viernes, 7 de diciembre de 2018
CAPITULO 21 (CUARTA HISTORIA)
Aquel día no se detuvieron. Desayunaron y comieron en el coche. Conducir sin parar estaba bien para Paula, pero pronto comenzó a sentirse mal por Pedro, que llevaba todo el peso del viaje. Aunque, en realidad, no debería sentirse mal por él. Después de todo, a la primera insinuación de que las cosas no eran perfectas, la había acusado de ser, prácticamente, una promiscua. Si él no confiaba en ella, Paula no quería tener nada que ver con él.
Aquello era falso. La única razón por la que las preguntas de Pedro le habían hecho daño era que estaba enamorada de él. Y parecía que jamás podría enamorarse de otra persona.
Y Pedro todavía la quería. Posiblemente, no confiaba del todo en ella, pero la quería. Paula lo veía en sus ojos cuando la miraba.
Antes de que llegaran a la frontera del estado de Kansas, él se disculpó.
—Mira, lo siento —dijo suavemente—. Tienes razón, no debería haberte hecho esa pregunta.
Ella suspiró y se relajó en el asiento. No se había dado cuenta de lo rígida que había estado durante todo el viaje.
—Gracias por decírmelo —respondió, y le miró el perfil tenso. Sabía que aquella disculpa le había costado mucho orgullo, y lo admiraba por sacrificarlo. Ella no podía ser menos.
—¿Quieres que te cuente lo que ocurrió aquella noche?
—No me interesa lo más mínimo.
—Mentiroso.
Él sonrió.
—Está bien, quiero saber hasta el último detalle, pero tú no tienes por qué contarme nada.
Ella no recordaba haber tenido nunca más ganas de besarlo que en aquel momento. Sin embargo, iba conduciendo y aunque el coche no hubiera estado en marcha, ella había dicho que no harían más el amor, lo cual, naturalmente, incluía los besos.
—Supongo que debo sentirme halagada porque estés celoso.
—Tú puedes sentirte halagada si quieres, pero yo estoy furioso conmigo mismo.
—Los celos son una emoción natural.
—Puede ser, pero en mi opinión, los únicos tipos que pueden sentirse celosos son los que van a casarse, así que yo quedo excluido.
Aquellas palabras le hicieron daño, pero Paula intentó no darles importancia.
—Oh, no sé. Ahora está muy de moda.
—No me digas.
—Antes de que te cuente lo que ocurrió aquella noche en Aspen, ¿por qué no me cuentas tú con quiénes se han casado los chicos? Me muero de curiosidad.
—Sebastian se casó con su vecina, Maria Lang. El marido de Mario murió hace unos años en un accidente de helicóptero y ella ha llevado el rancho sola durante Éste tiempo. Ahora que lo pienso, es la mujer perfecta para Sebastian. Pero supongo que ahora ya no me venderá nunca su rancho. Probablemente, se quedará a vivir allí.
—¿Querías comprar un rancho? No me lo habías contado.
—Es una propiedad espléndida —dijo él, y estiró los brazos contra el volante, haciendo pequeños giros con los hombros para relajar la tensión—. Algún día podría venderla y obtener un buen beneficio, aunque ésa no era mi motivación. No estoy seguro de cuál era mi motivación, en realidad.
—Tú creciste en un rancho. Quizá sea porque te gustaría volver a esa clase de vida.
Él sacudió la cabeza.
—Probablemente no.
—Quizá te gustaría dirigir un rancho para niños que no tienen familia ni un lugar donde vivir —sugirió ella, con tacto.
Pedro la miró con sorpresa. Después, fijó su atención de nuevo en la carretera.
—Está claro que siempre consigues meterte en mi cabeza, Pau. Yo no lo había pensado todavía, pero es posible que tengas razón. Los huérfanos del campamento de refugiados no son los únicos niños que no tienen un hogar. Pero ese campamento, al menos, era un lugar donde empezar.
«Qué sueños tan nobles», pensó Paua. Y cómo le gustaría formar parte de ellos. Pero ella tenía una niña. Qué irónico era que él quisiera salvar a todos los niños de mundo salvo a una. Al principio, se había irritado mucho por eso, pero había empezado a comprender, poco a poco, la lógica de Pedro. Ya no le parecía tan contradictoria.
—¿Con quién se ha casado Augusto?
—Con Guadalupe Hawthorne. Tiene un pequeño hotel en Huérfano, el pueblecito que hay en la carretera hacia Rocking D.
—Sé dónde está —dijo ella. Sólo con oír el nombre del pueblo y del rancho, había revivido el dolor que sintió la noche en que tuvo que abandonar a su hija.
—¿No te llama la atención que ese pueblo se llame así?
—Sí. Supongo que ésa es una de las razones por las que comenzó a gustarte esta zona, al principio. Quizá sea el destino el que te ha impulsado a empezar algo así cerca de un pueblo llamado Huérfano.
—Si realmente decido hacerlo, tendré que encontrar un rancho cerca del Rocking D.
—Supongo que sí —dijo Paula, intentando que sonara como si no le importara dónde terminara viviendo él. En realidad, era lo que más le importaba del mundo. Si finalmente Pedro no lograba superar sus miedos y aceptar a su hija, ella se iría a vivir muy lejos de allí—. Bueno, ¿y Bruno?
