domingo, 11 de noviembre de 2018

CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)




Paula observó cómo Pedro se llevó a Julian al servicio y pensó que el hombre le inspiraba confianza y seguridad. Podía sentirlo, y estaba segura de que Julian también.


El pobre niño no había tenido muchos referentes masculinos en su vida. Su abuelo nunca había sentido interés por sus nietos. Mario había ignorado a Julian hasta que olió la posibilidad de conseguir dinero y aun así, le costaba esfuerzo fingir ser un buen padre.


No era de extrañar que Julian hubiera conectado tan rápido con Pedro. El hombre le había dedicado mucha atención.


«No todos los hombres pasan de sus hijos como hizo el mío», pensó ella. Patricia, la Bella, había conseguido ganarse la admiración de su padre gracias a su trabajo como presentadora de televisión. Sin embargo, Paula, con su trabajo de oficina en una empresa de publicidad no había conseguido lo mismo.


Paula los miró hasta que Pedro y Julian entraron en el servicio de hombres. Después miró a la camarera que estaba detrás del mostrador. Se fijó en que se llamaba Lucia. Igual que la madre de Paula. Un fuerte dolor invadió su corazón antes de que pudiera controlar sus sentimientos.


La mujer, que estaba embarazada, se acercó a ella.


—¿Puedo ayudarla en algo?


—Seguro que puede. ¿Puede prepararme dos hamburguesas y unas patatas fritas para llevar?


—No irá a continuar camino con el pequeño, ¿verdad?


—No, por el amor de Dios. Tenemos una habitación en el hostal, gracias al caballero que estaba sentado aquí. Nos ha cedido su habitación.


—¿A que es muy amable? También se preocupó por cómo iba a irme a casa.


—Al parecer es de los que se preocupan por los demás —dijo Paula—. Es bueno saber que todavía quedan hombres así.


—Y es muy atractivo, ¿se ha fijado?


—Supongo —por supuesto que se había fijado. 


Tenía facciones muy masculinas, los ojos verdes y una sonrisa estupenda. El cabello oscuro y rizado. Y cuando lo besó en la mejilla, sintió cómo se le aceleraba el corazón.


—Me sorprende que no lo haya cazado ninguna mujer —dijo la camarera—. Pero no lleva anillo de casado. Y es de los que lo llevarían si lo estuviera —miró el dedo anular de Paula. Tampoco llevaba anillo.


Paula se dio cuenta y metió la mano en el bolsillo.


Quizá a la camarera le gustara jugar a emparejar a los clientes, pero dadas las circunstancias, Paula no estaba para pensar en esas cosas.


—Escuche, puesto que él va a pasar la noche en el café, ¿podría dejarle algo de dinero para pagar lo que consuma? Me gustaría compensarlo por ser tan amable.


—Yo me iré enseguida, pero supongo que podría arreglarlo con la señora Sloan. ¿Por qué no se queda y cena con él? Así podría pagar la cuenta de todo.


Paula le contó la excusa que había preparado para Pedro.


—Lo haría, pero Julian quiere ver un programa en la televisión, así que tenemos que
volver a la habitación.


La camarera la miró como si estuviera loca por dejar pasar la oportunidad.


—Si está segura.


—Estoy segura —sacó algunos billetes del bolso y se los entregó a la camarera—. Con esto debería bastar para lo nuestro y lo que tome él, ¿no cree?


La camarera miró el dinero y se rió.


—Es más que suficiente. Voy a preparar lo suyo.


Paula se colocó de espaldas a la barra para poder mirar hacia la puerta. Hacía tiempo que no entraba ni salía nadie. Las mesas que había junto a la pared estaban ocupadas y el ambiente era festivo, como si el hecho de haberse quedado allí atrapados hubiera hecho que todos se hicieran amigos.


Excepto ella. Una mujer que huía no podía hacer amigos por el camino. Demasiado arriesgado. 


Pedro Alfonso la había ayudado y le estaba agradecida. En otras circunstancias le habría gustado llegar a conocerlo, pero cuando se marchara de allí no esperaba volver a verlo.


