. Estoy bien, pero... Mira, Sebastian, Pau está aquí conmigo.


Sebastian estuvo a punto de soltar el auricular.


—¿De veras? ¿Te refieres a nuestra Paula? —repitió. No había asimilado por completo la idea.


—Sí. Y ese bebé suyo al que estáis cuidando también es... mío.


—¿Tuyo? —rugió Sebastian—. ¿A qué te refieres con eso de tuyo? ¡Tú ni siquiera estabas allí!


Maria entró en la cocina, seguida de Guadalupe y de Augusto, que llevaba a Olivia en brazos. Todos se quedaron mirando a Sebastian, y Olivia comenzó a lloriquear.


—Sí, estuve allí la noche anterior a que llegarais —respondió Pedro—. ¿Es ella la que llora?


La noche anterior. Sebastian no podía entender que Pedro hubiera estado allí y nadie lo supiera.


—¿Qué?


—Oigo a un bebé. ¿Es Olivia?


Sebastian no conseguía creerse que Pedro Alfonso fuera el padre de Olivia. No podía ser.


—Sí, es ella. Pero no entiendo por qué piensas...


—No lo pienso. Lo sé. Después de la avalancha, comencé a salir con Pau. Tuvimos una relación durante casi un año, y...


Sebastian sintió una puñalada de dolor.


—¿Has estado saliendo con Paula un año y no me lo has contado? ¡Creía que éramos amigos!


—Lo siento. Debería haber confiado más en ti. Debería haber confiado en todos vosotros. Pero tenía miedo de que intentarais convencerme de que me comprometiera, y no creía que eso fuera a suceder, así que le pedí a Pau que lo mantuviéramos en secreto.


Además de sentirse traicionado, Sebastian se había puesto furioso. Sin embargo, intentó concentrarse en la conversación y asegurarse de que estaba entendiendo lo que Pedro le contaba.


—Continúa —dijo con voz tensa.


—La semana anterior a la fiesta de la avalancha, fui a Aspen para estar con Paula antes de que llegarais todos los demás. Y una noche antes de que llegarais, Pau y yo tuvimos una fuerte discusión. Ella quería terminar con el secreto.


—Me lo imagino.


—¡Quería que nos casáramos y formáramos una familia, Sebastian! —dijo Pedro con desesperación—. Y yo sabía que no podía hacerlo.


—Entonces deberías haber tenido un poco más de cuidado, ¿no crees?


Sebastian tenía tensos todos los músculos del cuerpo, tensos por la necesidad de negar aquella situación. Dejar que sus amigos se llevaran a Olivia al final de la semana no era una gran solución, pero al menos, no la perdía completamente. Sin embargo, a partir de aquel momento aquello podría suceder. Él no podía soportar mirar a Maria, y menos a Olivia, así que miró al suelo.


—Sí —dijo Pedro, calmadamente—. Debería haber tenido más cuidado.


—Y ahora ¿qué? —preguntó Sebastian con desánimo—. ¿Vas a volver a recogerla? ¿Me has llamado para decirme eso?


—No. Todavía no estoy seguro de qué hacer con respecto a la niña. Por supuesto, cubriré sus necesidades económicas, pero yo no soy la persona adecuada para cuidar a un niño, como todos sabemos.


—¿Por qué no? ¡Has estado allí cuidando niños, precisamente!


—Pero ellos no tenían nada, ni a nadie. Y había mucha gente a mi alrededor, así que nunca me preocupó el que pudiera hacer algo malo. Pero no confío en mí mismo para encontrarme en mi casa a solas con mi propia hija.


—Eso es una idiotez.


—Piensa lo que quieras —dijo Pedro—. Pero yo lo veo así. Voy a llevar a Pau al Rocking D para que se reúna con la niña y allí decidiremos lo que vamos a hacer.


Sebastian luchó con todas las emociones contradictorias que le produjo aquella noticia. No podía imaginarse que ningún hombre pudiera abandonar a Olivia y se lo tomó como una afrenta personal. Sin embargo, tampoco quería que un hombre que no estaba dispuesto a ser el mejor padre del mundo se la llevara.


—¿Cuándo vais a llegar?


—No estoy seguro. Quizá tengamos que tomar una ruta más larga de lo normal. Alguien está siguiendo a Pau, alguien que aparentemente, quiere secuestrarla. Ésa es la razón por la que ella dejó a la niña contigo.


—Dios Santo. ¿Y por qué iba a querer nadie secuestrar a Paula?


