jueves, 15 de noviembre de 2018
CAPITULO 20 (TERCERA HISTORIA)
Paula se fijó en que el interior de la casa también era muy acogedor. Maria los acompañó al baño y después sirvió algo de beber para todos.
El pollo que había en el horno tenía un olor estupendo. «Así que esto es lo que se siente en un hogar de verdad», pensó Paula, comparándolo con la casa de sus padres en San Antonio.
Se fijó en que había luz en una de las habitaciones del final del pasillo. Se oía el balbuceo de un bebé y el murmullo de una mujer. «Jesica», pensó con un nudo en el estómago.
Entró en el baño con Julian y cerró la puerta.
Respiró hondo. De pronto, aquella casa ya no le parecía perfecta. Sentía ganas de llorar. Durante unos minutos se había imaginado formando parte de la vida de Pedro y le había encantado la idea. Pero si Jesica estaba allí, Pedro ya no tendría tiempo para ella.
—¿Paula? —Julian la miró. Ella miró al niño y recordó cuál era su prioridad.
—Parece que hayas estado corriendo — dijo Julian.
—Es por la altitud —dijo ella—. En la montaña estamos más altos que en San Antonio. Hay menos oxígeno y eso hace que cuéste respirar.
—¿Qué es eso?
—Algo que hay en el aire. Vamos, Julian, será mejor que terminemos de una vez —se acercó al retrete y levantó la tapa.
—Es de madera, Paula.
—Sí —empezó a bajarle los pantalones.
—Yo solo —dijo él—. Pedro me ha enseñado a sacarme la colita. No tengo que bajarme los pantalones. Tienen un agujero, ¿lo ves?
—Muy bien —tragó saliva. ¿Cuánto tiempo estaría Pedro disponible para enseñarle cosas a Julian? Quizá el final estuviera a punto de llegar.
CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)
A medida que se acercaban al Rocking D, Pedro estaba cada vez más confuso. Por un lado, se preguntaba si Olivia se encariñaría con él después de haber estado dos meses con Sebastian. Y cuando no pensaba en ella, no podía evitar pensar en Paula y en su situación.
Tenía la sospecha de que Fowler los estaba siguiendo a pesar de que no había visto su coche con claridad durante todo el camino. Se alegraba de poder llevar a Paula y a Julian al Rocking D, con Sebastian y Augusto. Era la mejor manera de asegurarse de que Paula y el niño estuvieran protegidos.
Y confiaba en que también estuviera a salvo de sí mismo. La idea de hacerle el amor estaba presente en su cabeza. Y el viaje en coche no lo había ayudado mucho. Pero en el rancho no tendrían mucho tiempo para estar a solas, y eso ayudaría.
—Está muy oscuro —dijo Paula mientras avanzaban por la pista de tierra que llevaba al rancho—. ¿Cómo sabes por dónde vas?
—La costumbre —dijo Pedro, Hablaba bajito para no despertar a Julian—. Desde hace nueve años, todos los veranos pongo aquí mi negocio de herrero.
—¿Conoces al dueño del rancho desde entonces?
—Sí.
—¿Cómo lo conociste?
—Vine al rancho buscando trabajo. Vivía en mi camioneta y Sebastian y su mujer estaban enfadados por aquel entonces. Sebastian me ofreció un sitio para vivir si todos los años le hacía un precio especial en el herraje. Así empecé.
—Espera. ¿No me dijiste que Sebastian estaba recién casado?
—Sí. Se divorció de su primera esposa como hace tres años. Acaba de casarse con Maria, su vecina.
—Bien. Sebastian y Maria. ¿Y qué aspecto tienen?
—Maria es menuda y rubia, como tú. Es de las que no tiene miedo a nada. Puede montar y echar el lazo tan bien como un hombre. Sebastian tiene el cabello castaño. Es fuerte, pero no tan alto como yo.
—Ya. ¿Y qué hay de tu otro amigo? ¿A qué se dedica?
—¿Augusto? Solía ser el capataz del rancho de Maria, pero ahora supongo que también trabajará para Sebastian.
—¿No me dijiste que iba a casarse mañana?
