lunes, 19 de noviembre de 2018

CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)



La noche siguiente, Paula estaba cocinando un guiso de carne y servía la mesa mientras miraba a Pedro por la ventana. Él había salido a hacer las tareas del rancho y llevaba a Olivia en una mochila a la espalda. Julian y las perras lo seguían a todos lados.


Maria y Sebastian se habían marchado a Denver hacia el mediodía, y Pedro había pasado la tarde herrando a los caballos mientras Paula cuidaba de los niños en la casa.


Cerca de la hora de la cena, Pedro se ofreció a llevarse a los niños para que Paula pudiera preparar la cena sin interrupciones. Desde la ventana, Paula vio que Pedro y Julian estaban agachados mirando algo en el suelo. Lo más probable era que sólo fuera una piedra y que Julian considerara que era un tesoro.


El olor a quemado hizo que Paula se acordara del guiso que tenía al fuego. Tenía que prestar más atención a lo que hacía, pero la idea de que Pedro sería un marido y un padre estupendo la distraía.


Minutos más tarde, Pedro, Julian y Olivia entraron en la casa seguidos de las perras. Julian llevaba puesto el sombrero de Pedro y apenas podía ver por dónde iba.


Una vez dentro, Pedro conectó la alarma. 


Aunque a Paula le costaba creer que Mario los hubiera seguido hasta el rancho, se sentía más segura con ella conectada.


—¡Mira, Paula! —Julian le enseñó su tesoro—. Es pibita.


—Pirita —lo corrigió Pedro.


—Eso —dijo Julian—. Parece oro, ¿verdad? La hemos encontrado Bob y yo. A lo mejor hay oro de verdad por aquí.


—Nunca se sabe —dijo Paula—. Es muy bonita. Será mejor que la guardes en tu cuarto. Y lávate las manos. Vamos a cenar.


—¡Voy! —dijo, y salió de la cocina sujetándose el sombrero.


—Quizá sería mejor que devolvieras ese sombrero a su dueño —dijo Paula.


—¿Tengo que hacerlo?


—Puedes llevarlo hasta que te acuéstes esta noche —dijo Pedro—. Mañana iremos al pueblo y te compraremos uno que te quede mejor.


—Éste me queda muy bien —insistió el niño.


—No te queda mal —dijo Pedro—, pero creo que encontraremos algo mejor. Además, necesitas unas botas. También las compraremos mañana.


Julian sonrió.


—¡Bien! —dijo, y salió de la cocina.


Paula se volvió hacia Pedro.


—Dame a Olivia para que puedas irte a lavar las manos.


—Gracias —se agachó para que pudiera sacar a la niña de la mochila—. La cena huele muy bien.


—Es el plato favorito de Julian. Algo sencillo.


—Creo que la comida sencilla es la mejor —Pedro movió el brazo en el momento en que Paula se disponía a sacar a la niña y le rozó un pecho—. Lo siento.


—No pasa nada —dijo ella, y trató de contener la excitación.


Pedro se retiró en cuanto Paula tomó a Olivia en brazos. Se acercó al fuego y levantó la tapa de la olla.


—Mmm. Prácticamente me he criado con esto.


—Yo no —dijo ella, y colocó a Olivia en la sillita—. Teníamos una cocinera que sólo hacía cosas elaboradas. Yo odiaba la comida cuando era una niña. Fingía dolor de estómago cada vez que había caracoles para comer. No quiero que Julian pase por eso —abrochó el cinturón para que la pequeña no se cayera.


Cuando levantó la vista, se fijó en que Pedro la miraba con deseo y se masajeaba un hombro.


—¿Estás bien? —le preguntó ella.


—Sí. Estoy bien. Escucha, ¿por qué no voy a ver a Julian? —salió de la habitación antes de que ella pudiera contestar.


Mientras le daba de cenar a Olivia, Paula oyó que Pedro y Julian se reían en el baño. Se preguntaba cómo reaccionaría Julian si algún día tenía que separarse de Pedro.


Los dos regresaron cuando Olivia estaba a punto de terminar de cenar.


Pedro me ha contado todo sobre los sombreros —dijo Julian—. Los hay de piel de castor, de paja... pero lo más importante es que tengan estilo. ¿Verdad, Pedro?


—Así es.


Olivia miró a Pedro y le mostró las manos manchadas de cereales.


—Me toca, Oli —dijo Julian—. Ya ha pasado tu turno. Súbeme bien alto, Pedro. En tus hombros.


—Por supuesto —Pedro colocó al niño sobre sus hombros.


Paula se fijó en que hacía una mueca de dolor.


—¿Te duele algo? —le preguntó.


—No. ¿Qué tal ahí arriba, amigo?


—¡Soy el rey del mundo! —dijo Julian.


—Hora de bajar, jovencito. Hay que cenar —dijo Paula con una sonrisa.


—Noo —se quejó Julian.


—Será mejor que hagas caso —dijo Pedro—. Cuando se trata de comida, ella es la jefa —dejó a Julian en el suelo—. Toma asiento, vaquero. Yo ayudaré a Paula a servir los platos.


