sábado, 10 de noviembre de 2018

CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)




Julian dejó de cantar cuando Paula entró en el aparcamiento del hostal.


—¿Ya estamos? —preguntó el niño.


—Sí —Paula se fijó en que había varios coches en el aparcamiento y confió en poder conseguir una habitación.


Regresar a Santa Fe era demasiado arriesgado.


Paula aparcó el coche cerca de la entrada y vio que había un cartel luminoso que indicaba que había habitaciones.


Suspiró aliviada.


—No hay piscina —dijo Julian—. Bob quiere nadar.


Paula se rió. Se quitó el cinturón de seguridad y buscó los abrigos.


—Bob debe de ser miembro del Club de los Osos Polares.


—¿Qué? —se rió Julian—. Bob no es un oso.


—El Club de los Osos Polares es un grupo de gente que se baña cuando hace mucho frío —Paula lo ayudó a ponerse el abrigo y el sombrero—. Por eso se llaman Osos Polares.


—¿Y tienen pelo blanco?


—No, van en bañador. Igual que tú cuando vas a nadar. Espera un momento y te llevo en brazos. Así no tendré que ponerte las botas.


—Puedo ir andando. Soy mayor.


—Lo sé. Pero la nieve ha empezado a amontonarse.


—Bob quiere jugar con la nieve.


—Ya veremos —contestó ella, pero sabía que no debía permitir que el pequeño jugara delante del hostal. Estaría demasiado visible.


Cuando se disponía a bajar al niño del coche, el cartel luminoso cambió de color e indicó que el hostal estaba completo.


—¡Oh, no!


—¿Qué pasa, Paula?


—Nada, Julian. Siéntate. Enseguida te saco del coche.


Convencería al dueño del hostal para que les dejara pasar la noche en algún lugar, aunque tuviera que quedarse despierta toda la noche mientras Julian dormía en un colchón en el suelo. 


Pero no podían quedarse toda la noche en el café, porque Mario podría entrar en cualquier momento.


Se colgó el bolso y sacó al pequeño del coche.


El niño levantó el rostro y permitió que los copos de nieve le golpearan la cara.


—¡Hace cosquillas!


—Supongo que sí —dijo ella, y se apresuró hacia la entrada.


—¡Sabe a polo! ¡Tengo algunos en la lengua! ¿Los ves?


—Cariño, ahora no puedo. Más tarde. Te lo prometo —odiaba no poder disfrutar de la primera vez que Julian veía la nieve. La rabia la invadió por dentro, y maldijo a todos por no haberle dado prioridad a aquel pequeño. Y porque hubieran sacado la lancha de alta velocidad en un día de niebla. Y por haber muerto. Julian no tenía a nadie más que a ella.


Sonó un timbre cuando ella abrió la puerta del hostal y se apresuró a entrar. En el mostrador había un vaquero alto rellenando una hoja de registro y al otro lado, un hombre mayor que era el recepcionista.


—Lo siento, pero acabo de alquilar la última habitación —dijo el hombre, y señaló la señal de completo—. No hay sitio.


—Tiene que haber un lugar donde pueda meternos —dijo Paula—. Sólo necesito una cuna para Julian. Yo puedo dormir en el suelo. Estamos desesperados.


El vaquero se volvió para mirarla.


Paula dio un paso atrás al ver lo grande que era. Después, lo miró a los ojos y se fijó en su bonito color verde y sobre todo, en que tenía la mirada más cálida que había visto nunca. Aunque no tenía motivo para sentirse mejor, así fue.


—Has olvidado a Bob —Julian le sujetó el rostro por las mejillas y le giró la cabeza para que lo mirara—. Bob también necesita dormir en algún sitio.


—Lo sé —susurró ella, y lo besó en la mejilla.


—Eso empeora las cosas —dijo el recepcionista—. Aunque pudiera conseguir un sitio para que pasaran la noche, me temo que no admitimos mascotas.


—El perro puede pasar la noche en el coche —dijo el vaquero—. Usted y el niño pueden quedarse con mi habitación.


Paula se percató de que tenía los sentimientos a flor de piel cuando se le llenaron los ojos de lágrimas al oír la oferta que le hacía el vaquero.


—No puedo...


—Bob no es un perro —dijo Julian—. Es mi amigo.


