miércoles, 12 de diciembre de 2018

CAPITULO 36 (CUARTA HISTORIA)




Paula se había preparado para un lugar rudimentario, aunque en realidad, no le importaba dónde estuviera siempre y cuando pudiera estar a solas con Pedro y con Olivia. Por fuera, la cabaña era más o menos como se la había imaginado: un pequeño edificio de madera con ventanas cuadradas, sin cortinas. El tejado era de estaño y estaba cubierto de agujas de pino, hojas y ramas. Los restos del bosque hacían que pareciera casi de paja.


Pero la cabaña, humilde como era, estaba en medio de un bosque de álamos. Sus troncos brillantes y blancos elevándose hasta la frondosidad dorada de las hojas eran toda la decoración que necesitaba aquel lugar para ser espectacular.


—Es precioso —dijo Paula mientras Pedro aparcaba la camioneta junto a la puerta.


—¿Precioso? —preguntó Pedro, mirándola con sorpresa—. No tienes que fingir que es el Taj Mahal por mí, Pau. Sé que tú estás acostumbrada a cosas mejores.


—¿De dónde has sacado eso?


Durante su relación, él nunca se había disculpado por los alojamientos, y algunos de ellos no habían sido precisamente de cinco estrellas.


—Bueno, después de todo, tú eres la heredera de una gran fortuna, y...


—Pedro Alfonso, ¿acaso le he dado yo alguna importancia a eso en el tiempo que llevamos juntos? De hecho, ¿no he procurado con todas mis fuerzas librarme de esa etiqueta?


Olivia comenzó a reírse, como si quisiera unirse a la conversación.


—Bueno, sí —reconoció Pedro—. Pero no puedes cambiar el hecho de que tienes relación con Ramiro Chaves.


—La menos posible —respondió Paula. 


Realmente, no quería hablar de ello.


Olivia se volvió más ruidosa.


—¿Tienes pensado mantener a Olivia en secreto para siempre? —preguntó Pedro.


Era una pregunta justa, si estaba considerando construir una vida con ella.


—No, supongo que no. No importa lo que yo sienta hacia mis padres y hacia todo el poder que tienen. No estaría bien, ni para Olivi ni para ellos. He estado pensando en mi madre últimamente —admitió Paula—. Estoy segura de que le encantaría ser abuela.


Olivia empezó a moverse en el asiento del coche, al tiempo que intensificaba sus balbuceos.


Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y comenzó a salir del coche para atender al bebé.


—Deberíamos meterla en casa.


Pedro no se movió.


—¿A qué te refieres con eso de circunstancias mejores? ¿Con un tipo mejor? —preguntó suavemente.


Paula se volvió hacia él y al ver la incertidumbre reflejada en su mirada, se irritó consigo misma por haber elegido mal las palabras. Sin prestar atención a la agitación que mostraba Olivia, alargó los brazos y le tomó la cara entre las manos.


—Tengo al mejor hombre —le dijo—. No estaba hablando de ti. Estaba hablando de todo este lío, de ese tipo que me sigue. Yo me sentiría orgullosa de decirle a mis padres que tú eres el padre de mi hija —«y también me sentiría orgullosa de decirles que eres mi marido», pensó. Sin embargo, eso se lo guardó para sí. Necesitaba ocuparse de Olivia antes de tener aquella conversación.


Paula sacó a la niña de la camioneta y entró en la cabaña con ella mientras Pedro se ocupaba del equipaje. Al entrar, lo primero que vio fue un jarrón lleno de margaritas blancas y amarillas, colocado sobre una mesa de madera con dos sillas. La segunda fue la cama, abierta, con las almohadas blancas ahuecadas, como si alguien no quisiera perder el tiempo y deseara meterse entre las sábanas rápidamente. La tercera cosa fue un biombo a los pies de la cama. Pedro también había pensado en la privacidad.


Él se acercó y Paula lo miró. Pedro la estaba observando con expresión tensa. Paula estaba tan conmovida y excitada por el cuidado que había puesto en los detalles que no sabía si podría hablar. Pero, evidentemente, tenía que decir algo.


—Las flores... —hizo una pausa y carraspeó—. Las flores son muy bonitas.


—Ojalá pudiera decirte que las tomé en el bosque. Tuve que comprarlas en el pueblo, porque no estamos en la estación adecuada. Sé que el jarrón no es...


—Pedro, si te disculpas más por esta preciosa cabaña, yo... bueno, no sé lo que voy a hacer, pero seguro que no te gustará.


Él se quedó inmensamente aliviado.


