sábado, 17 de noviembre de 2018

CAPITULO 26 (TERCERA HISTORIA)



Paula se metió en el baño, para tratar de adecentar un poco su aspecto después de lo que había sucedido en el establo, mientras Maria, Guadalupe y Nora sacaban lo necesario para preparar los adornos de las mesas.


Sin embargo, no encontraría manera de adecentar su corazón. Sabía que Pedro la deseaba físicamente, pero eso no era suficiente.


Quería todo lo que él podía ofrecerle, y él se estaba reservando para Jesica.


Cuando Pedro regresó a la casa, Sebastian y Augusto ya estaban preparados para la fiesta de despedida de soltero que celebrarían en el Buckskin. Ambos se acercaron a la mesa donde estaban trabajando las mujeres para despedirse de sus respectivas con un beso.


Augusto también se despidió de su madre con un beso en la mejilla.


Paula fue la única de los cuatro que se quedó sin beso, y era consciente de que Pedro esperaba a que sus amigos terminaran de despedirse con nerviosismo. Al pensar en los besos ardientes que habían compartido, se sonrojó. Y si no tenía cuidado, la pillarían mirándolo con deseo.


Tratando de disimular, puso una amplia sonrisa y dijo:
—¡Pasadlo bien!


—¿Cómo va a pasárselo bien si va a beber refrescos? —Augusto agarró a Pedro por el cuello—. Si ni siquiera puedo ganarle un pulso cuando está bebido, ahora que no bebe no volveré a ganarle en mi vida.


—Alguien tiene que conducir —dijo Pedro—. Y no voy a dejarte a ti las llaves.


—No hace falta que conduzcáis ninguno —dijo Guadalupe—. Creo que lo mejor será que os quedéis esta noche en Hawthorne House. Podéis ir andando desde el Buckskin.


—¿Andando? —preguntó Sebastian ofendido—. Debes de habernos confundido con ejecutivos de ciudad. Somos vaqueros. O conducimos nuestras camionetas o montamos nuestros corceles. No vamos andando a ningún sitio.


—Oh... —Guadalupe sonrió—. Perdona. Entonces, a lo mejor queréis que os recoja cuando vuelva hacia el pueblo.


—No hace falta —dijo Pedro—. Yo conduciré. Y se supone que debo traer a Augusto aquí, ¿no es así?


—Si estáis seguros de que no os vais a quedar en Hawthorne House —dijo Guadalupe.


—No —dijo Sebastian—. Gracias por la invitación, pero volveremos aquí.


—De acuerdo —dijo Guadalupe—. Entonces, sí, traeros a Augusto con vosotros, por favor. Nora y yo podremos hacer más cosas por la mañana si él no está en casa.


—Muy bien —dijo Augusto—. Te recuerdo que estás hablando de tu futuro marido.


—Exacto —dijo Nora—. Y se supone que los novios han de estar separados la noche antes de la boda.


—Está claro —dijo Pedro—. Hasta luego. Chicos, nos vamos.


Cuando se marcharon, Paula se quedó un poco compungida. Pedro se había despedido de todos en general, no le había dedicado ni una mirada especial. Era como si el tiempo que habían pasado juntos en el establo hubiera sido producto de su fantasía.


—Espero que estén bien —dijo Guadalupe.


—Lo estarán —dijo Maria, y continuó separando bombones—. Pedro no beberá nada. Sebastian y él son muy cabezotas.


Pedro me cae bien —dijo Nora—. Parece una persona buena y de fiar.


—Lo es —dijo Paula—. Y le agradezco mucho que haya decidido ayudarnos a Julian y a mí.


—Pero no suelta prenda —dijo Maria—. Por lo que sé, sólo ha estado enamorado una vez y no le salió bien.


«¿De Jesica?», Paula no podía ignorar esa posibilidad. Quizá Pedro estuviera enamorado de Jesica y ella no lo correspondía. Por eso se sentía especialmente culpable respecto al bebé.


Sonó el teléfono y Maria fue a contestar.


Paula decidió ignorar el nudo que tenía en la garganta y disimuló sus sentimientos preguntando cosas sobre la boda. Guadalupe sería una novia preciosa.


La última vez que había asistido a una boda había sido a la de su hermana. Patricia se había casado por todo lo alto, pero con mucho menos amor del que rodearía a Augusto y a Guadalupe al día siguiente. Pobre Patricia. Al menos, si durante la ceremonia Paula sentía ganas de llorar, no sería la única, y nadie sabría diferenciar si era de alegría o de tristeza.


