martes, 6 de noviembre de 2018
CAPITULO 23 (SEGUNDA HISTORIA)
Tal y como él había temido, la situación estaba fuera de control. Mientras Pedro preparaba a Olivia para llevarla a la consulta del doctor Harrison, pensaba en lo desesperado que había estado para bajar a satisfacer el increíble deseo que sentía por Paula. Nunca se había sentido así. Se alegraba de que ella hubiera estado dispuesta a hacer el amor, porque no podía imaginar qué habría hecho si ella se hubiera negado.
Pero no se había negado, porque lo amaba.
Ambos lo sabían. Y más aún, Pedro empezaba a pensar que estaba enamorado por primera vez en su vida.
Debía decidir si quería hablarle de su madre o no.
Abrigó a Oli y la llevó al piso de abajo. Paula estaba en la cocina preparando una sopa que olía de maravilla. Llevaba unos pantalones y una camisa verde. El cabello recogido. Al verla, Pedro deseó soltarle el cabello y arrancarle la ropa.
Ella levantó la vista y dejó de remover los ingredientes que había en la olla. Le estaba haciendo una pregunta con la mirada.
—Voy a llevar a Oli al médico para quedarme tranquilo.
—¿Y volverás? —preguntó ella con voz temblorosa.
«Oh, sí». No podía estar alejado de ella y eso era lo que le preocupaba. Si el médico decía que Oli estaba mejor, no tendría excusa para quedarse otra noche con Paula.
—Volveremos.
—Bien. Tenemos que hablar.
—Lo sé —la pequeña le agarró el lóbulo de la oreja.
—Eh, Olivia no seas mala —Paula se acercó a ella y le retiró la mano.
—¿Necesitas algo? —preguntó él, inhalando su aroma embriagador.
—Sólo que vuelvas —dijo ella, con brillo en la mirada.
—Lo haré. No nos llevará mucho tiempo.
Ella se sonrojó. Él se percató de que había dicho las mismas palabras antes de hacerle el amor junto a la bañera. Se excitó sólo de recordar cómo lo había recibido, cómo había gemido y lo que había sentido en el momento del orgasmo.
La miró a los ojos y supo, por el ardor de su mirada y su respiración entrecortada, que ella también lo estaba reviviendo. Se aclaró la garganta.
—Tengo que irme. Oli empieza a tener calor.
—No me extraña —dijo ella.
—Hasta pronto —Pedro salió de la cocina.
«Qué desastre», pensó mientras se encaminaba a la puerta. Paula era la reina en su casa de época victoriana, y su madre la de la casa de Utah.
Por desgracia, él no podía imaginar a ninguna de las dos abandonando su reino.
CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula se despertó y vio que la luz del día se filtraba a través de la cortina. La cama estaba vacía.
Durante un instante tuvo miedo de que Pedro hubiera recogido las cosas y se hubiese marchado con Olivia, pero entonces oyó su risa masculina y los balbuceos del bebé.
Paula se desperezó. Todavía estaba allí.
Salió de la cama y se puso la bata que Pedro había recogido del suelo. «Todo un detalle», pensó ella. Sería agradable tener cerca a un hombre cuidadoso. Porque Paula creía que se quedaría cerca. Unas horas antes, cuando él había estado a punto de hacerle el amor sin preservativo, le había dedicado una mirada especial.
Paula llevaba muchos años esperando una mirada así. Cuando un hombre dedicaba esa mirada a una mujer, quería decir que no deseaba continuar con su vida de soltero, por mucho que no lo admitiera.
Se atusó el cabello y se dirigió al piso de abajo, deseosa de ver a Pedro y a Olivia otra vez.
Cuando llegó al escalón que tenía una tabla suelta, la esquivó para que Pedro no oyera que bajaba. Se acercó a la puerta de la cocina y miró sin decir nada. Pedro estaba vestido pero iba descalzo. Y estaba sentado de espaldas a la puerta.
«Qué espalda tan fuerte tiene», pensó ella.
Olivia estaba sentada en su pierna izquierda y Barney, el dinosaurio, en la derecha.
Al parecer, él hablaba como si fuera Barney.
—Anoche nos diste un buen susto, Oli —dijo Pedro mientras movía la cabeza del dinosaurio—. Parecías una rana cada vez que tosías.
La pequeña se reía y movía los brazos hacia el dinosaurio. Tosió una vez, pero nada parecido a la tos fuerte que había tenido la noche anterior.
—Ups, peligro: mocos —dijo Pedro.
