jueves, 6 de diciembre de 2018

CAPITULO 20 (CUARTA HISTORIA)




Estaba deseando ver a Olivia, pero a medida que se acercaba el momento, temía más y más la reacción de su hija. Ella nunca había pensado que la separación sería tan larga, pero las semanas habían pasado muy rápido mientras esperaba que Pedro volviera a casa.


—Todavía falta mucho. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?


—Claro que sí. Tú necesitas ver a tu hija y si paso otra noche en un motel contigo, probablemente moriré.


—Lo mismo digo —respondió ella mientras iba hacia el baño.


Pedro se vistió, se sentó sobre la cama y marcó el número de Sebastian. Fue Maria quien respondió de nuevo, y Pedro se preguntó por qué había sido ella la que había contestado al teléfono las dos veces que él había llamado.


—¿Está Sebastian? —preguntó después de saludarla y decirle que Pau y él estaban bien. 


Decidió no contarle lo de la nota que les habían metido por debajo de la puerta. No serviría de nada preocupar a sus amigos, dado que éstos no podían hacer nada.


—Está en el establo. ¿Quieres que lo avise?


—No, no es necesario. Sólo llamaba para decir que llegaremos esta noche, pero posiblemente tarde. Siento mucho que tenga que esperarnos, pero con este loco suelto por ahí será mejor que no deje la llave bajo el felpudo.


—No te preocupes porque tengamos que esperarte despiertos —dijo Maria—. De hecho, es posible que...


—Eh... ¿Maria?


—¿Sí?


—¿Ha habido... algún cambio en la casa mientras he estado fuera? Tú hablas siempre en plural, como si estuvieras... eh... no sé cómo decir esto sin meter la pata.


Maria se rió.


—¿Quieres saber si estamos viviendo juntos?


—Supongo que sí —respondió Pedro, sonriendo—. ¿Estáis viviendo juntos?


—Es una forma de decirlo. Sebastian no ha tenido oportunidad de darte la noticia. Nos hemos casado.


—¿De veras? —la sonrisa de Pedro se hizo más ancha. Qué buena pareja. Era asombroso que nadie lo hubiera pensado antes.


—Sí. Nos casamos hace cinco meses. Y tenemos que agradecérselo a Paula y a Olivia. Sebastian necesitaba ayuda con el bebé y aunque yo no sabía mucho más que él, los dos compartimos la tarea y nos fuimos uniendo, hasta que nos dimos cuenta de que no podíamos vivir el uno sin el otro.


—No sé cómo agradecértelo. Me alegro de que al menos, haya salido algo bueno de todo esto.


—Uy, han salido muchas más cosas buenas. Tener a Olivi aquí ha cambiado unas cuantas vidas. Mientras nosotros estábamos de luna de miel, Augusto la cuidaba y cuando la niña tuvo un catarro, fue a pedirle ayuda a Guadalupe Hawthorne, y ahora...


—Bueno, que Evans tenga una novia no es nada nuevo, Maria —dijo Pedro, y apoyó la espalda contra el cabecero de la cama—. Se acabará, como todas las otras aventuras que ha tenido Augusto.


—Lo dudo, si tenemos en cuenta que se han casado y están esperando un hijo.


—¿Qué? —Pedro se irguió—. ¿Es una broma? ¿Estás segura de que hablamos del mismo Augusto Evans?


—El mismo que viste y calza. Lo han domesticado, Pedro.


—Eso me resulta difícil de creer. Ahora me dirás que Bruno...


—Ah, sí. Bruno. Cuando venía hacia aquí desde Nuevo México para ocuparse de Olivia, conoció a Sara McFarland, que hace dos meses se convirtió en la señora de Bruno Connor.


—¡Dios mío...! —Pedro se frotó la sien con la mano libre e intentó asimilar todo aquello—. ¿Por qué ha ido Bruno a ocuparse de Olivia?


—¿Paula no te ha contado lo que hizo?


—Bueno, sí. Dejó a la niña con Sebastian —respondió él y alzó la vista al oír que Paula salía del baño. Llevaba el jersey verde que él le había regalado en Navidad. Al verla con aquel jersey, sintió cosas raras en el corazón.


—¿No te contó que les había escrito una carta a cada uno de los chicos?


—No. ¿Qué cartas?


