sábado, 1 de diciembre de 2018
CAPITULO 1 (CUARTA HISTORIA)
Paula Chaves notó un hormigueo de ansiedad en el estómago mientras esperaba en JFK el vuelo de las cinco y cuarenta y cinco procedente de Londres. Después de diecisiete meses separados, debía reencontrarse con Pedro Alfonso, el hombre al que había querido y al que todavía quería, disfrazada de vagabunda.
Después tenía que hablarle de Olivia, la niña que él no sabía que había concebido, el bebé al que ella había dejado en Colorado para garantizar su seguridad.
La embarazosa verdad era que alguien la perseguía desde hacía meses. Pensaba en ello, como si hubiera contraído una enfermedad mortal, que ya no le permitiera seguir siendo madre. En su infancia y adolescencia, se había sentido ahogada por los intentos de su padre millonario de protegerla de posibles secuestros.
Se había marchado de casa y había desdeñado una vida de coches blindados y guardaespaldas, insistiendo en que podía vivir tranquila y anónimamente sin todo aquello. El hecho de haberse equivocado la enfurecía.
A unos metros, una mujer estaba arrullando a un bebé. Paula sentía un profundo dolor cada vez que veía a una madre con su hijo. Por su propio bien, no debería mirarlos, pero no podía dejar de torturarse. Aquél bebé debía de tener unos ocho meses, como Olivia, a juzgar por el trajecito que llevaba. Paula no podía imaginarse que su propia hija tuviera aquel tamaño. Cuando la había dejado en el rancho Rocking D, Olivia era diminuta, sólo tenía dos meses. Paula no había pensado nunca que su separación pudiera durar tanto tiempo. Por suerte, Pedro había vuelto, y eso significaba que ella podría ver pronto a su bebé.
Paula hizo todo lo posible por mitigar su dolor. Se concentró en el hecho de que al menos, Olivia estaba a salvo. Ella sabía que podía contar con que sus amigos Sebastian, Augusto y Bruno protegieran a la niña hasta que Pedro volviera y entre todos, decidieran lo que debían hacer.
Los pasajeros, fatigados, caminaban con dificultad hacia la puerta de salida de la aduana.
A Paula se le aceleró el pulso al pensar en el encuentro que se avecinaba. Todavía no había decidido cómo iba a acercarse a él. Pensar en Pedro Alfonso le provocaba tantas emociones que apenas sabía cómo controlarlas.
Uno de esos sentimientos era la ira. Se había enamorado locamente de aquel hombre, pero durante el año que había durado su relación, él había insistido en que la mantuvieran en secreto. Sólo su secretaria, Bonnie, la mujer que encarnaba el significado de la palabra discreción, sabía que Pedro y ella habían estado juntos.
Paula debería haberse dado cuenta de lo que indicaba aquel deseo de mantener las cosas en secreto, pero el amor era ciego y había aceptado la explicación de Pedro de que sus amigos eran unos entrometidos y que él no quería ninguna interferencia en su relación hasta que los dos supieran adonde iba. Él sabía perfectamente adonde iban las cosas, pensó Paula amargamente. A ninguna parte.
Ojalá pudiera odiarlo por aquello. Lo había intentado con todas sus fuerzas. En vez de eso, no podía dejar de rememorar la noche en que habían roto. «No debería haber permitido que perdieras el tiempo conmigo. No merecía la pena».
Después, Pedro la había dejado, había abandonado su negocio inmobiliario y a sus amigos para marcharse a un país diminuto, asediado por la guerra, a trabajar de voluntario en los campos de refugiados. Además de todas las cosas que sentía hacia Pedro, Paula tenía que lidiar con la culpabilidad. Si ella no lo hubiera presionado para que terminaran con el secreto de aquella relación y se casaran, él no se habría marchado del país. Se habría quedado en Colorado, con ella.
Sin embargo, Pedro se había visto impulsado a escapar y se había marchado a un lugar donde reinaba la violencia, y donde el frente de batalla cambiaba día a día. Había pasado diecisiete meses en peligro, y si lo hubieran herido o incluso matado, ella habría tenido que cargar con la culpa.
Además, también se culpaba por haber tenido a la niña: él le había dicho que no quería hijos.
Ella necesitaba contarle que tenían una hija, por si acaso quien la estaba siguiendo con el claro propósito de secuestrarla conseguía salirse con la suya. Pero antes de decirle nada de aquello, tendría que convencerlo de quién era. La peluca oscura, la ropa enorme y las gafas gruesas no le resultarían familiares a Pedro. Y una vez que él hubiera averiguado que esa vagabunda era ella, ¿qué le diría en primer lugar?
«Pedro, tenemos una hija. Se llama Olivia».
Demasiado brusco. Un hombre que había dicho que no quería tener hijos, seguramente, necesitaba más preparación antes de recibir aquella noticia. «Pedro, voy disfrazada de vagabunda porque me persigue un secuestrador». Demasiado, demasiado pronto.
Él acababa de volver de esquivar balas. Se merecía un poco de paz y tranquilidad antes de que ella le contara todo aquello, además de decirle que tenía que proteger a Olivia, quisiera o no.
A Paula se le encogió el estómago.
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