—Entonces... ¿te gusta el sitio?


—Me encanta. No querría estar en ningún otro lugar, ni con otras personas.


—Yo tampoco —Pedro la miró y poco a poco, en su rostro apareció una sonrisa, a medida que la ansiedad desaparecía de sus ojos azules y era reemplazada por una llama de deseo.


A ella se le cortó la respiración al observar la belleza de aquel hombre. Y durante toda una semana, sería sólo suyo. Bueno, suyo y de Olivia.


Como si quisiera recordarle que estaba allí, la niña comenzó a luchar y a retorcerse en sus brazos.


A Paula le encantaba que su hija estuviera aprendiendo a moverse tan rápido. Disfrutaba mucho viéndola gatear, y estaba impaciente porque anduviera.


—Si cierras la puerta —dijo a Pedro—, la dejaré en el suelo para que explore un poco por la habitación.


Pedro se puso nervioso de nuevo.


—¿Estás segura de que no le ocurrirá nada? 
Maria dijo algo de astillas.


Paula observó el suelo de madera y decidió que parecía lo suficientemente pulido. Y la ausencia de alfombras gruesas podría ser un punto a favor.


—Estará bien —dijo, y se agachó para dejar a la niña en el suelo—. De todas formas, no podemos tenerla en brazos toda la semana. ¿Podrías cerrar la puerta, por favor? Al final, la dejaré explorar fuera también, pero...


—¿Fuera?


Asombrada por su tono escandalizado, ella alzó la vista.


—Claro. ¿Por qué no?


—Podría encontrarse alguna cosa. Un bicho, una piedra sucia, una serpiente... —enumeró él, y se estremeció.


Paula se rió.


—No voy a soltarla por ahí y olvidarme de ella. La seguiré y me aseguraré de que no se meta nada a la boca. Tú puedes ayudarme a vigilarla, si te sientes mejor. Olivia gatea muy bien, pero dudo que pueda avanzar a más velocidad que nosotros.


—No me importa. No estoy cómodo con la idea de dejar al bebé en el suelo.


Paula excusó su actitud al pensar que él tenía poca experiencia. Sin duda, tras uno o dos días con Olivia lo superaría, pero en aquel momento la estaba poniendo un poco nerviosa. Se parecía mucho a Ramiro. su propio padre. Y Paula no iba a tolerar que nadie asfixiara a su hija como la habían asfixiado a ella, aunque esa persona fuera el hombre más atractivo del planeta.


—Empezaremos por la cabaña; ya nos preocuparemos del exterior más adelante.


—Está bien —convino Pedro, y cerró la puerta. 


Pau dejó a Olivia en el suelo y después se sentó a su lado para quitarle el gorrito.


—Ya está, cariño. Libre, al fin.


Inmediatamente, Olivia comenzó a gatear, gritando de alegría, hacia la estufa de madera.


—Oh, Dios —dijo Pedro—. No vamos a poder usar la estufa. Se puede quemar.


—Claro que sí podemos usarla. Cuando esté caliente, no dejaremos que se acerque.


Paula siguió con la vista a Olivia mientras la niña pasaba ante la estufa y se dirigía a la mesa. Se metió debajo y se sentó, muy satisfecha consigo misma.


Paula se rió. Era evidente que Olivia estaba imitando a Fleafarm y a Sadie. A las perras les encantaba tumbarse bajo la mesa del comedor.


—¿Eres un perrito? —preguntó.


—¡Pa! —dijo Olivia, y lanzó a Paula una sonrisa.


—Buena chica —sin dejar de sonreír, Paula alzó la vista y vio a Pedro con el ceño fruncido—. ¿Qué ocurre?


—No me esperaba que fuera a gatear por toda la cabaña.


—¿Y qué imaginabas que iba a hacer?


—Pensaba que la tendríamos en brazos, o que la pondríamos en el parque.


—Es muy mayor para estar confinada de ese modo durante mucho tiempo —explicó Paula, intentando conservar la paciencia. Después, volvió su atención hacia Olivia, al darse cuenta de que se movía. La niña comenzó a gatear hacia la cama.


—Entonces quizá no deberíamos haberla traído.


A ella se le encogió el corazón.


—Quizá no, si te vas a comportar como una gallina con sus polluelos.


—Yo sólo... ¡Olivia, no! —exclamó él. Fue corriendo hacia la niña y la tomó en brazos—. ¡Dame eso!


Olivia comenzó a llorar.


Paula se puso de pie de un salto.


—¿Qué? ¿Qué tiene en la mano?