Dejó el dinosaurio en el suelo y sacó un pañuelo de papel de una caja que había sobre la mesa.
Olivia se echó hacia atrás para que no le limpiara la nariz. Paula imaginó que todavía la tendría irritada.
—Tengo que hacerlo, Oli—Pedro le sujetó la cabeza—. Si no, te ensuciarás toda la cara, y eso no atrae a los chicos.
Paula sonrió. La dulzura con la que Pedro hablaba a la pequeña hizo que se le acelerara el corazón y que los pezones se le pusieran erectos.
Pedro se daría cuenta enseguida, así que retrocedió una pizca para recuperarse y chocó contra una mesita que había en el pasillo. Un pequeño frasco que había sobre ella cayó al suelo y se rompió.
Avergonzada, Paula se arrodilló y empezó a recoger los pedazos.
—¿Paula? ¿Estás bien?
Ella levantó la vista y vio que Pedro estaba en la puerta de la cocina con Olivia en brazos. No se había afeitado todavía y estaba muy sexy.
Parecía un padre que se encargaba de su hija para que la madre pudiera dormir un rato más.
Era perfecto.
—Estoy bien. Me he chocado con la mesa —dijo ella—. Supongo que era una tontería tenerla ahí. Creo que la cambiaré de sitio —se puso en pie, confiando en que él creyera que se había chocado de camino a la cocina.
Él observó la situación y se fijó en que Paula estaba entre él y el cacharro roto, lo que significaba que se había chocado mientras caminaba hacia atrás. Sonrió y preguntó:
—¿Me estabas espiando?
—No exactamente —se sonrojó.
—Tenlo en cuenta, Oli. Estaba espiándonos. No podemos culparla. Está loca por mí.
La pequeña movió los brazos como si estuviera de acuerdo.
—Me sorprende que tu ego y tú quepáis por las puertas, Pedro Alfonso.
—¿Me equivoco?
Ella lo miró a los ojos y encontró la sombra de la incertidumbre.
Ella sabía cómo debía responder para jugar según sus reglas. Debía reír y asegurarle que no era así. Sin embargo, lo miró fijamente y le dijo:
—No, no te equivocas. Estoy loca por ti.
Pedro se puso un poco más serio.
—Incluso seré más concreta. Creo que estamos hechos el uno para el otro.
Aquellas palabras borraron su sonrisa del todo.
—Espera, Paula. No lo dirás en serio.
—Demasiado tarde. Estoy dispuesta a todo.
Él la miró boquiabierto.
—Y si fueras sincero contigo mismo, tú también. Tenemos que estar juntos, Pedro.
—Paula, el que hayamos pasado un rato estupendo en la cama no significa que...
Olivia le agarró la nariz y se la retorció.
Él hizo una mueca y le retiró la mano.
—Eh, Olivia, ya tengo una mujer tratando de ponerme un anillo en la nariz. No empieces tú.
—No he basado mi conclusión únicamente en una buena relación sexual.
—Excelente relación sexual —la corrigió él—, pero eso no significa que haya llegado el momento de promesas y velo blanco. Te advertí que yo no era de ésos. Y no olvides que fuiste tú la que entró en mi habitación. Yo no te convencí de nada.
—Recuerdo perfectamente el tiempo que hemos pasado juntos en la cama —se humedeció los labios con la lengua—. ¿Y tú?
A Pedro se le oscureció la mirada. Después posó la vista sobre el escote de Paula. Cuando volvió a mirarla a los ojos, respiraba de forma acelerada.
—Es hora de cambiarle el pañal a esta criatura —dijo él.
—Déjame que barra antes de que paséis. No quiero que te cortes con un pedazo de cristal.
—Gracias —Pedro se echó a un lado y la dejó pasar.
Después de echar los trozos del frasco a la basura, sacó la escoba y el recogedor y pasó de nuevo junto a Pedro. Olivia se movía entre sus brazos, pero él permanecía en silencio. Paula estaba segura de que la observaba en cada movimiento, y no pudo evitar que la bata se le abriera a la altura del escote mientras recogía los pedazos de cristal.
—Ya está —dijo cuando terminó—. Mientras la cambias me daré una ducha.
—Muy bien.
Ella lo miró de reojo antes de que se marchara y se fijó en el bulto que había en su entrepierna.
Perfecto, porque ella lo deseaba de la misma manera.
«No sólo se trata de sexo», pensó mientras se quitaba la bata en su habitación.
La dejó sobre la cama y entró en el baño para abrir el agua de la ducha.
La noche anterior no había ido a la habitación de Pedro sólo porque lo deseara sexualmente.