—Sí —Pedro se rió—. Nunca pensé que llegaría ese día. Es un mujeriego. Bromista y buen bailarín. Su frase preferida era: «Tantas mujeres y tan poco tiempo». Pero según me dijo Sebastian, se ha enamorado de Guadalupe Hawthorne de verdad.
—¿Y cómo es Guadalupe?
—Por lo que recuerdo, es alta y de pelo oscuro: Parece una princesa india. Puede que tenga antepasados cheyennes. Dirige un hostal en Huérfano.
—El pueblo que acabamos de pasar, ¿verdad? Me ha gustado —dijo Paula—. He visto cómo la gente mantiene las casas de finales de siglo.
—Hawthorne House, la casa de Guadalupe, es una de ésas. Huérfano vive del turismo y del esquí —dijo Pedro—. Solía ser un pueblo minero, pero ya cerraron las minas. Los ranchos de alrededor no pueden mantener el pueblo, pero el turismo sí.
—Nunca había pensado en vivir en un pueblo pequeño, pero si consigo la custodia de Julian...
—Quieres decir cuando consigas la custodia de Julian —dijo Pedro.
—Bueno, cuando consiga la custodia de Julian —suspiró y apoyó la cabeza en el asiento—. No sabes lo que significa para mí que estés a mi lado, Pedro. No he sentido el apoyo de nadie desde el accidente.
Él la miró. En la penumbra estaba preciosa, pero parecía vulnerable. Lo necesitaba, y él deseaba poder ofrecerle todo lo que tenía. Pero no podía.
—¿No tienes un abogado?
—Sí, el abogado de mis padres. Le encanta ponerse en el peor de los casos, pensar que Mario ganará la custodia y que yo tendré un régimen limitado de visitas. Me recuerda a menudo que los jueces suelen ser padres y que se pondrán del lado de Mario. Mis padres eligieron un abogado terrible. Es un tipo seco, igual que ellos... —se volvió hacia él—. Olvida lo que he dicho. Cielos, acaban de morir. No tengo derecho a...
—Claro que lo tienes —dijo él, y le acarició la mano con la excusa de que era un gesto natural. El problema fue, que después deseó llevársela a los labios. Deseó echarse a un lado de la carretera y besarla. De verdad.
Pero no lo hizo.
—Mis padres no tenían la culpa —Paula le agarró la mano con fuerza—. Alguien, quizá mis abuelos, les enseñó que el dinero y el prestigio eran lo más importante en la vida. A Patricia le enseñaron lo mismo.
—Pero a ti no —le acarició el dorso de la mano con el pulgar y se preguntó si un hombre tan grande como él podría hacerle el amor sin hacerle daño. Por supuesto, nunca lo descubriría.
—Siempre he sido diferente a mi familia —dijo Paula—. Nunca he encajado del todo, nunca me gustó arreglarme para ir a fiestas elegantes, y nunca deseé tener una profesión de cara al público. Quizá fuera porque no era la guapa de la familia...
—¿Estás loca?
—¿Lo dices porque rechacé la oportunidad de formar parte de la alta sociedad?
—¡No! Porque acabas de decir que no eras la guapa de la familia. Eres... —se dio cuenta de que estaba a punto de decirle que era preciosa y sexy—. Eres muy guapa —le dijo, y agradeció que en la oscuridad no pudiera ver su mirada de deseo.
—Paula es muy guapa —dijo Julian desde el asiento de atrás.
—Escucha al pequeño —murmuró Pedro—. Él sabe de qué está hablando.
—Me estáis avergonzando —le soltó la mano.
En cuanto Pedro notó que retiraba la mano, deseó tenerla cerca otra vez. Empezaba a necesitar a Paula Chaves.
Paula se volvió hacia el asiento de atrás.
—¿Cuánto tiempo llevas despierto?
—No sé. Os he oído hablar. ¿Cuándo llegamos? Bob y yo tenemos que ir al baño.
Pedro vio la entrada del rancho un poco más adelante.
—Ya casi estamos. ¿Qué te parece?
—¿De verdad?
—¿Ves esos postes de madera con otro encima?
—¡Sí!
—Esa es la puerta principal. Hay un cartel que cuelga del poste horizontal. Quizá no puedas leerlo, pero pone «Rancho Rocking D», y tiene la marca de Sebastian a cada lado.
