lunes, 3 de diciembre de 2018

CAPITULO 9 (CUARTA HISTORIA)




Sin poder evitarlo, Paula notó que el control de la situación se le escapaba de las manos, y se abandonó al deseo. Llamar al Rocking D aquella misma noche, no iba a acercarla a su hija más rápidamente de todas formas. Pedro necesitaba dormir antes de ir a ningún sitio.


Sin embargo, no parecía que dormir fuera una de sus prioridades. Paula observó cómo se quitaba la ropa, y recordó todas las noches solitarias en las que había soñado con su cuerpo viril moviéndose al mismo ritmo que el de ella. 


Lo deseaba tanto como él pudiera desearla a ella. Lo necesitaba. Necesitaba saborear una muestra de aquello por lo que estaba luchando.
Paseó la mirada hambrienta por su cuerpo. A ella siempre le había encantado verlo desnudo. 


Quizá fuera por su larga ausencia, pero le pareció incluso más bello en aquel momento, más fibroso, más fuerte. Tenía los músculos del pecho y de los brazos más definidos. Con aquella barba espesa, Paula no pudo evitar pensar en un dios nórdico, con un haz de rayos en cada mano.


Cuando él puso la rodilla sobre el colchón y apoyó las manos a cada lado de Pau, ella alargó los brazos para acariciarle el pecho. Los músculos que sintió bajo las palmas eran de hierro.


Paula miró con fijeza sus intensos ojos azules.


—Debes de haber trabajado mucho en ese país.


—Cavé muchas zanjas —respondió Pedro, y se inclinó hacia ella. La besó y le mordisqueó el labio inferior—. Trabajé hasta que estaba tan cansado que no podía mantenerme en pie. Y ni siquiera así podía dormir de lo mucho que te necesitaba.


Pau notó que la barba le hacía cosquillas. Con ansia, se abandonó al goce sensual de sus besos, mientras él le sacaba las mangas del albornoz. Después, con movimientos suaves, Pedro se tumbó sobre ella, y Pau sintió la presión de su pecho y su vello áspero sobre la piel. Oh, sí. Adoraba la sensación de su peso, y él la necesitaba. Lo miró, y él le tomó la cara entre las manos para devolverle la mirada. Se quedó inmóvil durante un instante.


—¿Qué ocurre? —le preguntó ella, suavemente.


—No puedo creerme que esté aquí contigo. Tengo miedo de que todo sea un sueño. No quiero despertarme.


—Yo tampoco —respondió Paula, y le acarició la mejilla—. Hazme el amor, Pedro, antes de que los dos nos despertemos.


Él bajó la cabeza y la besó. Fue un beso profundo y sensual, y como siempre ocurría en los sueños de Paula, ella se arqueó contra él, rogando que no fuera una ilusión. Mientras hacía el beso más y más penetrante, Pedro pasó la mano entre sus piernas. Paula también había soñado con aquello. Incluso cuando él deslizó los dedos en su canal húmedo y la acarició hasta que ella comenzó a gemir de placer, no estaba segura de que todo eso no fuera más que un fragmento de su imaginación.


Pero durante todas las noches en las que había fantaseado con que él la amara, nunca había soñado con el suave roce de su barba contra la piel. Y como si aquél fuera el único detalle que podía convencerla de que Pedro no iba a desvanecerse como si fuera de humo, Pau metió los dedos entre aquel vello áspero y brillante.


—Debería haberme afeitado —murmuró él.


—No... no...


Oh, sus dedos masculinos eran mágicos, conseguían que ella se pusiera cada vez más y más tensa.


—Me... gusta.


—Debe de ser como hacer el amor con un animal peludo.


Como si quisiera ilustrar aquella idea, Pedro le regó de mordisquitos el cuello, descendiendo hacia su pecho, mientras le hacía cosquillas con la barba.


—Mmm, mmm.


Entonces, él le acarició deliberadamente el pecho con la punta de la barba.


—O a un cavernícola.


Ella cerró los ojos de placer.


—Mmm, mmm.


—¿Y esto te gusta? —preguntó él con voz ronca mientras le pasaba la barba por los pezones.


—Mmm.


