sábado, 8 de diciembre de 2018

CAPITULO 24 (CUARTA HISTORIA)





Cuando Paula puso la mano sobre el tirador de la puerta del coche, notó un cosquilleo familiar en la nuca y supo que alguien los estaba vigilando. Odiaba aquella sensación, pero también agradecía que aquel aviso la hiciera menos vulnerable.


—Creo que nos ha seguido hasta aquí —dijo.


Pedro se puso muy tenso y se volvió a mirar por el cristal trasero del coche.


—No se dejará ver.


—Ese tipo es un psicópata —farfulló Pedro, y continuó escrutando la oscuridad. Después miró a Paula y dijo—: ¿Y sabes qué? Me alegro de que nos haya seguido. Ahora que estamos aquí, se nos ocurrirá un buen modo de atrapar a ese miserable.


Ella tuvo un sentimiento de gratitud hacia su defensor. Además, en el Rocking D no tendría sólo uno, sino cuatro. Hasta el momento en el que había notado que el secuestrador los estaba vigilando, había tenido miedo de entrar en la casa y verse cara a cara con Sebastian, Bruno y Augusto. Sin embargo, en aquel instante quería estar cerca de todos aquellos protectores.


—Entremos —dijo ella.


Cuando salieron del coche, Paula detectó un movimiento en el camino que conducía al establo.


Pedro.


—¿Qué?


—Allí —dijo Paula, y señaló el establo—. Se acerca alguien.


—Ya lo veo —respondió Pedro, y dejó escapar una exhalación de alivio—. Son Sebastian y su perra, Fleafarm. Vamos hacia él. No me importaría romper el hielo hablando primero con Sebastian.


—Buena idea.


La sensación de sentirse vigilada había comenzado a desvanecerse. Paula confiaba en el instinto que había desarrollado durante esos últimos meses y comprendió que el secuestrador se había retirado por el momento. Entonces percibió más detalles del lugar en el que se encontraba: el olor de los árboles y del humo de la chimenea y el sonido de la música y de las risas que provenían de la casa.


—Creo que el tipo se ha ido, Pedro.


—¿Tienes tanta conexión con él?


—Después de seis meses, esto se ha convertido en un hábito. Vayamos a saludar a Sebastian.


Sebastian los vio y apresuró el paso.


—¿Pedro? ¿Paula? Me pareció que oía acercarse un coche.


—¿Qué haces aquí? —preguntó Pedro mientras él se acercaba—. ¿Te ha echado Maria al establo?


—Te agradeceré que no digas eso delante de ella y que no le des ideas —respondió Sebastian, y su sonrisa brilló en la oscuridad de la noche.


Fleafarm se acercó a ellos ladrando de alegría y moviendo la cola.


—Hola, Fleafarm —dijo Pedro, y se inclinó a acariciarla—. Me sorprende que todavía te acuerdes de mí.


—A mí me sorprende acordarme de ti —dijo Sebastian cuando llegó hasta ellos. Agarró la mano que Pedro le tendía y le dio un abrazo—. ¿Qué tal estás?


—He sobrevivido —dijo Pedro con una sonrisa.


—Eso ya es algo —Sebastian lo miró con seriedad y después se volvió a Paula—. ¿Qué tal estás tú, pequeña?


A Paula se le había olvidado que él la llamaba así, y la expresión de cariño hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.


—Estoy bien, Sebastian. Pero me temo que he causado un buen jaleo por aquí.


—Bueno, más o menos —respondió él—. Pero aun así, me alegro mucho de verte, Paula —añadió. Después se acercó a ella y le dio un abrazo de amigo, como en los viejos tiempos.


Las lágrimas rodaron por las mejillas de Paula ante aquella bienvenida sencilla y generosa.


—Siento haberos hecho pasar por todo esto —murmuró mientras le devolvía el abrazo—. No tenía ni idea de que todos hubierais pensado que Olivia podía ser hija vuestra.


—¿De veras? —preguntó él, mirándola confusamente—. Por la forma en que la dejaste aquí y nos pediste que fuéramos sus padrinos, pensé que habías querido decirnos que era responsabilidad de alguno de nosotros.


—Oh, Dios, no. Eso habría sido muy retorcido por mi parte. Yo nunca hubiera hecho que creyerais eso mientras mantenía en secreto el nombre del verdadero padre. ¿De verdad pensasteis que era capaz de algo tan perverso?


—Bueno, no... Pero tampoco pensaba que Pedro pudiera haber tenido una relación durante un año y no me lo hubiera dicho.


Pedro irguió los hombros, listo para cargar con las culpas que pudieran caerle encima.


—Como ya te dije por teléfono, me equivoqué al ocultártelo.


