sábado, 15 de diciembre de 2018

CAPITULO 49 (CUARTA HISTORIA)





La dedalera estaba haciendo su efecto. Pruitt había tomado tres tazas de café, y Paula se daba cuenta de que no se sentía bien, aunque estaba intentando disimularlo. Y cuanto peor se sentía, más empeoraba también su humor. En aquel momento, todas sus frases contenían maldiciones e insultos.


A ella le entusiasmaría que se desmayara, aunque era posible que sólo vomitara. Pero incluso eso sería suficiente para que pudiera quitarle la pistola. Si se daba la circunstancia, tendría que moverse con rapidez, así que había puesto la manta sobre la que estaba sentada con Olivia cerca del álamo donde estaba amarrado el arnés. Necesitaba un lugar donde dejar a la niña cuando llegara el momento de quitarle el arma a Pruitt.


De repente, él pronunció una imprecación y se puso de pie, tambaleándose.


—¡Ya sé lo que pasa! ¡Serás desgraciada! Me has puesto algo en el café, ¿verdad?


—¡Claro que no! —respondió ella. El miedo hizo que se le secara la boca. Puso a Olivia en el arnés y se agachó frente a ella, para servirle de escudo—. ¿Y qué iba a poner en el café? 
¡Estamos en medio de ninguna parte!


—No lo sé —dijo él. La estaba apuntando con la pistola mientras, con la otra mano, se sujetaba el estómago—. Lo único que sé es que me duele mucho el estómago, y apuesto a que es por tu culpa. Demonios, seguro que tu padre ya me ha hecho la transferencia. Debería pegaros un tiro a ti y a la niña y terminar con todo esto.


Paula se preparó para saltar sobre él. Si iba a disparar de todos modos, se lo llevaría con ella. 


Le temblaba mucho el pulso, así que no tendría puntería. Siempre y cuando no la matara al instante, encontraría la manera de quitarle el arma y dispararle antes de que pudiera apuntarle a Olivia.


—Creo que te voy a matar —dijo él, casi doblado de dolor—. No sé por qué pensé que tenía que manteneros con vida. Tu padre va a pagar lo que sea. Tú eres lo más importante para él. Por eso yo sabía que si te secuestraba... —en aquel punto, dejó de hablar. Apretó la mandíbula y comenzaron a llorarle los ojos.


—Maldita seas —musitó, y cayó de rodillas, temblando violentamente.


Cuando empezó a vomitar, Paula se puso en pie de un salto, corrió hacia él y agarró la pistola. 


Sin embargo, él apretó el puño alrededor de la culata. En el forcejeo, el revólver se disparó con un estruendo y la bala se perdió entre los árboles.


Paula estaba frenética por conseguir el arma. 


Una bala perdida podría matar a Olivia igual que una bien apuntada. Se llevó la mano de Pruitt a la boca y se la mordió con fuerza. Cuando hundió los dientes en la carne, él gritó y soltó la pistola.


Ella la tomó, pero no consiguió ponerse en pie antes de que él se abalanzara sobre ella y volviera a quitársela.


—¡Se acabó! —gritó él, apuntándola—. ¡Estás muerta, desgraciada!


—¡Tira el arma! —dijo la voz de un hombre en la oscuridad. La luz de una linterna le iluminó el rostro a Pruitt.


Paula jadeó de alivio al reconocer la voz de Sebastian.


—No intente nada. Está rodeado —dijo otra voz, y se encendió una segunda linterna.


Bruno. Habían ido por ella. Oh, gracias a Dios.


Desde otro punto, Paula oyó la voz de un tercer hombre y vio otra luz.


—Tire el arma y levante las manos. No estamos de humor para jueguecitos.


Augusto. Pero ¿y Pedro? Oh, Dios, ¿dónde estaba Pedro?


Pruitt entrecerró los ojos para que no lo cegara la luz de las linternas. Entonces, con un rápido movimiento, agarró a Olivia y le puso la pistola en la cabeza.


—¡No! —gritó Paula.


Olivia comenzó a llorar mientras Pruitt daba vueltas, mirando a la oscuridad.


—¿Alguna pregunta, señores?


Sonó un disparo. Paula gritó de nuevo y corrió hacia Pruitt sin pensar en lo que pudiera sucederle. Llegó justo a tiempo para tomar a Olivia en brazos mientras el cuerpo de Pruitt caía al suelo con un balazo en la frente.