Se había marchado de San Antonio sin tener un plan claro, y con muchas ganas de ir a Yellowstone Park. Pero no podía quedarse en Yellowstone. Continuaría hacia Canadá.


Una vez fuera del país, buscaría un buen abogado para que la asesorara sobre la posibilidad de quedarse con la custodia de Julian. Se quedaría con él, aunque fuera de manera ilegal, porque había una cosa que tenía clara: mientras ella estuviera viva, Mario Fowler nunca conseguiría la custodia de su hijo.


CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)




Paula lo miró.


—Estoy segura de que no tardarán mucho en preparar un par de hamburguesas y unas patatas. ¿Bob puede esperar a que lleguemos a la habitación?


Julian se puso la mano en la entrepierna y la miró.


—Yo también tengo que ir al baño —susurró—. Y rápido, Paula.


Paula. Pedro lo había oído bien. El niño no la había llamado mamá. Aquél no era su hijo. La palabra «secuestro» apareció en su cabeza, pero trató de borrarla enseguida.


Ella suspiró y miró a su alrededor hasta localizar los servicios.


—De acuerdo —miró a Pedro—. Si nos disculpas...


—¿Tengo que ir al de las señoras? —preguntó Julian con cara de súplica.


—Sí —ella lo agarró de la mano.


—La última vez una mujer se rió de mí.


—Se reía de los Cheerios, Julian, no de ti. Esta vez no tenemos que hacerlo si no quieres. Vamos.


—¿De los Cheerios? —preguntó Pedro.


—Echo unos pocos a la taza para que haga puntería.


Julian miró a Pedro con cara de preocupación, como si esperara que él también se riera.
Pedro se mordió el labio inferior para no hacerlo.


—Buena idea —dijo tratando de contener la risa.


Julian lo miró y le dedicó una amplia sonrisa.


Señaló a Pedro y dijo:
—Puedo ir con él.


Paula negó con la cabeza y tiró de su mano.


—No, me temo que no, Julian. Vamos.


—Por favor —lloriqueó Julian, y pataleó en el suelo—. Quiero ser un niño mayor.


Pedro sintió que se le encogía el corazón. Él también recordaba haber tenido que ir a los lavabos de mujeres cuando era pequeño, y como siempre había sido más alto de lo normal, sentía que las mujeres lo miraban con extrañeza y odiaba tener que pasar por aquello.


—Lo acompañaré encantado —dijo Pedro—. Sé que no me conoces, pero...


—Yo te conozco —dijo Julian—. Nos has dado tu habitación. Por favor, Paula, déjame ir con él.


Paula los miró. Parecía agotada, frustrada y asustada.


—De acuerdo —dijo al fin—, si estás dispuesto a hacerlo, te lo agradezco. Mientras vais, pediré algo de comer. ¿Quieres algo? Me encantaría invitarte a cenar.


—No, gracias. Todavía no tengo hambre.


Julian comenzó a tirar de él y Paula aprovechó para decir:
—Gracias por todo. Eres como una bendición.


—Encantado de poder ayudar —se levantó el ala del sombrero y se alejó con el pequeño.


—¿Tienes caballos? —preguntó Julian—. Porque a Bob y a mí nos encantan los caballos. Vamos a montar en Yellowstone.


—Tengo dos caballos —le dijo—. Uno lo tengo en casa de mi amigo Sebastian, en el Rocking D, y el otro en casa de mis padres, en Las Cruces.


—¿Rocking D? ¿Qué es eso?


—Un rancho.


—¿Un rancho? ¿Tienes un rancho como los de la tele? —preguntó, tan emocionado que parecía que había olvidado que tema que ir al baño.


—Bueno, no es mío...


—¿Puedo ir? ¿Puedo?


—Hablaremos de ello más tarde. Ahora será mejor que hagas lo que tienes que hacer.


—Bueno —se dirigió a un servicio.


—Puedes hacerlo aquí si quieres —dijo Pedro, y señaló un urinario—. Yo te levantaré.


Julian lo miró confuso.


—Vamos. Te enseñaré. Así es como lo hacemos los mayores —le hizo una demostración.


Julian lo observó fascinado.


—¿Estás listo? ¿Quieres probar? —le preguntó tras subirse la cremallera.