Pedro emitió una risa suave de excitación.


—Eres una pervertida, Paula.


—Y a ti te encanta.


—Desde luego que sí.


Él le humedeció ambos pezones con la lengua y después se los secó con la barba. Repitió el proceso mientras seguía excitándola con el movimiento rítmico de los dedos.


El efecto fue increíble. Ella alcanzó el climax y dejó escapar un grito salvaje, arqueándose en el colchón mientras él enterraba el rostro entre sus pechos. Y no había hecho más que empezar...
Mientras ella estaba tumbada jadeando sin poder contenerse del primer asalto, él recorrió su cuerpo tembloroso regándolo de besos hasta que se detuvo entre sus muslos.


—Oh, Pedro.


Aquello no era un sueño. Durante un millón de noches pobladas de fantasías, ella nunca se hubiera imaginado la deliciosa sensación que le producía su bigote mientras le acariciaba el interior de los muslos con la barba, y mientras su lengua... Para aquello no había palabras, sólo sonidos. Y Paula llenó la habitación con sus gemidos de deleite.


Él le regaló otro éxtasis abrumador antes de volver a recorrer el camino hacia su boca. 


Cuando la besó de nuevo, ella habría hecho cualquier cosa por él, si tuviera algo de fuerza para hacerlo.


—Y yo que pensaba que la barba sólo servía para mantenerme la cara protegida del frío del invierno —susurró Pedro.


Ella apenas podía moverse, ni hablar. Pero quería que él también sintiera aquella euforia. 


Era lo justo.


—¿Y tú?


Él levantó la cabeza y la miró con los ojos brillantes.


—Ahora voy a resolver eso —le dijo, y le besó la punta de la nariz con ternura—. Pero ya sabes cómo son los hombres cuando han estado tanto tiempo frustrados. La primera vez será rápida y furiosa. Necesitabas un adelanto.


—Mmm —murmuró ella. Ya se lo había dado. Dos veces.


—No te muevas —dijo él. Se estiró hacia la mesilla y abrió el cajón.


Ella volvió la cabeza y observó cómo se colocaba el preservativo, lo cual resultó ser algo muy excitante. Después de que Pedro la hubiera amado de una manera tan minuciosa, estaba asombrada de que todavía fuera capaz de excitarse.


Él nunca se había puesto un preservativo para hacer el amor con ella, y Paula se preguntó si notaría la diferencia. Los dos habían confiado en la píldora anticonceptiva, que finalmente, les había fallado. Pero ella no lamentaba haberse quedado embarazada. Aunque Olivia terminara separándolos, no podía lamentarlo.


Él se tumbó a su lado, de costado, y la miró a los ojos. Ella se sintió inquieta de deseo, pero el dolor era más profundo en aquella ocasión. Ya no sentía una necesidad loca de liberación. En aquel momento, deseaba conectarse con él.


Sin dejar de mirarla a los ojos, él le tomó la barbilla, y después, lentamente, le acarició el cuello y pasó sobre su clavícula y sobre la colina de su pecho. Parecía que con sus caricias quería recorrer la forma de su cuerpo. Deslizó la palma de la mano por la cadera y el muslo de Paula. Aunque él también estaba ansioso de deseo, se tomó su tiempo y se incorporó apoyado sobre una mano para poder llegar hasta el tobillo de Paula.


Ella nunca había visto tanta intensidad en sus ojos. Bajo aquel escrutinio, se sintió azorada. No había adelgazado todos los kilos que había ganado durante el embarazo de Olivia, y la mayoría de los días, aquellos kilos de más hacían que se sintiera más mujer. Le gustaba. Sin embargo, en aquel momento ya no estaba tan segura.


—Supongo que... no soy la misma que antes...


A él le tembló ligeramente la voz.


—Eres perfecta. Y después de cómo te traté hace diecisiete meses, e incluso ahora mismo, cuando te he acusado de intentar obligarme a que me casara contigo, deberías haberme prohibido acariciarte.


A ella se le encogió el corazón. Pedro era muy duro consigo mismo, más de lo que ella habría podido ser jamás.


Pedro, no...


