sábado, 20 de octubre de 2018

CAPITULO 3 (PRIMERA HISTORIA)



Pedro quería trasladarse desde el sofá, donde Charlotte yacía medio desnuda, hasta el dormitorio, donde podrían tumbarse en la cama. 


Además, tenía un par de preservativos en el cajón de su mesilla de noche. Siempre había pensado que aquél era el lugar adecuado para guardarlos, y no se le había ocurrido que Charlotte lo seduciría en el salón.


Sin embargo, parecía que ella estaba demasiado concentrada en lo que estaban haciendo como para cambiar de lugar.


—Charlotte, necesito... —dijo él, separándose de ella.


—¡Me necesitas a mí, cariño! —lo agarró del cinturón y tiró de él.


—Sí, pero primero tengo que ir a por...


—Desnúdate —le desabrochó el cinturón en tiempo récord.


—Preservativos —dijo él mientras ella lo besaba. No pudo evitar que le bajara la cremallera del pantalón.


—De eso ya me he ocupado yo —metió la mano en sus pantalones—. No te preocupes por nada.


Él cerró los ojos y trató de convencerse de que podía fiarse de ella. Pero no lo consiguió, así que se retiró.


—Voy por los preservativos.


—¡No tengo ninguna enfermedad contagiosa! —lo agarró del brazo para que no se marchara.


—Puede que yo sí —dijo él.


—¡Ja...! —trató de detenerlo tirando de él—. Has vivido como un monje desde que Bárbara se marchó.


—¿Y eso quién lo dice? —se soltó.


—Todo el mundo de Fremont County —lo miró jadeando—. Vamos. Será estupendo hacerlo sin uno de esos chubasqueros.


Desde luego. Estaba seguro de ello, pero no podía dejarse convencer.


—No me gusta correr riesgos —dijo él.


Y nunca los había corrido. Al menos, no en ese campo. Había arriesgado su vida cientos de veces, pero cuando se trataba de concebir un bebé, era lo bastante anticuado como para creer que el padre de la criatura debía casarse con la madre. Y mejor si además estaban enamorados.
Charlotte lo miró a los ojos.


—Entonces, será mejor que te des prisa, cariño. Mi motor está en funcionamiento —miró su miembro erecto—. Y estoy segura de que el cambio de marchas funciona.


Él no pudo evitar sonreír. Después de todo, aquello podía ser divertido aunque no fuera su estilo ir tan deprisa.


—Supongo que sí —se subió la cremallera para que no se le cayeran los pantalones al ponerse en pie y se dirigió a la habitación—. Enseguida...


Sonó el timbre.


Él se volvió. No podía creer que fuera cierto.


En aquella época del año estaba solo en el rancho. Nadie pasaba sin avisar un viernes a las nueve y media de la noche, a no ser que sucediera algo.


Inmediatamente, pensó en su vecina Paula. ¡Oh, cielos!. ¿Y si había sucedido algo en Leaning L? Paula también vivía sola, y eso lo preocupaba a menudo. Pero no podía decírselo a ella, la mujer más independiente que había conocido nunca.


Se volvió hacia Charlotte y se encogió de hombros a modo de disculpa.


—Escucha, ¿podrías meterte en el dormitorio mientras voy a ver quién es? Puede que sea una emergencia.


—Más vale que sea una emergencia —murmuró Charlotte mientras se recolocaba la ropa y bajaba del sofá—. Está bien, iré a ponerme cómoda en tu cama.


Pedro se abrochó los botones de la camisa, se la metió por dentro de los vaqueros y se abrochó el cinturón. Esperaba que no fuera Paula la que había llamado al timbre, y menos mientras Charlotte lo esperaba desnuda en su cama. Si Paula se enteraba, probablemente no le importaría, pero se reiría de él. Tras comprobar que Charlotte estaba dentro del dormitorio, se acercó a la puerta. Había cerrado las cortinas de las ventanas que daban al porche para no perder el calor de la casa en aquella fría noche de marzo.


Cuando abrió la puerta, una luz brillante cegó sus ojos y trató de cubrírselos con el brazo.


—¿Quién está ahí? —preguntó al ver un coche desconocido.


El conductor apretó el claxon.


—¡Eh! —salió al porche—. ¿Quién demonios eres?


Al oír un llanto se detuvo de golpe. Era el llanto de un bebé.


Y estaba a sus pies.


Al bajar la vista vio una sillita de coche con un bebé dentro.


Permaneció allí de pie, sin reaccionar. El coche comenzó a dar la vuelta.


Pedro bajó corriendo por los escalones.


—¡Espera! ¡No puedes dejar a un bebé como si fuera un perro abandonado! ¡Vuelve! ¡No huyas! ¿Cómo voy a saber lo que tengo que hacer con un bebé? —corrió detrás del coche durante un momento y memorizó el número de la matrícula. 


Después, regresó al porche, donde el bebé lo esperaba llorando.


Al menos sabía la matrícula del coche. Aunque nadie que hiciera una cosa así se merecería recuperar el bebé. Se encargaría de que lo detuvieran para que se enfrentara a la justicia. 


Pero entre tanto, lo mejor era que metiera a la criatura en la casa, donde hacía calor.


