lunes, 10 de diciembre de 2018

CAPITULO 30 (CUARTA HISTORIA)




Paula casi había terminado de ducharse cuando oyó que Maria y Sebastian se acercaban por el pasillo, discutiendo sobre algo. Con su constante sentimiento de culpabilidad, no pudo evitar preguntarse si la discusión tendría algo que ver con ella.


Se secó rápidamente, se puso unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca de manga larga y se cepilló el pelo. Cuando salía del baño, oyó cerrarse la puerta de la casa.


—¡Hombres! —dijo Maria. Por su tono de voz, estaba disgustada—. De verdad, Olivia, algunos hombres no tienen cerebro.


Paula se acercó cautelosamente a la puerta de la cocina.


—¿Maria? —dijo, antes de asomarse—. ¿Crees que debería entrar?


—Por supuesto —respondió Maria—. Olivia y yo necesitamos refuerzos, ¿verdad, cariño? Los chicos acaban de irse a hacer una tontería.


—¡Ga! —respondió Olivia, encantada.


A Paula se le aceleró el corazón mientras entraba a la cocina. Desde su silla de madera, Olivia la miró y Paula se preparó para más lágrimas. En vez de eso, casi pareció que la niña se encogía de hombros mientras fijaba de nuevo su atención en la cuchara de compota de manzana que le estaba ofreciendo Maria.


La indiferencia era mejor que el miedo, se dijo.


—¿A qué te referías con lo de los chicos? —preguntó a Maria—. ¿Adonde han ido?


—Pedro cree que ha visto al tipo que te sigue en la colina.


Paula se puso una mano en la boca para ahogar un jadeo, que seguramente, asustaría a Olivia.


—Augusto llegó cuando Pedro volvía a casa a contárnoslo y los tres se han ido a buscarlo a caballo. Sebastian se ha llevado el rifle —explicó Maria. Seguía dándole el desayuno a Olivia, pero tenía la espalda muy rígida.


—Oh, vaya.


—He conectado el sistema de alarma, así que sabremos si ese tipo se acerca a la casa, pero creo que deberíamos haber llamado al comisario. Los chicos no han querido.


Paula se desesperó. Llamar al comisario significaría que la policía se pondría en contacto con sus padres, pero no podía seguir evitándolo si estaba poniendo a más gente en peligro.


—Quizá debiera llamar a mis padres y terminar con todo esto. No puedo dejar que os arriesguéis así.


Maria miró a Paula mientras le metía a Olivia la cuchara en la boca.


—Creo que un buen modo de que éste pequeño gremlin comenzara a acostumbrarse a ti sería que te acercaras a la mesa lentamente. Luego podrías contarme la situación con tus padres.


—Está bien —respondió Paula.


Olivia la observó con desconfianza mientras se acercaba y se sentaba a medio metro de la niña.


—Olivia —canturreó Maria—. Toma otro poco de compota, cariño.


El bebé se volvió hacia la cuchara y dio unas palmadas en su mesa.


—Supongo que tus padres no saben nada del bebé ni del secuestrador —dijo Maria mientras seguía dando de comer a la niña.


—Exacto. Yo quiero evitar que Olivia crezca del modo en que crecí yo. Fui siempre una prisionera, porque mi padre tenía miedo de que alguien me secuestrara para pedir un rescate.


—Parece que tenía algo de razón —dijo Maria.


—Desgraciadamente, sí —respondió Paula mirando a su hija con un nudo en la garganta—. Tal y como yo lo veo, puedo hacer dos cosas: o llamar a mis padres y pedirles protección o... suponiendo que ese tipo no sepa de la existencia de Olivia, marcharme de nuevo antes de que lo averigüe.


Maria se volvió hacia ella, y la miró atentamente.


—Y entonces ¿qué? ¿La dejarías con nosotros indefinidamente?


A Paula no se le escapó el entusiasmo inconsciente de la voz de Maria. No la culpaba por no preocuparse de qué le ocurriría a ella en aquella situación. Maria estaba preocupada, principalmente, por el bienestar de Olivia, y así debía ser.