Paula cayó de rodillas, abrazando a su hija y sollozando. Al instante, se vio rodeada por Sebastian, Augusto y Bruno, todos intentando consolarla a la vez.


Con los ojos llenos de lágrimas, Paula miró sus rostros.


—¿Quién fue el que disparó?


—Eso no importa —respondió Sebastian, acariciándole los hombros—. Lo único que importa es que estás bien. Y que Olivia está bien.


Ella no podía mirar a Pruitt.


—¿Está...?


—Sí, muerto —respondió Bruno—. No volverá a molestarte.


Finalmente, ella tuvo que enfrentarse a lo peor.


—¿Y... y Pedro? —consiguió decir.


—Estoy aquí —dijo él, y salió de las sombras, con el treinta y ocho de Sebastian colgando de su mano derecha.




CAPITULO 48 (CUARTA HISTORIA)




—Maldita sea —farfulló Augusto. Iba a caballo, moviendo la linterna para iluminar el suelo—. He perdido la pista de nuevo.


Pedro luchó por controlar el pánico. Sebastian, Augusto, Bruno y él llevaban horas siguiendo el rastro de los dos caballos, junto con las dos perras, Fleafarm y Sadie. Estaba oscureciendo y un loco tenía a Paula y a Olivia en aquella oscuridad, en algún lugar.


En ese momento, oyeron un ladrido a lo lejos. 


Después, otro.


—Bueno, estupendo —dijo Augusto—. Probablemente, se han asustado de alguna mofeta.


—Vamos a averiguarlo —dijo Sebastian, y guió a su caballo en dirección al ruido.


Pedro se dijo que no debía dejarse llevar por la reacción de los perras. Sebastian había dicho que no estaban adiestradas para aquel tipo de tarea y que posiblemente, había sido inútil llevarlas. Fleafarm era capaz de controlar un rebaño como ningún otro perro y Sadie, la gran danés de Maria, era una magnífica guardiana, pero tampoco sabía nada de rastrear.


Sin embargo, Pedro espoleó al caballo para que se pusiera al trote y llegó al pequeño claro donde estaban las dos perras, moviendo las colas, muy orgullosas de sí mismas. Había algo a sus pies.


Pedro movió la linterna y le dio un vuelco el estómago al iluminar un peluche muy sucio.


Bruce.



CAPITULO 47 (CUARTA HISTORIA)




Paula estaba sentada en una manta con Olivia en el regazo, no muy lejos de la boca de la cueva donde Pruitt había fijado su campamento. 


No parecía que la niña hubiera notado la ausencia de Bruce hasta el momento. Paula le cantaba y mientras jugaba con ella, miraba a su alrededor buscando objetos que pudieran servirle de entretenimiento a Olivia.


Había atardecido y comenzaba a hacer frío. En poco tiempo oscurecería. Habían llegado al campamento al mediodía, pero después de descansar un poco y comer algo, Pruitt le había ordenado a Paula que volviera a subirse al caballo con la niña. Paula había pensado que se le iban a salir los brazos de los hombros, pero había obedecido. Entonces habían tomado una dirección distinta, y habían avanzado hasta llegar a un claro en que había un signo de civilización. Una línea telefónica. Paula no quería pensar en lo que había pasado después, pero esa imagen quedaría impresa en su retina hasta el final de sus días.


Apuntándola con la pistola, Pruitt le había ordenado que le pusiera a él el arnés con Olivia. Después, con el bebé a la espalda y el ordenador portátil atado a la cintura, había trepado por el poste de la línea. Mientras Olivia se reía encantada por la aventura, Paula se había quedado abajo, rezando como no había rezado nunca.


Dios había respondido a sus plegarias y Pruitt había bajado sin caerse y sin dejar caer a Olivia. Después, él había vuelto con el bebé en la espalda al campamento y durante todo el camino, Paula se había visto obligada a escuchar cómo fanfarroneaba sobre su hazaña: había conectado su ordenador al cable de la línea telefónica y había enviado a su padre un correo electrónico pidiéndole que le transfiriera la cantidad del rescate a una cuenta de las Islas Caimán. Al día siguiente, había dicho Pruitt, repetirían la maniobra para que él pudiera saber cuál era la respuesta de Chaves, y si le confirmaba que había realizado la transferencia.