—¡Bueno, sólo es una brizna de hierba, pero habría podido ser cualquier otra cosa!


—Dámela.


Parecía que él estaba contento de deshacerse de la niña. Paula se la llevó junto a la ventana.


—No pasa nada, cariño —dijo mientras la mecía y le besaba las mejillas húmedas—. Chist, no pasa nada. Cálmate, pequeñina. ¡Mira! ¡Mira por la ventana! ¿Ves a aquel pajarito? Mira eso. Es un pajarito muy bonito que ha venido a decirle hola a Olivia. ¿No quieres decirle hola?


—Ba —dijo Olivia, gimoteando. Después, respiró profundamente y se movió en los brazos de Paula para mirar a Pedro.


Paula siguió la dirección de la mirada del bebé y la expresión de confusión de Pedro le partió el corazón.


—Está bien —le dijo.


Él sacudió la cabeza.


—No puedo hacerlo, Pau. No se me da bien.


—Oh, por Dios —dijo ella. Con Olivia en brazos, se acercó a él. Notó que la niña se encogía un poco, y ésa era otra razón más para borrar de la mente del bebé aquel incidente.


—Me odia —dijo Pedro.


—Sólo la has asustado un poco. Háblale.


—¿Y qué le digo?


—Que es la niña más preciosa del mundo. Y también podrías darle esa brizna de hierba.


—¡Pero estaba debajo de la cama!


—No le hará daño. Los ciervos la comen.


No parecía que Pedro estuviera muy conforme, pero le ofreció la hierba a Olivia.


—¿Es esto lo que querías, cariño?


—¡Ga! —dijo Olivia, y alargó el brazo.


—Hazle cosquillas con ella —sugirió Paula.


—¿Se la pongo en la cara?


—Sí. Juega con ella. Acuérdate de lo mucho que le gusta jugar al escondite. Jugar es importante.


Él respiró hondo para tomar fuerzas.


—Está bien. Eh, Olivia, ¿te gusta? —dijo, y le rozó la punta de la nariz con la brizna de hierba.


La niña se rió, encantada.


—Te gusta, ¿verdad? —Pedro repitió el movimiento y se ganó otra risita de bebé—. Me encanta cómo se ríe. Se le arruga la nariz.


—Lo sé.


La tensión que había sentido Paula comenzó a disiparse mientras Pedro continuaba haciéndole cosquillas. ¿Por qué habría pensado ella que todo iba a ser tan fácil a la primera cuando los tres estuvieran juntos? Era una tonta. Pedro y ella no habían tenido nunca las conversaciones básicas que los futuros padres debían tener sobre las expectativas y los estilos de paternidad.


Ella había tenido nueve meses para leer mucho sobre la crianza y la educación mientras se formaba la idea de la madre que quería ser. 


Aunque no quería que Olivia repitiera su niñez, había habido cosas muy positivas en ella, como el hecho de sentirse querida. Pedro no tenía forma de saber cómo actuaba un padre que quería a su hijo.


—Es casi la hora de comer —dijo por fin—. Si le traes la trona de la camioneta y la pones ahí, le daré la comida.


—Está bien —dijo Pedro. Se dio la vuelta y Olivia protestó. Entonces él se volvió con una sonrisa en los labios—. No quiere que me vaya —dijo, sorprendido.


—No, no quiere —afirmó Paula, sonriendo también—. Pero quizá lo tolere si le das la brizna de hierba.


Él miró la hierba que tenía en la mano.


—Supongo que tengo que hacerlo, ¿no?


—Confía en mí. No le va a pasar nada. Yo la vigilaré cuando tú te hayas ido.


De mala gana, él le dio la hierbecita a Olivia, que movió las manos y se rió de felicidad. Cuando se la metió a la boca, él hizo un gesto de dolor.


—Odio esto.


—Lo sé. No te preocupes, yo la cuidaré para que no se ahogue. Estará bien.


—Tiene que estar bien —dijo él, y la miró a los ojos—. Porque si os pasara algo a alguna de las dos, yo me moriría.


Pedro sacó la trona de la camioneta para que Pau pudiera darle de comer a la niña. Mientras alimentaba a Olivia, él sacó todo lo que quedaba en el vehículo y montó la cuna portátil. También montó el parque, pese a que Pau le había dicho que no lo iban a usar mucho.


Pensándolo bien, Olivia había gateado mucho por casa de Sebastian, pero Maria y él lo mantenían todo muy limpio. Y además, en la casa él no tenía que asumir la responsabilidad por lo que ocurriera con Olivia cuando estuviera en el suelo, porque siempre había gente alrededor dispuesta a cuidarla.


Estaba tan concentrado en conseguir que Paula quisiera estar de nuevo con él que no se había dado cuenta de que recaería sobre sus hombros la responsabilidad de un bebé. Cuando había pensado en aquella semana, su mayor preocupación había sido que apareciera el tipo que amenazaba a Paula. Sin embargo, mirando a su alrededor en la pequeña cabaña, veía más de un millón de peligros para Olivia, y ninguno de ellos tenía que ver con aquel tipo.


Maria les había hecho unos bocadillos, así que, cuando tuvo listo el mobiliario de la niña, siguió la recomendación de Paula y se detuvo a comer mientras Olivia todavía estaba despierta. No se le había escapado lo que Paula quería decirle: que en cuanto el bebé estuviera durmiendo la siesta, ellos dos no iban a perder el tiempo comiendo.


Cómo necesitaba a aquella mujer. No recordaba haberse sentido tan expuesto y vulnerable en toda su vida, y ansiaba refugiarse en sus brazos. 


Pero la necesidad que sentía no era sólo de recibir cosas. Una vez que había entendido todo lo que Paula había pasado por su culpa, deseaba con todas sus fuerzas regalarle todo el placer que fuera capaz de dar.


Apenas comió. Estaba demasiado preocupado mirando a Pau y excitándose cada vez que ésta lo miraba.


Mientras ella preparaba a Olivia para la siesta, él lavó los platos de la comida. Sólo veía la parte superior de su cabeza detrás del biombo que había colocado entre la cuna y la cama para que pudieran tener algo de intimidad, y tomó nota de quitar el biombo cuando no lo necesitaran realmente. No quería perderse ni una sola imagen de Pau.


—No he visto nada que se parezca a un sistema de seguridad —dijo ella mientras desvestía a Olivia para la siesta—. ¿Dónde están?


—Hay detectores de movimiento en las vigas, en todas las esquinas de la cabaña —respondió él.


—Vaya. Ni siquiera me había dado cuenta —comentó Paula mientras miraba a su alrededor.


—A Sergio le gusta que sus sistemas sean discretos —le dijo Pedro—. Las cámaras están en el tejado, camufladas entre las hojas y las ramas de los pinos. Si ese tipo no sabe que hay un sistema de seguridad, no intentará desmantelarlo.


—¿Te dio Sebastian un arma cuando nos marchábamos esta mañana?


—Sí. Está en la caja de metal verde que he puesto en la estantería más alta. ¿Te molesta?


—Me molesta tener que pasar por estas cosas. ¿Sabes disparar?


—Si es necesario...


—Bueno, supongo que eso está bien.


—Sí, supongo que sí.


Ella le murmuró algo a Olivia y comenzó a cantarle suavemente.


Él ya no la veía, y pensó que Paula se habría inclinado sobre la cuna para dormir a Olivia.


Paula había aceptado la presencia del arma mucho mejor de lo que él había pensado. Pedro recordaba la última vez que había tenido un arma en las manos. Había sido aquella misma pistola. Los chicos estaban bromeando sobre quién era el mejor tirador, un día de verano en el Rocking D. Sebastian había puesto unas cuantas latas de cerveza sobre una valla y todo el mundo había probado su puntería, salvo Pedro. Él no quería tocar el revólver.


Finalmente, le habían tomado tanto el pelo que se había rendido. Se había intentando convencer de que había superado la repulsión y el rechazo que sentía hacia las armas, pero no había podido. Él había acertado en todas las latas. Parecía que las horas de práctica cuando era niño no habían perdido su efecto. Luego había dejado el arma y había ido a la parte trasera del establo, a vomitar.


Sus amigos habían pensado que se trataba de una gripe estomacal. Él no tenía interés en contarles que cuando tenía trece años, su padre le había obligado a disparar a un caballo. El animal se había vuelto malo, pero sólo porque su padre lo maltrataba de la misma forma que maltrataba a Pedro. El animal le había dado una coz a Pedro y le había roto un brazo, y Hernan Alfonso había tenido un ataque de rabia y lo había obligado a matar al pobre caballo. Pedro no había vuelto a tocar un arma desde entonces.
Paula era la primera persona que conseguía que todos aquellos malos recuerdos se desvanecieran. Hasta el momento en que se había marchado, diecisiete meses atrás, no había sabido apreciar la magia que ella le confería a su vida. Quererla lo sanaba. ¡Y Dios...! necesitaba que lo sanara en aquel momento.




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