—¿Qué marca?
—Es un símbolo especial. Lo pone en todas las reses que tiene, y también en otras cosas del rancho.
—¿Y cómo es? —preguntó Julian.
—Es la letra «D» apoyada en una línea curva, como si fuera una mecedora.
—Yo me sé el abecedario. ¿Quieres oírlo? —dijo Julian.
—Claro —Pedro agradeció la distracción.
Enseguida vería a Olivia, su hija. Se le formó un nudo en el estómago.
Julian empezó a cantar el alfabeto pero sólo llegó a la letra «M».
—¡Veo una casa! —exclamó.
Paula respiró hondo.
—Oh, Pedro, qué sitio tan bonito. No me dijiste que era de madera. Y que tendrían la chimenea encendida. ¿Puede haber algo más acogedor?
—La casa es muy bonita —dijo Pedro, y aparcó detrás del coche de Augusto.
—Es una casa preciosa —dijo Julian.
Pedro se quitó el cinturón.
—Sebastian ha plantado unos álamos en el frente, y ahora no se ven muy bien las montañas pero hay una vista preciosa.
—Las veo un poco —dijo Paula.
—¡Yo también! —exclamó Julian.
—Tengo ganas de que sea por la mañana para verlo todo —añadió Paula—. Julian, esto se parece un poco a Yellowstone, con las montañas y los árboles.
—¿Hay «geezers»?—preguntó Julian.
—No, me temo que no —Pedro sonrió—: Pero puedes preguntarle a Sebastian. Dile que quieres ver un «geezer».
—¿Dónde están los caballos?
—En el establo —Pedro abrió la puerta—. Iremos a verlos dentro de un rato, después de que vayáis al baño y comáis algo.
—¿No podemos verlos ahora? Bob quiere verlos ahora.
—No, Julian —dijo Paula—. Primero tenemos que conocer a los amigos de Pedro.
Pedro ayudó a Paula a bajar de la camioneta y deseó poder abrazarla un instante. Sabía que eso lo tranquilizaría. Ella lo agarró del brazo.
—¿Estás bien?
—Sí.
—Pero estás temblando.
—Supongo que estoy nervioso porque voy a conocer al bebé.
—Todo va a salir bien, Pedro. Yo...
—Tengo que ir al baño —dijo Julian desde el asiento de atrás.
—Vamos a bajarlo —dijo Pedro. Acababa de sacar al pequeño cuando empezó a salir gente de la casa. Dos perros se acercaron corriendo a la camioneta.
—¡También tienen perros! —dijo Julian.
—Muy grandes —dijo Paula, y lo tomó en brazos.
—¡Eh, Pedro! —exclamó Sebastian con una gran sonrisa—. ¿Dónde te habías metido? ¡No puedo creer que un poco de nieve haya hecho que te retrases tanto!
—He hecho lo que he podido —estrechó la mano de Sebastian mientras Fleafarm y Sadie, las perras, saltaban a su alrededor.
Pedro vio que Maria, Augusto y Guadalupe se acercaban también. Nadie llevaba a un bebé en brazos. «Olivia estará durmiendo», pensó aliviado. Así tendría más tiempo para prepararse.
—Quiero presentaros a Paula Chaves —dijo Pedro, y la rodeó con él brazo—. Y éste es Julian.
—Encantado de conocerte —dijo Sebastian.
—Gracias por recibirnos sin que os hayamos avisado con mucha antelación —dijo Paula.
—No podía ser de otra manera —dijo Sebastian, y miró hacia atrás—. ¿Maria? Aquí estás —la agarró por la cintura—. Ésta es mi esposa, Maria —dijo con orgullo.
—Bienvenidos al Rocking D —dijo ella. Después miró a Pedro—. ¿No me das un abrazo?
—Tú dirás —dijo él, y la abrazó—. Enhorabuena, Maria. Me hubiese gustado estar para la ceremonia.
—Sí, sí. Ya basta —dijo Augusto, y le dio una palmadita en el hombro—. Al menos estás aquí para la mía —levantó el sombrero para saludar a Paula—. Aunque comprendo que quisieras entretenerte para quedarte con esta bella señorita. Encantado de conocerte, Paula. A ti también, Julian —agarró a Guadalupe de la mano y dijo—: Recuerdas a esta chica encantadora, ¿verdad Pedro?
