miércoles, 7 de noviembre de 2018

CAPITULO 24 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula esperó a que Pedro se marchara para ponerse el abrigo y salir a dar un paseo por el barrio. Llevaba mucho tiempo en casa y un poco de aire fresco la ayudaría a pensar. La brisa era fresca, pero el sol calentaba la hierba mojada y la acera empezaba a secarse. La primavera estaba a punto de llegar.


Paula adoraba aquel lugar. Conocía a todos los vecinos y tenía muy buena relación con ellos y, a menudo, participaba en los eventos que organizaban o se ayudaban unos a otros.


Se preguntaba cómo su querido Pedro cambiaría todo eso. Él pasaba los inviernos en Utah y, durante el verano, viajaba hasta Colorado para trabajar en el rancho de Maria. A partir de entonces, trabajaría para Mariay para Sebastian. Suponiendo que llegaran a tener un compromiso, ¿Pedro querría que se fueran a vivir a Utah para regresar a Colorado como si fueran turistas de verano? ¿Y ella conseguiría acostumbrarse a vivir en otro sitio después de lo que le había costado establecerse en Huerfano?


Esperaba que la casa que Pedro tenía en Utah no significara nada especial para él. Con suerte, sólo sería una casa de soltero sin personalidad. 


A él le gustaba su casa. Ella lo sabía por lo rápidamente que se había acomodado allí.


«Y la confianza que tiene con la mujer de la casa», pensó ella. Todavía se estremecía al pensar en cómo habían hecho el amor en el baño. Dudaba de que ese tipo de cosas sucedieran en casa de sus conservadores vecinos. Pero esa clase de atrevimiento era lo que a ella le encantaba de Pedro, uno de los motivos por los que no se había enamorado de un hombre tradicional.


Pedro la excitaba. Cuando dobló la esquina y vio que su camioneta ya estaba aparcada en la puerta de casa, se le aceleró el corazón. No esperaba que hubiera regresado tan pronto.


Él estaba sentado en el columpio del porche con Olivia en el regazo. Se había puesto el sombrero en la parte trasera de la cabeza y desabrochado la chaqueta. Tenía un aspecto muy masculino. 


Olivia estaba adormilada, pero no dormida.


—Lo siento —dijo Paula mientras subía al porche—. Me he dado un paseo para relajar tensiones. No imaginé que llegaríais antes que yo.


—¿Estás tensa? —él le dedicó una mirada ardiente.


—Um, en realidad no —se sonrojó—. Sólo era una expresión. Siento haberte hecho esperar.


—No pasa nada. No llevamos mucho rato aquí. Pero creo que Oli está lista para tomarse un biberón y echarse una siesta.


Paula notó que se le aceleraba el pulso. Una siesta de la pequeña significaba tiempo de juego para los adultos. Y sabía que Pedro estaba pensando lo mismo.


—¿Qué ha dicho el médico?


—Que lo tenemos controlado —sonrió Pedro—. Estaba contento con cómo lo habíamos hecho. Dice que después de este catarro, los dientes no nos supondrán ningún problema.


—¿Los dientes? —preguntó extrañada—. ¿Tan pronto?


—Dijo que empezarían a salirle antes de que nos demos cuenta —contestó Pedro con orgullo—. Está muy avanzada para su edad. También dijo que empezará a gatear pronto.


—Jesica puede venir a por ella en cualquier momento —dijo Paula.


Pedro la miró.


—¿Y qué? La dejó abandonada.


—Probablemente tenga un buen motivo.


—Más le vale. Sebastian y yo hemos hablado de ello y, a menos que tenga un buen motivo, tendrá que enfrentarse a la justicia si quiere recuperar a su hija. Yo también tengo derecho, suponiendo que sea el padre de Oli, y estoy seguro de ello.


—¿Querrías la custodia? —preguntó con la esperanza de que Pedro estuviera pensando en sentar la cabeza.


—No, probablemente no.


—Pero acabas de decir que...


—Me gustaría que se la quedaran Sebastian y Maria, y que me dejaran verla todo lo que quisiera. Sería casi como tenerla conmigo.


Así que no estaba pensando en sentar la cabeza. Paula buscó la llave en el bolsillo y abrió la puerta.


—Entremos. Prepararé algo de comer mientras le das el biberón a Olivia.


Pedro se puso en pie y siguió a Paula hasta la casa. Odiaba la cara de decepción que ella había puesto al oír que él no pediría la custodia de la niña. Lo cierto era que a él le encantaría quedarse con Oli, pero no funcionaría. No podía llevarla a Utah en el invierno y a Colorado en el verano. En Utah, su madre lo ayudaría a cuidar de ella, pero no estaba dispuesto a dejarla allí y pasar todo el verano sin ella.