—En ese caso, la dejaría con vosotros para siempre —murmuró Paula, sintiendo una agudo dolor en el pecho—. Si vuelvo a marcharme, no regresaría por ella. Eso no sería justo para nadie, y menos para la niña.


Maria tragó saliva, pero no dijo nada. Luego dejó la cuchara y tomó un paño húmedo que había junto al plato de compota. Lentamente, con ternura, le limpió la carita a Olivia mientras la niña intentaba agarrar el trapo y gorgojeaba.


Sin soltar el trapo, Maria miró a Paula. Tenía los ojos brillantes de emoción.


—Por supuesto que a mí me gustaría quedarme con esta niña para siempre. Sebastian sería completamente feliz. Y todo el mundo. Augusto, Guadalupe, Bruno, Sara, Nora y el pequeño Julian —dijo. Carraspeó y continuó hablando—. Antes de quedarme embarazada, es posible que no hubiera entendido el sacrificio que sugieres. Pero ahora sí lo entiendo, y no puedo permitir que hagas algo así.


Paula contuvo sus propias lágrimas.


—Si es lo mejor para Olivia...


—No lo es —respondió Maria con firmeza—. ¿Solías cantarle a Olivia?


—¿Cantarle? ¿Por qué?


—Puede ser una buena forma de acercarse a ella.


—Oh... —Paula nunca había conocido a una mujer tan buena como Maria Daniels. Cualquiera se daría cuenta de lo unida que estaba a Olivia, y la idea de perder a la niña tenía que ser muy dolorosa. Y de todos modos, Maria estaba intentando ayudarla a conectar de nuevo con su hija—. Sí, yo le cantaba.


—Me lo imaginaba. La mayoría de nosotros lo hace, supongo que instintivamente. ¿Por qué no intentas cantarle ahora? —sugirió.


—¿Aquí?


—Sí. Ahora acaba de comer y está muy contenta —dijo Maria—. Como yo estoy aquí, ella no se siente amenazada porque tú también estés. Y nadie más la va a distraer. ¿Qué te parece?


—Bien —respondió Paula, y sonrió tímidamente a Maria—. Pero me siento como si estuviera actuando en un club de Las Vegas.


Maria le devolvió la sonrisa.


—Te prometo que seré una buena espectadora.


Paula respiró profundamente y azorada, comenzó a cantar.


Olivia la miró inmediatamente. Con dos dedos metidos en la boca, se concentró en el rostro de Paula.


Paula continuó cantando y poco a poco, se olvidó de que Maria estaba allí, mientras buscaba en la expresión del bebé la más mínima señal de reconocimiento.


Olivia estaba fascinada con la canción, pero quizá se sintiera fascinada cada vez que alguien le cantaba.


—Continúa cantando y cámbiate de sitio conmigo —le dijo Maria.


Cuando Paula y Maria se levantaron, Olivia se alarmó. Miró rápidamente de una a la otra mientras se cambiaban de silla, lo cual hizo que Maria se quedara más lejos de ella y Paula, justo enfrente.


Paula tuvo un momento de pánico cuando vio que la carita del bebé se arrugaba como si fuera a empezar a llorar. Entonces Maria, que obviamente ya había escuchado suficiente de la canción como para poder seguir la melodía, comenzó a tararear con Paula. Desafinaba mucho, pero a Paula no le importó. El truco sirvió para que Olivia no llorara.


La atención de la niña alternaba entre las dos mujeres mientras el improvisado dueto continuaba, y su mirada de asombro casi consiguió que Paula se echara a reír. Pero continuó cantando. Debía de haber comenzado a sonreír sin darse cuenta, porque ocurrió un milagro. Olivia la miró y sonrió también.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta y no pudo cantar más. Pero, cuando la sonrisa de Olivia se desvaneció y comenzó a fruncir el ceño de nuevo, Paula hizo un esfuerzo sobrehumano y comenzó a cantar de nuevo, sonriendo.