—Pero tú me dejas que te acaricie y que te haga el amor, porque tienes un corazón generoso —le dijo, y se colocó sobre ella sin apartar la mirada de sus ojos—. Y por ese motivo, te estaré eternamente agradecido.


—Sería incapaz de rechazarte —susurró Paula.


—Deberías hacerlo —Pedro entró en su cuerpo y cerró los ojos—. Dios sabe que deberías.


—No puedo —respondió Paula, y le agarró las nalgas—. Deseo esto tanto como tú.


Él abrió los ojos.


—Entonces, además de ser demasiado generosa, eres una tonta, una tonta más grande que yo. Y me voy a aprovechar de eso, Pau. Una vez más —dijo. Empujó con ímpetu y cerró de nuevo los ojos—. Qué dulce. Oh, Pau.


Paula hundió los dedos en su carne y lo mantuvo dentro de ella. Sí, el preservativo hacía que las cosas fueran distintas, los separaba de una manera injusta. Ella lo quería carne contra carne, tan cerca como habían estado antes. 


Pero no podía tener aquello, y lo que sí podía tener era verdaderamente bueno, también. Pedro llenaba el vacío que la había torturado desde que él se había marchado.


Él abrió los ojos, ardientes de deseo. Su voz estaba llena de pasión contenida.


—Cuando estoy dentro de ti, me parece que soy el dueño del mundo.


Ella deslizó las manos hacia arriba y acariciándole los músculos tensos de la espalda, llegó hasta sus hombros, su cuello y su rostro.


—Y yo —respondió, con una sonrisa temblorosa—. Creía que esto iba a ser rápido y furioso.


—Lo será en cuanto me mueva. Sólo quería saborear esta parte, la primera vez que empujo profundamente y estoy inclinado sobre ti así, mirándote a los ojos, observando cómo se te oscurecen y brillan, y cómo se te sonrojan las mejillas. Y cómo tus pecas comienzan a resaltar.


—¿Mis pecas resaltan?


—Sí, y yo lo he echado mucho de menos. He echado de menos todo lo tuyo, Pau. Tus infusiones de hierbas, lo mandona que eres....


—No soy mandona.


Él se rió.


—Sí lo eres.


—Yo he añorado tu risa.


—Y yo tus suaves gemidos de felicidad —respondió Pedro, y se apoyó en los codos, para rozarle los pechos con el torso—. Enlaza tus dedos con los míos —murmuró—, como lo hacíamos antes.


Ella sabía exactamente lo que quería. Aquél había sido su modo favorito de hacer el amor. 


Paula deslizó las manos bajo las de Pedro, de forma que estuvieran palma con palma, entrelazadas. Él la agarró con fuerza.


—He echado de menos cómo abres la boca, sólo un poco, sin darte cuenta, cuando yo comienzo a embestir —él se echó hacia atrás y volvió a empujar—. Como si quisieras estar abierta por completo —dijo, y comenzó a moverse rítmicamente.


—Yo he echado de menos tu mirada cuando estás cerca del orgasmo —susurró ella, sin aliento—. Pareces un guerrero fiero.


Él se movía cada vez más vigorosamente, y tenía la voz ronca.


—Entonces ahora debo de parecer muy fiero.


—Sí. Magnífico.


Él le estaba agarrando las manos con tanta fuerza que casi le hacía daño, pero a Paula no le importaba. Su deseo frenético la conducía al borde del precipicio, con él.


—Oh, Pau... —él tomó aliento mientras se hundía en ella, una y otra vez—. ¿Puedes?


—Estoy contigo, Pedro. Ámame. Ámame con fuerza.


Él gruñó.


—Oh, Pau.


Alcanzaron juntos el éxtasis, aferrándose el uno al otro desbocadamente, mientras perdían el control.


Cuando se quedaron quietos, jadeantes y lánguidos, ella le acarició la espalda empapada de sudor.


—Bienvenido a casa —murmuró.



CAPITULO 8 (CUARTA HISTORIA)





Pedro la miró con el estómago encogido.


—No —susurró.


—Sí. Siento habértelo dicho de esta forma. No lo había planeado así, pero llevo tanto tiempo guardando éste secreto que...


