miércoles, 14 de noviembre de 2018
CAPITULO 17 (TERCERA HISTORIA)
Julian quería un muñeco de nieve grande, más alto que Paula. Así que Pedro decidió que el niño debía tener uno. Los tres se pusieron manos a la obra y disfrutaron haciéndolo. Pedro se preguntaba si ella se habría dado cuenta de cuántas veces se habían rozado sin querer.
Desde luego, él sí se había percatado. En todo momento estuvo tentado a tumbarla sobre la nieve con delicadeza y cubrirle el cuerpo con el suyo. No había estado tan obsesionado con el sexo en su vida.
Cuando estaban a punto de terminar el muñeco de nieve, Eugenio Sloan salió del café con un sombrero viejo y una zanahoria para que lo adornaran.
Hacer la cabeza era el trabajo de Julian, y después de que Paula lo ayudara a hacer una bola lo bastante grande, Pedro la levantó y la colocó en su sitio. Después, levantó a Julian para que le pusiera unas piedras a modo de ojos y la zanahoria a modo de nariz.
Eugenio miró el muñeco y sonrió.
—Buen trabajo, chicos.
—¿Y ahora cobrará vida? —preguntó Julian desde los brazos de Pedro.
—Es difícil saberlo —contestó Pedro—. He oído que a veces pasa durante la noche. Me temo que no estaremos aquí para verlo.
—Yo estaré pendiente, jovencito —dijo Eugenio.
—Bien. Porque a lo mejor cobra vida. Tiene un sombrero, y eso hace que los muñecos de nieve cobren vida.
—¿Os da tiempo a tomaros un chocolate caliente antes de iros? —preguntó Eugenio—. En mi casa.
—¡Chocolate caliente! ¡Bob también quiere!
Pedro pensó en todo el camino que les quedaba por delante. Había retirado la nieve de la camioneta y todavía le quedaba meter las cosas que Paula llevaba en su coche. Sebastian los esperaba antes del anochecer y si querían llegar temprano, debían marcharse cuanto antes.
—Tenemos que irnos —dijo, y dejó a Julian en el suelo—. ¿Por qué no me das tus llaves, Paula?
Julian y tú podéis entrar a tomar algo caliente mientras yo meto vuestras cosas en la camioneta.
Ella lo miró.
—¿Por qué no me das tus llaves y yo cambio las cosas mientras Julian y tú os tomáis algo caliente?
Eugenio se rió.
—Lo mejor será que me lleve a Julian mientras vosotros descargáis el coche. Norma os preparará dos cafés para llevar. ¿Os parece bien?
Paula sonrió.
—Sería maravilloso, pero no quiero molestaros.
—No es molestia. Ayudar a la gente es lo que nos motiva para salir de la cama por la mañana.
—Bueno...
—¿Puedo ir, Paula? Por favor —rogó Julian.
Pedro comprendía que Paula dudara. A él tampoco le hacía ilusión perder a Julian de vista. Todavía pensaba que Mario podía regresar.
—De acuerdo —dijo Paula al final—. No tardaremos mucho —añadió mirando a Eugenio.
—Tomaos el tiempo que necesitéis —dijo Eugenio—. Vamos, hijo.
—Bob también quiere chocolate.
—Nos aseguraremos de que haya suficiente para él —dijo Eugenio—. Vamos a ver si Norma tiene marshmallows para ponerle encima.
—¡Bien! —Julian se fue con Eugenio de la mano.
Paula lo observó alejarse con inquietud.
Pedro deseaba rodearle los hombros con el brazo, pero no se atrevió.
—Estará bien —le dijo.
—Estoy segura —suspiró—. Es sólo que desde el accidente nunca me separo de él. El único momento en el que está fuera de mi vista es cuando va a la guardería por las mañanas, y las profesoras saben que no pueden dejar que nadie se lo lleve de la guardería.
—Estoy seguro de que Fowler ya está lejos.
Ella se volvió y lo miró.
—Probablemente tengas razón. Pero no vamos a dejar solo a Julian más rato del necesario.
—Ve con él, Paula. Yo me ocupo de esto.
Ella sonrió.
—No. Abre la camioneta y antes de que te des cuenta, estaré ahí con mis cosas.