—Unas cartas en la que les pedía a los tres que fueran los padrinos de Olivia.


—Eso es muy bonito.


—Creo que no lo entiendes —respondió Maria—. Estaban tan borrachos aquella noche de la fiesta de la avalancha que Paula se los llevó a su cabaña y los dejó allí durmiendo. Olivia nació nueve meses más tarde, así que los tres pensaron que lo de ser el padrino de la niña era una cortina de humo.


Cuando oyó aquello, a Pedro se le encogió el estómago.


—Un momento. ¿A qué te refieres con lo de la cortina de humo?


—Quiero decir que cada uno de ellos pensó que era el padre de Olivia.


Pedro se quedó mirando fijamente a Pau mientras sentía que los celos lo abrumaban.


—¿Y por qué demonios pensaban eso? —pregunto, subiendo demasiado la voz.


Paula lo miró alarmada.


—Oh, bueno —respondió Maria—. Porque los tres recordaban vagamente habérsele insinuado a Paula en su frenesí etílico. Haberle robado un beso. Estoy seguro de que todo era inofensivo, pero los tres se imaginaron que las cosas habían ido más allá y que alguno era el padre de esta niña.


Pedro apenas podía respirar. El hecho de que ninguno de sus amigos supiera que él tenía una relación con Pau era una cuestión lógica que no tenía importancia en aquel momento. Lo único que quería era retorcerles el pescuezo por haberse atrevido a pensar en tocarla.


—Ahora puede resultar divertido —continuó Maria, ajena a los pensamientos de Pedro—, pero en aquellos momentos no lo fue. Y ahora que me doy cuenta de que todo esto es nuevo para ti, debo advertirte que los chicos tienen sentimientos paternales muy fuertes hacia la niña. Son muy posesivos. Saben que ninguno es su padre, claro, pero el lazo ya está formado, y dudo que nunca se corte.


—Entiendo —dijo Pedro. Estaba sintiendo emociones nuevas y extrañas. Debería estar contento por el hecho de que sus amigos estuvieran tan unidos a Olivia. Aquello le quitaba algo de culpabilidad y de responsabilidad. 


Demonios, posiblemente no lo necesitaban en absoluto, porque los tres estaban dispuestos a convertirse en el padre de la niña.


Entonces ¿por qué tenía aquella necesidad de plantarse frente a ellos y pregonar a los cuatro vientos sus derechos, como si fuera un semental salvaje ahuyentando a sus rivales?


—Me alegro de haber tenido la oportunidad de hablar contigo —dijo Maria—. Supongo que todo el mundo estará aquí cuando lleguéis esta noche. Deberías estar preparado. 
Probablemente, te harán un interrogatorio sobre tus intenciones respecto a Olivia —continuó. Después, su voz se suavizó—. Es una niña preciosa, Pedro. Cuando la veas, entenderás por qué los chicos son tan protectores. Por qué lo somos todos.


Pedro había empezado a dolerle la cabeza.


—Te agradezco mucho la información, Maria—dijo—. Llegaremos lo antes posible.


—No corráis mucho, id con cuidado. Hasta esta noche.


—Hasta luego —se despidió Pedro, y colgó el auricular. Después miró a Pau, que estaba mirándolo, inmóvil, junto a la cómoda de la habitación—. Se te olvidó mencionar las cartas que les escribiste a mis amigos.


—Es cierto. Bueno, eso era parte de mi plan para asegurarme de que Olivia tuviera muchos protectores. Les pedí a Sebastian, Augusto y Bruno que fueran sus padrinos. Me pareció muy ingenioso por mi parte.


—Oh, y lo fue.


—Entonces ¿por qué me miras con esa cara?


Él se puso en pie y se acercó a ella.


—¡Porque cada uno de ellos pensó que era el padre de Olivia! ¡Por eso!


Ella se quedó boquiabierta.


—¿Qué ocurrió la noche de la fiesta de la avalancha, Pau? —preguntó Pedro, y rogó a Dios que ella se riera y le diera alguna explicación lógica—. ¿Por qué pensaron eso los tres?


Paula no se rió. En vez de eso, comenzaron a brillarle los ojos de ira.


—¿Qué demonios quieres decir?