Había ido porque, por fin, había descubierto que bajo su fachada de playboy había un hombre tierno y cariñoso. Había ido porque el hombre que Pedro había demostrado ser durante toda una noche cuidando a Olivia era un hombre que merecía ser amado.
Él no la había decepcionado. Entre sus brazos se sentía completa. Y sabía que él sentía lo mismo. Pero había algo que no le permitía destapar la parte de sí mismo capaz de amar, honrar y apreciar a una mujer durante toda una vida. Paula estaba dispuesta a averiguar qué era.
Entretanto, se daría una ducha. Se recogió el cabello en lo alto de la cabeza y se metió en la bañera. Cerró la cortina y se colocó bajo el chorro del agua. Necesitaba un café. Necesitaba desayunar. Necesitaba...
Se abrió la cortina de la ducha.
—¡Pedro!
Antes de que pudiera reaccionar, él la agarró por la cintura y la sacó de la bañera.
—Me estás volviendo loco —le susurró al oído mientras presionaba su cuerpo desnudo contra su trasero mojado para que notara su erección.
Un fuerte deseo se apoderó de ella y comenzó a volverse hacia Pedro, pero él la sujetó colocando una mano sobre uno de sus senos y la otra en la entrepierna.
—¿Dónde está...? —se calló al sentir que él encontraba el punto más íntimo de su ser—. ¿Dónde está la niña?
—Está bien —le susurró al oído—. Está en la cuna, jugando con Bruce.
Paula no estaba segura de si debían de hacer aquello con Olivia despierta en el piso de arriba. Intentó decírselo e ignorar el temblor de sus piernas y el cosquilleo que sentía en el vientre.
Si él no la hubiera sujetado, se habría derrumbado en el suelo.
—Pedro, no creo que...
—No te preocupes —dijo él, y continuó acariciándola mientras la hacía arrodillarse sobre la alfombrilla del baño—. No nos llevará mucho tiempo.
Al sentir que le mordisqueaba el hombro se le aceleró el corazón. Y mientras la calmaba con sus caricias la guió para que se colocara a cuatro patas. Ella se percató que iba a poseerla en esa postura, quizá para poder satisfacer su deseo sin tener que mirarla a los ojos y ver sus sentimientos.
Lo recibió estremeciéndose de placer. Él gimió y adentró su miembro en ella otra vez. Y otra. Su cuerpo temblaba contra el de ella con cada penetración, y el sonido de su respiración invadió la habitación.
—Cobarde —dijo ella, a pesar de que anhelaba cada movimiento.
—Bruja —dijo él y se movió de nuevo.
Ella empezó a temblar y gimió con fuerza.
Él incrementó el ritmo. Sus muslos golpeaban contra su trasero, aumentando la sensación de placer. Por fin, cuando creía que estaba a punto de volverse loca, él empujó con fuerza y cuando liberó su deseo, susurró su nombre.
Mientras se tranquilizaban, ambos se tumbaron en el suelo y quedaron con los cuerpos entrelazados.
Pedro la besó en la nuca.
—Sé que significo algo para ti —dijo ella—. Más que una aventura de verano. Y sé que no me equivoco.
—No te equivocas —le acarició un hombro—. Has puesto mi mundo patas arriba. Pero es que no puedo comprometerme contigo... ni con nadie.
—¿Por qué no?
Él no respondió.
—Creo que merezco saberlo.
—Puede que sí.
—¿Me lo contarás?
Él la soltó.
—Lo pensaré —la besó en el hombro, se puso en pie y salió del baño.
Con los ojos cerrados, ella permaneció tumbada sobre la alfombra. Él no le había dicho que no se comprometería con ella. Le había dicho que no podía hacerlo. Y eso era un problema más serio de lo que ella esperaba.
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Al oír el ruido de la ducha del piso de abajo, Pedro imaginó a Paula desnuda, con el cuerpo mojado, y trató de pensar en otra cosa para distraerse. Miró hacia la ventana y observó cómo la lluvia golpeaba el cristal. Pero al ver las gotas de agua no pudo evitar asociarlas con el agua de la ducha, y con Paula. Se preguntaba de qué color tendría los pezones. Sus antepasados eran indios americanos y por eso tenía la piel de un dorado especial.
Si el agua estaba templada, sus senos estarían relajados y suaves para el tacto de un hombre.
Pero si estaba duchándose con agua fría para bajar su excitación, tendría los pezones erectos y duros, preparados para que se los acariciaran con la lengua y se los mordisquearan.
Se humedeció los labios y deseó... Diablos.
