domingo, 2 de diciembre de 2018
CAPITULO 4 (CUARTA HISTORIA)
El mayordomo se detuvo en la entrada de la biblioteca para anunciarlo y Pedro estaba tan absorto en sus pensamientos, que estuvo a punto de chocarse con él.
—El señor Pedro Alfonso, señor —dijo el mayordomo.
—Hágalo pasar, Barclay —dijo una voz profunda desde el interior de la sala.
El mayordomo se apartó y Pedro intentó controlar su ansiedad mientras entraba. Esa gente podía conducirlo a Pau.
Ramiro Chaves, un hombre robusto de pelo plateado, se levantó de su butaca de cuero y se acercó a él con la mano extendida. La señora Chaves. continuó sentada frente a la chimenea.
Se parecía mucho a Paula. Adela Chaves sonrió para saludarlo, pero al mismo tiempo lo escrutó minuciosamente. Y bajo su mirada, Pedro recordó lo descuidado que era su aspecto en comparación con el de sus anfitriones. Sin duda, los jerséis y los pantalones que vestían eran ropa informal, pero seguramente costarían el triple de lo que él se gastaría en su habitación de hotel aquella noche. Afortunadamente, ni Adela ni Ramiro sabían que él tenía intenciones con respecto a su única hija, porque de lo contrario, probablemente lo echarían de allí.
—Me alegro de que haya pasado por aquí, Alfonso —dijo Ramiro mientras le estrechaba la mano con firmeza y calidez—. Acérquese al fuego. ¿Qué quiere tomar? ¿Una copa, algo de comer?
—Un whisky sería estupendo —respondió Pedro.
En realidad, no tenía ganas de tomar una copa, pero había sido agente inmobiliario el tiempo suficiente como para conocer el valor de aceptar la hospitalidad de alguien si se quería conseguir una venta. Y aquello era, posiblemente, la venta más importante de su vida. Hubiera preferido una cerveza, pero Chaves Hall no parecía una casa donde fueran muy aficionados a semejante bebida.
—Bien —respondió Russell, satisfecho, mientras le hacía un gesto al mayordomo—. Y por favor, Barclay, dígale a la cocinera que prepare unos sandwiches —añadió—. Éste hombre se ha estado alimentando de comida de avión.
La comida del avión era un lujo comparada con lo que tenían que comer los refugiados, pensó Pedro. Pero ése no era el momento de decir aquello.
—Disculpen mi aspecto —dijo mientras se acariciaba la barba—. Vengo directamente del aeropuerto.
—No hay necesidad de que se disculpe —respondió Ramiro—. Un hombre que se involucra en una causa como la suya no tiene tiempo para preocuparse de las apariencias.
—Es verdad que a uno le cambian las prioridades —dijo Pedro, y se sentó en un sillón frente a la chimenea, rodeada de estanterías llenas de libros.
Tanto Adela como Ramiro tenían un libro en la mesa que había a su lado con un marcapáginas insertado. Entonces Pedro se dio cuenta de que no había televisión en la estancia. Al parecer los Chaves creían que era posible pasar una velada leyendo.
Adela se inclinó hacia delante.
—Es usted un filántropo, señor Alfonso. El resto de nosotros nos contentamos con enviar algo de dinero para ayudar a esa pobre gente, pero usted ha invertido algo mucho más valioso: a sí mismo. Lo admiro.
Su voz lo sobresaltó. Era la voz de Paula. Tuvo ganas de cerrar los ojos y disfrutar de aquel sonido.
—Yo no lo veo exactamente así, señora Franklin —dijo él—. Sencillamente, tenía que ir —explicó.
Y no sólo para escapar de sus demonios, los relacionados con Paula. Ése era otro de los asuntos que tenía que tratar con su amante. Si Pau se había enterado de lo que él había estado haciendo en el campo de refugiados, posiblemente habría pensado que era una forma de escapar de ella. Sin embargo, su decisión de ayudar en un país devastado por la guerra era algo mucho más complejo.
—Llámeme Adela, por favor —dijo la madre de Paula con una sonrisa cálida.
Tenía los ojos grises, no marrones como los de su hija, pero le recordaba tanto a ésta, que no podía dejar de mirarla. Ella entrelazó los dedos en el regazo de la misma manera que lo hacía Paula y cuando hablaba, fruncía ligeramente el ceño, como si estuviera pensando cuidadosamente lo que iba a decir. Él adoraba aquel gesto de Pau.
—Claro —dijo Ramiro—. Dejemos la formalidades.
En aquel momento llegó Barclay con el whisky de Pedro, una bandeja de sandwiches y dos vasos de agua mineral para Adela y Ramiro.
—Por todos los esfuerzos que ha hecho para ayudar a los refugiados —dijo Ramiro mientras alzaba su vaso hacia Pedro. Tomó un trago y se sentó—. Bueno, ¿por qué no nos cuenta lo que ha pensado?
—Encantado.
Pedro era apasionado y completamente sincero en su dedicación a la fundación para los huérfanos de la guerra, pero la había usado sin remordimientos para entrar en Chaves Hall.
Tenía planeado mencionar a Pau, cuando hubiera hablado de la fundación. Sin embargo, en aquel momento se concentró en Ramiro Chaves y le explicó sus planes con todo detalle. La fundación supervisaría el bienestar y la posible adopción de los niños huérfanos que él acababa de dejar. Pedro tenía varios patrocinadores en mente para el proyecto.
Si Pau todavía viviera en su apartamento, tal y como él había pensado cuando la había llamado desde Londres, él no habría puesto a Chaves en la lista para no arriesgarse a causarle problemas a ella. Pero el número estaba dado de baja y no había ni rastro de Paula.
Tanto Ramiro como Adela ardían de impaciencia por conocer los detalles de su plan, y él se dio cuenta de que conseguir su apoyo para la fundación era pan comido. Eso lo satisfizo, pero no era lo más importante de aquella conversación.
—Será un honor para el Chaves Publishing Group formar parte del proyecto —dijo Ramiro cuando Pedro terminó—. Hablaré con mis contables mañana por la mañana y veré qué porcentaje de tu presupuesto podemos cubrir.
Tus ideas están bien maduradas.
—Gracias —respondió Pedro con una sonrisa—. Lo he pensado mucho. Y tengo a mi lado a gente excelente que me ayudará a dirigir el programa.
Ramiro asintió y se apoyó en el respaldo de la butaca.
—¿Has pensado en hablar con otros patrocinadores sobre esto mientras estás en Nueva York?
—Sí. Pero antes quería venir a hablar con usted.
—Estoy seguro de que conseguirás el patrocinio que necesitas, pero debería advertirte de que no todo el mundo es tan liberal como yo. Quizá debieras afeitarte.
—Posiblemente lo haga.
Dejarse barba había sido una cuestión práctica.
El agua caliente y el jabón no abundaban, y el viento frío le cortaba la piel de la cara. Además, de esa manera se mezclaba mejor con los refugiados, y después de unos meses, la barba le resultaba algo natural. Y de vuelta a Estados Unidos, verse en el espejo todos los días serviría para recordarle su misión. Sin embargo, Ramiro tenía razón.
—A mí me gusta su barba —dijo Adela.
—Sí, pero tú no eres un hombre de negocios conservador, Adela —respondió Ramiro—. Algunos de esos tipos desconfían en cuanto ven demasiado vello facial. Un bigote no tiene importancia, pero la barba despierta ideas sobre radicales y hippies, y eso podría afectar negativamente a los esfuerzos de Pedro para conseguir que suelten el dinero.
—Lo entiendo —dijo Pedro—. Además, es posible que a mi secretaria le diera un ataque al corazón si yo entrara a mi oficina con Éste aspecto.
—Se dedica a la venta de terrenos en Colorado, ¿verdad? —preguntó Ramiro.
—Exactamente —respondió Pedro. En aquello, vio una posible vía hacia lo que le interesaba—. ¿Han estado alguna vez allí?
—No, nunca. Lo he sobrevolado muchas veces, pero nunca he parado. Tengo entendido que es muy bonito.
—Sí, efectivamente —dijo Pedro, y creyó ver un brillo de emoción en aquellos ojos marrones.
Adela bajó la vista y apretó los dedos sobre su regazo. Pedro esperó por si alguno de los dos mencionaba que una hija suya vivía en Colorado, pero ninguno de los dos lo hizo.
Tendría que ser él quien sacara el tema.
Se le aceleró el pulso, porque sabía que aquél era, sin duda, un asunto delicado, pero no tenía intención de marcharse de allí sin mencionarlo.
—A menos que me equivoque, su hija Paula vivió en Aspen durante una temporada.
El ambiente de la habitación cambió al instante.
La camaradería desapareció, y Adela y Ramiro se pusieron tensos y se miraron con inseguridad. Finalmente, Adela asintió casi imperceptiblemente y dejó que su marido manejara la conversación.
—¿Y cómo es que usted conoce ese detalle? —preguntó Ramiro en tono de autoridad.
—La conozco.
Los dos lo miraron en completo silencio.
Pedro continuó.
—Pero he perdido el contacto con ella. La llamé desde Londres y me enteré de que su número está dado de baja. Pensé que ustedes podrían decirme cómo localizarla —terminó mirando a Chaves a los ojos.