—Por supuesto —Pedro saludó levantando su sombrero—. Me alegro de verte, Guadalupe. Ésta es Paula y éste es Julian.
—Me alegro de conoceros —dijo Guadalupe—. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, gracias a Pedro —dijo Paula—. Ha entretenido a Julian durante todo el viaje.
—Hemos contado coches —dijo Julian—. Y he ganado. Pero Bob y yo tenemos que ir al baño.
—Pues vamos —Maria rodeó a Paula con el brazo—. Entremos en casa. Los chicos traerán las cosas.
—Y seguro que tenéis hambre —dijo Guadalupe—. Y te invitaremos a un vaso de vino, Paula.
—Suena de maravilla —dijo Paula.
—¿Tienes limonada? —preguntó Julian.
—Creo que sí —dijo Maria.
Pedro observó cómo cuidaban a Paula, y aunque estaba agradecido, sintió celos. Era él quien debía hacer ese trabajo.
—¿Quién es Bob? —Sebastian miró a su alrededor.
—El amigo imaginario de Julian —dijo Pedro—. Julian habla de él como si realmente existiera. Tenemos que incluirlo en todas las actividades.
—¿Tenemos? —preguntó Augusto—. Suena muy íntimo.
—No me refería a eso. Es sólo que hemos estado juntos desde anoche y...
—Tranquilo, amigo —Sebastian apoyó la mano sobre su hombro—. Parece una chica simpática. Comprendo que estés interesado.
—No estoy interesado. ¡Sólo la estoy ayudando!
—Desde mi punto de vista no es eso lo que parece —dijo Augusto—. Diría que estás interesado en ella. Y ella en ti.
—Eso es ridículo —dijo Pedro—. No puedo estar interesado en ella, y lo sabes.
—¿Lo sé? ¿Has hecho un voto de celibato y no me he enterado?
—Sí Darlene ya no forma parte de tu vida, ¿por qué no puedes interesarte por Paula? —dijo Sebastián.
Pedro los miró a los dos.
—No seáis tontos. Por Jesica. Y el bebé.
Sebastian y Augusto se miraron. Después Sebastian miró a Pedro.
—No estarás asumiendo que eres el padre de Olivia, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. Lo que significa que tengo una obligación hacia Jesica.
Augusto soltó una carcajada.
—¡No puedo creerlo!
—No tiene gracia.
Sebastian sonrió.
—Sí la tiene. Augusto y yo hemos pasado por lo mismo que estás pasando tú ahora. Los dos hemos estado a punto de perder la oportunidad de ser felices con las mujeres que amamos porque estábamos convencidos de que teníamos una obligación hacia Jesica.
Pedro los miró fijamente.
—En primer lugar, no estoy enamorado de Paula —mintió—. Además, vosotros no tenéis obligación alguna hacia Jesica porque Olivia no es vuestra hija. Pero yo sí, porque es hija mía.
Augusto suspiró y miró a Sebastian.
—Bueno, puede que tenga que darse cuenta por sí mismo, igual que nosotros. Estaría bien pensar que es capaz de aceptar el consejo de sus mejores amigos, pero está claro que no es el caso. Creo que no servirá de nada seguir hablando, Sebastian.
—Puede ser.
—Haber, entre Paula y yo no hay nada.
—Sin duda, hay algo entre vosotros —dijo Sebastian—. La pregunta es si vas a ser lo bastante inteligente como para aprovechar la oportunidad. Vamos, saquemos las cosas de la camioneta y así podremos cenar.
CAPITULO 18 (TERCERA HISTORIA)
Mario estaba intentando buscar a Paula y a Julian entre los coches que pasaban en el sentido contrario. Se sentía idiota por haberse creído la historia que le habían contado, pero los dueños del café parecían demasiado tontos como para engañar a nadie.
Cuando llegó cerca del hostal sin haberlos visto, decidió que iría a preguntarle al dueño del local qué tipo de coche conducía la zorra que estaba buscando. Le resultaría sencillo intimidar a la pareja. Después de todo, estaban solos en una zona bastante aislada.
