sábado, 17 de noviembre de 2018
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Pedro aprovechó la espera para limpiarse en un fregadero que Sebastián había instalado a la entrada del establo. El agua estaba fría, pero no demasiado. Después de lavarse las manos, los brazos y el cuello, metió la cabeza bajo el grifo para quitarse el barro del pelo. Mientras se secaba con una toalla que encontró en un estante, recordó la pelea y no pudo evitar sonreir. Había resultado divertida.
Al oir que se abría la puerta del establo se volvió. Paula estaba en la entrada con un montón de ropa en la mano.
—He tenido que adivinar, qué ropa querías que te trajera —le dijo.
—Cualquier cosa está bien —contestó con el corazón acelerado.
Así que ella había decidido llevarle la ropa. Pedro se preguntaba si era consciente de lo peligroso que era. Nunca habían estado completamente a solas y se moría de ganas de abrazarla.
Si hubiera sabido que no sería Nora la que iba a llevarle la ropa, se habría dejado la camisa puesta.
Paula se acercó a él y le entregó la ropa.
—También te he traído ropa interior. No estaba segura de si la nieve te había mojado... bueno, quería que tuvieras la opción de cambiarte los...
Se calló y lo miró. Tenía la boca entreabierta y la respiración acelerada.
—Gracias —dijo él. Al agarrar la ropa sus manos se rozaron y él deseó sentir toda la piel de su cuerpo.
—Tus amigos me caen muy bien, Pedro —dijo Paula como si no pasara nada—. Aparezco en mitad de los preparativos de boda y me reciben con los brazos abiertos, como si Julian y yo no fuéramos molestia.
—Estoy seguro de que se alegran de que estés con nosotros —se moría de ganas de acariciarla, pero sabía que si empezaba no podría parar.
—Se comportan como si estuvieran agradecidos. Nora me preguntó si podía acostar a Julian porque hacía mucho tiempo que no metía a un niño tan pequeño en la cama y lo echaba de menos. ¿No te parece encantadora?
—Sí. Nora es estupenda. Y comprendió la historia de Bob enseguida —«acaricíame, Paula», pensó. No quería seguir hablando de Nora.
—Lo sé. Y cuando le dijo a Julian que podía llamarla abuela, me entraron ganas de besarla.
Pedro estuvo a punto de quejarse. No podía dejar de mirarle la boca. Sus labios... Sus dientes perfectos... Besarla sería algo maravilloso.
—Supongo que será mejor que me cambie de ropa y regrese a la casa —pero por algún motivo, en lugar de dar un paso atrás para indicarle que debía marcharse, dio un paso adelante y se acercó a ella.
—No estoy segura de haberte traído lo correcto.
Él observó sus labios mientras hablaba, e imaginó lo que sentiría al juntar sus bocas y acariciarla con la lengua.
—Quizá deberías comprobarlo antes de que me vaya.
—¿Comprobar qué?
—La ropa —lo miró a los ojos—. Por si quieres que te traiga otra cosa.
—No soy muy exigente con la ropa —dijo él.
«Sólo con las mujeres que deseo besar».
—¿Estás seguro? —se le oscurecieron los ojos.
Pedro decidió que era por la falta de luz.
—Ésta me servirá —dijo él.
Pero quizá estuviera excitada. Si era eso, debía ignorarla. Pero no lo conseguiría puesto que necesitaba estrecharla contra su cuerpo. La miró a los ojos buscando muestras de deseo.
Ella le entregó la ropa.
—Porque si necesitas algo más...
Estaba tan cerca que Pedro podía sentir su cálida respiración sobre el torso desnudo. Los pezones se le pusieron erectos. Deseaba algo más, pero no tenía derecho a pedirlo.
—Paula...
—Pedro Alfonso, si no me besas ahora mismo, voy a estallar.
Dejó caer la ropa y tomó a Paula en brazos.
Por fin.
—Esto es un error —murmuró.
Fueron las últimas palabras que se oyeron antes de que sus bocas se encontraran y ambos perdieran la cabeza.
Ella separó los labios y lo invitó a explorar el interior de su boca. Él no fue capaz de rechazar la invitación. «Oh, Paula».
La abrazó con fuerza y ella le rodeó la cintura con las piernas, presionando en el lugar adecuado. Nunca había imaginado tanta pasión en una mujer. Creía que las mujeres no soñaban con el sexo de la misma manera que los hombres.