—Ah, no. Te ayudaré a llevarlas. Estoy seguro de que el asiento de atrás está hasta arriba.
—Así es. No estaba segura de cuánto tiempo estaríamos fuera, así que metí todo lo que se me ocurrió que Julian podría necesitar. Todos sus juguetes. Espero que tengas espacio.
—No hay problema. Podemos meter cosas en el asiento de atrás y otras en el maletero —extendió los brazos—. Cárgame de cosas.
Paula se rió y abrió su coche.
—¿Vas a hacer el papel de hombre fuerte?
—Un hombre tiene que hacer el papel que más le va. El de hombre fuerte es el mío.
—Sobre eso no puedo discutir. Creo que es lo que mejor haces.
«Estamos coqueteando», pensó él, y ambos lo sabían. No deberían hacerlo y pronto tendría que explicarle por qué.
Paula le cargó los brazos de juguetes de todo tipo. Durante el proceso, no paró de tocarlo y él estaba seguro de que no era de manera accidental. Deseaba dejar los regalos en el suelo y estrecharla entre sus brazos. Estaba seguro de que a ella no le importaría.
Empezaba a pensar que el deseo se le estaba yendo de las manos, así que fingió interés en los juguetes.
—Parece que éste niño sabe cómo divertirse.
—Materialmente, no le falta de nada —dijo ella, y le entregó más juguetes—. Mis padres solían darme dinero, mucho dinero, y pedirme que le comprara los regalos de Papá Noel.
—¿Una abuela que no quiere comprar los regalos a su nieto? —no podía imaginarse tal cosa.
Paula cerró la puerta del coche con el pie y dijo:
—Habla en pasado.
Él cerró los ojos y dijo:
—Lo siento.
—Eh, no tenías por qué acordarte —dijo ella—. Ni siquiera yo me acuerdo siempre. Desde el accidente, muchas veces he estado convencida de que todo ha sido una pesadilla.
Pedro la siguió hasta la camioneta. No se le ocurría nada que decir para aliviar su dolor.
Sabía que en situaciones como aquélla lo único que funcionaba era el contacto humano. Paula necesitaba que la abrazaran y él no era el hombre adecuado.
Cuando llegaron a la camioneta, ella dejó las cosas sobre el capó y se volvió hacia él.
—¿Las llaves?
Ups. Debería haber sacado las llaves del bolsillo antes de cargarse de juguetes.
—Están en... Están en el bolsillo delantero derecho de mis pantalones —se sonrojó a causa del sentimiento de culpabilidad que lo invadía.
Deseaba que Paula metiera la mano en su bolsillo. Era un cerdo.
Ella sonrió y se acercó a él con brillo en la mirada.
—Si fueras otro hombre, pensaría que lo has hecho a propósito.
—Prometo que no.
—Te creo. Quédate quieto y buscaré las llaves —se colocó detrás de él y metió la mano en el bolsillo de sus pantalones.
A Pedro le dio la sensación de que el momento era eterno. Y aunque lo que sentía era lo mismo que habría sentido si hubiera metido la mano él, no tenía nada que ver. Se estaba excitando. Y mucho.
—Ya las tengo —se puso delante de él y le mostró las llaves—. ¿No te ha parecido divertido?
Pedro sintió que se le cortaba la respiración al ver deseo en su mirada. Si intentaba besarla, ella no lo detendría.
—Quizá demasiado divertido —dijo él.
Ella lo miró a los ojos.
—Pedro, ¿te sientes atraído por mí?
Él sabía que tenía que ser sincero.
—Sí. Por desgracia.
—¿Por desgracia? —el brillo desapareció de su mirada—. ¿Es porque prefieres no liarte con una mujer en mi situación?
—No es tu situación. Es la mía.
—Cielos. Debería haberlo imaginado. Tienes novia.
—No, no exactamente —respiró hondo—. Pero tengo... una hija.
Ella se quedó boquiabierta.
Pedro podía imaginar lo que ella estaba pensando, y cómo habría cambiado la imagen que tenía de él.
—Es complicado. Me he enterado hace unos días y... no estoy seguro de que lo que la madre va a necesitar...