Maria comenzó a añadir palabras a su tarareo, pero no era la letra de la canción.


—Lo estamos haciendo muy bien —canturreó—. ¿Qué te parece si...?


El sonido de los casos de los caballos les llegó desde fuera.


Maria saltó de la silla y miró por la ventana de la cocina.


—Ya han vuelto —dijo con un suspiro de alivio.


Paula se levantó también y se acercó a la ventana, casi atemorizada por lo que podía ver.


—Están bien —dijo.


—Eso parece —Maria salió de la cocina para desconectar la alarma y después volvió a asomarse por la ventana—. No veo sangre.


—Yo tampoco —Paula no podía dejar de admirar la soltura con la que Pedro montaba a caballo. Siempre se le olvidaba que se había criado en un rancho y que era un verdadero vaquero. Y en aquel momento, verdaderamente estaba en su papel.


Olivia empezó a dar golpes en su mesa con las dos manos.


Maria miró al bebé.


—Creo que alguien echa de menos el espectáculo.


Paula siguió su mirada y se sintió gratificada al darse cuenta de que Olivia estaba muy alegre.


—¿Crees que hemos hecho algún progreso?


—Estoy segura. Creo que cantar es un buen método de acercamiento. Podrías seguir con eso. Siento haber estropeado tu canción con mis maullidos, a propósito.


A Paula la habían educado para ser reservada con las personas hasta que las conociera bien, pero en aquel momento, le pareció la cosa más natural del mundo darle un abrazo a Maria.


—¿Estás de broma? —le preguntó con una risa—. Tus coros me han salvado.


Maria se rió.


—Asegúrate de decirle eso a Sebastian —dijo, mientras se abría la puerta de la cocina y éste hacía su aparición—. Se ha ofrecido a pagarme con tal de que no cante.


—No, lo has entendido mal —dijo él. Con el rifle en la mano, se acercó a su mujer y le dijo un beso—. Yo he dicho que te pagaría para que bailaras en vez de cantar. Creo que todos deberíamos dedicarnos a aquello para lo que tenemos más talento, y claramente, tu talento está en el baile —aseguró. Después, salió de la cocina para colocar el rifle en su armario.


—¡Espera un segundo! —dijo Maria—. ¿Habéis averiguado algo allí arriba?


—Pregúntale a Augusto —respondió Sebastian desde el pasillo.


Augusto entraba con Pedro en aquel instante.


—¿Qué ha ocurrido? —insistió Maria.


—Encontramos algunas huellas —dijo Augusto, mientras colgaba su chaqueta en el perchero de la entrada—. Las seguimos durante un buen rato, pero las perdimos en la parte rocosa del camino.


Paula se volvió hacia Pedro.


—¿Conseguiste verlo? ¿Crees que podría ser el hombre que me ha estado siguiendo?


—No lo sé. Sólo sé que había alguien allí arriba, pero no conseguí verlo. Puede haber sido cualquiera —respondió él.


—Quizá fuera algún vecino, que había salido a dar un paseo —intervino Augusto—. Salvo que si era un vecino, lo normal habría sido que se acercara a la casa a tomar un café, en vez de avanzar en dirección contraria.


—Yo creo que el tipo cruzó deliberadamente las rocas —dijo Pedro, mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba junto a la de Augusto—. Quería que le perdiéramos la pista.


—Seguramente —afirmó Sebastian, que entraba en la cocina—. Y lo consiguió —añadió, lanzándole una mirada a Augusto—. Creía que tú eras el mejor de los rastreadores, amigo.


—Ah si... yo sólo le dije eso a Guadalupe para impresionarla, teniendo en cuenta que ella tiene antepasados cheyennes y todo —respondió Augusto—. Yo puedo perder una pista exactamente igual que todos vosotros.


—Estupendo —dijo Sebastian, sacudiendo la cabeza—. Y para eso te pago buenos dólares.


