sábado, 8 de diciembre de 2018
CAPITULO 25 (CUARTA HISTORIA)
Cuando todos entraron en la casa que Pedro había llegado a considerar como un segundo hogar, Maria los saludó a Pau y a él con la confianza de ser la señora de la casa. Y lo era, con su embarazo y todo. Mientras Maria les tomaba los abrigos y comenzaban las presentaciones, Pedro notó la tensión de Pau mientras esperaba al momento de ver a la niña.
La hija a la que ellos habían engendrado. Su propia hija. Pedro no había conseguido asimilar aquella realidad.
Antes de que pudieran recorrer el pasillo hasta la habitación de Olivia, debían conocer y saludar a las mujeres que habían ayudado a criar al bebé durante seis meses. Conocieron a la mujer de Augusto, Guadalupe, una chica morena y alta a la que él recordaba vagamente como una de las mejores amigas de Maria, y a Sara McFarland, la mujer rubia y delgada de Bruno.
Supieron que Sara y Bruno acababan de adoptar al sobrino de tres años de Sara, Julian, y que el niño estaba dormido en la habitación con Olivia.
También conocieron a la madre de Augusto, Nora, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo gris, que había ido a vivir con su hijo y su nuera al hotel. Pedro siempre había pensado que la existencia de mujeriego de Augusto continuaba cuando se iba a pasar todos los inviernos a Utah. Sin embargo, parecía que lo que hacía en realidad era volver a casa a cuidar a su madre viuda.
Por fin, se terminaron las presentaciones.
—Me gustaría verla ahora —dijo Paula en voz baja.
—Claro —dijo Maria, y se dirigió hacia el pasillo.
Todos la siguieron, tropezándose unos con otros. Pau y Pedro se quedaron al final.
Maria se volvió y alzó una mano, como si fuera un guardia de tráfico.
—Un momento. Todos no podemos entrar. De hecho, creo que es Paula la única que debería entrar a la habitación, si ella quiere.
Todos estuvieron de acuerdo y volvieron al salón.
Pedro prefería que Pau entrara primero. Quería tomarse las cosas con tiempo y afrontar la situación poco a poco.
—Me gustaría que Pedro entrara conmigo —dijo Pau.
Parecía que no iba a ser posible. Con todos sus amigos mirándolo de aquella forma, no le quedaba más remedio que hacer lo que le había pedido Pau.
—Claro, por supuesto. Buena idea.
Todo el mundo se apartó.
—Está en la habitación de invitados, Pedro —dijo Sebastian—. La que tú usabas cuando venías de Denver. Maria la redecoró.
—Y quiero decir que fue Sebastian el que eligió la cuna de la niña —dijo Maria—. Yo quería algo más sencillo.
—Dejamos una luz suave encendida por la noche —añadió Bruno—. A Julian le gusta, sobre todo cuando están juntos, porque si abre los ojos, puede ver a Olivia en la cuna.
—Espero que te guste el pijama, Paula —dijo Guadalupe—. Augusto y yo no sabíamos qué ponerle cuando la trajimos esta noche. Al final, nos decidimos por el de Winnie the Pooh.
Paula se volvió a mirarlos, sorprendida.
—¿La habéis traído vosotros? Creía que se quedaba aquí todo el tiempo.
—Oh, no —dijo Sara, que estaba junto a Bruno—. Todos hacíamos... es decir, hemos hecho turnos. Verás, todo el mundo quería... —de repente, se quedó callada y miró a su alrededor nerviosamente, como si hubiera hablado de más.
—Todo el mundo quería quedarse con la niña —terminó Sebastian con voz ronca.
¡Oh, Dios!. Pedro nunca había visto a su amigo tan emocionado. Saber que él había contribuido a aquel fiasco le hacía sentirse como una rata.
Pau tragó saliva y dijo con voz temblorosa:
—No sé cómo voy a poder agradeceros y compensaros por... por...
Con la necesidad de hacer algo útil, Pedro la tomó de la mano. Estaba helada.
—Vamos —dijo suavemente.
Ella parpadeó rápidamente, tragó saliva de nuevo y asintió.
Pedro comenzó a caminar por el pasillo. Ante ellos, la puerta de la habitación de invitados estaba medio abierta, y una luz suave se escapaba por la rendija. No era algo muy corriente, pensó Pedro, que el hecho de atravesar una puerta pudiera llevarlo a uno de la ignorancia al conocimiento. Aquélla era una de esas ocasiones. Una vez que hubiera traspasado aquella puerta, nunca volvería a ser el mismo.
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