—Por supuesto. No tienes que darme explicaciones —dijo ella—. Olvídate de todo. Tu vida privada no es asunto mío —sin mirarlo, le mostró las llaves—. ¿Cuál es?
—La redonda —Pedro se sentía muy mal—. Escucha, te debo una explicación sobre lo que sucedió anoche. Probablemente creas que soy un maniaco sexual.
—Te aseguro que no —abrió la puerta y trató de echar el asiento hacia delante—. Eres un ser humano, eso es todo. No pasa nada. Y has sido muy amable con Julian y conmigo. He sido tonta por imaginar que... ¡Vaya! ¿Por qué no puedo mover el asiento? —y empezó a llorar.
—Muévete —dijo él.
Paula se volvió y se apoyó en la camioneta cubriéndose el rostro con las manos.
—¡Oh, cielos! —estaba temblando.
Él dejó los juguetes en el asiento, se volvió hacia ella y la abrazó.
—Ven aquí, Paula.
Con un gemido de desesperación, ella lo rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro.
Él le acariciaba la espalda mientras le susurraba palabras de consuelo. Era tan pequeña que le parecía como si estuviera consolando a un niño.
Pero sabía cómo eran sus senos y cómo se sentía cuando su trasero rozaba su miembro erecto. Era curioso que a pesar de la diferencia de tamaño, ella encajara entre sus brazos mejor que ninguna otra mujer. Podría permanecer abrazándola para siempre.
Despacio, Paula empezó a tranquilizarse y le preguntó:
—¿No tendrás un pañuelo?
—Claro —continuó abrazándola con un brazo mientras sacaba un pañuelo rojo del bolsillo trasero y se lo entregaba.
—Esto es perfecto. El vaquero que me salvó en Yellowstone también me dio un pañuelo rojo —se sonó la nariz.
Él preguntó celoso:
—¿Qué vaquero?
—Cuando tenía siete años fui de vacaciones con mi familia. Me perdí y me encontró un vaquero que iba a caballo. Eso explica por qué tengo debilidad por los vaqueros.
—Ah —así que él era simplemente otro más. La soltó.
Ella lo agarró con más fuerza.
—Me he explicado mal. Quizá me fijé en ti porque eres un vaquero, pero ahora que te conozco como persona, me gustas por cómo eres, no por lo que eres —sonrió—. Gracias por dejar que te moje la chaqueta de cuero. Eres el mejor, Pedro.
—Entonces, ¿sales mucho con vaqueros?
Ella lo miró confusa.
—¿Por qué piensas eso?
—Dijiste que tenías debilidad por los vaqueros.
—Ah. Suena muy mal, ¿verdad? Como si me dedicara a ir a los bares y a salir con todo aquello que lleva sombrero. La verdad es que no he salido desde que nació Julian, y nunca he quedado con un vaquero. Es sólo que apareciste cuando tenía problemas, igual que cuando tenía siete años y apareció un vaquero cuando estaba en Yellowstone. Me he dado cuenta de que siempre he... —miró a otro lado. Se estaba sonrojando—. No importa. Hablo demasiado. Tenemos que cargar la camioneta —intentó dar un paso atrás.
Él la retuvo.
—Cuéntame.
—Es una tontería. Y no tiene nada que ver contigo.
—Cuéntamelo de todas maneras —le encantaba abrazarla.
—De acuerdo, pero te lo advierto, es una tontería —respiró hondo y lo miró—. Creo, que inconscientemente, llevo mucho tiempo deseando que aparezca un vaquero y me haga perder la cabeza. Igual que otras chicas sueñan con un príncipe encantado. Después de conocerte, me he dado cuenta de que llevo tiempo soñando con un vaquero que me suba a su montura y me lleve a ver la puesta de sol. Incluso me pregunto si me dirigía a Yellowstone a buscarlo. No a él, concretamente. A estas alturas será más viejo que el diablo. Pero a alguien como él. Ridículo, ¿verdad?
Pedro la miró con un nudo en la garganta. Si no tuviera una hija esperándolo en el Rocking D, besaría a Paula sin pensárselo dos veces.
