domingo, 9 de diciembre de 2018
CAPITULO 27 (CUARTA HISTORIA)
Paula no quería dormir. Sólo quería mirar a Olivia y escuchar su respiración.
Estaba en la cama, pensando cómo iba a acercarse a la niña cuando se despertara. Era evidente que debía tomarse las cosas con calma hasta que la niña volviera a acostumbrarse a ella. El hecho de saber que Olivia había convivido con tres familias le daba confianza en que su hija no sería tan inflexible como hubiera sido si hubiera vivido únicamente con Sebastian y Maria en el Rocking D. De todos modos, Paula no se engañaba pensando que la transición sería fácil.
Por el momento, sin embargo, se conformaba con estar en la misma habitación que su hija.
Pedro no se había quedado muy satisfecho con la idea de dormir en otro lugar, pero ella sabía que dormir en la misma cama que él sobrecargaría los circuitos.
Para empezar, no habría podido concentrarse en su hija y en aquel momento, eso era lo más importante. Por otro lado, creía de veras que no debía hacer el amor con él. Y si compartían la cama, acabarían haciéndolo sin remedio.
Aunque podría haber jurado que no había dormido en absoluto, abrió los ojos y se dio cuenta de que la habitación estaba iluminada con la suave luz del amanecer.
—Ba —decía una suave voz—. Ba, ba.
A ella se le aceleró el pulso. Olivia estaba despierta. Con cautela, Paula apartó el edredón para poder ver la cuna.
Olivia estaba a gatas frente a ella. Oh, sí, tenía los ojos azules de Pedro y su pelo cobrizo. Tenía las mejillas rosadas del sueño. Podría haberse quedado mirándola para siempre.
—Ba, ba —repitió Olivia, y babeó. Con la atención fija en lo que estaba viendo sobre la cama, se agarró a las barras de la cuna y se levantó. Se puso de pie.
Paula se quedó inmóvil, observándola, fascinada por los avances que había hecho la niña en su ausencia. Tragó saliva para intentar deshacer el nudo que tenía en la garganta. Habían ocurrido muchas cosas mientras ella estaba fuera.
Demasiadas.
Agarrada con fuerza a los barrotes, Olivia comenzó a sacudir la cuna.
—¡Ba! —gritó, y enseñó sus nuevos dientes mientras seguía sacudiendo la cuna.
—Hola, pequeñina —murmuró Paula. Al ver aquellos dientecitos, se le llenaron los ojos de lágrimas. Su hijita había crecido mucho.
Olivia dejó de moverse y la miró fijamente.
—Soy yo, tu mamá —dijo Paula, suavemente.
Olivia no estaba asustada. La miraba con curiosidad.
—Eres una niña preciosa —dijo Paula. Moviéndose con lentitud, se apoyó sobre un codo en la cama—. ¿Te acuerdas de mí?
Una chispa de preocupación se encendió en los ojos azules.
—No pasa nada —dijo Paula en voz baja mientras se incorporaba y se sentaba sobre la cama—. Te acostumbrarás de nuevo a mí. Te...
El grito de miedo de Olivia le heló la sangre.
—No te voy a hacer daño, cariño —dijo en tono suplicante a la niña, mientras Olivia comenzaba a lloriquear. El instinto hizo que Paula saliera de la cama y se acercara a la cuna—. No tengas miedo —susurró, y alargó los brazos para tomarla—. Por favor, no tengas miedo. Soy yo. Tu mamá.
Con un grito más alto aún, Olivia se echó hacia atrás para escapar de Pau y se dio un golpe en la cabeza con la cuna. Entonces, comenzó a llorar desconsoladamente.
—Oh, no —Paula descorrió el cerrojo de la barandilla y se inclinó hacia ella—. Oh, cariño... por favor, déjame...
—Yo la tomaré —dijo Maria, que entró a toda prisa en la habitación. Levantó a Olivia y la alejó de Paula como si fuera una amenaza.
Paula sabía que Maria no lo había hecho intencionadamente, pero así parecía de todos modos. Las lágrimas cayeron por sus mejillas.
—Se ha dado un golpe en la cabeza —dijo—. Por favor, comprueba que esté bien —rogó a Maria. El hecho de no poder consolar a su propia hija era el peor dolor que había soportado en su vida—. No quería asustarla. No quería.
—Pues claro que no —dijo Maria, y le pasó la mano por la cabeza a Olivia—. Y ella está bien. Vamos, vamos, pequeñina —Maria apoyó al bebé en su hombro y le acarició la espalda—. Vamos, estás bien.
—¿Qué ha ocurrido? —Sebastian apareció en el umbral de la puerta abrochándose los pantalones vaqueros.
—Yo... —Paula descubrió que no era capaz de contárselo. Se le había hecho un nudo de vergüenza y de pena en la garganta. Su hija no la quería.
Entonces Pedro apareció detrás de Sebastian. Él también llevaba unos vaqueros y una camiseta.
—¿Estáis bien?
—Creo que Olivia se ha asustado un poco al ver a Paula por primera vez —dijo Sebastian.
—No pasa nada —murmuró Maria mientras continuaba acariciando a Olivia—. Tendremos que hacer las cosas más despacio, eso es todo.
—Oh, Pau —dijo Pedro—. Lo siento.