Ramiro no había hecho el menor movimiento, pero de alguna manera, su aspecto era más imponente. El magnate de la prensa había reemplazado al afable benefactor.
—¿Cómo la conoció?
—Me salvó la vida.
Adela dio un respingo de asombro.
—¿Y cómo? —preguntó Ramiro.
Pedro se había preguntado si Paula les habría mencionado aquel incidente a sus padres.
—No sé si alguna vez les ha contado que ayudó a cuatro vaqueros que habían decidido ir a esquiar sin tener idea de dónde se metían —explicó.
—No, no nos ha contado nada —respondió Ramiro sin apartar su mirada penetrante de Pedro.
—Nosotros... Es una persona muy independiente —dijo Adela mientras movía los dedos nerviosamente—. No nos cuenta todo lo que hace.
—Eso es un eufemismo —ladró Ramiro—. Entonces ¿qué ocurrió en Colorado?
—Bueno, unos amigos y yo fuimos a esquiar y nos alojamos en un hotel en el que ella trabajaba de recepcionista. Supongo que se imaginó que éramos principiantes y que podíamos meternos en líos, así que se ofreció a acompañarnos y ayudarnos. Por desgracia, no hicimos caso de sus advertencias y sufrimos una avalancha. Yo quedé totalmente enterrado y ella averiguó dónde estaba y les dijo a mis amigos cómo desenterrarme. Si Paula no hubiera estado allí, posiblemente yo no hubiera sobrevivido.
Adela se hundió en la silla, pálida.
—Una avalancha... —dijo a Ramiro—. También ella podría haber muerto, Ramiro.
—¡Claro que sí! Pero Paula cree que lo sabe todo, así que ¿qué podemos hacer nosotros? —preguntó, con la voz temblorosa de dolor y frustración.
Pedro sólo había escuchado la versión de Paula de su difícil relación con sus padres y por supuesto, la había apoyado en su búsqueda de independencia. Pero la tensión que estaban sufriendo éstos por su marcha hizo que sintiera solidaridad con el matrimonio. Paula era su única hija y los dos estaban frenéticos de preocupación porque ya no podían cuidarla.
—¿Está en Aspen todavía? —preguntó. Ramiro perdió lo que le quedaba de compostura.
—¡No sabemos dónde demonios está! No...
—Ramiro —intervino Adela con una autoridad tranquila, y detuvo su explosión inmediatamente—. Paula nos llama —continuó, erguida y lanzándole a su marido una mirada de advertencia—. Se pone en contacto con nosotros cada dos semanas, más o menos, y nos informa de lo que está haciendo. Hace unos seis meses decidió viajar un poco por el país para conocerlo.
Pedro sintió un escalofrío. Algo de aquello no encajaba con la Pau que él conocía. Era una persona que echaba raíces, no una nómada. Le encantaba vivir en Aspen y le había dicho que aquél era el lugar perfecto para empezar sus estudios de hierbas y plantas medicinales.
—¿Y adonde ha viajado? —preguntó él, intentando no dejar traslucir el pánico que sentía.
—Dios sabe. ¡Se está comportando como una vagabunda! —dijo Ramiro, y lanzó una mirada beligerante a su esposa.
Esta respondió con voz baja y bien modulada.
—Ramiro, no conocemos bien a Éste joven. Creo que quizá deberías...
—¡Creo que debería pensarme mejor lo de apoyar su fundación, eso es lo que creo! —dijo Ramiro, y se volvió hacia Pedro—. Dígame, Alfonso, ¿cómo sabía que Paula es hija nuestra? Si recuerdo bien, ella quería pasar desapercibida y vivir una vida normal. No tenía intención de decirle a nadie que era hija nuestra. ¿Cómo lo supo usted?
—Ella me lo contó —dijo Pedro. Sentía una opresión en el pecho debido a su preocupación por Paula—. Después de la avalancha nos hicimos amigos —era todo lo que se atrevía a admitir en aquel ambiente tan cargado—. No creo que se lo dijera a nadie más, pero a mí sí me lo contó. Ahora que he vuelto al país quería... saludarla —sí, claro. Saludarla y, después, besarla hasta dejarla sin sentido.
Adela lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tuvo usted una relación muy íntima con nuestra hija, señor Alfonso?
—¿Qué pregunta es ésa, Adela? —intervino Ramiro—. Éste hombre ha dicho que eran amigos. No empieces a buscarle tres pies al gato.
Adela no hizo caso a su marido y siguió observando a Pedro con perspicacia.
—Ella nunca ha mencionado que tuviera una relación con nadie —dijo—, pero yo sabía que tendría que ocurrir tarde o temprano. Es una chica muy guapa.
A Pedro se le había secado la garganta.
—Sí.
—No confiaba en demasiada gente —continuó Adela—. Si confió en usted lo suficiente como para decirle quién es, entonces sospecho que eran algo más que amigos.
Pedro había tenido la esperanza de no tener que concretar tanto, pero no iba a mentirles a los padres de Pau.
—Somos más que amigos —dijo él.
—¡Ah, magnífico! —bramó Ramiro—. ¿Me está queriendo decir que dejó a mi hija plantada y se fue a otro país a ayudar a unos extraños?
—Yo... Sí, señor. Me temo que eso es exactamente lo que hice. Y me gustaría compensarla por ello.
—Antes tendrá que encontrarla.
Pedro tenía intención de hacerlo. Al menos, no parecía que Paula hubiera encontrado a otro tipo.
—¿Por casualidad recuerdan dónde estaba la última vez que los llamó?
Adela se desmoronó.
—No quiso decírnoslo —respondió con voz temblorosa.
—¿Qué les contó?
—Sólo que estaba viviendo una gran aventura, y que nos lo contaría más tarde.
—¿Qué? —preguntó Pedro, sin dar crédito.
—Llamó desde una cabina —dijo Adela—, y colgó antes de que pudiéramos...
—¡Esto es increíble! —Pedro estaba tan agitado que se puso en pie—. ¡Sé que quiere vivir su propia vida, pero me parece absurdo que no quiera decirles dónde está!
—Yo tenía la intención de contratar a un detective privado para que la siguiera, pero Adela no me lo ha permitido. Dice que si lo hacemos, es probable que la perdamos para siempre.
—¡Al menos, ahora llama! —Adela también se puso en pie—. ¡Si cometes una torpeza, es muy posible que deje de hacerlo!
—Entonces supongo que tendremos que encontrarla —dijo Pedro.
Y sería mejor que Paula tuviera una buena explicación para su comportamiento. Quizá sus padres fueran demasiado protectores, pero era evidente que la querían y se merecían que los tratara mejor. O estaba ocurriendo algo malo o su querida Pau se había convertido en una desconsiderada.
—No le diga que ha venido a vernos —dijo Adela—. Por favor. Quizá piense que le hemos pedido que la encuentre.
—No se preocupe, no lo haré.
Ramiro se levantó de la butaca.
—Pero si quiere el dinero para su fundación, tendrá que decirnos dónde está cuando la localice.
Pedro lo miró fijamente. Aquello parecía justo, pero él no podía aceptar el trato. Antes tenía que hablar con Pau y averiguar por qué se había marchado de aquella forma.
—No puedo prometerle eso. Intentaré convencerla de que salga de su escondite para que ustedes no tengan que preocuparse por ella, pero en estas circunstancias, quizá deba retirar mi petición de patrocinio.
—No, no lo haga —dijo Ramiro, con el fantasma de una sonrisa en los labios—, pero no puede culparme por intentar presionarlo.
Pedro sonrió también.
—No, es verdad.
—Mis contables se pondrán en contacto con usted en su oficina de Colorado dentro de unos cuantos días.
—¿Y si Paula averigua que lo estamos ayudando con la fundación? Sabrá que tenemos relación...
Pedro ya había oído suficiente. Había aprendido que la vida podía ser corta y brutal, y no tenía tiempo para juegos.
—Miren, el bienestar de esos huérfanos es demasiado importante como para permitir que Pau interfiera con la recaudación de fondos. A menos que se haya convertido en alguien diferente a la persona que yo conocí, no querrá interferir, sea cual sea su situación personal. Y yo tengo intención de averiguar cuál es.
—Parece que está muy seguro de que lo va a conseguir —dijo Adela.
—Estoy seguro —respondió Pedro. No quería pensar en ninguna otra posibilidad.
—La ha llamado «Pau» —dijo Adela
—. ¿Ahora quiere que la llamen así?
Pedro la miró.
—No. Yo... yo la llamo así —dijo, y se dio cuenta de lo familiar que sonaba. Sus padres utilizaban el nombre completo cuando hablaban de ella.
—Ya entiendo —dijo Adela. Era evidente que lo entendía todo.
Ramiro carraspeó.
—No sé cuál es exactamente su relación con mi hija, y no sé si quiero saberlo —dijo—. Quizá usted la dejó plantada, o quizá no. Pero si la encuentra y puede decírnoslo, por favor, en éste número se pondrá en contacto directamente conmigo —tendió a Pedro una tarjeta.
—La encontraré.
Ramiro extendió la mano con una súplica en la mirada. Evidentemente, era demasiado orgulloso como para expresarla con palabras, pero estaba allí.
—Buena suerte, hijo.
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