—No te preocupes, no herirás mis sentimientos si crees que es una fantasía juvenil. Sé que los adultos no deberían creer en cuentos de hadas. Lo estoy intentando.
—No. No lo intentes. No cambies, Paula. Es un buen sueño.
—Pero sólo es un sueño —dijo ella—. Ahora tengo que centrarme en la realidad.
—Ojalá no tuvieras que hacerlo. Maldita sea, ojalá yo pudiera ser tu...
Ella le cubrió los labios con un índice.
—Está bien —susurró.
Esa vez, cuando trató de salir de su abrazo él se lo permitió.
CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)
Mario Fowler calculaba que tendría que conducir mucho rato antes de poder alcanzar a la zorra de Paula. Creía que habría parado a pasar la noche en algún lugar de Colorado Springs y que ya estaría de nuevo en la carretera camino a Wyoming. Afortunadamente, el conserje de su edificio le había contado que se dirigía hacia Yellowstone. Si dependía de él, nunca llegaría tan lejos.
No era buena cubriendo sus huellas. Como si un coche alquilado fuera a despistarlo. Lo único que tenía que hacer era buscar los coches con matrícula de Texas y ver si Julian y Paula estaban dentro. Suponía que le llevaría dos o tres horas de ventaja, pero también sabía que no conducía muy rápido.
Cuando la encontrara, la obligaría a salirse de la carretera y le quitaría al niño. Cualquier juez del país lo respaldaría. «Una tía secuestra al único hijo de un padre, el hombre se vuelve loco y persigue a la mujer hasta que recupera al niño.
La tía pierde la custodia». Ella le había seguido el juego, tal y como él suponía que haría si la acosaba lo suficiente.
Lo único con lo que no había contado era con la tormenta. Pero el matrimonio del café le había sido de gran ayuda. Al menos, sabía que Paula estaba en aquella carretera de camino a Yellowstone, dispuesta a rememorar su infancia.
Idiota.
La noche que Patricia y ella le contaron las vacaciones que habían pasado en Yellowstone, sintió ganas de vomitar. A ella le encantó que toda la familia durmiera en la misma habitación, como si fuera la historia de La casa de la pradera. A él nadie lo había llevado de vacaciones cuando era niño.
Empezó a rugirle el estómago y decidió que era buen momento para parar a comer algo.
Mirando las vallas publicitarias de la carretera, se decidió por un sitio que se llamaba Shooting Star Café. Hasta el cartel estaba bastante descuidado y la estrella dorada que lo representaba necesitaba una mano de pintura. Deberían haber utilizado una pintura fosforescente.
«Maldita sea», pensó Mario, «una estrella dorada. La maldita estrella dorada que el vaquero del café llevaba en el bolsillo de la camisa».
Echándose a un lado de la carretera, frenó de golpe y permaneció unos minutos insultándose a sí mismo, al vaquero y a la idiota de su cuñada.
Ella había pasado la noche en el hostal. El hostal estaba completo. Eso había dicho el vaquero. Y estaba en el café a las dos de la mañana desperdiciando su cama. A Mario le parecía extraño, pero a las dos de la madrugada muchas cosas podían parecer extrañas.
Fowler pegó un puñetazo contra el volante.
Aquella zorra siempre le ponía estrellas doradas a Julian por cualquier estúpido motivo. Seguro que aquel vaquero imbécil le había dejado su habitación y ella lo había recompensado con una maldita estrella dorada. Esperó a que dejaran de pasar coches, y atravesando la mediana, hizo un cambio de sentido. Los dueños del café le habían mentido. Tendría que hacer algo al respecto. Pero primero tenía que encontrar a su hijo. Nadie se interpondría en su camino. Nadie.
CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)
Norma Sloan estaba detrás de la barra cuando Paula entró en el café. Amablemente, le sacó la caja de objetos perdidos para que buscara guantes y cosas de abrigo que pudieran servirle a Julian. Encontró unas manoplas y unas botas para él y unos guantes para ella.
De regreso al hostal se fijó en la camioneta de Pedro por primera vez. La identificó con facilidad porque tenía su nombre pintado en una puerta. Pedro Alfonso, herrero. Así que ésa era su profesión. Un trabajo hecho para alguien fuerte y sensible a la vez.