Olivia dio palmadas en su mesa y comenzó a gorgojear de nuevo.


—No, me pagas los dólares para que le cambie los pañales a esta pequeñaja —dijo Augusto con una enorme sonrisa—. ¿Verdad, Oli? Nadie lo hace igual que yo ¿a que no?


La niña se rió y extendió los brazos hacia Augusto.


—¿A que quieres que te saque de esa silla? —Augusto apartó la bandeja y tomó a Olivia en brazos—. Eh, pequeña, creo que necesitas mis servicios en éste mismo momento —le dijo, y le acarició el cuello hasta que Olivia se rió—. Ven conmigo, cariño.


Mientras Augusto salía de la cocina con una sonriente Olivia, Paula los miró con frustración. ¿Cuánto tiempo iba a pasar hasta que la niña extendiera los bracitos hacia su madre?


Pedro se preguntó si alguna vez conseguiría estar tan relajado y encantador con Olivia como Augusto. Probablemente no. Sin embargo, lo deseaba con todas sus fuerzas. Él había pensado que tendría miedo del bebé, y hasta cierto punto era cierto. Sin embargo, la fascinación estaba desplazando al miedo rápidamente. Y estaba comenzando a sentir la necesidad de tomar en brazos a la pequeña y comprobar si era capaz de arrancarle una sonrisa.


—Creo que Paula y yo hemos hecho progresos con Olivia mientras vosotros estabais fuera —dijo Maria. Le entregó a su marido una taza de café y sirvió otra que le dio a Pedro.


—¿De veras? —preguntó Sebastian—. ¿Qué habéis hecho?


—Fue idea de Maria —dijo Pau, y murmuró una expresión de agradecimiento mientras tomaba la taza de café que le ofrecía Maria—. Ella me sugirió que le cantara a Olivia, pensando que podría acordarse de cuando yo le cantaba de pequeña, y que la niña comenzaría a acostumbrarse a mí de nuevo —explicó, y le dio un sorbo a su café—. Creo que ha sido de gran ayuda.


—Muy buena idea —dijo Pedro.


—Sí —dijo Sebastian—. Pero, ¿no deberías continuar haciendo ese tipo de cosas?


—¿Quieres que esté cantando todo el día? —le preguntó Maria.


—No, aunque eso tampoco estaría mal. Me refiero al contacto con Olivia—dijo él, y miró a Paula—. Podrías ir con Augusto y ayudarle a cambiarla. Seguramente así, la niña se hará a la idea de que tú vas a estar con ella todo el rato, y al final, cuando tú intentes hacer el trabajo, ella no verá nada raro en eso.


—Tienes razón —dijo Paula. Inmediatamente, dejó el café sobre la mesa y se volvió hacia Pedro—. ¿Quieres...


—No vamos a hacer una convención en el cuarto de la niña —dijo él, aunque no le habría importado ir. Quería cualquier excusa para ir detrás de Pau como un perrito—. Si hay demasiada gente, podría agobiarse.


—Es cierto —dijo Maria—. Después podremos establecer unos turnos.


—Está bien —respondió Paula, y se encaminó hacia el pasillo.


—¡Y te advierto que Augusto no canta mucho mejor que yo! —le dijo Maria.


Cuando Paula se hubo marchado, Pedro miró a Maria.


—¿De veras crees que Olivia le está perdiendo el miedo? ¿O sólo estás intentando que Paula se sienta mejor?


—Olivia superará su desconfianza porque Paula quiere a esa niña más que a nada en el mundo, y está dispuesta a hacer lo que sea necesario para conseguirlo —respondió ella, y sonrió al oír la voz de Augusto desafinando, mezclada con la voz de Paula, mucho más musical, desde la habitación de Olivi—. Ha sido conmovedor verla cantándole a la niña.


—Todo esto ha sido muy duro para ella.