—¡No! —Pedro se puso de pie, como si alejándose de ella pudiera cambiar la noticia que Paula estaba intentando darle. La señaló con un dedo acusatorio—. ¡Estabas tomando la píldora!


Paula se sentó sobre la cama, se cerró el albornoz y se ató el cinturón con una gran dignidad.


—Sí, pero...


—¿Dejaste de hacerlo? —el miedo que sentía explotó en forma de acusaciones—. Dejaste de hacerlo sin decírmelo, ¿verdad? Pensaste que si no podías atraparme de una forma, lo mejor era intentar otra cosa...


—¡Cómo te atreves! —ella se levantó de un salto de la cama, rígida de ira.


—¿Y qué otra cosa voy a pensar?


Oh, Dios, Pedro recordó cómo ella le había pedido que se comprometieran. Sus súplicas podían haber provenido de la desesperación, al saber que estaba embarazada de él.


Ella apretó los puños y lo miró con los ojos oscurecidos de furia por su traición.


—Podrías intentar pensar que fue un accidente. Yo tuve un resfriado aquel fin de semana, ¿no te acuerdas?


—Sí, me acuerdo.


Ella había sugerido que no se vieran porque no quería que Pedro se contagiara, pero él la había convencido diciéndole que tenía un gran sistema inmunológico. Le había dicho que pasarían el fin de semana en la cama, lo cual habían hecho. Y aquel resfriado había hecho que su última discusión fuera mucho más triste, porque ella había estado llorando, tosiendo y sonándose todo el rato. Él se había sentido el peor de los canallas, pero era ella la que lo había presionado. Y luego se había escapado.


Paula continuó hablando con amargura.


—Estaba tan preocupada por que tú te contagiaras que decidí pedirle al médico una receta para antibióticos, con la esperanza de que así habría menos posibilidades de que te pusieras enfermo.


—También me acuerdo de eso. Pero, ¿qué tiene que ver con...?


—¿Lo ves? ¡Tú tampoco lo sabes! ¡Los antibióticos anulan el efecto de la píldora anticonceptiva!


Así que era cierto. Pedro se quedó helado. Una hija. Tenía una hija.


—¿Dónde está?


La actitud desafiante de Paula se desvaneció y su expresión se volvió muy triste.


—En Colorado —le dijo ella, en voz baja—. En el Rocking D.


—¿Con Sebastian? —Pedro se sintió alarmado—. ¡Sebastian no sabe absolutamente nada de bebés! ¿Cuánto...?


—Quizá sea mejor que nos sentemos —dijo ella, señalando una mesa con dos sillas que había junto a la ventana—. Tenemos varias cosas de las que hablar.


A él no se le ocurrió un plan mejor. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para que Paula le lanzara una granada de información tras otra. Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. Las había cerrado mientras ella estaba en la ducha, como parte de su plan para seducirla. En aquel momento, sin embargo, necesitaba sensación de espacio.


Cuando estuvieron el uno frente al otro, Paula comenzó a hablar.


—Entiendo que estés agitado. De veras, tenía la esperanza de poder contarte esto más gradualmente, pero antes de que hable más, necesito saber si podemos mantener esto entre nosotros o si tienes alguna obligación de ponerte en contacto con mis padres.


Pedro recordó la preocupación grabada en el rostro de Adela y el brillo de desesperación que había en los ojos de Ramiro.


—Están muertos de ansiedad por ti. Me dijeron que estabas viajando... —entonces Pedro se interrumpió y la miró fijamente—. ¿Has estado llevando a esa niña por todo el país?


—Se llama Olivia, y no, no he hecho semejante cosa. Como ya te he dicho, la dejé en el Rocking D.


Olivia. Su nombre la hacía más real, lo cual no era nada bueno.


—¿Desde cuándo?


—Desde marzo.


—¡Cielo Santo! ¿Está bien? ¿Sebastian está...?


—La niña está bien. Yo llamo a menudo por teléfono —dijo Paula. Tenía los nudillos blancos de apretarse las manos sobre el regazo—. Tuve que hacerlo, Pedro. Pero primero, tengo que saberlo. ¿Vas a llamar a mis padres y a contarles todo?


—¿No te parece que se merecen saberlo? ¡Por Dios, es su nieta, Pau!