Una vez en la puerta de la habitación, entró sin llamar.
—Hola, chicos, no os vais a creer lo que he... —al ver a Pedro dentro del baño se quedó sin habla.
Estaba desnudo, excepto por la toalla que llevaba atada a la cintura, y enseñaba a Julian cómo afeitarse de mentira.
Pedro se volvió inmediatamente y ella vio que se había sonrojado. Probablemente, su intención era vestirse cuanto antes y el pequeño lo había entretenido.
—Mmm, no te preocupes —murmuró—. Le he quitado la cuchilla.
—Ah. Muy bien —ni siquiera se había preocupado por eso. Estaba demasiado ocupada asimilando la imagen de Pedro. Y salivando.
Su torso era musculoso y estaba cubierto por una fina capa de vello. Si no dejaba de mirarlo, acabaría atacándolo.
—¡Me estoy afeitando, Paula! ¿Me ves?
—Te veo —pero no era capaz de concentrarse en su sobrino.
Debería darse la vuelta, pero no tenía fuerza de voluntad.
No sólo era la belleza de su cuerpo, sino la sensibilidad con la que trataba a Julian. El niño lo miraba con orgullo cada vez que se pasaba la maquinilla de afeitar por el rostro.
Paula no pudo evitar imaginar a Pedro en la ducha. Sin toalla... Estuvo a punto de gemir en voz alta. Si Julian no hubiera estado allí... Pero estaba.
Paula se preguntaba si Pedro se daba cuenta de que, a partir de entonces, Julian podría ser su esclavo para siempre. En sus tres años de vida, ningún hombre le había dedicado tanta atención como Pedro había hecho en las últimas horas. Paula había tratado de prestarle toda la atención posible, pero había cosas que se le escapaban de las manos.
Sin duda, tenía que encontrar la manera de que Pedro continuara formando parte de la vida de Julian.
Pedro se aclaró la garganta.
—¿Qué has encontrado? —preguntó.
—Unas botas —se las mostró—. La señora Sloan ha sacado la caja de objetos perdidos y había estas botas. También unas manoplas para Julian y unos guantes para mí.
—Bien —Pedro miró hacia el espejo—. ¿Cómo vas, amigo?
—Ya casi —Julian tenía espuma de afeitar por todos sitios, en la toalla, en el lavabo y en el torso de Pedro, pero había conseguido quitarse casi toda la de la cara.
—Tiene buen aspecto —dijo Pedro—. Limpíate con esto —le entregó una toalla—. Después puedes ponerte un poco de loción de afeitar.
—Sí —dijo Josh—. Loción de afeitar —se limpió la cara y se miró en el espejo—. Ya estoy afeitado.
—De acuerdo. Pues abajo —Pedro lo agarró de la cintura y lo bajó de la silla a la que lo había subido para que llegara al lavabo.
Paula observó el torso musculoso de Pedro y deseó acariciarlo.
Pedro retiró la toalla que el pequeño llevaba alrededor del cuello y se esforzó para no mirar a Paula.
—Pon las manos así —Pedro puso las manos frente a las mejillas.
El pequeño lo imitó enseguida.
—Voy a ponerte un poco de loción de afeitar en las manos —dijo Pedro—, pero no hagas nada todavía. Nos la pondremos a la vez.
—De acuerdo —dijo Julian, y lo miró como si fuera su ídolo.
Pedro se echó un poco de loción en las manos.
—Primero hay que frotárselas así —le dijo—. Y después le das palmaditas en los carrillos. Así —le hizo una demostración.
Julian lo imitó con una amplia sonrisa. Después, corrió hacia Paula.
—¡Huele!
Ella se agachó e inhaló con fuerza.
—Mmm, hueles muy bien —le dijo—. Podría comerte —le mordisqueó la oreja.
—¡No me comas! —se rió Julian.
—No puedo evitarlo —dijo Paula—. Hueles muy bien.
Si Pedro le dejara hacer lo mismo, su vida sería perfecta.
Sin embargo, él cerró la puerta del baño.
—Saldré enseguida —gritó—. Podéis empezar a poneros las botas.
Paula miró la puerta cerrada y suspiró. La función había terminado.
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