lunes, 19 de noviembre de 2018

CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)




Paula empezó a temblar nada más oír sus palabras. Él la miraba con la misma intensidad con la que la había mirado durante la boda.


—¿Qué quieres decir, Pedro?


—No tengo derecho a decir nada —contestó.


Pero el mensaje de sus ojos era bastante claro. 


Paula tembló de nuevo. Avergonzada, colocó las manos detrás de la espalda y se apoyó contra la pared.


—No estoy segura de entender lo que quieres decir.


—Paula —dijo él con tensión en la voz—. No hagas eso.


—¿El qué?


—Apoyarte así —se fijó en sus pechos y se le aceleró la respiración.


Ella se dio cuenta de que al apoyarse en la pared había sacado el pecho como si fuera una invitación a que la acariciara. No lo había hecho a propósito, pero al ver su nerviosismo y el bulto de sus pantalones, dejó de temblar.


—¿Te molesta?


—Sabes que sí. Y no puedo... No tengo nada que ofrecerte.


—¿Excepto lo que me diste la otra noche en el establo?


—Maldita sea. No me lo recuerdes.


—¿Tengo que recordártelo? —preguntó ella en voz baja—. ¿O es en lo que piensas continuamente?


Él dio un paso adelante.


—Pienso en ello todo el rato —dijo él. Apoyó las manos contra la pared y la miró—. Continuamente.


—Yo también —susurró ella.


—Dime que me vaya, Paula —se fijó en su boca—. Por favor, no me mires como si quisieras que te bese. Me estás volviendo loco.


—Lo sé —mirándolo fijamente, se humedeció los labios—. Vuélveme loca, Pedro. Una vez más.


—Tengo que besarte. Pero eso es todo. Nada más.


Ella le rodeó el cuello con los brazos.


—No —susurró él—. No me toques. Sólo deja que te bese. Un beso —agachó la cabeza y la besó en los labios—. Tus labios son tan carnosos... —murmuró, y le mordisqueó el labio inferior—. Quiero comerte.


—Y yo quiero que lo hagas. Quiero que me beses todo el cuerpo.


—No puedo arriesgarme. Pero puedo hacer esto —le acarició el contorno de la boca con la lengua.


Y la volvió loca. Cuando empezó a jadear, introdujo la lengua en su boca y la besó de manera apasionada. Ella recordó el placer que le había proporcionado en otra ocasión con aquella lengua maravillosa y sintió cómo se le humedecía la entrepierna.


Mientras él la besaba, Paula notó que la tensión se acumulaba en el centro de su feminidad y cerró los puños con fuerza. Gimió y separó aún más los labios. Él continuó acariciándola sólo en la boca y enseguida, empezó a respirar de forma acelerada.


Notó cómo sus pezones erectos se marcaban contra su blusa. Ella deseaba que le acariciara los senos, pero él continuó con las manos apoyadas contra la pared. Necesitaba que le acariciara el centro de su ser, que lo besara, que la penetrara. Al final, la fuerza del deseo hizo que lo imaginara acariciándola allí. En ese sitio. 


Y mientras él la besaba con desenfreno, ella arqueó el cuerpo alejándose de la pared. El climax repentino llegó sin avisar.


Él la abrazó antes de que cayera al suelo.


—Paula —murmuró contra su mejilla mientras la llevaba a su habitación—. Oh, Paula, cariño.


—Ven a la cama conmigo —le suplicó.


—No es buena idea.


—Hazlo de todos modos.


—No. Yo... —en la oscuridad, tropezó con la silla del despacho de Sebastian pero no se cayó—. Voy a dejarte aquí. Cierra la puerta —la dejó sobre la cama.


Ella lo agarró del cinturón antes de que pudiera escapar.


—Ah, no. No vas a irte.


—Suéltame, Paula.


Ella no lo soltó. Tenía que demostrarle lo que iba a perderse si se marchaba por la puerta. Lo atrajo hacia sí y le bajó la cremallera.


Antes de que él pudiera detenerla, ella metió la mano en su pantalón y le acarició el miembro.


Pedro se quejó y la sujetó por la muñeca.


—No —susurró él.


—Sí. Deja que te ame —murmuró ella. Metió la mano por la abertura de su ropa interior y acarició la piel suave de su miembro erecto—. Por favor, deja que te ame antes de que te vayas.