Estaba tumbado en la cama con una tremenda erección. No sería capaz de dormir en esas condiciones. Y tendría que sobrevivir hasta el amanecer.
Había decidido no ir al piso de abajo por varios motivos, pero además, no tenía preservativos.
Había prometido no tocar a Paula si le permitía quedarse en su casa con Oli, y por eso no los había recogido cuando regresó al rancho a por sus cosas. Lo más probable era que ella no hubiera pensado en ello cuando lo invitó a su cama.
Por supuesto, podrían hacer el amor de otras maneras, sin necesitar preservativos. Imaginó el sabor de su cuerpo y el tacto de su lengua acariciándolo. Podrían pasar un rato estupendo.
Pero no sucedería, porque él iba a quedarse arriba.
Hasta el amanecer. Después, llevaría a Oli al doctor para que la viera antes de regresar al rancho. Había pasado lo peor y ya podía encargarse de ella a solas.
Entretanto, sabía que lo mejor era permanecer en aquella habitación. Para ambos. Sentía una conexión con Paula que no había sentido con ninguna otra mujer, y no quería ni imaginar qué pasaría si la mezclara con una relación sexual.
Se dio la vuelta en la cama y la sábana rozó su miembro erecto. «Maldita sea», quizá no debería haberse desnudado del todo para meterse en la cama. No había estado a solas con una erección desde los quince años.
Y conocía el método para deshacerse de ella.
Pero una ducha helada despertaría a Oli y no quería arriesgarse.
Era pura agonía. Le dolía la entrepierna, casi tanto como si le hubieran dado una patada. Y no sabía cuánto tiempo estaría así. No podía entrar en la consulta del doctor en ese estado.
Por desgracia, sólo tenía una solución, y al pensar en ella se sentía como un adolescente.
Suspiró resignado, retiró la sábana y agarró su miembro. Apretó una pizca y gimió. Habría preferido que fuera la mano de Paula la que lo acariciara, pero no podía hacerlo.
Cerró los ojos y trató de imaginar que Paula estaba con él. Cuando empezó a mover la mano hacia arriba, oyó el ruido de la tabla que estaba suelta en la escalera.
Se detuvo de golpe. Paula estaba subiendo, probablemente para comprobar si el bebé estaba bien. Él permaneció quieto, apretando los dientes, con el pene ardiendo en su mano, esperando a oír el ruido de unos pasos que le indicaran que había regresado a su habitación.
De pronto, se abrió la puerta.
Él podía ver la silueta del cuerpo de Paula gracias a la luz del pasillo, pero ella no podría ver la cama hasta que no se acostumbrara a la oscuridad.
Un aroma a colonia mezclado con excitación sexual invadió la habitación. Despacio, soltó su miembro erecto y retiró la mano. No se atrevía a moverse. Quizá, Paula sólo quería comprobar si estaba dormido. Quizá...
Entonces, ella entró en la habitación y cerró la puerta con cuidado.
—¿Estás dormido? —le preguntó al acercarse a la cama.
—No —dijo él—. ¿Oli está bien?
—Sí.
—Bien —en la oscuridad vio que Paula llevaba una bata atada por la cintura. Sólo se le ocurría un motivo por el que podía haber ido allí, y él no tenía fuerza para rechazarla.
—No puedo verte muy bien —dijo ella.
—Mejor.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Probablemente te quedarías impresionada.
—¿Porque estás desnudo?
—Eso es.
—¿Y empalmado? —preguntó con la respiración acelerada.
—También.
Ella se desató la bata y la dejó caer al suelo.
—Quizá pueda ayudarte.
Él tragó saliva. Tenía los senos redondeados y los pezones erectos. La cintura perfecta y las piernas esbeltas.
—Si es que me dejas —añadió con tono sensual—. ¿O vas a echarme de manera amable?
—No podría hacerlo, Paula.
Ella se acercó a la cama y lo miró.
—Quiero encender la luz.
—Yo también —se apoyó en un codo y se acercó a la lámpara de la mesilla.
—Espera —ella rodeó la cama y se acercó a la ventana para cerrar la cortina.
Pedro encendió la luz y la contempló desnuda.
—Cuánta luz —se cubrió los ojos con la mano.
—Ah, Paula —suspiró de placer.
Ella lo miró entre los dedos y sonrió.
—Pedro —retiró la mano y contempló su miembro erecto—. ¿Me esperabas?
—No —contestó—. Has de saber que no tengo...
—Yo sí. En el bolsillo de la bata.
—Debo de estar soñando —dijo él, y movió la cabeza.
—A veces, los sueños se convierten en realidad —se metió en la cama.
—Nunca había soñado nada tan maravilloso.
—Lo sé. Yo tampoco —lo besó en los labios.
—Si esto es un sueño, no me despiertes —dijo mientras le acariciaba el cabello.
—Sólo pensaba amarte —murmuró y lo besó de nuevo.
Pedro no imaginaba que una mujer pudiera expresar tanto con un beso. Él le acarició los senos y le dijo:
—Túmbate. Quiero...
—Todavía no —le sujetó el miembro, tal y como él había imaginado que lo haría minutos antes.
Y así, sin más, ella se hizo con el mando. Él hizo todo lo posible por mantener la cordura mientras ella lo acariciaba con amor. Amor. Era la única palabra que permaneció en su mente mientras ella se agachaba para acariciarlo con la lengua, los labios, la respiración...
Él creía que no podría aguantar... y, sin embargo, le habría gustado que aquello durara para siempre. Nunca se había sentido tan cuidado por una amante. Susurró su nombre y le agarró el cabello con fuerza para tratar de mantener el control. Cuando creía que había perdido la batalla, Paula hizo una pausa, como si supiera que no debía llegar más lejos.
—Pedro —dijo con satisfacción.
Él le soltó el cabello y la miró a los ojos. Otras veces había visto pasión y deseo en la mirada de una amante, pero nunca había visto amor incondicional. Hasta ese día. El deseo de poseer a aquella mujer se apoderó de él. Necesitaba sentirse dentro de ella, y que lo abrazara con las piernas. Nunca había deseado tanto a una mujer. Se movió y se colocó entre sus piernas.
Ella murmuró algo, pero el deseo había hecho que no pudiera oír nada más que sus instintos.
Buscó el calor de su cuerpo, su humedad, su suavidad, y se preparó para adentrarse en ella.
—¡Pedro! —exclamó ella, y le empujó el torso—. Espera.
Y entonces, él se percató de lo que había estado a punto de hacer.
—Paula, lo siento —apoyó la frente contra la de ella—. No sé en qué estaba pensando.
—¿No?
Él la miró. Podía ahogarse en la mirada de sus ojos marrones. Deseaba penetrarla, sin protección. Debía de estar loco.
—¿Qué quieres decir?
—Quieres un bebé.
—No —huyó de la verdad todo lo deprisa que pudo—. Te deseo. Y he perdido el control.
Ella lo miró con pasión.
Él respiró hondo.
—Pero ya lo he recuperado.
—¿De veras?
—Sí. Todo bajo control —la besó en el cuello.
Deslizó el rostro por su cuerpo y le acarició el pezón con la lengua. Paula gimió de placer y él se lo mordisqueó. Deseaba acariciarle todo el cuerpo, explorar la intimidad de su ser. Ella comenzó a respirar con dificultad y separó las piernas, ofreciéndole su feminidad, susurrando su nombre y temblando entre sus brazos. Y él se sintió privilegiado por poder acariciarla de aquella manera.
Sólo el hombre más afortunado del mundo podía disfrutar de un beso tan íntimo y erótico, y escuchar los gemidos provocados por el movimiento de su lengua. Y él era ese hombre.
Y quería serlo siempre. Pero no podía ser.
La frustración se apoderó de él e hizo que la acariciara con más fuerza. Su intención era llevarla al límite, pero no quería parar. Deseaba que se rindiera en ese instante, cuando era vulnerable y estaba abierta a las caricias de sus labios y su lengua, como si eso sellara una especie de pacto.
Ella gimió una vez más y arqueó su cuerpo, suplicando que liberaran su tensión.
Él se entregó a ella con ferocidad y se dejó llevar por la pasión. Era suya. Suya.
Paula ahogó sus gemidos en la almohada mientras él la abrazaba con fuerza. Por fin, se derrumbó entre sus brazos.
Él no sabía cómo había encontrado los preservativos en el bolsillo de la bata que estaba en el suelo, ni cómo había sido capaz de ponerse uno mientras le temblaba todo el cuerpo, pero lo había hecho. Ella estaba tumbada bajo su cuerpo, y lo miraba con aquellos maravillosos ojos.
Cautivado por su mirada, Pedro metió las manos bajo el trasero de Paula y empujó con fuerza.
Una, dos, tres veces, hasta que estalló.
Entonces, cerró los ojos para tratar de ocultar sus sentimientos.
Porque ella tenía razón. Quería tener un hijo.
Con ella. Sólo con ella.
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