El vaquero frunció el ceño.


—¿Ha dejado a otro niño en el coche? Hace mucho frío para...


—No, no es otro niño —dijo Paula—. Bob es...


—¡Increíble! —dijo Julian.


—Sí, lo es —dijo Paula y miró al vaquero a los ojos confiando en que captara el mensaje igual de rápido que el agente de policía—. Es tan increíble que puede volverse invisible cuando quiere —dejó a Julian en el suelo y le quitó el sombrero—. De hecho, sé que puede dormir en cualquier sitio porque me lo ha contado él mismo. Incluso podría dormir debajo de tu cama y estar muy cómodo.


Julian la miró pensativo.


—¿Estás segura?


—Es uno de sus trucos especiales —miró al vaquero para ver si se enteraba de la historia.


Él sonrió y le dejó claro que lo había comprendido todo.


Su sonrisa comprensiva hizo que Paula se estremeciera al recordar los placeres de los que hacía tiempo que no disfrutaba.


—Entonces, ya esta —dijo el vaquero—. Usted, el niño y Bob pueden quedarse en la habitación número seis.


—¿Y usted?


—No pasa nada.


Paula lo miró a los ojos. De haber estado en una película le habría ofrecido compartir la habitación. Sintió un nudo en el estómago.


Aquello no era una película, así que se volvió hacia el recepcionista.


—¿Hay algo más? Un armario grande o...


—Estaré bien —dijo el vaquero—. No se preocupe por nada. El café está abierto veinticuatro horas. Me acomodaré en un reservado y pasaré ahí la noche.


—Pero...


—Eh, estoy acostumbrado a ese tipo de cosas. Si hiciera tan mal tiempo, nunca me habría quedado en un hostal. Habría dormido en mi camioneta, como tantas otras veces. Así que no pasa nada —miró a Julian—. Quiero asegurarme de que éste pequeño vaquero descanse bien.


Paula le estaba más que agradecida. Justo cuando lo necesitaba, había aparecido un caballero.


—No sé cómo agradecérselo —le dijo, y se esforzó para contener las lágrimas—. Es un hombre estupendo.


—No se preocupe —dijo él, y tras levantar una pizca el ala de su sombrero, salió de allí.


—Todo un caballero —dijo ella.


—Lo es —dijo el recepcionista—. Los reservados son de plástico. No me gustaría tener que pasar la noche en uno de ellos.


—Tengo que encontrar el modo de compensarlo —dijo Paula mientras buscaba la tarjeta de crédito en su bolso. Antes de que el recepcionista retirara la hoja de registro que había rellenado el vaquero, se fijó en el nombre que aparecía en ella. Pedro Alfonso.


Julian le estiró de los pantalones.


—¿Puedo leer eso con Bob? Salen caballos.


Paula miró hacia donde señalaba el pequeño y vio unas revistas sobre una mesa. Miró al recepcionista.


—¿Puede verlas? Ya sabe que no hay que arrancar las páginas ni cosas de esas.


—Por supuesto —dijo el recepcionista—. Ve a leer esas revistas, hijo.


Paula observó cómo el pequeño se subía a una silla y comenzaba a fingir que estaba leyendo. 


De vez en cuando, señalaba algo y miraba a su lado. Evidentemente, estaba compartiéndolo todo con su amigo Bob.


—Es un buen chico. Y usted debe de ser una madre orgullosa.


—Uy, yo... —se calló antes de decirle que ella no era la madre de Julian. Era una respuesta que le salía de manera automática, después de haber pasado tanto tiempo cuidando del pequeño.


Incluso había calculado que había pasado más tiempo con el niño que Patricia. Y por un lado, se alegraba. Si Julian hubiese estado más unido a su madre y a sus abuelos, su muerte lo habría afectado mucho más. De esa manera, estaba un poco confuso pero no desconsolado.


Paula era la persona más importante de su vida, y aquél no era el momento de remarcar que Julian era su sobrino y no su hijo. Además, confiaba en que algún día, legalmente llegaría a ser su madre. Si Patricia hubiese dejado un testamento, todo resultaría más sencillo.


Trató de no pensar en ello y sonrió al recepcionista.


—Estoy muy orgullosa de Julian —le dijo.



2 comentarios: