sábado, 1 de diciembre de 2018
CAPITULO 2 (CUARTA HISTORIA)
Un hombre alto, con barba y pelo largo, apareció entre la riada de pasajeros. Llevaba una chaqueta de cuero gastada, pantalones vaqueros y botas. Del hombro le colgaba una mochila muy parecida a la que llevaba ella misma. Paula lo observó mientras se movía entre la multitud con un paso muy familiar. La forma de andar de Pedro.
Miró con detenimiento su rostro, su barba castaña, y se le aceleró el corazón. La boca. Ella había pasado horas admirando aquella boca finamente cincelada, clásica como las bocas de las esculturas de Rodin que su padre atesoraba.
Había pasado horas besando aquella boca y disfrutando de sus besos. Era Pedro. Pese a la ira y la culpabilidad, Paula sintió que la alegría más pura recorría sus venas al verlo. Pedro.
Estaba allí. Estaba bien.
De repente, todo lo que había pensado y decidido pasó a un segundo plano. Tenía que llegar a él, abrazarlo y dar gracias porque hubiera vuelto sano y salvo. Sus pesadillas habían comenzado el día en que se había enterado de dónde estaba y desde entonces, la CNN había sido su única fuente de información.
Por mucho que se hubiera aconsejado a sí misma que debía conservar la calma cuando lo viera, distaba mucho de sentir tranquilidad.
Tenía ganas de llorar de gratitud por su regreso. Pedro era como un oasis en medio del desierto en el que se había convertido su vida sin él.
Lo devoró con la mirada mientras dejaba escapar un suspiro de felicidad. Gracias a Dios, tenía buen aspecto. Estaba bronceado y el pelo le brillaba. Estaba tan atractivo que Paula no pudo evitar preguntarse si habría salido con alguna mujer desde que se había ido.
Seguramente, alguna se habría enamorado profundamente de aquel enorme y guapo vaquero que había ido a su país a ayudar.
Paula sabía que eso podía suceder con mucha facilidad y sintió una punzada de dolor en el corazón.
Pero que él tal vez hubiera encontrado otro amor no era asunto suyo. Pedro era libre de hacer lo que quisiera. Diecisiete meses era mucho tiempo para que un hombre soltero y saludable de treinta y tres años no tuviera relaciones sexuales.
Ella no se lo preguntaría, pero con sólo pensarlo sentía ganas de llorar.
Se acercó y concentró la mirada en su rostro, intentando que él la mirara también. Antes había una conexión mágica entre los dos, y quizá, si conseguía que Pedro se fijara en ella, éste la reconocería a pesar de su disfraz. Se quedaría asombrado, claro, y posiblemente incluso se preguntara si ella se había vuelto loca en su ausencia.
En cierto modo, así era. Loca de preocupación y de amor. De amor. Pero no podía decirle que todavía lo quería. Debía tener muchísima prudencia en aquel punto, a menos... a menos que él también se hubiera vuelto un poco loco.
Aunque ella había intentado por todos los medios sofocar aquella esperanza, no lo había conseguido.
Por fin, Pedro la miró y ella abrió la boca para llamarlo. No, no se había equivocado. Era él.
Pero sus ojos azules, que una vez estuvieron llenos de buen humor, eran dos pedazos de hielo. Paula se preguntó qué habría visto Pedro en aquellos campos de refugiados que había dejado aquella huella en su mirada.
Él no la reconoció y siguió recorriendo la terminal. Ella debía alcanzarlo y hacerle saber lo del bebé antes de que Pedro llamara a Rocking D. En el rancho, quien respondiera a su llamada le diría inmediatamente que había dejado allí a Olivia. Aunque ella no hubiera dado el nombre del padre, Pedro lo comprendería todo en cuanto le dijeran la edad del bebé. Y ella no podía permitir que averiguara la verdad de esa manera.
Tenía que apresurarse a alcanzarlo. Lo siguió esquivando maletas, gente y carros motorizados, sin perderlo de vista mientras él se dirigía a la salida. Sabía que él tenía pensado atender algunos negocios antes de volar hacia Colorado. Su secretaria, la única persona con la que Pedro se había puesto en contacto antes de volver, se lo había dicho.
Bonnie no sabía nada del bebé ni del secuestrador. Pensaba que estaba ayudando a Paula a organizar una bienvenida sorpresa para Pedro. Durante el año en el que habían estado juntos en secreto, Bonnie había arreglado muchas citas para ellos, y parecía que disfrutaba de su papel de casamentera.
Cuando se separaron, Bonnie llamó a Paula para sugerirle que intentara arreglar las cosas. Ella se había negado, convencida de que Pedro siempre había considerado su relación algo pasajero, razón por la cual lo había mantenido todo en secreto. Pero cuando su embarazo se confirmó, había llamado a Bonnie y se había enterado de que Pedro estaba fuera del país y que no había forma de localizarlo. Desde entonces, había hecho uso de su amistad con la secretaria para averiguar exactamente cuándo volvía Pedro.