Maria regresó cuando Guadalupe estaba explicando cómo había decorado su casa para la celebración del banquete.


—Ha llamado Jesica —dijo Maria.


—¿Y qué quería? —preguntó Paula, con una mezcla de celos y rabia.


—Lo de siempre. Saber si Olivia está bien. Es lo único que pregunta cuando llama, y después cuelga inmediatamente. Se oían ruido de coches. Estoy segura de que estaba en una cabina —Maria se sentó y continuó con su tarea.


—Pero ¿dónde? —preguntó Nora.


—¿Quién sabe? —Maria suspiró y colocó más bombones en el montón—. Empiezo a estar harta de todo esto. Creo que hemos contratado a un detective inepto. No ha averiguado nada, excepto que viaja de un lado a otro, y eso ya lo sabíamos. Ella siempre va un paso por delante de él. Quizá Sebastian y yo deberíamos despedirlo y contratar a otro.


—Es ridículo —dijo Guadalupe—. Tenemos que saber quién es el padre de esa niña para poder continuar con nuestras vidas.


—¿Alguna vez se lo habéis preguntado cuando llama? —preguntó Paula.


—Lo hemos intentado —dijo Maria—. Es en ese momento cuando cuelga. Al parecer, no quiere que sepamos quién es el padre de Olivia. Ó no está dispuesta a decirlo por teléfono. Le he dicho que Pedro está aquí, para ver cómo reaccionaba.


—¿Y? —preguntó Paula, tratando de disimular su nerviosismo.


—Sólo ha dicho: «Bien». Y cuando intenté preguntarle si Pedro era el padre, colgó. Como siempre.


Paula continuó con los bombones. Así que Jesica se alegraba de que Pedro estuviera allí. 


Quizá eso significaba que volvería al rancho. 


Quizá, después de todo, había decidido que lo amaba y estaba esperando a que llegara.


Pedro cree que él es el padre de Olivia —dijo ella.


—Lo que hace que sea exactamente igual que los otros dos —dijo Guadalupe—. Augusto y Sebastian nos están volviendo locas con sus discusiones al respecto. Creo que deberías pensar en contratar a otro detective, Maria, o al menos, hablar con el que tenéis ahora.


—Opino lo mismo —dijo Nora—. Considero a Olivia como mi nieta, pero me gustaría saber si lo es de verdad o no.


—A todos nos gustaría saberlo —dijo Maria—. Supongo que a ti también, ¿verdad, Paula?


—Sí, claro, por el bien de Pedro —dijo ella.


—¿Y por el tuyo? —preguntó Maria.


—Mmm, creo que sería anticiparse si...


—Eh —Guadalupe la agarró del brazo—. Nosotras hemos pasado por lo mismo que tú. Es horrible enamorarse de un hombre que no quiere comprometerse por culpa de una mujer fantasma que vaga por ahí.


Paula se sonrojó.


—Oh, no. Yo no estoy...


—Sí lo estás —dijo Guadalupe—. Se nota en tu cara cuando miras a Pedro. ¿A que sí, Maria?


—Me temo que sí.


—¿Creéis que él lo ha notado?


—¿Bromeas? —preguntó Nora—. Es un hombre, cariño. Tendrás que decírselo claramente.


—No quiero que se entere —dijo Paula—. Ya tiene demasiadas cosas por las que preocuparse y...


—Tú también tienes mucho por lo que preocuparte —dijo Maria—. No seas demasiado buena con él, ni demasiado dura contigo. Ya lo ha dicho Nora, es un hombre. Lo más probable es que ni siquiera sepa qué es lo que le conviene.


Guadalupe se rió.


—Por supuesto que no.


Maria agarró un bombón y lo observó durante un rato. Después miró a Guadalupe.


—A lo mejor, cuando Augusto y tú os vayáis de luna de miel, Sebastian y yo podríamos ir a Denver y hablar con los de la agencia —miró a Paula—. Nora estará muy ocupada encargándose del hostal de Guadalupe. ¿Qué os parecería hacer de niñeros durante un par de días? ¿A Pedro y a ti?


Paula no durmió muy bien aquella noche. Tenía la sensación de que Maria trataba de emparejarla con Pedro. Y no quería pensar demasiado en la posibilidad de quedarse a solas con él durante un par de días, si Sebastian y Maria se marchaban a Denver. Era posible que Sebastian ni siquiera aceptara hacer el viaje.


Pero aceptó.



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