Pero Paula actuaba como si llevara todo el día con la misma frustración que él. Comenzó a rozarse contra su cuerpo y Pedro creyó que iba a volverse loco. La erección de su miembro no podía ser mayor. Enseguida, ella empezó a gemir de manera entrecortada y acabó con el poco autocontrol que a él le quedaba.
La apoyó sobre el lavabo. Le sacó la blusa de los vaqueros y le desabrochó el sujetador. Todo sin dejar de besarla de manera apasionada.
Cuando le acarició los senos, descubrió que tenía los pezones turgentes y que anhelaban sus caricias. El deseo fue aún mayor. No quedaría satisfecho hasta que no introdujera uno de esos pezones en su boca y saboreara su piel.
Para que se volviera loca, como él.
Pero sabía que no sería suficiente. Quizá nunca llegara a saciarse con Paula.
Comenzó a quitarle la chaqueta y se sorprendió al ver que ella colaboraba y que además, se quitaba la blusa. Sabía que no debía hacerlo, pero no podía parar y ella no iba a detenerlo. El deseo había surgido por la mañana, cuando despertó con ella acurrucada contra su miembro erecto. Y no había conseguido que disminuyera en todo el día.
Se separó de ella un instante y sujetándola por la cintura, la ayudó a sacarse la blusa por la cabeza. La tiraron al suelo junto al sujetador.
Paula lo miró a los ojos. Apoyó una mano a cada lado del lavabo y arqueó la espalda hacia atrás.
—Oh, cielos —dijo él admirándola.
—Mi corazón late como el de un conejo asustado —murmuró ella—. Acaricíame, Pedro. Quiero que notes cómo late de deprisa.
Él obedeció y colocó la mano sobre su pecho.
Le acarició el pezón y notó cómo se endurecía aún más.
—Mis manos son muy bastas —susurró él—. Y tengo barba. No quiero...
—Quiero que me acaricies con esas manos —dijo ella—. Quiero sentir tu boca hambrienta y tu barba incipiente. He pasado todo el día deseando que me acariciaras.
Él la miró a los ojos.
—Y yo me he vuelto loco.
—Yo también —susurró ella—. Yo también. Toma lo que deseas. Dame lo que deseo. Por favor.
Y por fin, lo hizo. Al principio, con cuidado. Hasta que la pasión hizo que no pudiera controlarse.
Entonces, la besó como un hombre salvaje.
Pero quería más. Le desabrochó los vaqueros y la levantó para bajárselos junto con la ropa interior. Se agachó frente a ella, sujetándole el trasero con ambas manos y consciente de que ella no iba a detenerlo.
Despacio, le separó las piernas. Ella se estremeció entre sus brazos. Él inhaló su aroma de mujer excitada y probó el néctar de su cuerpo. Ella gimió y él continuó.
Era muy dulce. Y estaba preparada para todo lo que él deseara. Pedro temblaba de puro deseo y tuvo que contenerse para no ponerse en pie, desabrocharse los pantalones y poseerla de verdad.
Pero no podía hacerlo. Ella había soportado mucho. Tenía que hacerle ese regalo.
Al cabo de un momento, Paula comenzó a temblar con fuerza y él supo que había llegado al climax. A pesar del fuerte dolor que sentía en la entrepierna, verla satisfecha hizo que su deseo se calmara un poco y la acarició con ternura.
La besó en la parte más íntima de su cuerpo, en el vientre, en el costado, en los senos y en el cuello. Por fin, quedaron de nuevo cara a cara.
Paula apoyó las manos en sus hombros y lo miró.
Él le acarició la mejilla. La expresión de su rostro hizo que el dolor de su entrepierna mereciera la pena. Nunca había sido tan claro con una mujer que conocía desde hacía tan poco tiempo.
Habían llegado muy lejos, pero probablemente nunca fueran más allá.
—Me temo que me he dejado llevar —dijo él—. Es como si se hubiera roto una presa en mi interior.
—Lo sé. Yo había venido a ver si... —respiró hondo—. Si conseguía que me besaras.
Él sonrió.
—Tú rompiste la presa.
—Sin duda —murmuró ella—. Saltó en pedazos. Eso sí que ha sido un beso.
Y Pedro supo lo que tenía que decir. No eran las promesas que quería. No, tenía que protegerla para no hacerle daño. Tenía que advertirle más de una cosa, y lo hizo con una sonrisa que esperara calmara el dolor.
—Quizá sea el único que pueda darte en la vida. Así que pensé que tenías que recordarlo siempre.
—Y lo has conseguido —le sujetó el rostro—. Pero ha sido un beso unilateral, Pedro.
—Es mejor así —sabía que dejarla marchar después de lo que habían compartido le resultaría difícil, pero si llegaba a conocer lo maravilloso que podía ser poseerla, le resultaría imposible.
—¿Mejor porque tú has tenido que mantener el control y yo no?
—Puede. Pero yo no diría que he mantenido el control. Mi intención no era...
—Y mi intención no era permitírtelo —le acarició el cabello—. Pero lo hice —murmuró—. ¿Y ahora qué, Pedro?
—Probablemente éstemos en un lío. Para mí nada ha cambiado.
—¿Nada?
—Nada.
Suspiró al ver su expresión de decepción.
—Sé que no es lo que te gustaría oír. Pero lo cierto es que antes te deseaba. La única diferencia es que ahora sé lo que voy a perderme.
—Para nada. Esto es la punta del iceberg, encanto.
—Me lo temía —el deseo que creía tener controlado comenzó a apoderarse de él.
Para distraerse, recogió la ropa de Paula que habían tirado al suelo y se la entregó.
—La gente se preguntará dónde te has metido —dijo Pedro.
—Saben dónde estoy, y me da la sensación de que dan su aprobación —se puso el sujetador.
—Estoy seguro. Pero tengo que manejar esta situación a mí manera. Cuanto más éstemos juntos, más difícil será separarnos cuando tú regreses a San Antonio y yo me quede aquí con Olivia y Jesica.
Paula permaneció en silencio.
—No albergues esperanzas conmigo, Paula. No soy el vaquero de tus sueños. Hay dos personas que dependen de mí. Son mi prioridad.
Paula se puso la blusa y lo miró.
—Pedro, ¿existiría la posibilidad, por muy pequeña que fuera, de que Olivia no fuera tu hija?
—Es mía —dijo él—. Y aunque no lo fuera, Jesica me pidió que fuera su padrino. Así que tengo una obligación con Olivia. Y con Jesica —abrazó a Paula y la bajó al suelo.
—Ya —Paula se abrochó los pantalones y agarró su chaqueta—. Es probable que creas que soy una desvergonzada por haber bajado aquí esta noche. Sobre todo, cuando habías dejado muy claro que no querías nada conmigo.
Pedro la sujetó por la barbilla para que lo mirara.
—Me he liado contigo. No he podido evitarlo. Deseaba tanto como tú lo que acaba de suceder, o quizá más. Creo que eres una mujer muy guapa, y sexy. Pero el momento no es el adecuado.
Ella asintió y se puso el abrigo.
—Me gustaría poder ser lo que te gustaría que fuera—dijo él.
Ella respiró hondo y metió las manos en los bolsillos.
—Puede que no seas el hombre perfecto, pero eres el hombre perfecto de éste instante. Me lo he pasado muy bien.
—Yo también —dijo él.
—La punta del iceberg —dijo ella, y se dio la vuelta—. A lo mejor quieres acordarte de ello.
—Probablemente lo haga —y durante el resto de su vida.
—No sé qué hace Jesica huyendo por ahí, mientras la está esperando un hombre como tú, dispuesto a protegerla y a cuidar de ella. Debe de ser una mujer muy tonta —dijo, y salió del establo.
Después de que se marchara, Pedro paseó varias veces de un lado a otro del establo hasta que su cuerpo se enfrió. Finalmente, se sentó sobre una bala de heno y se cubrió el rostro con las manos.
Toda la vida se había considerado un caballero, un hombre que trataba a las mujeres con respeto. Darlene incluso se había quejado de que era demasiado caballero. Pero era mentira.
Según en qué circunstancias podía comportarse como un animal. Podía emborracharse y dejar embarazada a una amiga sin su consentimiento.
Y por si no era suficiente, en menos de veinticuatro horas podía conseguir que una desconocida gimiera desnuda entre sus brazos.
Y a pesar de que sabía que no estaba bien hecho, deseaba hacerlo otra vez.
Sin embargo, tenía que abandonarla diciéndole que era cuestión de principios. Paula no merecía que la trataran así. No volvería a tocarla. Nunca volvería a acariciar su piel suave... su boca... sus senos...
Gruñó. La vida solía ser mucho más sencilla.
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