Julian asintió con energía.


Al final, Pedro decidió que sería más fácil si él se ponía en cuclillas y Julian se ponía de pie sobre sus rodillas. El pequeño se rió durante todo el proceso, como si fuera lo mejor que le había pasado aquel día.


Pedro se percató de que se lo estaba pasando en grande. Qué divertido sería llevar a aquel pequeño al Rocking D. Sebastian tenía un caballo muy dócil que sería perfecto para enseñar a montar a Julian. Pero todo era un sueño. Pedro no creía que Paula estuviera dispuesta a hacer un viaje especial al Rocking D. Parecía una mujer con un objetivo claro.


Además, no tenía sentido que Pedro soñara con llevarla allí. Sería una tentación muy grande. Ya se había pillado imaginando cómo sería el cuerpo que se ocultaba tras la chaqueta que llevaba puesta, y no podía permitirse continuar el camino con una mujer.


En cuanto Julian terminó de lavarse las manos retomó el tema de ir a visitar el rancho.


—Nunca he estado en un rancho —le dijo—. ¿Puedo ir? ¿Bob y yo?


—Imagino que tendrás sitios a los que ir y gente a la que ver —dijo Pedro.


—Bueno, vamos a ir a ver «geezers» en Yellowstone.


—¿Quieres decir geiseres?


—¡Hacen ssh! ¡Hacia el aire! —movió los brazos para ilustrarlo.


—Parece divertido —Pedro decidió recabar algo de información—. ¿Vas a encontrarte con tu mamá allí?


—No creo. Mi mamá está en el cielo con los angelitos.


Las palabras que el niño dijo con tanta normalidad le sentaron a Pedro como una patada en el estómago, pero Julian hablaba con tranquilidad. Paula no era la secuestradora que él había imaginado. Pero estaba nerviosa por algún motivo.


—¿Y tu papá?


—No —Julian avanzó hacia la puerta—. Mi papá está en San Antonio.


—¿De veras? —Pedro le sujetó la puerta para que pasara.


—Sí. Y tiene una pistola.




CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)




Los seis reservados del café estaban ocupados, pero Pedro confiaba en que más tarde, la gente regresara a las habitaciones y el lugar quedara vacío para que él pudiera pasar allí la noche.


Se había olvidado de que los asientos eran de plástico duro. Pero habría hecho lo mismo de haberlo sabido. Aunque los asientos fueran de alambre de espino. Una mujer con un niño necesita una habitación más que él. «Una bella mujer». Trató de no pensar en ello. No estaba buscando a una bella mujer.


Se sentó en un taburete junto a la barra y le pidió un café a la única camarera que había en el local. La etiqueta que llevaba en la blusa indicaba que se llamaba Lucia, y estaba embarazada. También parecía agotada.


—¿Vives por aquí, Lucia? —le preguntó mientras ella servía el café.


—No demasiado lejos. ¿Por qué?


Pedro miró por la ventana antes de contestar.


—Tal y como se están poniendo las cosas, deberías regresar a casa ahora que todavía es posible.


—Es un detalle que se preocupe por mí. Me iré dentro de una hora, cuando termine con toda esta gente. La pareja que lleva el local dice que podrán ocuparse de todo. Como todas las habitaciones están alquiladas, ya no hace falta que el señor Sloan se quede en recepción, así que vendrá a ayudar a la señora Sloan para que yo pueda marcharme.


—Muy bien. ¿Tienes un cuatro por cuatro?


—Sí. Mi novio vendrá a recogerme en el Jeep —se miró el vientre con timidez—. Últimamente está un poco protector hacia mí.


—Normal —dijo Pedro.


La camarera se sonrojó.


—Espero que sea niño, aunque a Gary no le importa lo que sea, mientras el bebé esté bien. Yo... —hizo una pausa cuando alguien la llamó desde un reservado—. Disculpe. Me necesitan en la mesa número dos —se dirigió hacia allí.


Pedro sintió ganas de decirle que él atendería a las mesas para que ella pudiera poner los pies en alto y descansar. Se preguntaba si Jesica habría trabajado tan duramente mientras estaba embarazada de Olivia. Debería haberle dicho que estaba embarazada desde un principio. La idea de que hubiera pasado sola todo el embarazo y el parto hacía que se sintiera culpable.


