martes, 23 de octubre de 2018
CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)
Al aparcar frente a la casa, decidió que sería mejor que se olvidara de todo. Del libro. De la ropa interior. Y de la crema.
Dejó salir a Sadie y al verla saltar de un lado a otro, le dijo:
—Será mejor que te tranquilices. Hay un bebé ahí dentro, así que Fleafarm y tú tendréis que portaros bien.
Sadie ladró y se dirigió a la puerta.
Paula abrió y agarró a Sadie del collar.
—Tranquila, Sadie. Fleafarm, quédate ahí.
Pedro no puedo evitar pensar en el libro al ver a Paula. Y en la crema. Y en su ropa interior. La imagen de Paula tumbada en la cama, abrazándolo, invadió su cabeza. Ella lo miró a los ojos. Quizá fuera su imaginación, pero Pedro tuvo la sensación de que estaba temblando.
—¿Todo bien? —le preguntó.
—Ha llamado Jesica —dijo sin dejar de mirarlo.
CAPITULO 11 (PRIMERA HISTORIA)
De camino a casa de Paula, Pedro no podía dejar de pensar en el hecho de que ella hubiera salido con Claudio. Había tenido la oportunidad de acostarse con un joven como Claudio y la había rechazado. Le complacía que hubiera hecho tal cosa, pero se preguntaba si eso demostraba que el sexo no le interesaba demasiado.
Estaba seguro de que él habría sido capaz de convencer a Paula para marcharse del cine. Pero era ridículo pensar en acostarse con ella hasta que no descubriera si era el padre de Olivia.
Para una vez que había decidido volver a tener relaciones, un bebé aparecía en su puerta y le estropeaba los planes. Por fortuna, Paula era la mujer que se quedaría en su casa para ayudarlo y no era demasiado seductora, así que no le costaría demasiado controlar sus hormonas.
Teóricamente.
Pero mientras revolvía el cajón donde Paula guardaba su ropa interior, le asaltó la duda de si podría contenerse para no hacer el amor con ella. No comprendía por qué reaccionaba así al ver sus prendas más íntimas. Eran tal y como esperaba que fueran. Blancas y de algodón. A él le gustaban las prendas negras de encaje con lazos en los lugares estratégicos.
Permaneció frente al armario acariciando las prendas con los dedos y notó cómo su miembro viril se ponía erecto. Hacer el amor con Paula sería maravilloso. Y sincero. Estaba seguro de que Paula no se andaba con rodeos cuando se metía en la cama con un hombre.
La idea lo asombraba.
A su lado, Sadie gimoteó y golpeó el suelo con la cola.
—Es hora de irse, ¿verdad, Sadie? —tratando de olvidar sus pensamientos, Pedro metió la ropa en la bolsa y buscó el resto de las cosas.
Al sacar el camisón de uno de los cajones, descubrió una fotografía que estaba boca abajo.
Era la foto de la boda de Paula. Alguien la había roto, como para separar a los novios, y la había vuelto a pegar. Hacía diez años que Benjamin y Paula se habían mudado a Leaning C. Estaban recién casados, pero eso no impidió que un año después Benjamin y Bárbara comenzaran su aventura amorosa.
Pedro miró la foto y se preguntó por qué Paula o Benjamin la habrían roto. Al ver la sonrisa de Benjamin, Pedro deseó que estuviera vivo para borrársela de un puñetazo. No por Bárbara, por ella no merecía la pena, sino por Paula.
Estaba convencido de que ella le había entregado su corazón a Benjamin, y que sin embargo, él le había sido infiel. Pedro se preguntaba si Paula lo había descubierto y por eso había roto la foto.
Guardó la fotografía donde la había encontrado y metió el camisón en la bolsa. Después se dirigió al baño y recogió las cosas de asearse. Al agarrar el bote de crema reconoció el aroma a jazmín. Quizá fuera eso lo que hacía que Paula oliera tan bien.
La imaginó poniéndose crema por todo el cuerpo después de una ducha. Y a él ayudándola. Con impaciencia, metió la crema en la bolsa y se dirigió hacia la puerta con Sadie pegada a sus talones. Entonces, recordó que no había guardado el libro.
Regresó a la habitación y Sadie lo siguió.