—Bruno se ha casado con una mujer llamada Sara McFarland. La conoció cuando iba de camino al Rocking D desde casa de sus padres, en Nuevo México.
—¿Quieres decir que Sebastian y Bruno se casaron después de que yo dejara a Olivia en el rancho? Eso sí que es raro.
—Y Augusto también. Parece que la niña fue la que unió a las tres parejas, en cierto modo.
—¡Vaya! —exclamó Paula. Ella nunca hubiera creído que iba a provocar tales estragos, aunque fueran muy positivos—. Y todos pensaban que podían ser el padre de Olivia... Eso sí que no lo entiendo, no se me ocurrió que pudieran creer algo así. Yo sólo quería que Olivia estuviera rodeada de gente que pudiera cuidarla. Y sabía que podía confiar en ellos.
—¿Y qué fue lo que ocurrió aquella noche? —preguntó Pedro, intentando fingir que sólo tenía un poco de curiosidad.
Ella sonrió.
—Tus amigos se reunieron en el bar del hotel y se emborracharon.
—Me lo imagino. ¿Y después?
—Habían reservado la misma cabaña en la que os habíais alojado la noche anterior. Está a tres kilómetros del hotel, ¿te acuerdas? Fuera hacía muy mal tiempo y no me atrevía a dejarles conducir, así que yo misma los llevé a la cabaña.
—¿Tú no habías bebido?
—Alguien tenía que permanecer sobrio y evitar que se metieran en jaleos —respondió Paula.
No quería admitir que tenía el corazón destrozado y que no quería beber para no perder el control y comenzar a sollozar en mitad de lo que se suponía que era una celebración.
No debería haber seguido sintiendo que tenía la obligación de mantener su relación con Pedro en secreto, pero lo había hecho. Durante todo aquel tiempo.
—¿Así que los llevaste a casa y ya está?
—No, claro que no. Sabía que se sentirían fatal al día siguiente por la mañana, así que les preparé una bebida con vitaminas C y B. Intenté que se tomaran una manzanilla con miel, pero no quisieron ni oír hablar de ello. Dijeron que era una cursilada y que ellos eran vaqueros que aguantaban el alcohol, por Dios.
Pedro se rió.
—Bien hecho.
—No me sorprende que digas eso, teniendo en cuenta cómo reaccionas siempre que intento guiarte hacia algún tipo de remedio natural.
—¡Querías que bebiera cosas hechas con hierbajos!
—Esos hierbajos, como tú los llamas, están cargados de nutrientes. La gente no tiene ni idea de la cosecha tan rica que tiene en sus jardines. Si lo supieran...
—Creo que ya he oído este discurso unas cuantas veces, Pau.
—Y no ha tenido ningún efecto.
—Si te prometo que me beberé la próxima taza de hierbajos que me des, ¿terminarás de contarme la historia?
—No hay mucho más que contar. Les ayudé a quitarse las camisas y los pantalones y los acosté.
—¿Intentó besarte alguno de ellos?
—Claro que sí. ¿Y qué?
Él apretó la mandíbula.
—Voy a estrangularlos.
—¡Pedro, ellos no sabían nada de lo nuestro! Estaban borrachos y hacían el tonto —explicó ella, y después hizo una pausa—. Aunque nunca se me habría ocurrido que ninguno de ellos fuera a pensar que había hecho algo más que intentar besarme. ¿Acaso eso es posible? ¿Hacer el amor con alguien y no recordar nada al día siguiente?
—A mí nunca me ha ocurrido, pero supongo que sí es posible —respondió Pedro. Dejó escapar un largo suspiro y la miró—. Si yo hubiera estado allí aquella noche, nada de eso habría sucedido. Pero yo creía que te estaba haciendo un favor al marcharme.
—¿Un favor? ¿Alejándote de mi vida por completo? ¿Marchándote a un país desconocido al otro lado del océano, sin teléfono ni servicio de correos? ¿Y cómo se suponía que me estabas haciendo el favor?
—Creía que si desaparecía, encontrarías a otro.
A ella se le encogió el estómago.
—¿Y es eso lo que quieres?
—Demonios, ¡claro que no! Me pone enfermo pensar que mis amigos se te hayan insinuado, aunque sepa que fue algo totalmente inocente. No me atrevo a imaginarte en la cama con otro hombre. Me volvería loco.
—Yo tampoco me lo puedo imaginar —dijo ella, calmadamente.
Él soltó un gruñido.
—Me encanta oír eso, y no debería encantarme. Debería querer que salieras y encontraras a un buen tipo que quisiera casarse y tener hijos contigo —dijo, y le dio una palmada al volante—. Soy el peor de los egoístas por quererte para mí, cuando no soy capaz de darte lo que necesitas.
Una sensación de calidez invadió a Paula y ésta supo con seguridad que él se equivocaba al juzgarse con tanta dureza. No tenía ni idea de todo lo que sería capaz de hacer si se lo proponía.
—¿Pero me deseas?
—Cada minuto del día.
Ella reprimió el impulso de acariciarlo, aunque deseaba hacerlo con todas sus fuerzas.
—No des por perdido lo nuestro todavía —murmuró.
Él respondió con el silencio y aunque a Paula le hubiera gustado obtener ánimos, se quedó satisfecha con el hecho de que él no contradijera sus palabras.
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