—Eso lo veremos, Pedro —dijo Paula, decidida a averiguar si estaba herido—. Primero quiero que te quites la camisa.


—¿Qué? —la miró.


—Vamos, quítatela. Dices que no estás herido. Demuéstramelo.


—No es nada. Sólo una coz. Y la mochila me rozaba ahí. Pero estaré bien.


—Estoy segura. Déjame ver.


—Yo también quiero verlo —dijo Julian.


—No es nada —dijo Pedro—. Olvidémoslo.


Ella se cruzó de brazos y esperó.


—Por favor... —suplicó él con mirada de pena.


Ella no estaba preparada para una mirada así. 


Deseaba abrazarlo y besarlo en los labios.


Respiró hondo y dijo:
—Está bien, tú ganas. Vamos a cenar.


Pedro confiaba en que Paula se hubiera olvidado de su hombro con el lío de acostar a los niños y recoger la cena. Aprovechando que ella le leía un cuento a Julian, él sacó a las perras para que dieran un paseo. Mientras las esperaba en el porche, se tocó el hombro con los dedos. Tenía un buen hematoma. Si hubiese estado solo se habría puesto hielo, pero no quería que Paula se preocupara y se empeñara en curarlo.


Cuando las perras regresaron, entró de nuevo en la casa. Deseaba ignorar el nudo de excitación que se le había formado en el estómago. Aquella noche no pasaría nada entre Paula y él.


Fue a la habitación de los niños para darles un beso de buenas noches y pensó en lo mucho que le gustaba cuidar de ellos, y en lo natural que le parecía compartir aquella tarea con Paula.


Julian se había acostado con la piedra de pirita en la mano y el sombrero de Pedro colgado en el poste de la cama.


Salieron al pasillo y dejaron la puerta de la habitación entreabierta.


—Ha estado en el paraíso durante los últimos días —murmuró Paula—. Gracias por todo el tiempo que le has dedicado.


—Me he divertido —dijo Pedro—. Es un niño estupendo —«y el sujetavelas perfecto», pensó Pedro al sentir lo cerca que estaba Paula. Deseaba acorralarla contra la pared y besarla sin parar, desabrocharle la blusa, los vaqueros...


Había llegado el momento temido, en el que no tendrían interrupciones. La luz del pasillo era bastante tenue, pero aun así podía ver que Paula lo miraba con demasiada ternura.


—¿Pondrán algo en la televisión? —preguntó él—. Vamos a ver —se dirigió hacia el salón.


Ella lo agarró del brazo.


Pedro, déjame ver tu hombro.


Él se puso tenso y se controló para no retirar el brazo. El roce de sus dedos había recorrido todo su cuerpo.


—No te preocupes por mi hombro. Estoy bien.


—No te creo.


—Tienes que hacerlo —dijo él.


—¿Por qué? —preguntó ella sin retirar la mano.


Él apretó los dientes para controlar el deseo que se apoderaba de él. Anhelaba explorar su boca, sus pechos, el lugar húmedo de su entrepierna.


—Porque no voy a quitarme la camisa.


—Si crees que intento seducirte, no es así. Sólo me preocupa que te hayas hecho daño y no te cuides bien. Hay un botiquín en el baño. Podría...


—No creo.


Pedro, no seas cabezota. No voy a...


—Tú no, pero yo sí —en menos de un segundo le habría quitado la ropa.


Ella lo miró con el corazón acelerado.


Él se esforzó para no estrecharla entre sus brazos.


—Quita la mano. Por favor.


Sin dejar de mirarlo a los ojos, ella obedeció.


—Gracias —se volvió hacia el salón.


—¿Estás enamorado de ella?


Él hizo una pausa. Debía referirse a Jesica. 


Tenía la sensación de que si mentía y le decía que sí, ella se retiraría del juego y ambos estarían salvados.


—No pasa nada si lo estás—dijo ella—. Y no tengo peor opinión de ti por lo que pasó en el establo. Estoy segura de que cuando un hombre está... frustrado, puede perder el control. Yo estaba disponible. Y tú eres humano.


Él gruñó y apoyó la mano contra la pared. No quera que ella pensara que la había utilizado como objeto sexual.


—Me pregunto si se dará cuenta de lo afortunada que es —susurró Paula—. Buenas noches, Pedro. Y, por favor, ponte algo en ese hombro antes de irte a la cama.


—No quiero a Jesica —dijo él.


—¿No?


—Por eso dejarla embarazada fue un gran error.


—¿De veras no la quieres? ¿O lo dices porque ella no te corresponde en el amor? No sé por qué no te quiere. Eres todo lo que desearía cualquier mujer.


—Jesica y yo sólo somos amigos. Nunca hemos sido más que eso.


—Pero... Maria dijo...


—¿Qué dijo?


—Que te habías enamorado de alguien y no te había salido bien.


—Así es.


—¿Y sigues enamorado de ella?


—No —contestó. Y sorprendentemente era verdad.


—Entonces, ¿no estás enamorado de nadie?


Él la miró con el corazón acelerado.


—Yo no he dicho tal cosa.



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