—Seguro que piensas que soy un idiota —le dijo a la perra—. Pues tienes razón. Si hubiese tenido el valor de quedarme a solas con el bebé, Paula habría venido a por sus cosas y yo no habría tenido que rebuscar en el cajón de su ropa interior. Eso me pasa por ser un cobarde.
Sadie movió el rabo.
—Estaba seguro de que estarías de acuerdo conmigo —se acercó a la mesilla y agarró el libro.
En la portada aparecía una pareja con los cuerpos entrelazados.
Pedro abrió el libro por donde estaba el separador.
—Guau, Sadie —pasó la página—. Esto es muy fuerte. Parece de categoría X —siguió leyendo hasta que se percató de que respiraba de forma acelerada. Cerró el libro y lo guardó en la bolsa.
Tras apagar las luces y cerrar la puerta de la casa, se subió a la camioneta. Sadie iba a su lado en el asiento del copiloto.
—Ojalá pudieras hablar —le dijo Pedro—. Creía que conocía a tu dueña, pero ahora no estoy tan seguro.
De regreso al rancho pensó en el libro que Paula estaba leyendo. Estaba seguro de que el libro indicaba el tipo de amante que era Paula.
Por un lado, podía ser el tipo de mujer que le gustaba pensar en el sexo pero que no disfrutaba tanto con ello, y por otro, podía ser que disfrutara tanto del sexo, que por eso leía ese tipo de libros.
La idea de que Paula fuera una gata salvaje en la cama lo incomodaba. No quería imaginar cómo sería liberarla después de tanto tiempo.
CAPITULO 10 (PRIMERA HISTORIA)
Paula dejó el cajón sobre la cama de Pedro y él consiguió colocar a la niña sin despertarla.
Después, tenían que decidir dónde dejarían el cajón.
—Lo lógico es que lo dejemos en la habitación de invitados, donde vas a dormir tú —agarró el cajón para levantarlo de la cama.
Paula lo detuvo.
—Te equivocas. Ésta no es una decisión tomada en base al género. Yo sólo soy la ayudante ¿recuerdas? Jesica ha dejado a la niña contigo. El cajón se quedará en tu dormitorio. Puedes dejarlo en el suelo junto a tu cama.
—Pero yo no estaré aquí para vigilarla. Tengo que ir a recoger a Sadie y algo de ropa para tí.
—¿Y por qué vas a ir tú? Yo iré a buscar mi ropa y a recoger a Sadie. De hecho, será mejor que me vaya ahora mismo.
—Iré yo. Tú puedes quedarte aquí entre tanto.
—Eso es ridículo.
—De acuerdo, es ridículo —suspiró él—. Pero no quiero quedarme a solas con ella todavía.
—Probablemente dormirá todo el rato —Paula lo miró—. Será bueno que practiques. Tienes que acostumbrarte a cuidar de ésta niña, Pedro. Sólo estaré fuera un rato. Media hora como mucho. Puedes hacerlo —se dispuso a salir de la habitación.
—Espera —la agarró del brazo.
Ella se volvió y abrió la boca para protestar.
Durante un segundo, él se preguntó qué sucedería si la abrazara y la besara. Llevaba toda la noche deseando hacerlo. Eso haría que no quisiera marcharse. Pero probablemente pensaría que estaba completamente loco y desesperado por mantener relaciones sexuales.
Así que le soltó el brazo.
—Deja que vaya yo a tu casa. Mañana estaré encantado de quedarme a solas con Olivia, pero después de haberla visto llorar ésta noche me siento inseguro. No creo que pudiera enfrentarme otra vez a sus gritos hoy.
—¿Y qué pasa si me quedo sola con ella y grita?
—No te asustarás tanto como yo.
Ella lo miró durante un instante.
—Llévala al salón y me quedaré con ella. La cambiaremos a tu dormitorio cuando nos acostemos.
—Te lo agradezco más de lo que crees —agarró el cajón y la siguió por el pasillo.
—Haré una lista de lo que quiero que me traigas para ésta noche. El resto puedo recogerlo mañana cuando vayamos a dar de comer a los caballos.
—De acuerdo. ¿Quieres que deje a Olivia junto a la mecedora?