Necesitaba un padre y una madre, y eso era lo que Sebastian y Maria podían ofrecerle. Estaban dispuestos a hacerlo, aunque, en parte, fuera porque Sebastian seguía convencido de que él era el padre de la criatura. Cualquiera podría ver que no era así. La pequeña se parecía a Pedro.


—¿Vamos a tomar un poco de sopa? —gritó mientras subía a la niña al piso de arriba.


—No para comer —dijo Paula—. Tiene que hervir un poco más.


Pedro se detuvo en la escalera.


—¿Y lo que queda de lasaña?


—Eso sí.


«Esta mujer sí que sabe cocinar», pensó Pedro al recordar el sabor de la lasaña. Y después de comer, cuando Oli estuviera dormida, Paula y él podrían... Claro que se había olvidado de que tenían que hablar. No creía que Paula quisiera pasarlo por alto.


Deseaba que su vida pudiera quedarse como estaba en aquellos momentos, los tres viviendo juntos. Para él, aquello era como el paraíso.


Tenía a su hija cerca, la mejor comida que había probado nunca y a una mujer que lo satisfacía por completo. ¿Qué más podía desear un hombre?


«Que durara para siempre», pensó con un largo suspiro.


Llevó a Oli al piso de abajo para darle el biberón y vio que Paula lo tenía preparado sobre la mesa.


—Gracias —dijo él. Se sentó y observó a Paula mientras preparaba la comida.


La cocina olía de maravilla. Al ver que ella cortaba una hogaza de pan que no tenía envoltorio, pensó que quizá también lo había hecho ella.


—Eres maravillosa —dijo él.


—No tanto.


—De veras. ¿Cuántas mujeres de hoy en día cocinan así y hacen el pan?


—No lo hacen porque han encontrado mejores cosas que hacer. Dirigen empresas y descubren vacunas. O llevan un rancho, como Maria. Yo soy muy antigua.


—Tonterías. Además, tú diriges un hostal. Apuesto a que un montón de gente lo ha intentado y ha fracasado. A ti parece que te va bien.


—Gracias.


—Sabes, todas esas mujeres que son directoras de empresas, científicas, abogadas y todo eso necesitan un sitio tranquilo para descansar y recuperarse del estrés. Necesitan sitios como éste y gente como tú.


Paula envolvió las rodajas de pan en papel de plata y lo metió en el horno.


—Nunca lo había pensado así.


—Pues piénsalo —le gustaba ser capaz de hacerla sentirse bien.


Cuando Oli terminó de tomarse el biberón, él se puso en pie para sacarle el aire y dijo:
—Está muy cansada. Voy a cambiarle el pañal y a meterla en la cuna antes de comer.


—De acuerdo —dijo Paula y lo miró con timidez.


Pedro se tensó de puro deseo. La lasaña podía esperar. Paula era mucho más tentadora. Quizá, después de todo, no consiguieran esperar hasta después de comer.


Se dirigió al piso de arriba y cambió el pañal de la niña en tiempo récord. Después de acostarla, buscó un par de preservativos en el bolsillo de su chaqueta y bajó al piso de abajo. Había aprovechado el viaje al médico para parar en la farmacia.


Cuando entró en la cocina, la lasaña ya estaba sobre la mesa. Él miró la comida y después a Paula. No tenía problema a la hora de elegir, pero debía ofrecerle la posibilidad a ella.


—Paula.


Ella levantó la vista de la panera y lo miró.


—Podemos dejar la lasaña en el horno para que se mantenga calentita.


Paula lo miró muy seria.


—Podemos, pero no lo haremos —contestó—. Mientras comemos, quiero que me cuentes qué es lo que te impide asentarte y formar una familia.


—Hablando perderemos un tiempo precioso. No sabemos cuánto tiempo dormirá Oli.


Ella se acercó a la mesa con la panera en la mano.


—No es una pérdida de tiempo —lo miró a los ojos—. Nuestro futuro depende de ello.


Pedro sintió un nudo en el estómago y, de pronto, se le quitó el hambre.


—No tenemos futuro —dijo él—. Eso es lo que he intentado decirte. No soy un buen partido. Podemos disfrutar de un par de días juntos, pero después tenemos que tomar caminos separados —al decir esto, el nudo que tenía en el estómago se hizo mayor. No estaba seguro de si podría vivir sin Paula, pero no tenía más opciones.


—Esa idea te gusta tan poco como a mí. Puedo verlo en tus ojos.