—Lo sé —Paula tragó saliva—. Pero querrían hacerse cargo de la situación y protegerme y en esta ocasión, también atraparían a Olivia en su red. Ella se convertiría en una pequeña prisionera, como yo. En cuanto sepan la historia completa, es posible que incluso pidan una orden judicial para tener el derecho a hacerlo.


Poco a poco, Pedro comenzó a encajar las piezas del rompecabezas. Su disfraz, su separación del bebé, sus viajes...


—¿Qué ocurre, Pau?


—Necesito que me des tu palabra de que no llamarás a mis padres.


—No te la voy a dar. Quizá eso sea lo que hay que hacer.


Ella se puso frenética.


—¡No, no! No permitiré que mi hija tenga que crecer de esa manera. Por favor, PedroProméteme que no los meterás en esto.


Él sacudió la cabeza.


—No. Entiendo que tengas miedo. He visto Chaves Hall y estoy seguro de que te sentiste muy sola allí. Pero hay cosas peores que sentirse solo. Tienes que confiar en mí. No me pondría en contacto con ellos a menos que creyera que es absolutamente necesario, pero si son tu mejor alternativa y tú eres tan cabezota como para no verlo, entonces...


—Tú nunca has vivido allí —dijo Paula. Se levantó bruscamente de la silla y se dirigió hacia el baño—. Está bien. Mi objetivo principal era contarte que habías tenido una hija, y ya lo he cumplido. Lo único que te pido es que si me ocurre algo, cuides de ella.


Paula iba a encerrarse en el baño, pero él había cruzado la habitación y la alcanzó antes de que pudiera hacerlo.


—Espera un momento —preguntó con el corazón en la garganta—. ¿Qué quieres decir con eso de que te puede ocurrir algo?


Ella lo miró fijamente.


—Nadie tiene garantías en esta vida, ¿no? Y ahora, si me disculpas, quiero vestirme y desaparecer de tu camino.


—Y un cuerno —respondió él.


Diecisiete meses antes no habría hecho nada por impedirlo, pero eso era antes de que hubiera vivido en una zona de guerra, donde la vida podía perderse a cada instante. La tomó por la muñeca y la arrastró de nuevo a la habitación.


—Es evidente que corres algún tipo de peligro, y por Dios que vas a explicármelo.


Ella se resistió e intentó zafarse. Estaba roja de ira y tenía la respiración entrecortada.


—Éste comportamiento machista no es propio de ti.


—He cambiado. Y ahora, dímelo.


—¿Y por qué iba a hacerlo?


—Para empezar —dijo Pedro, y le agarró la otra mano también—, eres la madre de mi hija.


Al decirlo, se estremeció, pero aquel hecho le concedía ciertos derechos.


—Siempre he puesto a Olivia por encima de todo —respondió Paula, echando chispas por los ojos—. Me aseguraré de que esté a salvo, aunque a mí me pase algo.


—Ella te necesita —Pedro le apretó las muñecas aún más—. Y maldita sea, yo también.


—¡No, tú no! —exclamó Paula, con los ojos llenos de lágrimas de frustración—. ¡Tú sólo me necesitas para el sexo!


Pedro tenía la garganta oprimida de remordimiento. Ella tenía razones para pensar aquello.


—Claro que te necesito por el sexo, por supuesto que sí. De una forma que tú no sabes. Pero eso sólo es la punta del iceberg, cariño.


—No te creo. Suéltame.


—No. Dime por qué estás en peligro. Tengo derecho a saberlo. Dímelo por el bien de Olivia —decir el nombre del bebé, reconocer que era una persona, le costó otro gran esfuerzo, pero Pedro pensó que aquello terminaría de convencer a Pau.


Y así fue. A ella se le hundieron los hombros.


—Alguien está intentando secuestrarme.


—Dios mío...


Pedro le soltó las muñecas y la abrazó con fuerza. Escondió la cara en su pelo mientras le susurraba al oído:
—Ay, Dios, Pau.


—¡Es exactamente lo que predijo mi padre! —dijo ella entre sollozos, abrazándose a Pedro—. En Aspen, me pareció que alguien me estaba siguiendo. Luego un coche intentó sacarme de la carretera. Gracias a Dios, Olivia no estaba conmigo. Yo conseguí escapar, pero en otra ocasión vi que me estaba siguiendo el mismo coche, y entonces lo supe con certeza. Alguien ha averiguado quién soy y han decidido secuestrar a la heredera del imperio Chaves.



Con un horror cada vez más intenso, Pedro escuchó la historia que Paula continuó contándole. Ella había cambiado de coche, había tomado a la niña y se la había llevado al Rocking D para dejarla allí, a salvo. Llevaba seis meses huyendo. Pero había sido una huida creativa.


Había usado distintos disfraces y medios de transporte para intentar engañar a su perseguidor. Pero justo cuando creía que lo había conseguido, un hombre la había seguido por una calle abarrotada, lo suficientemente lejos como para que ella no pudiera identificarlo, pero lo suficientemente cerca como para que Paula sospechara que se trataba del mismo hombre. Sin embargo, esa vez también había conseguido eludirlo.


Cuando terminó de contarle lo que había estado ocurriendo, Pedro se quedó en silencio durante un instante. Después suspiró.


—Vamos a llamar a la policía.


—¡No! —exclamó ella, y se apartó de Pedro—. En cuanto lo hagas, mis padres se enterarán y tomarán cartas en el asunto. Después, mi vida tal y como la conocía habrá terminado.


—Tu vida tal y como la conocías ya ha terminado. ¡Está totalmente destrozada!


—No, no es cierto.


—Claro que sí. Te está persiguiendo un secuestrador y no puedes estar con tu hija.


—Ahora que tú has vuelto a casa, puedo arriesgarme.


—No, espera un segundo. Por muy halagador que me resulte, no puedo permitir que pienses que soy un guardaespaldas.


—Acabas de decir que has cambiado. Y yo también me doy cuenta. Eres más agresivo que hace diecisiete meses.


—Yo no soy un guardaespaldas entrenado, y tus padres son exactamente las personas que podrían...


—Oh, vaya, mira qué hora es —lo interrumpió ella, mirándose la muñeca desnuda. Después se dirigió rápidamente hacia el baño—. Tengo que darme prisa.


—Demonios —farfulló él. La agarró por el hombro para evitar que ella se encerrara allí y suspiró—. ¿Me estás diciendo que si llamo a tus padres, tú te largarás y me dejarás a mí tratando con ellos?


Pedro no le seducía la idea de encararse a solas con Ramiro Chaves y anunciarle que había dejado embarazada a su hija.


—Supongo que eso es exactamente lo que quiero decirte, Pedro Andres.


—Eso es chantaje, Paula Luisa.


—Lo sé.


—Y también estás chantajeando a tus padres. Tu padre quiere contratar a un detective privado para encontrarte, pero tu madre no se lo permite, porque cree que tú te marcharás para siempre si lo hace.


—Y tiene razón.


—Paula, ¿y si ese secuestrador consigue lo que se propone? ¿Y si decide, después de conseguir el dinero del rescate, que lo mejor es matarte? ¿Lo has pensado?


Paula asintió.


—Por eso necesitaba hablar contigo y contarte lo de Olivia. Para que la niña esté bien.


La idea de que a Paula pudiera pasarle algo tenía el poder de dejarlo paralizado, así que Pedro no se paró a pensarlo.


—Dejando a un lado el asunto de cómo podría afectarnos eso a los demás, tengo que decirte que la niña no estaría bien si a ti te ocurriera algo. Yo soy un candidato nefasto para padre, y lo sabes.


—No lo sé, pero si llamas a mis padres, nunca tendremos la oportunidad de averiguarlo. Encerrarán a Olivia entre los muros de Chaves Hall antes de que cante un gallo.


—A mí me parece un buen plan.


De ese modo no tendría que preocuparse por la niña. Él tenía un negocio en Colorado, después de todo. Podría pagar la manutención del bebé, aunque posiblemente los Chaves se rieran de la asignación que el juez le pediría.


—Y yo tendría que ir con ella —dijo Paula, suavemente.