—Está bien —dijo ella—. ¿Sabes?, siempre me he preguntado de dónde habías sacado esa silla. No es el tipo de mueble que Bárbara hubiera elegido.
—Era de mi abuela, y recuerdo que ha estado en casa desde que yo era niño. Cuando falleció, pedí que me la dieran.
—Es una mecedora estupenda —dijo Paula—. Bueno, será mejor que haga la lista.
Pedro observó a Paula mientras se dirigía a la cocina. Le había encantado la idea de que le gustara la mecedora. Una vez más, deseó estrecharla entre sus brazos. Debía de ser a causa de lo agradecido que estaba por su ayuda.
O quizá no. A lo mejor se estaba dando cuenta de que Paula era una mujer de verdad. Dejó el cajón junto a la mecedora y se sentó. Apoyó la cabeza en el respaldo y reflexionó acerca de cómo estaba reaccionando ante Paula y cómo había reaccionado ante Charlotte.
Aunque Charlotte era una mujer atractiva y se había excitado estando con ella, no había disfrutado demasiado de la velada. Sin embargo, estar con Paula era diferente.
—Creo que con esto bastará —Paula entró en el salón con un pedazo de papel en la mano.
Él se puso en pie y se acercó a por la lista.
Había apuntado todo lo que necesitaba y dónde podía encontrarlo, pero seguramente lo habría encontrado de todas maneras porque ambos conocían bien la casa del otro y sus costumbres.
—¿Quieres un libro? —preguntó él.
Cuando estaban en los rodeos, ella siempre leía un rato junto al fuego antes de acostarse. Se sentaba en un tocón con una manta alrededor de los hombros y la luz de la hoguera iluminaba su melena dorada. A él le gustaba observarla mientras fingía que estaba dormido.
—Dudo que hoy pueda leer —dijo ella—. Pero tráelo por si tengo insomnio. El que me estoy leyendo está en mi mesilla.
—¿Con quién tuviste la cita?
Ella lo miró confusa.
—La cita —dijo él—. Te pregunté si habías tenido alguna cita desde que murió Benjamin y me dijiste que una. Me preguntaba si habías salido con Augusto, aunque él nunca me contó nada.
Paula sonrió.
—No. Puede que sea la única mujer de todo el valle que no haya salido con Augusto, pero es que no hay química entre nosotros. Incluso hemos hablado de ello. Me dijo que ése había sido uno de los motivos por los que había aceptado el trabajo de capataz en Leaning C. Ninguno de los dos haríamos ninguna estupidez y no estropearíamos nuestra relación laboral.
—Tiene sentido —Pedro se sintió aliviado. Augusto era un buen amigo, y prefería que sus amigos no salieran con Paula—. Entonces, ¿quién era?
Ella dudó un instante y dijo:
—Fui al cine con Claudio, el de la tienda.
—¿Claudio? —preguntó con indignación—. ¿Eres una pervertidora de menores? No debe de tener más de veintitrés años.
—Tiene veintisiete —dijo ella enfadada—. Y será mejor que tengas cuidado. Charlotte Crabtree acaba de cumplir treinta, y estoy segura de que no pensaste en la diferencia de edad cuando la invitaste a cenar.
«Maldita sea», pensó él. Lo había pillado haciendo otro comentario sexista. Se aclaró la garganta.
—Lo siento. Tienes razón. Y... ¿Claudio y tú os llevasteis bien?
—No mucho.
—¿Por qué no?
—Tenía la idea de que por ser viuda me iría a la cama con el primero que me lo pidiera, por puro agradecimiento. No fue nada sutil al respecto. En mitad de la película sugirió que nos fuéramos a su casa para que pudiera aliviar mi frustración. Le dije que prefería ver el final de la película.
Pedro sonrió. Pobre Claudio.
—Debía de ser una gran película.
—No.
—Ah —sonrió de nuevo y miró la lista—. Será mejor que vaya a tu casa antes de que se despierte Olivia. Volveré cuanto antes. Eres libre para comer lo que quieras o servirte algo de beber.
—Como siempre.
—Sí, eso es lo bueno de llevar tantos años siendo vecinos. En casa del otro nos sentimos como en nuestra propia casa.
Y si quería que siguiera siendo así, sería mejor que tuviera cuidado con lo que hacía.
Al verlo salir, Fleafarm lo miró expectante.
—Quédate aquí y cuida de Olivia y de Paula —le dijo él.
La perra obedeció y se tumbó de nuevo.
Pedro se puso la chaqueta y el sombrero y salió a encontrarse con el frío de la noche en Colorado.
A Paula le habría gustado tener el libro en aquellos momentos, para tratar de olvidar el calor que permanecía en su brazo después de que Pedro la tocara. Y la mirada de sus ojos cuando la detuvo para que no se marchara de la habitación.
Lo más seguro era que hubiera malinterpretado esa mirada, pero durante unos segundos pensó que quería besarla.
Pero Pedro no la había besado, así que debía de estar equivocada.
Tras comprobar que Olivia seguía dormida, consideró la posibilidad de encender la chimenea. Decidió no hacerlo porque lo más seguro era que se fueran pronto a la cama.
A la cama. Había pasado alguna noche con Pedro durante los rodeos, pero siempre acompañados de más gente. Sin embargo, esa noche creía que Pedro se comportaba de manera diferente. Quizá fuera deseo de segunda mano, cortesía de Charlotte.
Desde luego, ella no estaba dispuesta a hacer ninguna estupidez si lo que Pedro sentía eran las consecuencias del encuentro insatisfecho con Charlotte. Tenía sentido. Si Pedro se sentía atraído por ella, le habría demostrado su interés en ocasiones anteriores. No era coincidencia que se lo demostrara horas después de haber estado a punto de acostarse con Charlotte.
«Pedro no es el único que se siente sexualmente frustrado», pensó Paula. Ella también anhelaba tener relaciones sexuales, pero desde luego, no con cualquiera. De hecho, sólo consideraba un candidato, el hombre que acababa de irse a recoger su ropa interior.
Deseó tener algunas prendas íntimas más sexys.
Dando un suspiro, se agachó junto a las cajas que habían dejado con la pequeña y empezó a mirar su contenido. Al menos, los pijamas eran de la misma talla, lo que significaba que Jesica pensaba regresar antes de que la niña creciera demasiado.
Paula no podía imaginar qué podía hacer que una madre abandonara a su hija de esa manera. Pedro pensaba que Jesica era una mujer estupenda, pero su interés por Charlotte demostraba que no sabía mucho de mujeres. Y con Bárbara también había hecho una mala elección.
O quizá no. Ambas mujeres tenían algo que ella no tenía. Las dos eran muy femeninas y se ocupaban mucho de su aspecto. Eso debía de gustarle a Pedro. Además ninguna tenía mucho sentido común, y eso hacía que él se sintiera más hombre.
Sacó un par de pijamas de la caja y los llevó a la habitación de Pedro. Estaba a punto de dejarlos sobre la cómoda cuando sonó el teléfono. Se sobresaltó y sintió que se le aceleraba el corazón. Todavía la asustaban las llamadas nocturnas porque le recordaban la noche que llamaron para decirle que Benjamin se había estrellado con su avioneta. Después, pensó que debía de ser Pedro para preguntarle algo.
Se acercó a la mesilla y contestó:
—¿Te has olvidado de algo?
—¿Quién eres?
«Una voz de mujer», pensó ella.
—Soy Paula Chaves, ¿quién eres tú?
—Ah, Paula. La vecina de Pedro. Soy Jesica.
Paula estuvo a punto de soltar el auricular.
—¿Dónde diablos estás? ¿Y cómo se te ocurre dejar...?
—Paula, tenía que hacerlo —dijo con voz temblorosa—. Me duele en el alma. ¿Está bien?
—Por ahora sí. Pero te necesita. Vuelve. Estoy segura de que puedes solucionar el problema...
Click.
—¡Espera! ¡No cuelgues! ¡No! Quiero saber si... —sonó el pitido que indicaba que se había cortado la llamada—. Quiero saber si te acostaste con Pedro —terminó la frase antes de colgar el auricular y se quedó mirando la cama deshecha.
Pedro era el hombre más honrado que Paula había conocido nunca. Ella no creía que estuviera enamorado de Jesica, pero si resultaba que era el padre de Olivia querría casarse con la madre de su hija. Y ella lo perdería para siempre.
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