—Lo creo —dijo Maria—. Cuando estabais fuera, Paula comenzó a preocuparse de nuevo por el peligro que puede representar este tipo que la está siguiendo. Se ha preguntado si no debería llamar a sus padres y pedirles protección, o marcharse de nuevo, antes de que el acosador sepa que existe Olivia.


A Pedro se le encogió el estómago.


—¿De verdad dijo que estaba pensando en marcharse?


—Sí. Aunque eso la estaba matando, pensó que quizá fuera lo mejor para la niña.


—No puede marcharse —dijo Pedro, con más vehemencia de la que hubiera querido.


—Bueno, Pedro —dijo Sebastian—. No se lo vamos a permitir.


—¿Por qué no llamamos al comisario para que venga? —preguntó Maria—. Yo me sentiría mucho más segura si la policía estuviera enterada de esto y se involucrara.


—Cuando estábamos siguiendo la pista de ese tipo, Maria, hemos hablado sobre la posibilidad de llamar al comisario —dijo Pedro—. Sé que esto te pone nerviosa. A mí también. Pero el problema de avisar a las autoridades es que comenzarían a seguir todas las pistas, lógicamente, y el lugar más lógico para empezar sería la casa de los padres de Pau.


—¿Y eso sería tan terrible? —preguntó Maria—. Yo creo que quizá deberían saber lo que ocurre. 
Paula dijo que tenía miedo porque ellos serían demasiado protectores con la niña, como lo fueron con ella, pero Paula es su madre, y estoy segura de que podría limitar el alcance de lo que ellos hicieran.


Pedro recordó las verjas de hierro de Chaves Hall, y al hombre de voluntad de hierro que vivía tras sus muros.


—Conocí al padre de Pau hace unos días... bueno, antes de verla a ella. Y creo que Pau tiene razón en cuanto a lo que sus padres harían si supieran lo que está ocurriendo. Posiblemente, haría que la policía se apropiara del rancho y se llevarían a Olivia a Nueva York tan rápidamente que ni siquiera nos daríamos cuenta. Dudo que volviéramos a verla.


—Oh —Maria miró a su marido—. Entonces, supongo que tendremos que pensar en otro plan, ¿no?


—Eso me temo —dijo Sebastian—. No estoy dispuesto a permitir que ningún pez gordo de Nueva York me diga cómo tengo que dirigir el Rocking D. Y mucho menos aún, a que nadie se lleve a la niña —remachó, y miró a Pedro—. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—Pero sí hay una cosa que debemos hacer, y es mejorar la seguridad del rancho —continuó Sebastian—. Avisaré al experto local, Jim, para que le haga unas cuantas mejoras al sistema.


—A menos que quieras que avise al experto que se encarga de la seguridad de algunos de mis clientes —dijo Pedro, pensando en una venta que le había gestionado a una estrella de Hollywood que había comprado una mansión cerca de Colorado Springs, y que había contratado los servicios de Sergio para montar el sistema de seguridad.


—Ah, sí —dijo Sebastian—. Me acuerdo de que me hablaste de él. El tipo de Los Ángeles.


—Él podría hacer el trabajo —dijo Pedro—. Pero es caro y lento. La mayoría de la gente que lo contrata lo hace porque quieren un plan definitivo, mientras que esto sería algo temporal.


—Eso es cierto —dijo Sebastian, y le dio un sorbo a su café—. Veamos lo que puede hacer Jim, y mantengamos a tu conocido en la reserva por si acaso necesitamos algo más.


—Muy bien —dijo Pedro—. Y mientras, tenemos que convencer a Pau para que no se marche.


Maria sonrió.


—Eso es tu trabajo, Pedro.


Pedro se sonrojó. Se frotó la nuca y sonrió tímidamente mientras pensaba en cómo iba a explicar que él estaba más que dispuesto, pero que Paula no le permitía usar todas las armas a su alcance.


—Bueno, lo que pasa es que...


—Vamos, Pedro —dijo Sebastian, que obviamente se compadeció de él—. Vamos a desensillar a esos caballos mientras Maria prepara sus fabulosos huevos con beicon para desayunar.



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