domingo, 9 de diciembre de 2018

CAPITULO 29 (CUARTA HISTORIA)





Pedro oyó la ducha corriendo cuando entró por la puerta. Fue a la cocina, donde encontró a Sebastian dándole a Olivia sus cereales y a Maria preparando café. Pedro vio los ojos azules del bebé y notó que se le derretía el corazón. 


Rápidamente, desvió la vista. No tenía tiempo para aquello.


—¿Está Pau en la ducha?


—Eso creo —respondió Maria—. No ha venido a la cocina, y creo que tiene miedo de hacerlo. Me estaba preguntando si tú podrías convencerla para que...


—No puedo —dijo Pedro, y miró a Sebastian—. Nuestro hombre debe de estar escondido en las colinas. Augusto está ensillando los caballos.


—Bien.


Sebastian dejó la cuchara en el cuenco de cereales de la niña y se levantó.


—Maria, ven aquí, y cuando yo salga por la puerta, enciende la alarma.


Maria se acercó a él al instante y lo tomó por el brazo.


—No creo que debáis subir allí sin un plan.


—Tengo un plan. Voy a llevar mi rifle.


Se separó de ella y pasó por delante de Pedro hacia el salón.


—Vigila a la niña, Pedro —le dijo Maria mientras iba tras Sebastian—. Escucha, vaquero, ¡no podéis ir allí como si fuerais los tres mosqueteros!


La voz de Sebastian llegó hasta la cocina desde el pasillo y desde su habitación.


—No discutas conmigo, Maria. No podemos perder el tiempo si queremos atraparlo.


—¡Podría ser él el que os atrapara a vosotros!


Pedro miró a Olivia, que estaba sentada en su trona con la boca chorreando cereales. La niña lo estaba mirando con los ojos muy abiertos. Y él reconoció perfectamente el color de aquellos ojos. Lo veía todas las mañanas en el espejo. 


Entonces, la carita de Olivia se arrugó como si alguien la estuviera estrujando, y dejó escapar un grito de protesta.


—Uy, no hagas eso —rogó Pedro—. Maria va a volver ahora mismo.


Olivia gritó con más fuerza y escupió los cereales que tenía en la boca.


Pedro le entró pánico. Que él supiera, la niña podía ahogarse o algo así, si continuaba llorando de aquella manera. Él oía que Maria y Sebastian todavía estaban discutiendo en su dormitorio, y allí estaba aquella cría, corriendo un grave peligro.


—¡Maria! —gritó.


Y con sólo eso, Olivia dejó de llorar. Sin embargo, la expresión de su cara no fue ninguna mejoría. Estaba petrificada. Por su culpa. A Pedro se le encogió el estómago al recordar cómo se sentía él cada vez que su padre gritaba así. Y allí estaba él, asustando a su hija de la misma manera.


—Lo siento —murmuró—. Lo siento, pequeña.


Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


—No volveré a gritarte —prometió mirando aquellos enormes ojos azules. Oh, Dios, lo estaba atrapando. Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Aquella carita, aquella carita húmeda de lágrimas, llena de cereales, lo estaba atrapando.


—Vamos —dijo Sebastian, que entró en la cocina con una chaqueta y un rifle.


Aliviado, Pedro se volvió hacia él.


—¡Sois unos idiotas! —dijo Maria, que iba detrás—. Deberíamos llamar al comisario.


—Para cuando llegue, el tipo que persigue a Paula ya se habrá marchado —replicó Sebastian—. Y ahora, cuando salga, conecta la alarma, y si no hemos vuelto en una hora, entonces podrás llamar al comisario.


—Maravilloso —respondió—. ¿Le pido que traiga bolsas para cadáveres?


—Déjalo. No va a pasar nada —dijo Sebastian. Miró a Pedro y le preguntó—: ¿Preparado?


—Preparado —respondió él. Mientras salían de la cocina, miró una vez más al bebé. La niña lo estaba observando todavía—. Hasta luego, Olivia —dijo con dulzura.



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