Paula había enviado otra plegaria al cielo, en esta ocasión, rogándole a Dios que las rescataran antes de que Pruitt volviera a trepar por el poste con su hija a la espalda. Hasta el momento, su plegaria no había sido escuchada. Paula no recordaba haber estado tan cansada ni tan dolorida nunca en su vida, salvo en las horas previas al parto de Olivia.


Se dio cuenta, entonces, de que Pruitt tendría que dormir en algún momento. Y ella tenía que pensar en alguna forma de neutralizarlo antes de que él pensara en atarlas a las dos para descansar.


—Ha llegado el momento de que te ganes la manutención —dijo Pruitt—. Saca una lata de estofado y el hornillo de gas de esa bolsa, y calienta la cena. Ah, y haz café, de paso.


Ella se puso de pie y se colocó a Olivia en la cadera. Comenzó a encender el hornillo de gas, mientras pensaba en alguna forma de envenenar la comida. O el café. Entonces, recordó sus conocimientos sobre hierbas: la dedalera era venenosa. Sólo tenía que encontrar un poco.


—No puedo trabajar bien mientras tengo a Olivia en brazos —le dijo.


—Es una pena. Yo no tengo intención de agarrarla.


—Yo no quiero... es decir, no esperaba que lo hicieras. Pero quizá si ato el arnés al tronco de un árbol, pueda sentarla como si fuera una silla.


—Adelante. Pero recuerda que estoy apuntando con la pistola a la cabeza de la niña.


—Sí —respondió ella.


Como si pudiera olvidarlo. Hablando animadamente con Olivia, se puso en pie y tomó el arnés del suelo.


—Voy a encontrarte un lugar perfecto —dijo a la niña.


—¡Ba, ba! —respondió Olivia, mirando atentamente todo lo que hacía.


Paula caminó por el campamento y estudió las plantas que creían por allí, mientras fingía que estaba buscando el árbol adecuado para atar el arnés. Entonces divisó la planta junto a un álamo y canturreó:
—Éste es el árbol perfecto... Allá vamos, Olivia.


Colocó el asiento junto al álamo y aseguró las cintas alrededor del tronco. Asegurar el arnés al tronco era difícil, mientras Olivia se movía y se retorcía como si estuviera jugando. Pero ella se dio cuenta de que Pruitt se aburría de aquel proceso tan largo y finalmente, desviaba la atención. Ella aprovechó aquel momento para arrancar un puñado de hojas de la planta y metérselas en el bolsillo del pantalón.


—Muy bien, Olivia —dijo.


La pequeña se quedó un poco perpleja en aquella percha, pero sus pies tocaban el suelo y la sensación le encantaba. Con una sonrisa, comenzó a practicar el balanceo y Paula acercó un poco el hornillo de gas para poder hablar con la niña mientras calentaba el estofado de lata.


Decidió que pondría la dedalera en el café, así que mientras lo hacía, le dio la espalda a Pruitt para ocultarle la maniobra. Rápidamente, puso un puñado de hierbas en el filtro de la cafetera, y después lo tapó con el café molido. Luego cerró la cafetera y la puso al fuego.


Le sirvió un plato de estofado y a los pocos minutos, una taza de café. Él dio un sorbo e hizo un gesto de repugnancia.


—¿No te han dicho nunca que haces un café horrible? —preguntó—. No entiendo cómo es posible que lo hayas hecho tan mal.


—Yo... no tengo mucha práctica —dijo, con el corazón acelerado de angustia—. Siempre tomo infusiones.


—Oh, claro, doña perfecta no toma café. Y seguramente, nunca has tenido que prepararle café a un hombre, ¿verdad, princesa? La cocinera se encargaba de todo eso. Es una maravilla que hayas sabido calentar el estofado. De todas formas, me beberé esta asquerosidad. No he traído mucho café, y necesito toda la cafeína que pueda tomar. Cuando éste se termine, supervisaré cómo haces la segunda cafetera.


¡No había sospechado nada! Paula intentó disimular la sensación de triunfo que estaba experimentando.


—Está bien.


Él la miró desconfiadamente.


—Eso ha sonado muy cooperativo. ¿Cómo es que no me dices que me haga mi maldito café?
Ella bajó los ojos para que Pruitt no pudiera ver su expresión.


—Mientras tengas un arma, voy a cooperar.


Pruitt entrecerró los ojos y su mirada se volvió más calculadora.


—¿Es eso cierto? Lo tendré en cuenta. Puede que sea una noche muy larga.


A ella se le heló la sangre.


«Por Dios, que la dedalera funcione».