Primero pasaría por delante y estudiaría la situación. Con suerte, no habría ningún cliente para interferir en el interrogatorio. Si el dueño sabía lo que valía la pena, cooperaría. Mario tenía mucha hambre y estaba de muy mal humor.
Al pasar por delante del local se fijó en que el idiota del vaquero estaba apoyado en una camioneta y que tenía a una mujer entre sus brazos. Sin duda, era Paula.
Mario dio un volantazo y notó que se le aceleraba el corazón. Así que eso era lo que pasaba.
Ella debía de estarle agradecida al vaquero.
Mario podía imaginar cómo le habría mostrado su agradecimiento. Apretó los dientes. Patricia era igual que ella, dispuesta a intercambiar favores sexuales para conseguir lo que quería.
Julian no estaba a la vista y Mario se preguntaba si existiría la posibilidad de llevarse al niño mientras aquellos dos estaban haciéndose arrumacos. Sin duda, tenía que hacer un reconocimiento de la zona.
Continuó por la carretera hasta que llegó a una curva y dejó de ver el hostal por el retrovisor.
Aparcó en el arcén y sin apagar el motor, agarró los prismáticos. Los montones de nieve le permitieron ocultarse mientras caminaba hasta donde pudiera ver el aparcamiento del hostal.
Qué pareja tan encantadora. Buscó por los alrededores pero no vio a Julian. Estaría pidiéndole galletas o caramelos al dueño del café. Los caramelos eran baratos y él siempre llevaba en el coche para mantener al niño callado.
Mario observó de nuevo a la pareja y comprendió lo que estaba pasando. El maldito vaquero iba a llevarse a Paula y al niño con él.
El plan de Mario se había estropeado. Podía enfrentarse a la zorra sin problema, pero el vaquero era otro cantar. Era un hombre fornido y estaría dispuesto a defender a Paula a capa y espada.
Los jueces aceptarían que molestara a la mujer que había secuestrado a su hijo, pero aunque pudiera deshacerse del vaquero con su pistola, no le resultaría fácil conseguir que pareciera que lo había hecho en defensa propia.
Quizá, si estudiaba bien la situación, podría idear otro accidente para deshacerse de Paula y del vaquero. Pero nunca tendría una idea tan buena como la del accidente de barco. Ni siquiera Paula sospechaba de él.
Mario continuó vigilando el hostal hasta que vio salir a los dueños con Julian. Después de una larga despedida llena de abrazos, el vaquero acomodó a Julian en su sillita y ayudó a Paula a entrar en la camioneta. Decidió regresar al Land Rover y seguirlos allá donde fueran.
Ellos nunca se enterarían de que los perseguía.
Patricia nunca se había dado cuenta de que él la seguía cuando fingía ser una esposa fiel. Era una lástima que nunca la hubiera pillado con alguno de sus amantes, porque la sentencia de divorcio habría sido completamente diferente.
Aquella vez había salido mal parado, pero esa vez sería diferente. Lo único que tenía que hacer era llevarse a su hijo.
—¿Cuándo vamos a llegar?
—Ay, Julian —Paula se quejó al oír la misma pregunta otra vez.
—No queda mucho —dijo Pedro, como si fuera la primera vez que el niño lo preguntaba en cuatro horas—. Quizá un par de horas más. Quizá menos, depende de cómo esté la carretera.
—¿Y eso cuánto tiempo es? —preguntó Julian.
—Suficiente como para que te duermas una siesta —sugirió Paula.
—Las siestas son para los bebés —dijo Julian—. Yo soy mayor. Bob y yo vamos a montar a caballo cuando lleguemos, ¿verda Pedro?
—Mañana por la mañana —dijo Pedro—. No te olvides que cuando lleguemos estará oscuro.
—Y mi muñeco de nieve puede que cobre vida.
—Puede.
—¿El señor Sloan nos llamará si eso pasa?
—Quizá.
—Bob y yo podemos montar a caballo en la oscuridad. Tenemos linternas.
—Ah. Pero los caballos estarán durmiendo —dijo Pedro—. Estarán calentitos en el establo. No querrás despertarlos ¿verdad?
—No —dijo Julian—. Pero ¿podemos ver cómo duermen? Bob y yo iremos muy callados. Muy muy callados.
—Entonces, a lo mejor podéis ir al establo —dijo Pedro.
—Sí, sí, sí. ¡Vamos al establo a ver como duermen los caballos! ¿Y cuánto queda?
Paula suspiró.
—¿Qué te parece si te leo otro cuento?
—No.
—Contaremos coches —dijo Pedro—. A ver quién gana. Me pido los rojos. Paula, ¿tú cuál quieres?
—Los verdes —sonrió agradecida.
—¡Pido los negros! —dijo Julian—. ¡Como el de Batman!
—¿Y por qué no los amarillos, Julian? —dijo Paula—. A ti te gusta el amarillo —aunque era una tontería, prefería no ver los coches negros de la carretera. El Land Rover de Mario era negro, y aunque confiaba en que ya estaría muy lejos, prefería no pensar en ello.
—Quiero el negro —insistió Julian.
—Bueno, pues los negros para ti —dijo Paula.
El juego fue todo un éxito y Julian estuvo entretenido un buen rato.
—¡Siete! —gritó el pequeño.
—¿Dónde? —Paula sintió un escalofrío, igual que cada vez que el niño veía un coche negro—. No lo veo.
—Yo lo he visto. Siete.
—Yo tampoco lo veo —dijo Pedro—. ¿Iba en sentido contrario?
—Estaba ahí —Julian señaló hacia el retrovisor del coche.
Paula sintió un nudo en el estómago y se volvió para mirar hacia atrás.
—No lo veo.
—Se ha ido —dijo Julian—. Pero cuenta, ¿verdad?
—Claro que cuenta —Paula continuó con el juego, pero no dejó de mirar por el retrovisor.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que el niño ya no contaba más coches. Lo miró y vio que se había quedado dormido.
—Por fin ha caído —le dijo a Pedro—. Has sido muy paciente.
Pedro sonrió.
—Es un niño normal. Y me sorprende, teniendo en cuenta su situación.
—Lo sé. Todos los días doy gracias porque no lo haya afectado mucho todo lo que ha pasado.
—Estoy seguro de que tú eres la responsable de ello, Paula.
—Yo creo que es Julian. Nació con buena disposición y aunque la vida le vaya mal, siempre sonríe y lo supera —apretó los puños—. Al menos, hasta ahora. Si Mario se queda con él, no estoy segura de cuánto le durará esa capacidad.
—Estabas preocupada por ese misterioso coche negro que vio Julian, ¿verdad?
—Sí —respiró hondo—. Mario tiene un Land Rover negro.
—Lo sé. Eugenio me lo dijo.
—Pedro, no tienes por qué meterte en esto. Nunca debí permitírtelo. ¿Y si Mario no está de camino a Wyoming? ¿Y si ha descubierto lo que hemos hecho y lo que Julian ha visto ha sido su Land Rover?
—Más motivo para que estés conmigo.
—Pero ¿no te das cuenta? No mereces verte implicado en lo que Mario tenga planeado. Es un hombre violento. No sé lo que es capaz de hacer. No deberías arriesgarte por alguien a quien ni siquiera conoces.
Él la miró fijamente.
—Haría lo mismo por un extraño. Y a ti no te considero una extraña. Aunque quizá eso es lo que me consideras a mí.
—No. No —ella lo miró arrepentida. Había herido sus sentimientos y era lo último que quería hacer—. Te considero un amigo. Un amigo muy generoso. Y por eso me preocupa que te impliques en esto. No acostumbro a meter a mis amigos en situaciones horribles. De veras pensé que Mario estaría de camino a Wyoming y que nunca tendrías que enfrentarte a él. Ahora no estoy tan segura.
—Concéntrate en Julian —dijo Pedro—. Haz lo que sea mejor para él y estarás tomando la decisión adecuada.
—¿Aunque te imponga algo terrible?
—Te lo haré saber cuando considere que me estás imponiendo algo —dijo él—. Hasta el momento, ni siquiera te acercas.
—Eres demasiado bueno. Debes de haberte criado en una familia muy cariñosa para tener un corazón tan grande.
—Cariñosa, siempre y cuando mi padre estuviera sereno. Cuando estaba borracho, todos buscábamos refugio.
Paula se quedó callada un instante.
—Debe de ser muy duro criarse así.
—A veces. Y pensarás que aprendí que el alcohol cambia a las personas. Pues no, tuve que hacer el idiota y demostrármelo a mí mismo.
—Oh, Pedro, no puedo imaginarte haciendo nada malo. Ni borracho, ni sereno.
—¿Y qué te parece mantener relaciones sin utilizar protección?
—A veces la gente se deja llevar. Imagino cómo puede suceder. Eres tan... —se calló antes de decir algo que la avergonzara.
—Soy peor que una víbora, eso es lo que soy. Jesica sólo trataba de ser amable conmigo y yo la recompensé dejándola embarazada. No la culpo por no habérmelo dicho cuando lo descubrió. Probablemente no estaba segura de quererme cerca del bebé.
Paula colocó la mano sobre su brazo. Estaba temblando.
—Escucha, no conozco a esa mujer ni sé cómo piensa, pero te conozco a ti. Yo me fiaría de ti cuidando un niño, de cualquier edad. Ella también debería hacerlo.
—Entonces, ¿por qué le pidió a Augusto y a Sebastian que fueran sus padrinos? —apretó el volante—. Porque quería que me vigilaran cuando ella no estuviera allí, por eso.
—¿No está en el rancho?
—Ahora no.
—¿Dónde está?
Paula se sintió aliviada de saber que Jesica no estaría allí cuando llegaran. No quería conocer a la mujer con la que Pedro compartía una hija.
—Tiene algún problema y no quiere implicar al bebé. Dejó a Olivia en el Rocking D hace dos meses.
—¿Dos meses? ¿Cuánto tiempo tiene la niña?
—Debe de tener cuatro meses, para cumplir cinco.
—¿Y no ha visto a su hija desde hace más de dos meses?
—No, pero llama de vez en cuando para preguntar si está bien. Debe de estar asustada por algo y cree que el bebé corre peligro si está con ella.
—Bueno, eso lo comprendo.
—Sebastian y Augusto han contratado a un detective privado para que encuentre a Jesica —dijo Pedro—. Cuando lleguemos allí, me ocuparé de esos gastos y veré qué más puedo hacer.
—Me sorprende que no hayas ido allí hace dos meses.
—Lo habría hecho. Jesica nos escribió una carta a cada uno, pidiéndonos que fuéramos los padrinos de Olivia, pero la mía se retrasó.
—Espera un momento. ¿Ella no ha dicho claramente que tú seas el padre?
—No, pero yo sé que soy yo. Aunque no recuerde exactamente qué pasó aquella noche.
—¿Quieres decir que no recuerdas... umm, el hecho en sí?
—No. Y es una pena. Eso demuestra lo que el alcohol puede hacerle a una persona.
—Bueno, no tengo mucha experiencia en ese tema, pero siempre he creído que cuanto más borracho va un hombre, peor puede... bueno, eso.
—Pero soy irlandés.
Paula se rió.
—Lo siento —dijo ella—. Sé que no es para reírse. Pero no comprendo qué tiene que ver que seas irlandés.
—Un irlandés puede hacer borracho todo lo que hace sereno. Aunque puede que después no lo recuerde.
—Ya...
Paula no pudo evitar sonreír. Sabía que seguir discutiendo no serviría de nada, y se preguntaba si él sería el padre de verdad. La idea de que quizá no lo fuera le gustaba.
—En cualquier caso, no creas que hago todo esto por Julian y por ti. También lo hago por mí.
—¿Qué quieres decir?
—Si te ayudo, intentaré convencerme de que después de todo, no soy tan malo.
—Pedro—le apretó el brazo—. No eres malo. No eres un hombre malo.
—Gracias, Paula —suspiró—. Lo único que sé es que tengo que hacerlo todo por Jesica, si es que me perdona, y por mi hija.
—Estoy segura de que lo harás —Paula deseaba preguntarle a qué se refería, pero no era asunto suyo. Lo único importante para ella era saber si Pedro estaba enamorado de Jesica o no.
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