La escalera mecánica, abarrotada de gente con sus maletas, le impidió alcanzar a Pedro. Estaba segura de que tomaría un taxi a su hotel, así que decidió que ella tomaría otro y lo abordaría en el vestíbulo. Eso sería lo mejor. Quizá pudieran beber algo en el bar del hotel mientras hablaban de las opciones que tenían. Lo siguió hasta la fila de taxis y observó cómo subía al primero y cerraba la puerta. Ella se acercó al siguiente y con una rápida expresión de agradecimiento, declinó el ofrecimiento del taxista de ayudarla con su mochila.
—Tengo mucha prisa —dijo al conductor, mientras se sentaba en el asiento trasero.
—De acuerdo —respondió el taxista, y se acomodó tras el volante—. ¿Adonde vamos?
—Siga a ese taxi —le ordenó ella, señalando al que se llevaba a Pedro.
Él se giró en el asiento y la miró fijamente.
—¿Está bromeando?
—¡No, no estoy bromeando! —respondió ella, asustada al ver que el otro taxi se alejaba—. ¡A aquel! ¡Y no lo pierda!
—Será mejor que tenga dinero —farfulló el taxista mientras comenzaba a seguir al taxi de Pedro—. Espero que no sea una loca que ha visto demasiadas películas de James Bond, o la llevaré directamente a la comisaría más próxima y la entregaré a la policía.
—Tengo dinero —respondió Paula entre dientes mientras observaba cómo se acercaban ligeramente al otro taxi—. Por favor, no lo pierda. Es ese taxi que tiene un arañazo en el maletero. ¿Lo ve? Está cambiando de carril.
—Ya veo que ha cambiado de carril, señora. No empecé a conducir ayer. ¿Sabe al menos quién va en ese taxi?
—Sí.
—Sí, claro. Probablemente, se cree que es Elvis.
—Sé quién va en ese taxi. Necesito hablar con él.
—¿Por qué? ¿Quién es?
Muchas veces, de niña, Paula había observado cómo su madre se enfrentaba a las preguntas que no quería responder. Erguía la espina dorsal y hablaba con autoridad, como si hubiera nacido para ello. Paula nunca había probado aquella técnica, pero decidió intentarlo.
Se puso muy derecha, alzó la barbilla y dijo:
—Creo que eso no es de su incumbencia.
Sin embargo, el esfuerzo no le sirvió de nada.
—¡Por supuesto que lo es! ¡La estoy llevando en mi taxi! Y le agradecería que no usara ese tono de superioridad, a menos que esté a punto de decirme que es usted prima hermana de los Rockefeller, cosa que dudo mucho.
«Cerca», pensó Paula, pero no lo dijo. Parecía una vagabunda, y quizá el éxito de su madre a la hora de esquivar preguntas impertinentes no sólo tuviera que ver con su tono de voz, sino también con su ropa elegante y la posición que ocupaba en la sociedad. En el fondo, Paula pensaba que aunque su madre fuera vestida con harapos, sería capaz de conseguir que la gente hiciera su voluntad. Había mantenido a su hija y a su marido a raya durante muchos años.
Suspiró. Necesitaba darle una explicación al taxista del motivo por el que estaban siguiendo a otro taxi... si quería evitar que la dejara en la cuneta.
—El hombre que va en ese taxi es mi ex novio —dijo—. He cambiado desde la última vez que nos vimos y no me ha reconocido, pero necesito hablar con él.
—Quizá él no quiera hablar con usted.
—Quizá no —reconoció ella—, pero tengo algo que decirle, algo que debe saber.
—Ah, vaya, ya sé a qué se refiere. A unas pataditas en la barriga, ¿no?
Paula no pudo responder otra cosa que la verdad.
—Más o menos.
—Pobre desgraciado. Pero el que la hace, la paga. ¿Tiene idea de adonde va ese tipo?
—Supongo que a un hotel.
El taxista suspiró.
—Muy bien. Lo alcanzaré.
—Gracias —respondió Paula.
Se apoyó en el respaldo del asiento mientras se acercaban a los rascacielos brillantes de Manhattan. Por costumbre, fijó la vista en la Chaves Publishing Tower, que resplandecía entre el cielo y la tierra como una de las gargantillas de diamantes de su madre.
Últimamente, sólo tenía conversaciones breves con sus padres. Los llamaba cada dos semanas.
Ellos pensaban que estaba viajando para conocer el país. De todas formas, no había tenido ninguna conversación sobre algo importante con ellos durante los últimos años, y no los había visto desde que se había marchado de casa.
No aprobaban su decisión de abandonar su mundo e intentar crear su propia vida, y su actitud hacia ella había sido muy seca desde que Paula se había ido a Colorado. Su situación en aquel momento, con una niña nacida fuera del matrimonio y perseguida por un posible secuestrador, sólo serviría para confirmar lo que ellos pensaban: que por sí misma, no conseguiría otra cosa que meterse en líos.
Paula no quería darles la oportunidad de que le dijeran que ya se lo habían advertido.
El taxista la miró por el espejo retrovisor.
—Parece que ese tipo no va al centro, como pensaba usted —le dijo—. Parece que se dirigen hacia Hudson Parkway. ¿Quiere que continúe siguiéndolo?
—Sí —respondió ella. Sin embargo, aquel camino la estaba poniendo nerviosa. Lo conocía muy bien. Pero era sólo una coincidencia que la primera vez que ponía los pies en Nueva York desde que había salido de la finca de sus padres, Pedro la condujera hacia Hudson Valley, directamente hacia Chaves Hall.
—Como ya le he dicho, espero que tenga dinero —dijo el conductor—. Me parece que ese tipo se dirige a Vermont. ¿De veras quiere que continuemos?
—Sí, por favor.
Mientras dejaban atrás Manhattan, ella apenas podía creer la dirección que estaban tomando.
Habían pasado Hudson Parkway y habían comenzado a seguir un camino que era muy familiar para ella, junto al río. Si continuaban así, llegarían a las mismas puertas de la finca de sus padres. Cuando por fin llegaron a pocos metros de Chaves Hall, Paula no podía dejar de preguntarse por qué motivo habría ido allí Pedro.
—Por favor, pare bajo aquel árbol —le pidió al taxista—. Voy a bajarme aquí.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó él, en un tono de desconfianza—. No puedo dejarla aquí, en la oscuridad. Y usted no puede seguir a ese tipo ahí dentro. Tienen una puerta automática y probablemente, habrá perros doberman corriendo por ahí. No debería haberla traído.
¿Es usted una psicópata o algo por el estilo?
Paula estaba temblando con la inyección de adrenalina que había supuesto acercarse de nuevo a Chaves Hall, pero intentó mantener la calma.
—Puedo entrar a la casa —respondió—. Yo vivía aquí y conozco el código de la puerta.
—¡Y un cuerno!
—Mire, se lo demostraré. Déjeme pagarle lo que le debo, primero —dijo. Miró al taxímetro y le dio unos cuantos billetes al hombre, además de una generosa propina.
Él no se quedó muy contento, de todas formas, al ver el dinero.
—Permítame que la lleve de vuelta a Manhattan, ¿de acuerdo? Ni siquiera se lo cobraré. Pero no puedo dejar a una mujer en medio de una carretera perdida como ésta. Si leyera en el periódico que le ha ocurrido algo, jamás me lo perdonaría.
Paula observó cómo las luces traseras del otro taxi desaparecían por el camino que conducía hacia la puerta de la casa.
—Está bien, acérquese ahora a la puerta. Le demostraré que puedo abrirla.
—Yo la acercaré, pero usted no podrá abrir. Conozco al tipo de gente que vive en esta zona, en una finca de esta clase, y usted no es de esas personas.
—A veces, las apariencias engañan —dijo ella, y abrió la puerta del taxi—. Puede quedarse aquí hasta que yo abra la verja, y después vuélvase a la ciudad. De ese modo, sabrá que estoy a salvo.
—¿Y si la atacan los perros?
—No hay perros. Al menos, no los había la última vez que estuve aquí —Paula salió del taxi y se colgó la mochila del hombro—. Gracias por traerme hasta aquí —dijo, y cerró la puerta.
Él bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—Demuéstreme que sabe abrir la puerta. Cuando veamos que no puede, la llevaré de vuelta a Nueva York. No haré preguntas, de veras.
Ella se volvió y sonrió.
—Gracias. Es usted muy amable, pero no será necesario —respondió Paula.
Aún no estaba segura de lo que iba a hacer cuando estuviera dentro de la finca, pero aquél era su primer paso. Recordó el código en cuanto se vio frente al teclado numérico y apretó las cifras sin titubear. Las puertas se abrieron lentamente.
—Vaya, demonios —dijo el taxista, atónito—. ¿Quién es usted?
—Eso no tiene importancia —Paula le sonrió de nuevo—. Adiós.
—Esto sí que se lo voy a contar a los chicos.
Ella se estremeció.
—Por favor, no. No se lo cuente a nadie —rogó.
Paula no sabía si el hombre que la estaba siguiendo estaba cerca en aquel momento.
—Mire, si la policía me interroga porque ocurra algo malo, entonces...
—No tendrán que interrogarlo. Por favor, le suplico que no cuente nada a los demás taxistas. ¿Podría prometérmelo?
—Sí, se lo prometo. Será mejor que entre. Las puertas vuelven a cerrarse.
—De acuerdo. Adiós.
—Cuídese.
Ella se dio la vuelta y atravesó la puerta antes de que se cerraran de nuevo con un sonido metálico que le recordaba una sensación de claustrofobia muy familiar. Una vez más, estaba prisionera en Chaves Hall.
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