—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —preguntó Sebastian con una mirada de dolor.


—Porque soy un cobarde —respondió Pedro, mirando a Paula y después a su amigo.


—Bueno, yo no te describiría así —dijo Paula, para apoyarlo con todo su corazón. Si aquel momento era difícil para ella, tenía que serlo mucho más para Pedro. Que ella supiera, a los hombres no les gustaba admitir sus debilidades y errores frente a otros hombres.


—No lo sé. A mí me parece que es bastante preciso —dijo Sebastian, sin alterarse.


—No vas a pasar nada por alto, ¿verdad, Sebastian?


—No puedo, tengo que pensar en la niña que está ahí dentro.


Paula percibió claramente la advertencia mientras los dos amigos se miraban fijamente. O Pedro asumía la responsabilidad de Olivia, o Sebastian, Augusto y Bruno harían el trabajo por él. Pero ella no quería que obligaran a Pedro a cumplir su deber. Todos saldrían perdiendo.


Paula respiró profundamente.


—¿Está despierta Olivia?


—Probablemente no —respondió Sebastian—. Normalmente, la acostamos a las ocho.


Pau no podía soportar un minuto más de separación.


—Quiero verla —dijo—. Prometo que no la despertaré.


—Ya sabía que querrías verla. Además, deberíamos entrar antes de que Maria organice una expedición de búsqueda.


—¿Por qué habías ido al establo? —preguntó Pedro mientras los tres se encaminaban hacia la casa—. No nos lo has dicho.


—Estaba un poco inquieto. Desde que llamaste, he estado muy nervioso pensando en el tipo del que me hablaste. Posiblemente, sólo eran imaginaciones mías, pero hace veinte minutos sentí el impulso de salir a hacer una ronda. No es que viera ni oyera nada, estoy seguro de que sólo han sido los nervios.


—Yo no estoy tan segura —respondió Paula—. Yo creo que ese tipo está por aquí.


Sebastian se detuvo y la miró.


—¿Por qué piensas eso?


—Después de todos estos meses, he desarrollado un sexto sentido que me avisa de cuándo está cerca y cuándo no. Cuando hemos llegado, he tenido la sensación de que nos estaba vigilando.


—¿Y ahora? —le preguntó Sebastian, mirando a su alrededor.


—Ahora creo que se ha marchado de nuevo, pero supongo que sabe que estoy aquí.


—¿Y estás segura de que no sabe nada del bebé? —preguntó Sebastian con preocupación.


—Sí.


—Bueno —dijo Sebastian, y comenzó a caminar de nuevo por el camino—. De todas formas, tiene los días contados.


—Desde luego —dijo Pedro—. No va a poder acercarse a Pau ni a Olivia.


Paula se sintió reconfortada por aquellas palabras, pero mientras se aproximaban a la casa tuvo una idea terrible, una que explicaría muchas cosas.


—Ahora estoy empezando a dudar de que ese hombre no sepa de la existencia de Olivia —dijo, con un nudo de ansiedad en el estómago—. Seguramente, al principio no lo sabía, pero quizá lo haya averiguado. Quizá ésa sea la razón por la que ha esperado tanto tiempo, para poder atrapamos a Olivia y a mí a la vez. Con la hija y la nieta de los Chaves, podría conseguir cualquier cosa de mis padres.


—No importa —dijo Sebastian—, porque no va a acercarse a ninguna de vosotras dos.


—Lo sé, pero... —Paula se detuvo en los escalones del porche y recordó la agonía que había sentido al dejar allí a su hija. Aquel sacrificio le había parecido necesario, y quizá todavía lo fuera—. Puede que lo mejor sea que yo vuelva a irme —dijo suavemente—. Hasta el momento lo he tenido distraído. Quizá debería...


—¡No! —Pedro la agarró del brazo como si pensara que iba a echar a correr hacia el bosque—. No puedes hacer eso.


—Yo tampoco creo que sea conveniente —intervino Sebastian—. Quiero a esa niña como si fuera mi propia hija, pero el hecho es que no es mi hija, y que tiene que estar con su madre —se detuvo y lanzó a Pedro una mirada significativa— y con su padre.


Antes de que Pedro pudiera responder, la puerta principal se abrió y Augusto salió al porche, tan guapo como siempre y con una enorme sonrisa, seguido de un enorme gran danés castaño, que empezó a jugar por el porche con Fleafarm.


—¡Me pareció que oía a alguien hablando aquí fuera! —exclamó—. Gracias por avisarnos, Sebastian, amigo. Sadie, tranquila.


—Acaban de llegar —respondió Sebastian.


—Sí, sí, claro —dijo Augusto, mientras cruzaba el porche en dos zancadas—. Admite que los estabas monopolizando —abrazó a Paula y le dio un sonoro beso en la mejilla—. Así que por fin has decidido aparecer, Pau. Si no fueras tan guapa y me cayeras tan bien, te daría una azotaina.


Paula pensó que era el mismo Augusto de siempre y sonrió sin poder evitarlo.


—Yo...


—No molestes a la señorita, Augusto —dijo Bruno mientras se acercaba a ellos, tan alto como lo recordaba Paula—. No todas las mujeres agradecen ese tipo de trato.


—No conozco ninguna que se haya quejado —respondió Augusto, y soltó a Paula—. ¡Eh, Pedro! —dijo, extendiendo la mano hacia él—. Espero que no te importe que le haya dado un beso a tu novia.


Pedro carraspeó.


—No es mi...


—Hola, Bruno—dijo Paula. Quería evitar que Pedro negara su relación. Sebastian, Augusto y Bruno querrían discutírselo, y aquél no era el momento ni el lugar—. Siento mucho todos los problemas que os he causado —añadió. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla a Bruno.


Bruno la abrazó.


—No te culpo —le dijo—. Estabas intentando proteger a tu hija.


—Gracias por tu comprensión.


Con aquellos cuatro hombres a su lado, su miedo se mitigó. Aquellos tipos eran un hueso duro de roer para cualquiera. Por eso Paula había dejado a su hija con ellos.


—Todo va a salir bien —dijo Bruno, y sonrió para darle confianza. Después se volvió hacia Pedro—. Me alegro de que hayas vuelto a casa, amigo —dijo, y le estrechó la mano.


—Yo también me alegro.


—Estoy seguro de que sí te alegras —intervino Augusto—. Parece que por allí estaban cortos de peluqueros.


—Estaban cortos de muchas cosas —respondió Pedro—. Y a los peluqueros...


—Bueno, yo quiero decir dos cosas —interrumpió Bruno—. La primera, quiero que sepas que estoy muy orgulloso de lo que has hecho al ir a ayudar a esos niños. Y lo largo que tengas el pelo me importa un comino.


—Gracias —dijo Pedro.


—Quería decirte eso primero —añadió Bruno—, porque lo segundo es lo que más me preocupa. Si no intentas ser un verdadero padre para Olivia, te patearé el trasero hasta Nuevo México.


Paula se quedó asombrada de que alguien con unos modales tan afables como Bruno profiriera semejante amenaza. Decidió intervenir.


—No creo que se deba obligar a nadie a...


—Mira, Paula —dijo Augusto—, Bruno y yo teníamos un par de cosas que decirle a nuestro amigo Pedro, así que no intentes que se libre de la charla. De hecho, les hemos pedido a nuestras esposas que esperaran dentro para poder aclarar unas cosas con él antes de que vea a la niña. Supongo que ya podemos entrar, siempre y cuando Pedro entienda cuál es nuestra posición en esto del bebé.


—Oh, la entiendo —admitió Pedro—. Pero me temo que me habéis puesto las cosas un poco difíciles. He intentado explicarle a Sebastian que yo...


—Eh —dijo Bruno, y le puso la mano sobre el hombro a Pedro—. Escucha, yo no hablo mucho de ello, pero mi padre también me pegaba.


—Sí —dijo Pedro—, pero me apuesto lo que quieras a que no era lo mismo.


—Seguro que no —dijo Augusto—. Probablemente, Bruno superó la estatura de su padre cuando tenía diez años.


—No importa que fuera lo mismo o no —insistió Bruno obstinadamente—. Él todavía podría ganarnos, pero yo no soy como mi padre, y tú tampoco eres como el tuyo, Pedro. Así que no te rindas tan rápidamente, incluso antes de ver a Olivia.


—Sí —añadió Augusto—. Te va a robar el corazón, Pedro.


—Eso está claro —dijo Sebastian.


Pedro miró a sus amigos con incertidumbre.


Paula posó la mano en su brazo para darle ánimos y cuando él la miró, le sonrió, pese a que tenía un cosquilleo de inseguridad en el estómago.


—Vamos a ver a nuestra hija —murmuró ella.


Pedro sacó toda la fuerza que pudo de la mirada de Pau. Ojalá pudiera abrazarla durante un minuto antes de entrar en la casa, pero eso no era posible.


Miró una vez más a sus amigos y se dio cuenta de que los tres esperaban demasiado de él. Sin embargo, no podía decírselo. Ya se sentía un fracasado por haber dejado embarazada a Pau y haber permitido que se enfrentara sola a aquella experiencia.


—Lo haré lo mejor que pueda —dijo.


—En ese caso —dijo Sebastian—, todo saldrá bien. Y ahora, entremos a disfrutar del fuego de la chimenea.




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