—¿Has oído hablar de Ramiro Chaves?


—Pues claro que he oído hablar de él —en aquel momento, lo entendió todo—. Vaya, demonios...


Sebastian siempre había sospechado que Paula provenía de una familia adinerada. Quizá por su forma de agarrar el tenedor, o por su postura, o por su forma de hablar. Sin embargo, nunca se había imaginado que fuera una familia con tanto dinero.


De repente, sintió miedo por Olivia. La niña a la que él adoraba era la heredera de un gran imperio, y eso era potencialmente una amenaza contra su vida.


—¿La niña también está en peligro?


Olivia frunció el ceño y abrazó a la niña.


—Parece que el secuestrador no sabe nada de la niña —dijo Pedro.—. Ni tampoco los padres de Pau. Ahora que Pau ha estado seis meses separada de Olivia, cree que es seguro que vuelva a verla —dijo Pedro, y bajó la voz—. Lo necesita, Sebastian. Todo esto ha sido muy difícil para ella.


«Ha sido difícil para todos», pensó Sebastian. «Y no parece que vaya a mejorar». Sin embargo, quejarse no serviría de nada.


—¿Ha informado a la policía de todo esto?


—No. Eso alertaría a sus padres. Y según ella, se presentarían al segundo y se llevarían al bebé a Nueva York, a vivir a la finca familiar. No les resultaría difícil, con toda la artillería legal que tienen. Pau no quiere que eso suceda.


—Yo tampoco querría —respondió Sebastian—. A menos que ésa fuera la única forma de que Olivia estuviera segura.


—Yo preferiría atrapar a ese canalla para no tener que preocuparme por él —dijo Pedro.
Sebastian dejó escapar un suspiro.


—Al menos, hemos encontrado un punto de acuerdo —comentó, y después hizo una pausa—. Es muy extraño que ese tipo haya estado siguiéndola durante tanto tiempo y no haya conseguido atraparla.


—Yo también lo he pensado. O está loco o es un inepto.


—Esperemos que sea un inepto. Supongo que no llevas pistola.


—Ya sabes que odio las armas —respondió Pedro.


—Sí, lo sé. Escucha, ven al Rocking D cuanto antes. Y ten cuidado. Cuando llegues, encontraremos una solución.


Pedro no respondió durante un momento. 


Después, carraspeó.


—Eres mucho mejor amigo de lo que me merezco.


Sebastian todavía estaba afectado por la traición de Pedro y tuvo la tentación de darle la razón, pero entonces recordó todas las historias de su infancia que su amigo le había contado. Al pensar en la crueldad que había tenido que soportar Pedro, a Sebastian le resultó fácil perdonarlo.


—Siempre has sido muy duro contigo mismo, amigo —le dijo—. Ven a casa y arreglaremos las cosas.


—A casa —repitió Pedro con la voz ronca—. Así es como yo pienso también en el rancho. 
Escucha, Paula quiere preguntarte por la niña. Te la paso.


Sebastian se preparó para la conversación.


—¿Sebastian? —la voz de Paula sonaba insegura—. ¿Cómo... cómo está?


—Bien —respondió él. Tenía un gran nudo en la garganta—. Grande. Creciendo mucho. Tiene cuatro dientes ya.


—Cuatro. Vaya.


Sebastian la oyó tragar saliva y su esfuerzo por contener las lágrimas lo conmovió.


—Debe de haber sido una pesadilla para ti —dijo suavemente.


—Sí —murmuró Paula—. Espero que me perdones por haberte hecho pasar por todo esto, pero no sabía qué hacer. Y no sabía que Pedro estaría fuera tanto tiempo.


—Ninguno lo sabíamos.


—¿De qué color tiene los ojos Olivia?


—Azules —respondió Sebastian. Y entonces, lo vio claramente: eran los ojos de Pedro—. Tiene un mono de peluche llamado Bruce —añadió, sin saber por qué—. Adora a ese mono.


—¿De verdad? Ojalá... —a Paula se le escapó un sollozo—. Te paso... te paso a Pedro —dijo, y se separó del auricular.


Pedro habló con voz desgarrada por la emoción.


—Estaremos allí lo antes posible. Adiós, amigo.


—Cuídate, Pedro —dijo Sebastian.


Con el corazón encogido, colgó el teléfono y se volvió hacia el pequeño grupo que lo estaba esperando en la puerta de la cocina. Todos tenían una expresión de ansiedad, salvo Olivia. 


Ésta había dejado de lloriquear y estaba jugando alegremente con el mapache que le había llevado Augusto.


Al ver al bebé, Sebastian sintió una opresión en el pecho. Él sabía que la vida no podía seguir indefinidamente así. Se había dicho, cientos de veces, que Paula volvería un día. Pero cuanto más tiempo tardaba ella, más pensaba Sebastian en que quizá pudiera desafiar su derecho a recuperar a Olivia. Sin embargo, en aquel momento sabía que ella se había separado de su hija por una buena razón. Se había sacrificado para proteger a su hija y él no estaba dispuesto a cuestionarle su papel como madre.


Eso significaba que sus días con Olivia estaban contados.


—Creo que será mejor que llamemos a Bruno y a Sara para que vengan —dijo.




CAPITULO 11 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta. Se levantó, tambaleándose de la cama, sin saber con seguridad dónde estaba.


—Servicio de habitaciones —respondió una mujer a través de la puerta cerrada.


Entonces lo recordó todo y miró a la cama para ver si Paula todavía estaba allí, pero la cama estaba vacía. Le entró un ataque de pánico. 


Después de todo, ella lo había dejado. No había confiado en su palabra, a pesar de que le había dicho que no llamaría a sus padres para decirles dónde estaba.


—¡Vuelva más tarde! —dijo a la camarera.


Después, oyó el agua corriendo en el lavabo y entró en el baño sin llamar. Se encontró a Pau lavándose los dientes tranquilamente. Desnuda.


—¿Qué ocurre? —preguntó ella.


—Creía que te habías marchado —respondió Pedro.


Sin esperar su respuesta, la abrazó y la besó, con pasta de dientes incluida. Comenzó a acariciarle los pechos y murmuró contra su boca:
—Vuelve a la cama conmigo.


—Tenemos que llamar al rancho —dijo ella.


—Lo haremos. Pero antes necesito un refuerzo.


—¿Pero llamaremos inmediatamente después? —preguntó ella, excitada.


—Te lo prometo. Por favor, Pau, ven conmigo.


Hicieron de nuevo el amor y cuando terminaron, ella le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la mejilla contra su pecho.


—Y ahora que hemos arreglado esto, ¿podemos llamar al rancho?


Él sabía que había llegado el momento. Aunque no estaba precisamente entusiasmado ante la idea de hablar con Sebastian sobre aquello, no podían posponerlo más.


—Está bien.


—Antes de que llames, tengo que decirte una cosa.


A él se le encogió el estómago.


—¿Qué?


—Quería asegurarme de que fuera yo la que te contara lo de Olivia, así que no le dije a Sebastian que tú eres el padre. Cuando llames, él se enterará de la noticia.


Pedro hizo un gesto de dolor. Si de antemano ya temía aquella llamada, en aquel momento odiaba la idea de tener que hacerla.



CAPITULO 10 (CUARTA HISTORIA)




La gente había acusado a Esteban Pruitt de ser un listo. Pero en aquel momento, se sentía orgulloso de la etiqueta. De hecho, estaba seguro de que esa cualidad era la llave para convertirse en un hombre muy rico. Algún día, sería él quien se alojaría en el Waldorf. Justo bajo las narices de Ramiro Chaves.


Mientras, tenía que ser paciente. Seguir a Paula no era muy diferente a otros encargos que había tenido. Él nunca había necesitado dormir demasiado, y echar cabezaditas en el banco desde el cual estaba vigilando la entrada del hotel era más incómodo, pero soportable.


A algunos podía parecerles que perseguir a una persona durante seis meses para secuestrarla era demasiado tiempo. Pero ésos no entendían la emoción que producía la caza. Él tampoco lo entendía hasta que había comenzado a seguir a Paula.


Cuando había descubierto las sensaciones que podía producirle aquella persecución, había decidido disfrutar de ella tanto como le durara el dinero. Probablemente, nunca más en la vida tendría oportunidad de sentirse como James Bond.


Podría seguir así uno o dos meses más. Qué sensación de poder le provocaba hacerla huir. 


Había llegado a conocerla bien, probablemente mejor que el tipo con el que había subido a la habitación del Waldorf.


Aquel tipo era algo inesperado, pero Esteban no lo consideraba un obstáculo importante. Quizá pudiera resultarle de ayuda, incluso. Era evidente que Paula y él tenían algo, y no había nada como hacer travesuras para que la gente se volviera despreocupada. Eso era todo lo que Esteban necesitaba para hacer realidad sus sueños: un momento de despreocupación.