domingo, 2 de diciembre de 2018
CAPITULO 6 (CUARTA HISTORIA)
El taxi en el que había ido Pedro estaba vacío en la carretera hacia la casa. El conductor estaba paseando cerca, fumando un cigarro.
Volvió al taxi para apagarlo en el cenicero, lo cual era todo un detalle, pensó Paula. A Herb, el jardinero, le daría un ataque si encontrara una colilla tirada en el césped que mantenía aterciopelado.
Después, el conductor se alejó del coche de nuevo y fue hasta el promontorio que descendía hacia el río. En aquel momento, aparecieron las luces de una barcaza sobre el agua y se oyó el retumbar de unos motores. El conductor se quedó inmóvil, de espaldas a ella, con las manos en los bolsillos, mientras miraba el barco aproximarse.
A Paula se le aceleró el pulso al darse cuenta de que tenía una buena oportunidad. Pedro había ido hasta allí en el asiento delantero, junto al taxista, y sin duda, haría el viaje de vuelta en el mismo asiento. Mientras el conductor observaba cómo pasaba la barcaza, ella podría esconderse en el suelo del asiento trasero. El ruido del motor del coche amortiguaría el sonido que haría la puerta del taxi al abrirse y cerrarse.
A menos que Pedro saliera en el momento exacto en el que ella se metía en el vehículo, podría ir en el mismo coche que él hasta su hotel. Cuando llegaran, se dejaría ver. Ojalá el taxista no padeciera del corazón.
Corrió hacia el taxi, abrió una de las puertas traseras y se agachó en el suelo del vehículo.
Después cerró de nuevo, tan silenciosamente como pudo. El conductor continuaba mirando la barcaza que seguía el curso del río hacia el mar.
Posiblemente, pensaba que no necesitaba vigilar el taxi estando entre los muros de Chaves Hall.
Ella se tumbó y se quedó inmóvil en el suelo, con la cabeza apoyada en la mochila. Se obligó a relajarse y a controlar la respiración, inhalando profunda y lentamente, pero estuvo a punto de ahogarse con el olor a tabaco que emanaba de la moqueta.
«Hago esto por Olivia», se dijo. Gradualmente, se acostumbró al repugnante olor. El bienestar de Olivia merecía cualquier sacrificio.
Pese a aquella incómoda postura, consiguió relajarse. En ese momento, oyó la puerta principal de la casa, que se abría y se cerraba, y de repente, comenzó a respirar con dificultad.
Pedro se estaba acercando.
—¿Ya ha terminado? —dijo el taxista.
—Sí, ya podemos marcharnos —respondió Pedro.
Su voz la llenó de melancolía. Lo quería. No importaba cuánto hubiera intentado ahogar esos sentimientos. El sonido de su voz desencadenó una riada de recuerdos tiernos, lujuriosos, explosivos. El corazón comenzó a latirle desbocadamente cuando las puertas del taxi se abrieron y la luz del techo se encendió. Si cualquiera de los dos miraba hacia atrás, la vería.
Pero no lo hicieron. El motor se puso en marcha y Paula descubrió otra cosa muy desagradable. Desde allí, percibía todo el olor del humo del coche. Maravilloso. Era posible que se asfixiara.
El taxi comenzó a moverse y se puso en camino.
A los pocos minutos, el taxista y Pedro empezaron a conversar y ella alzó un poco la cabeza para mirar por la ventanilla y saber cuándo llegaban a la ciudad. Tenía muchas ganas de llegar porque el humo la estaba mareando.
—Ahí está la Chaves Tower —dijo el taxista—. Dicen que la oficina de Chaves ocupa todo el último piso. Por lo visto, es un despacho enorme con una vista de trescientos sesenta grados sobre Manhattan.
Ella conocía aquel despacho. Paula cerró los ojos y agudizó los sentidos para concentrarse en la conversación del taxista. Quizá el hombre consiguiera que Pedro dijera algo que a ella pudiera interesarle.
—Ya he oído hablar de ese despacho.
Le había oído hablar a ella. Pedro era la única persona que conocía su pasado y cuando la había abandonado, Paula había perdido mucho más que un amante. Había perdido a la única persona con la que podía hablar sin tener que cuidar cada una de las palabras que pronunciaba.
—Ese Chaves debe de ser un trapichero —dijo el taxista, que evidentemente estaba intentando sacarle algún chismorreo—. Y supongo que también será un hueso duro de roer.
«No lo sabe usted bien», pensó Paula. «Intente tener una opinión distinta a la suya y verá lo que le ocurre».
—Alguien me había dicho que es difícil llevarse bien con Chaves —dijo Pedro—, pero a mí me ha parecido un hombre razonable.
Paula abrió los ojos de golpe. ¿Pedro pensaba que su padre era razonable? ¿Qué especie de chaquetero era? Sintió que su dolor de cabeza se intensificaba.
—Entonces ¿ustedes dos se han entendido bien? —preguntó el taxista.
—Eso creo —respondió Pedro—. Alguien con tanto poder como él le puede caer mal a la gente, pero a mí me ha parecido un hombre decente que intenta hacer lo que está bien.
Paula no sabía qué era peor, el humo del coche o el hecho de que Pedro alabara a su padre. Las dos cosas la estaban poniendo enferma.
—Y también creo que la persona que me dijo que era difícil llevarse bien con él probablemente tenía algunos problemas de autoridad que resolver —añadió Pedro.
¿«Problemas de autoridad»? ¿Qué demonios sabía él de eso? Paula emitió automáticamente un sonido de protesta, antes de recordar que debía permanecer callada y escondida en el asiento trasero. Se tapó la boca con la mano, pero era demasiado tarde.
—¡Dios Santo! —exclamó el taxista—. ¡Hay alguien ahí!
—¡Usted siga atento a la carretera! ¡Yo me encargaré! —dijo Pedro. Se pasó al asiento trasero y agarró a Paula por las solapas de la chaqueta.
Ella estaba demasiado asombrada como para hablar.
Pedro tiró de ella hasta conseguir que se sentara en el suelo y a Paula se le cayeron las gafas del disfraz. Volvió a ponérselas e intentó no vomitar. El humo había hecho que se mareara de verdad.
—Dios Santo, es una mujer —dijo Pedro, estupefacto.
—¿Y qué hace una mujer en mi taxi? —preguntó el conductor con histerismo—. ¿Va armada?
—No lo sé —dijo Pedro con la respiración entrecortada—. ¿Está armada?
Ella sacudió la cabeza.
—No —dijo él al taxista. Mientras su respiración se calmaba, la observó atentamente, como si estuviera intentando descifrar un acertijo.
—Voy hacia la comisaría más cercana —dijo el taxista.
—No, aún no —respondió Pedro con más tranquilidad—. Déjeme ver si averiguo qué está haciendo aquí —dijo, y miró a Paula—. ¿De dónde ha salido usted?
Ella no confiaba en que pudiera abrir la boca para hablar sin vomitar, así que se quitó las gafas y lo miró.
Él la miró también, fijamente. Entonces, sin apartar sus ojos de ella, subió el brazo libre y encendió la luz del techo del vehículo.
Paula parpadeó, deslumbrada, pero cuando lo miró de nuevo, se dio cuenta de que él la había reconocido.
—¿Pau? —susurró Pedro.
Ella asintió. Después se subió al asiento, bajó la ventanilla y vomitó.
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Wowwwwwwwww, qué buenos caps jajajajajajaja.
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