Bebió un sorbo de café y del bolsillo de su chaqueta, sacó la nota que le había enviado Jesica. La había leído cientos de veces, pero necesitaba hacerlo otra vez para convencerse de que lo que le había sucedido no era un sueño.



Querido Pedro:
Cuento contigo para que seas el padrino de Olivia hasta que yo pueda regresar a por ella. Tu fuerza interior es lo que ella necesita en estos momentos. La he dejado con Sebastian en el Rocking D. Créeme, no lo habría hecho si no estuviera en una situación desesperada.
Te lo agradeceré siempre,
Jesica



La carta databa de más de dos meses atrás. Jesica había puesto el código postal equivocado y eso había provocado que se retrasara la entrega. Para cuando llegó a Las Cruces, él estaba en la carretera buscando trabajo como herrero de caballos.


Con la carta en la mano, Pedro se frotó la barbilla y contempló la nieve por la ventana. La nieve era lo que había hecho que estuviera en ese aprieto. Hacía ya más de dos años, él y sus tres mejores amigos, Sebastian Daniels, Augusto Evans y Nicolas Grady, habían hecho un viaje de esquí a Aspen. Todos estuvieron a punto de morir sepultados por una avalancha de nieve.


Jesica Franklin era la recepcionista de los apartamentos donde se alojaban y afortunadamente, aquel día se había ofrecido a acompañarlos durante la jornada de esquí. De otro modo, Nicolas no estaría con vida. Ella descubrió dónde había quedado sepultado y consiguió mantener la calma y dirigir a los demás para que escarbaran en la nieve para rescatarlo.


—¿Quiere más café? —preguntó Lucia al pasar junto a él.


Pedro miró la taza. Tenía una larga noche por delante y un poco de cafeína no le sentaría mal.


—Claro —dijo él con una sonrisa—. Y gracias.


—De nada.


Cuando se marchó, él continuó inmerso en su pensamiento. Si no hubiera ido a la celebración que habían hecho el año anterior por haber sobrevivido a la avalancha... Pero una vez más se había dejado llevar por sus amigos.


Además, necesitaba distraerse. Darlene acababa de anunciarle que lo dejaba con él para casarse con Chéster Littlefield.


Finalmente, Nicolas no asistió a la reunión porque le surgió un compromiso de última hora, así que sólo se reunieron Pedro, Jesica, Sebastian y Augusto. Pedro no solía beber mucho. Durante los años había visto el efecto que el alcohol causaba en su padre y no había querido seguir sus pasos.


Pero aquella noche, pensando en Darlene, se bebió todo lo que le pasaba por delante. 


Sebastian y Pedro también bebieron bastante, pero Jesica decidió no beber nada para poder llevarlos de regreso al apartamento y asegurarse de que se tomaran una aspirina antes de meterse en la cama.


Y debió de ser entonces cuando Pedro traspasó los límites y consiguió que Jesica se acostara con él. Sereno nunca se habría planteado tal cosa. Pero bebido y deprimido por culpa de Darlene, era posible que lo hubiera hecho.


Estaba convencido de que Jesica sabía que no había sido su intención. Incluso quizá la llamara Darlene a mitad de noche. Y Jesica había tenido que soportar todo sola tras descubrir que estaba embarazada, pero tiempo después le estaba pidiendo ayuda porque tenía problemas.


Pedro no se creía aquello de que quisiera que fuera el padrino. Él era el padre de la niña. 


Cuando llamó al Rocking D descubrió que tanto Sebastian como Augusto habían recibido sendas cartas pidiéndoles que también fueran los padrinos de Olivia. Pero él estaba convencido de que aquellas cartas no eran más que una cortina de humo para ocultar la verdad. Sebastian era demasiado honesto para haber hecho algo así, y Augusto tenía demasiada experiencia en el tema como para meter la pata. Además, Jesica podría haberse deshecho de ellos fácilmente, teniendo en cuenta que estaban borrachos.


Pero incluso borracho, Pedro tenía la fuerza de dos hombres. Jesica no habría podido escapar. 