Aquello era algo distinto. La mujer a la que él quería estaría a salvo, pero no sería feliz. Y él estaría... perdido. Perdido sin posibilidad de redención.


—Verás, tiene que ser a mi manera si tú y yo queremos tener una oportunidad. Y Olivia, también.


Al mirarla a los ojos y ver en ellos una chispa de esperanza, el sentimiento de pánico y de ineptitud de Pedro amenazó con ahogarlo.


—Yo no sería un buen padre para Olivia, Pau. He pasado por muchas cosas, y sabes lo que pienso sobre tener hijos. Admito que en el vuelo hacia aquí, comencé a pensar que quizá algún día pudiera adoptar a un huérfano del campo de refugiados. Pero eso sería diferente. El niño no tendría demasiadas opciones, e incluso tenerme a mí cómo padre sería mejor que nada.


—Oh, Pedro —Paula se acercó a él y le acarició el pelo. Después, le tomó el rostro entre las manos—. Yo no conocí a tu padre —dijo—, pero sé que tú no eres como él. Tú nunca pegarías a un niño como él te pegó a ti, ni lo despreciarías hasta que se sintiera una basura, como lo hizo él.


—Eso no puedes saberlo. Es lo que viví durante dieciocho años. Cabe la posibilidad de que su comportamiento esté también en mí, latente, esperando el momento en el que yo tenga un hijo, y automáticamente, actúe igual que él.


Paula lo miró a los ojos.


—¿Ni siquiera quieres verla? —preguntó suavemente.


A él se le encogió el estómago al pensarlo, pero sí, tenía que admitir que sentía cierta curiosidad.


—Quizá, desde una distancia prudencial.


Pau sonrió.


—¿A cuánta distancia sería?


—A través de conferencia telefónica estaría bien.


Ella mantuvo su mirada.


—Creo que tiene tus ojos.


Aquello lo desconcertó. Durante todo el tiempo se la había imaginado con los ojos marrones, como los niños del campo de refugiados.


—¿Azules?


—Probablemente, sí. Todavía no tenía el color definido cuando... cuando la dejé en el rancho —explicó, y los ojos comenzaron a brillarle de nostalgia—. Oh, Pedro, por favor. Vamos a llamar al rancho. Quiero decirles que vamos a ir. Hace una eternidad que no la veo. Por favor. Allí son sólo las diez. No se habrán acostado aún. Vamos a llamar ahora.


—Está bien. Sí. Lo haremos.


—¡Oh, gracias! —le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso.


Es posible que ella quisiera tener un gesto amistoso, y que aquel beso no fuera una invitación, pero no importó. El cuerpo de Pedro reaccionó involuntariamente mientras la abrazaba con fuerza y la besaba.


Con un suave gemido de placer, ella se moldeó contra su cuerpo de un modo como sólo Paula podía hacerlo. Era cálida y flexible. Pedro tiró del cinturón de su albornoz y el grueso tejido se abrió sobre la suave curva de sus pechos. Al instante, él experimentó la alegría de acariciarle la piel sedosa y ella jadeó contra su boca. Pau siempre había sido tan sensible a sus caricias que hacía que se sintiera como un Dios cuando estaban haciendo el amor.


Esa noche, su reacción le pareció incluso más sensible, y sutilmente distinta. O quizá sólo fueran imaginaciones suyas. Antes, él pensaba que conocía todos los detalles sobre ella, incluso los más íntimos. Sin embargo, en su ausencia ella había dado a luz a una hija, y el hecho de saber aquello hacía que su cuerpo le resultara misterioso y exótico. Necesitaba reconectarse con ella o al menos, convencerse a sí mismo de que todavía podía conocerla, que todavía estaba a su alcance.


La miró fijamente a los ojos y lentamente, le abrió por completo el albornoz. Le tomó un pecho con la mano y se inclinó, con el corazón acelerado, para lamerle el pezón. Pau tenía un sabor celestial. Él cerró los ojos, extasiado.


Ella suspiró su nombre y le enterró los dedos en el pelo para sostenerlo contra su pecho.


—Voy a llevarte a la cama —murmuró él, tenso de deseo.


—¿Y esa... llamada de teléfono? —suspiró Pau.


—Por la mañana —respondió él.