—Lo que quiero y lo que puedo tener son dos cosas diferentes.


Ella golpeó la panera contra la mesa.


—Maldita sea, Pedro, ¿por qué?


Él tragó saliva.


—Porque le prometí a mi padre, antes de que muriera, que cuidaría de mi madre. Durante el resto de su vida.


—¿Eso es todo? —preguntó con una sonrisa—. ¿Eso era?


—Es suficiente. No conoces a mi madre. Es muy exigente. Es...


—Espera un momento —Paula rodeó la mesa y le sujetó el rostro con ambas manos—. No vas a perder la posibilidad de que seamos felices porque tu madre te necesite. De ninguna manera.


Estaba preciosa. Pero no comprendía nada de aquella situación.


—No puedo dejarla. No la dejaré. Ni siquiera por ti, Paula.


—No te pido que lo hagas —murmuró y se apretó contra él para que la abrazara—. Puedes traerla aquí.


—Ya, claro. Estoy seguro de que eso funcionaría.


—¿Y por qué no? Esta casa es grande. Podría tener su habitación en el piso de arriba, a menos que tenga problemas con la escalera. En ese caso, podríamos...


—No tiene problema con las escaleras.


—Entonces, no es minusválida. Eso es maravilloso. Creo que le gustaría la habitación del fondo. Es más grande, e incluso podríamos ponerle una ducha.


—No lo entiendes —cerró los ojos.


Ella comenzó a moverse de forma sensual contra su cuerpo. Si seguía así, Pedro sería incapaz de seguir hablando.


—No tendrá problema con las escaleras, pero lo tendrá contigo.


—¿Conmigo? ¿Por qué?


Pedro comenzó a masajearle el trasero y la miró a los ojos.


—¿Por qué, Pedro? —preguntó ella.


Él trató de recordar de qué estaban hablando. 


Ah sí. De por qué su madre tendría problemas con ella.


—Porque está acostumbrada a ser la que manda en su casa, igual que tú.


—Es una casa grande —le acarició el cabello—. Podremos encontrar una solución.


—Además, está acostumbrada a tenerme para ella sola. Soy su único hijo. Y ella está muy mimada —metió la mano por la cinturilla del pantalón de Paula y sintió que su miembro se ponía más duro—. Pero le hice una promesa a mi padre, y voy a cumplirla.


—Por supuesto —lo sujetó por la nuca y lo besó—. Pero puedes hacerlo aquí conmigo.


—No creo —se le ocurrían muchas cosas que podía hacer con ella, pero convivir con su madre no estaba en la lista. Paula vivía en un mundo de fantasía. Pero eso no significaba que no quisiera besarla y hacerle el amor de forma apasionada.


—Le das demasiado poder a tu madre — susurró ella.


—No lo comprendes. Ella es...


—Bésame, Pedro. Y bésame de verdad.


No hizo falta que se lo pidiera dos veces. Se preguntaba si, cuando la besara en otras ocasiones, siempre recordaría la primera vez que ella le entregó su boca para darle el mayor placer de su vida.


La besó hasta que ambos quedaron sin respiración y empezaron a quitarse la ropa. Él ya le había desabrochado el sujetador, y ella le había desabrochado la camisa cuando se miraron y sonrieron.


—La lasaña se está enfriando —dijo ella.


—Debe de ser lo único que está frío —dijo él, y le acarició los senos—. Estoy seguro de que estará igual de buena.


Ella le sacó la camisa de los vaqueros.


—¿Quieres comprobarlo?


—Por supuesto.


Paula le acarició el torso desnudo.


Pedro, quiero que traigas a tu madre para hacer la prueba.


—No sabes lo que estás diciendo. Sería un desastre —se estremeció mientras ella le besaba las tetillas—. Hazlo otra vez —murmuró.


—No sería un desastre —le acarició cada tetilla con la lengua.


Él se quedó sin aliento. Le gustaba aquella caricia. Y mucho. Tenían tanto que aprender el uno del otro que les llevaría toda una vida.


—Sería un desastre —dijo él.


Paula lo agarró de las manos y comenzó a caminar hacia su habitación.


—Ven a mi dormitorio y seguiremos hablando del tema.


Él la miró y se fijó en sus labios hinchados por los besos y en los mechones de pelo que se habían soltado del recogido. Imaginó soltarle el resto de la melena y enterrar su rostro en ella. 


Sólo para empezar.


—Señorita, estoy dispuesto a discutir la posibilidad de traer a Godzilla de visita si somos capaces de hablarlo en tu dormitorio.



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