—No quiero decir nada —respondió Pedro. Quería desesperadamente escuchar su versión de la historia—. Maria dijo que los tres se emborracharon y que se te insinuaron. Sólo quiero saber...


—¿Cómo se te ocurre preguntarme eso? —preguntó ella, temblando de rabia—. ¿Es ésa la opinión que tienes de mí?


—¡No! —él alzó la mano para acariciarle la mejilla, pero al ver su mirada, lo pensó mejor—. Yo sólo...


—¡Tú sólo querías que te diera mi palabra de que no me acosté con tus tres mejores amigos la misma noche! —gritó ella—. Bien, pues no te la voy a dar. Sólo un idiota insensible haría esa pregunta, y yo no voy a molestarme en darte explicaciones.


—Maldita sea, Pau. Hace menos de un minuto he sabido que otros tres hombres pensaban que podían ser los padres de mi hija. ¡Cualquiera querría saber de qué va todo esto!


En el fondo, Pedro sabía perfectamente que ella no había hecho nada, pero los celos lo tenían agarrado del cuello. Aquella noche había pasado algo. Y él quería que Paula le dijera que no había sido nada, o algo inofensivo, como había dicho Maria. Quería que ella le asegurara que no albergaba más que un sentimiento de amistad hacia aquellos hombres.


—¿Tu hija? Que yo sepa, no quieres tener nada que ver con ella.


—No se trata de eso. Ella es mi hija, y esos tipos no tienen derecho...


—Todos la han cuidado, como yo esperaba que hicieran, mientras tú estabas en un país al otro lado del Atlántico, imposible de localizar. Para mí, eso les da muchos derechos.


—¡Yo no sabía que la niña existía!


—Huiste, así que ¿cómo ibas a saberlo?


—Yo no huí —replicó Pedro, pero sabía que sí lo había hecho. Y ella también. Entonces, recordó el resto de lo que le había contado Maria. Se lo dijo a Paula con placer, sabiendo que se quedaría perpleja, exactamente igual que él—. Bueno, ahora todos están casados.


—¿De veras?


—Te sorprende, ¿verdad?


—¡Pues claro! No tenía ni idea...


—Así que si tu plan era atrapar a alguno de ellos para que se casara contigo en el caso de que yo fallara, ya te puedes ir olvidando. Ya no son libres.


La palma abierta de Paula se estrelló contra la mejilla de Pedro. Éste reprimió el impulso de llevarse la mano a la cara, que le dolía. Se quedaron mirándose el uno al otro, furiosos.


—Tenemos que irnos —dijo él.


—Muy bien. Cuanto antes me libre de ti y de tus insinuaciones, mejor —dijo.


Se dio la vuelta, tomó su mochila y se encaminó hacia la puerta.


—¡No salgas sola, maldita sea! —bramó él mientras la seguía.


—Quizá debiera dejarme secuestrar —replicó Paula con aspereza—. Vaya, si juego bien mis cartas, incluso podría convencer al tipo para que se casara conmigo. Después de todo, cualquier hombre vale, siempre y cuando yo consiga una alianza que ponerme en el dedo.


Él cerró de un portazo, la alcanzó y la tomó por el brazo. En realidad, no tenía ninguna gana de discutir con ella. Respiró profundamente y dijo:
—Quizá no debería haber dicho eso. Pero creo que me debes una explicación por...


—Yo no te debo nada —dijo Paula, y tiró del brazo para zafarse de Pedro.


Él no sabía dónde podía estar escondido el secuestrador, pero dejar que Pau se adelantara sola hacia el coche podía ser la invitación que aquel desgraciado estaba esperando. La alcanzó de nuevo y la agarró del brazo. Cuando ella se resistió, él apretó los dedos con más fuerza de la que hubiera querido.


—Suéltame.


—No —respondió él. Bajó la voz, y comenzó a arrastrarla hacia el coche tan rápidamente que ella estuvo a punto de tropezarse—. Es posible que no me debas nada, pero yo te debo algo: asegurarme de que llegues sana y salva junto a Olivia. Y ahora, no se te ocurra volver a alejarte de mí.


Ella le respondió con furia.


—Apuesto lo que quieras a que ahora estás tan enfadado que no me deseas.


Él abrió la puerta del coche y casi la tiró dentro.


—Perderías la apuesta —respondió.




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