sábado, 1 de diciembre de 2018

CAPITULO 3 (CUARTA HISTORIA)




Pedro se había preparado para el derroche de riqueza, pero aun así, se quedó anonadado cuando el taxi se detuvo frente a la mansión colonial inundada de luz. El exterior era del color del trigo maduro y parecía que alguien acabara de pintar las molduras de color marfil aquella misma mañana.


Pau había vivido allí. Pensar aquello le produjo un efecto revitalizador y se sobrepuso a la fatiga del vuelo trasatlántico. Seguramente, sus padres podrían decirle dónde encontrarla.


El camino circular los había llevado hasta una elegante entrada, pero el atractivo mayor de la casa eran las vistas que tenía desde la parte posterior, donde el terreno descendía suavemente hacia el Hudson. Por el camino, Pedro había alcanzado a ver el majestuoso río entre los árboles varias veces, y el conductor le había señalado con entusiasmo una barcaza que se deslizaba sobre el agua, iluminada como un árbol de Navidad, con el sonido de los motores retumbando en el aire de la noche.


Con su instinto de agente inmobiliario, Pedro calculó rápidamente lo que debía de valer la casa, sin tener en consideración siquiera el valor del terreno que la rodeaba. Incluso en la oscuridad, se apreciaba que los jardines eran enormes y estaban bien cuidados. El negocio de la prensa le había ido muy bien a Ramiro Chaves.


—Bonito sitio —dijo el taxista, y apagó el motor.


—No está mal —convino Pedro.


Pero, por muy impresionante que fuera la casa, él no querría vivir allí. Tampoco podía imaginarse a Pau, un espíritu libre, obligada a pasar la infancia tras aquellas puertas cerradas. 


Estaba comenzando a entender la soledad que habría sentido al ser hija única en Franklin Hall.


Cuando abrió la puerta del taxi, percibió el agradable olor de la chimenea. Eso lo animó, aunque dudaba que el salón de aquella mansión fuera tan acogedor como el del Rocking D. Sin embargo, en aquel momento no necesitaba un lugar acogedor. Necesitaba información. 


Esperaba con todas sus fuerzas que los padres de Paula pudieran dársela.


Se volvió hacia el taxista.


—Mire, no sé cuánto voy a tardar, así que será mejor que espere en la casa, donde podrá estar más cómodo y caliente.


—No, gracias. Prefiero estirar las piernas y fumarme un cigarrillo, si a usted no le importa. Estaré preparado para cuando quiera marcharse.


—De acuerdo —Pedro se sentía demasiado impaciente como para discutir—. Llame a la puerta si cambia de opinión —dijo.


Dejó la mochila en el asiento trasero, salió del vehículo y subió las escaleras de la puerta principal. Levantó la aldaba de bronce y llamó dos veces.


Casi inmediatamente, Barclay, el mayordomo inglés de la familia, abrió la puerta y lo informó de que el señor y la señora Chaves estaban en la biblioteca. Después, lo condujo amablemente hacia la sala.


Mientras atravesaba las lujosas estancias de la mansión siguiendo al mayordomo, Pedro no pudo evitar pensar en Paula. La última imagen que tenía de ella lo torturaba. Sus largos rizos rojizos revueltos, después de hacer el amor, y los ojos marrones llenos de lágrimas de ira.


 «¿No me quieres lo suficiente?», le había preguntado sollozando.


Él se había marchado sin responder, lo cual constituía una contestación más que efectiva. 


Después de cerrar la puerta tras él, Pedro había oído que un objeto golpeaba el panel de madera y se hacía añicos en el suelo.


Para Pau, el amor significaba el matrimonio y tener hijos. Y él no estaba dispuesto a darle ninguna de las dos cosas porque pensaba que sería un desastre en ambas. Y todavía lo pensaba, pero Paula lo había obsesionado durante todo el tiempo que había pasado en el extranjero. Otra trabajadora de los campos de refugiados, una chica muy dulce, le había propuesto acostarse con ella y él había aceptado alegremente, pero para disgusto suyo, había descubierto que no podía hacer el amor con nadie salvo con Pau.


Finalmente, había tenido que aceptar la verdad. 


Durante el año que había pasado viendo a Pau, mientras creía que estaba protegiendo su corazón, ella había conseguido traspasar las barreras y se había instalado como un huésped permanente. Él podía pasar solo el resto de su vida, o podía intentar superar sus miedos y darle a Paula lo que quería.


Aunque era arriesgado estar con él, Pau había estado dispuesta a darle una oportunidad. Y Pedro se preguntaba si todavía lo estaría. En el campamento de refugiados, había conocido a gente a la que habían separado a la fuerza de sus seres queridos, y tenían que conseguir desde cero, el más mínimo contacto humano. 


Después de presenciar aquello, el hecho de haberse separado de Paula le parecía un capricho estúpido de su ego. Le habían ofrecido mucho y él lo había despreciado tontamente.


La idea de tener hijos lo asustaba, pero quizá, con el tiempo, también pudiera acostumbrarse a eso. Si quería crear un programa de adopción para huérfanos de guerra, sería un hipócrita si no sopesara esa posibilidad para sí mismo.


Pero primero, debía encontrar a Pau, y no tenía ni la más mínima idea de dónde podía estar. 


Durante diecisiete meses, se la había imaginado en su pequeño apartamento de Aspen. Sin embargo, no la había encontrado allí, y eso lo había vuelto loco.



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