Esperaba no haberle hecho daño. Pasaría el resto de su vida tratando de compensarla por haberse comportado como un cretino. Y no tomaría ni una gota de alcohol durante lo que le quedara de vida.


—¿Señor Alfonso?


Una dulce voz lo hizo regresar a la realidad. Se volvió y vio que la mujer rubia y el niño estaban a su lado. Rápidamente, dobló la carta de Jesica y la guardó en el bolsillo. Después se puso en pie.


—Lo siento —dijo la mujer—. No hace falta que se levante. No quería molestarlo.


—No pasa nada —dijo él. Su madre le había enseñado que había que levantarse ante una señorita y él no podía evitarlo—. ¿Cómo sabe mi nombre?


Paula se sonrojó.


—Miré la hoja de registro antes de que la tirara el recepcionista —le tendió la mano—. Me llamo Paula Chaves.


—Encantado de conocerte, Paula —le estrechó la mano con delicadeza.


Disfrutó del contacto, aunque más de lo que debía. También le gustaba contemplar sus ojos azules. Transmitían bondad y honestidad, pero también cautela, como si algo la asustara. 


Recordó cómo había discutido con el agente de policía para que la dejara continuar por la carretera y se preguntó si estaría huyendo de algo... o de alguien.


—Y éste es Julian —dijo ella—. Julian, dale la mano al señor Alfonso.


Julian asintió y le estrechó la mano mirándolo de arriba abajo.


—Eres más grande que un elefante.


—¡Julian! —Paula se sonrojó.


Pedro soltó una carcajada.


—No se puede negar lo evidente, hijo mío. Pero también soy igual de agraciado — miró a su alrededor—. Me temo que todas las mesas están llenas, así que si pensabais comer algo tendréis que sentaros en un taburete.


La idea de que Paula se sentara a su lado lo hizo estremecer. Entonces, recordó la nota que llevaba en el bolsillo y el motivo por el que estaba allí.


—Oh, no vamos a quedarnos —dijo ella.


Él frunció el ceño.


—Quiero decir, no vamos a quedarnos en el café —añadió—. Pediremos algo para llevar. Por supuesto que vamos a quedarnos en la habitación que nos ha cedido tan amablemente. De eso quería hablarle. Me gustaría ofrecerle algo a cambio. Invitarlo a cenar me parece poca cosa, pero es lo mínimo que puedo hacer.


—¿Y si le damos una estrella? —preguntó Julian—. Cuando me porto bien y recojo mi habitación, tú me das una estrella.


Paula se sonrojó.


—Es una buena idea, Julian, pero no creo que al señor Alfonso...


—Me llamo Pedro, y me encantaría una estrella.


No debería haber dicho tal cosa. Sin duda, le costaba mantenerse distante de ellos.


—Mmm, de acuerdo —dijo confusa, pero abrió el bolso y sacó una pegatina dorada con forma de estrella—. ¿Dónde la quieres?


—En la camisa quedará bien.


Ella lo miró un instante y le pegó la estrella en el bolsillo de la camisa. Estaba sonrojada.


—Ya está —le dijo—. Ahí tienes tu estrella.


—¡Y un beso! —dijo Julian.


Pedro sabía que debía decirle que se olvidara del beso, pero no consiguió articular palabra. 


Sólo un tonto habría rechazado un beso de alguien tan adorable como Paula, con aquella cola de caballo y las mejillas sonrosadas.


—¡Una estrella y un beso! —insistió Julian—. Siempre haces eso.


Al parecer, ella decidió que era mejor actuar rápido que montar un numerito. Se puso de puntillas y besó a Pedro en la mejilla.


Sus labios eran suaves y su aroma invadió el espacio que se cerraba entre ellos. Él se forzó para no cerrar los ojos de placer y sonrió.


—Gracias. Ahora ya me has recompensado.


—Te agradezco lo de la habitación —dijo ella con timidez.


—Todo un placer. Escucha, ¿por qué no os quedáis y coméis aquí? Llevar la comida a la habitación con éste tiempo será un incordio.


—Bob quiere quedarse —dijo Julian—. Porque tiene que ir al baño.