Al agacharse para agarrar la sillita se fijó en que había una nota junto a la manta del bebé.


—¿Pedro? —Charlotte se acercó a la puerta en albornoz—. ¿Es un bebé lo que estoy oyendo?


Pedro agarró la sillita y entró en la casa.


—Alguien lo ha abandonado —dijo con incredulidad—. Ha venido hasta aquí, ha dejado a la criatura y se ha marchado.


Charlotte dio un paso atrás y lo miró con preocupación.


—¿Por qué iban a hacer algo así?


—¿Cómo voy a saberlo? —cerró la puerta con el pie y encendió la luz—. Hay una nota.


—Odio a los bebés llorones —dijo Charlotte.


—Tú también llorarías si alguien te abandonara en un porche.


Pedro se agachó para leer la nota y se quedó sin respiración. La nota iba dirigida a él. Y estaba firmada por Jesica. Hacía meses que no la veía, desde el día del último cumpleaños de él. Once meses atrás. Sintió que se le aceleraba el corazón y se estremeció. Miró el rostro del bebé, pero no consiguió hacerse una idea de cuánto tiempo tendría.


—¿Qué pone en la nota? —preguntó Charlotte.


Pedro tenía miedo de leerla. Aquella noche había bebido mucho. Todos habían bebido demasiado, Augusto, Bruno y él. Pero Jesica no. 


Ella los había llevado hasta el apartamento que habían alquilado en la estación de esquí, les había dado vitaminas para prevenir la resaca y los había acompañado a la cama. Todos habían coqueteado con ella de manera descarada. Él recordaba haber tirado de ella para que le diera un beso mientras lo acostaba...


Pedro, ¡me estás volviendo loca! ¿Qué pone en esa maldita nota?


El bebé seguía llorando y él hizo un esfuerzo para leer en voz alta:

Querido Pedro:

Espero que seas un buen padrino para mi pequeña Olivia hasta que yo pueda regresar a buscarla. Tu generosidad y cariño es exactamente lo que ella necesita en estos momentos. Créeme, querido amigo, no haría esto si no estuviera en una situación desesperada. Por favor, no te pongas en contacto con la policía. Es mejor que nadie sepa dónde se encuentra Olivia.
Te lo agradezco enormemente:
Jesica.


Un padrino. No ponía que fuera el padre, sólo que esperaba que fuera un buen padrino para su pequeña. Quizá la niña fuera mayor de lo que aparentaba. Pero el hecho era que Jesica estaba metida en un lío y que había dejado a su hija en la puerta de su casa.



—¿Y? —preguntó Charlotte con impaciencia.


Él la miró.


—¿Sabes algo de bebés?


—Nada, cariño, excepto cómo se hacen —dijo ella, y dio un paso atrás—. ¿Es tuyo?


—No lo sé. No me acuerdo.


—Ya, claro, eso es lo que decís todos. Es curioso cómo os entra amnesia en un momento así.


Estaba claro. No le gustaba Charlotte.


—Bueno, sea o no sea su padre, tengo que conseguir que la pequeña se calle.


Llevó la sillita hasta el sofá.


—¿La pequeña?


—Se llama Olivia —le soltó las correas y se detuvo de golpe. No sabía qué debía hacer. Probablemente tendría que tomarla en brazos, pero tenía miedo de hacerlo. Era muy pequeña y tenía el rostro colorado—. No llores, Olivia, cariño. No llores.


Olivia no parecía comprenderlo y lloró con más fuerza.


—Me vestiré y me iré de ésta casa —dijo Charlotte mientras se dirigía hacia el baño—. No lo soporto.


—¡Espera! —exclamó Pedro—. ¡No puedes dejarme solo con ella!


Charlotte se volvió hacia él.


—Mira, no se me dan bien los bebés. Nunca quise tener uno y nunca aprendí qué hacer con ellos. Te sugiero que llames a alguien con experiencia. O que la lleves a que la vea el doctor Harrison en Huérfano.


—No puedo... —comenzó a decirle que no podía contarle a nadie lo del bebé hasta que no descubriera si él era el padre. Pero era ridículo. Tenía que encontrar a alguien que lo ayudara a cuidar de ella, y rápido—. Tú eres mujer. Seguro que sabes más que yo. Al menos, muéstrame cómo se toman en brazos. Nunca he sostenido a uno tan pequeño.


—Ya somos dos, amigo. Será mejor que llames a alguien. Yo voy a vestirme —se metió en la habitación.


Pedro sólo tenía claro que se alegraba de no haber hecho el amor con aquella mujer. Por lo demás, nunca había estado tan confuso en su vida.


Trató de calmar a la criatura dándole palmaditas con la mano, pero no consiguió nada. La niña tenía el rostro colorado, los ojos cerrados con fuerza y agitaba las manos en el aire.


Charlotte apareció con el abrigo puesto, miró a Pedro, negó con la cabeza y se metió en la cocina. Al momento, salió con el teléfono en la mano.


—Toma. Llama a alguien —dijo antes de agarrar el bolso y salir por la puerta.


Pedro miró el teléfono inalámbrico durante un instante y finalmente, marcó el número que se sabía de memoria.




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