—No está bien —protestó sin fuerza.


—Has sido muy bueno conmigo —dijo ella—. Deja que yo también te haga sentir bien.


Él gimió y ella consideró que le estaba dando permiso. Despacio, le agarró el miembro. Era tan grande que no podía rodearlo con los dedos. 


Lo imaginó dentro de su cuerpo. Sabía que algún día disfrutaría de ello.


Él se rindió y le soltó la muñeca. Paula le sujetó la erección con las dos manos y lo besó ahí. 


Pedro comenzó a temblar. Ella le acarició la punta con la lengua, colocó los labios sobre el pene y lo introdujo en su boca.


Pedro empezó a jadear y le sujetó la cabeza con ambas manos. Ella no estaba segura de si trataba de detenerla o si la animaba para que continuara. Pero cuando le presionó las sienes, supo que Pedro, el hombre que nunca pedía nada, estaba suplicándole. La timidez y el orgullo habían sido vencidas por el deseo.


Paula movió la boca rítmicamente hasta que, tras oír un fuerte gemido, notó en su lengua el producto salado de su orgasmo.


Pedro se arrodilló frente a Paula. Deseaba bañarla en diamantes, y lo único que podía ofrecerle era un beso de admiración y ternura. 


Sabía que el sabor de su cuerpo permanecería en sus labios y eso hacía que siguiera excitado. 


Nunca había imaginado que aquella mujer angelical podría ser tan atrevida con un nombre. 


La habitación estaba llena de pasión y erotismo.


Ella todavía lo deseaba. Se notaba en la manera en que se había entregado a su beso. Y él también quería más. Deseaba averiguar si Paula se convertiría en una criatura salvaje cuando la poseyera. Era tan pequeña, que tendría que tener mucho cuidado. Si es que ella le permitía tener cuidado. La idea de penetrarla hizo que su miembro se endureciera un poco más.


Separándose de ella, la miró a los ojos.


—No hemos terminado, ¿verdad?


—No —murmuró ella.


Él le acarició las mejillas.


—Nada ha cambiado. Sigo estando en deuda con Jesica. Y el bebé.


—Así es —admitió ella—. Pero todo ha cambiado.


—Puede.


—Si todavía no lo sabes —presionó un dedo contra el labio inferior de Pedro antes de meterlo en su boca—. Lo sabrás cuando estés dentro de mí.


Una ola de deseo se apoderó de él otra vez. La deseaba tanto que estuvo a punto de tumbarla en la cama.


Pero antes de que se decidiera a hacerlo, la voz de Julian los interrumpió.


—¿Paula? —la llamó el niño—. Bob ha tenido una pesadilla.


—Será mejor que vaya —dijo ella.


Él se puso en pie y se abrochó los pantalones. 


Después se echó a un lado para dejarla pasar.


Paula lo besó en los labios.


—Enseguida vuelvo.


—¿Quieres que mire a ver si encuentro preser...?


—Sí —salió por la puerta.


Momentos más tarde, mientras rebuscaba en los cajones de Sebastian y Maria, Pedro oyó que Paula hablaba con Julian. El corazón se le encogía al pensar en la realidad. Ambos se habían convertido en una parte muy importante de su vida y no sabía si podría sobrevivir sin ellos. ¿Pero y si Jesica quería casarse con él? 


Después de lo que había hecho, no podía negárselo.


Si Jesica quería casarse, lo harían. Y si eso sucedía, nunca volvería a tener a Paula entre sus brazos.


Jesica podía regresar en cualquier momento.


Encontró los preservativos y con la caja en la mano, recorrió la casa para apagar las luces y comprobar que estaba todo cerrado. La alarma estaba conectada y las perras dormían en la habitación de los niños. Sería suficiente, pero si no, él estaba allí para proteger a los que amaba.


Eso era lo que sentía por las tres personas que había en la casa.


Regresó a la habitación y después de quitarse las botas, encendió la lámpara de la mesilla de noche. Ya habían pasado demasiado tiempo en la oscuridad. Quería verlo todo. Deseaba ver los ojos de Paula mientras la desnudaba, ver cómo brillaban sus ojos azules cuando le acariciaba la piel, y finalmente, ver cómo brillaban de pasión cuando la penetraba.



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