Ella no lo sentía. Estaba destrozada. Y no podía soportar quedarse en aquella habitación ni un minuto más. Se las arregló para darles cualquier excusa y se fue al baño.
Una vez que estuvo allí, tomó una toalla y enterró la cara en ella mientras sollozaba.
Olivia ya no la quería.
Poco a poco, las lágrimas cesaron, pero Paula no creía que se le fuera a pasar el dolor que sentía. Había perdido a su hija por culpa de aquel hombre horrible que la perseguía, y estaba dispuesta a buscarlo y matarlo con sus propias manos. Él le había robado a su hija.
Alguien llamó a la puerta con suavidad, y después, Paula oyó la voz de Pedro.
—¿Pau? ¿Puedo entrar?
—No.
—Eso es lo que me pasa por preguntar —murmuró él, y abrió la puerta.
Ella se dio la vuelta y fingió que estaba colgando la toalla en el toallero y colocándola perfectamente.
—No sé qué ha ocurrido con el concepto de intimidad.
Él entró y cerró la puerta.
—En éste momento no necesitas intimidad —dijo. La tomó por los hombros, la abrazó e hizo que apoyara la cabeza en su pecho.
—¿Cómo sabes que no la necesito?
—Lo sé porque te he visto la cara cuando has venido a esconderte aquí. Lo que de verdad necesitas es que alguien te abrace.
Pedro tenía toda la razón. Ella lo había abrazado también, automáticamente, y se había quedado colgada de su cuello.
—¿Y eres un experto en la materia?
Pedro apoyó la mejilla en su cabeza.
—Pues sí.
Pensándolo bien, seguramente sí lo era. Habría tenido que consolar a mucha gente que vivía en el campo de refugiados. Y su propio conocimiento del dolor provenía de su infancia.
—No sé mucho de bebés —dijo Pedro—, pero Maria me ha dicho que Olivia lo superará, y seguro que Maria sabe de lo que está hablando. Se siente culpable por haber hecho que durmierais juntas la primera noche. Ella no pensó en cómo iba a reaccionar la niña cuando se despertara y viera a una ext... a alguien a la que no está acostumbrada en la habitación.
—Soy su madre —lloriqueó Paula—, y ella me tiene miedo.
—Se acordará de ti —dijo Pedro suavemente mientras le acariciaba la espalda como Maria había acariciado a Olivia.
—Quizá no. Quizá tenga que empezar desde cero, y todo será como si la hubiera adoptado. Oh, Pedro, ¿por qué no volviste antes a casa?
—Ojalá lo hubiera hecho. Oh, Pau. Voy a tardar cien vidas en compensarte por todo el dolor que te he causado. Y que todavía puedo causarte, maldita sea.
Inmediatamente, ella lamentó haberlo usado como chivo expiatorio.
—Pedro, no debería haber dicho esto. Éste es mi problema. Yo soy la que se quedó embarazada, y yo soy la que pensó que podría mantener mi identidad en secreto.
—Y yo debería haberme alejado de ti en cuanto te conocí. Lo sabía. Pero fui débil, y me engañé diciéndome que si todo lo manteníamos en secreto, contenido, no se complicaría.
—Se ha complicado.
—Ya me he dado cuenta. Y todo ha sido culpa mía.
—No, Pedro, no es cierto...
—No intentes negarlo, Pau. Todo el mundo sabe que los anticonceptivos fallan de vez en cuando. Yo te hice el amor... muchas veces. No debería haberme marchado del país sin asegurarme de que estabas bien. Si lo hubiera hecho, nada de esto habría sucedido.
—De todos modos, a mí me estaría persiguiendo éste loco.
El sacudió la cabeza.
—No.
—¿No?
—Yo me habría deshecho de él hace mucho tiempo.
Paula suspiró.
—Eres un buen hombre, Pedro. Gracias por haber venido a consolarme. Creo que me siento mejor.
—Me alegro —respondió él. De repente, su atención se desvió del rostro de Paula, y se dio cuenta de que no llevaba sujetador bajo el camisón. Pedro tragó saliva y la miró a los ojos—. ¿Has dormido bien?
—No.
Él la abrazó con más fuerza aún.
—Pau...
—No —dijo ella, aunque su mirada la estaba excitando.
—Me estoy volviendo loco.
Y ella también. Notó que su firmeza se tambaleaba un poco ante la fuerza de su deseo.
—Pedro, estamos en el baño, por Dios.
—Podrías apoyarte en esa encimera —murmuró él, y la tomó por las nalgas para apretarla contra su erección—. Soy un hombre desesperado, Pau. Dame cinco minutos. Sé que podemos hacerlo en cinco minutos. Una vez lo hicimos en cuatro, ¿te acuerdas?
Ella se acordaba bien, pero aquellos recuerdos no la estaban ayudando a ser fuerte.
—Te necesito. Necesito estar dentro de ti —dijo él, intentando seducirla con un tono de voz ronco que nunca le había fallado.
Y ella lo deseaba, también, pero sacudió la cabeza.
—No es una buena idea —dijo, aunque tenía la respiración entrecortada—. Además, no tienes preservativos.
—Eso es lo que tú te crees. Supongo que se te ha olvidado que fui boy scout.
—¿De verdad tienes...?
—Los tengo y los tendré. Siempre, por si acaso cambias de opinión —la acarició por última vez y la soltó—. Nos vemos en el desayuno.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario