miércoles, 5 de diciembre de 2018

CAPITULO 14 (CUARTA HISTORIA)





Paula deseaba con todas sus fuerzas tomar un avión y llegar a Colorado antes del anochecer, pero para eso, tendría que usar su nombre verdadero en el mostrador de la compañía aérea y no podía correr aquel riesgo.


—Creo que tendrás que alquilar un coche —le dijo a Pedro mientras desayunaban—. Yo lo pagaré encantada...


—No se te ocurra empezar con eso —respondió él, lanzándole una mirada de dureza.


—¿Qué?


—No quiero que asumas toda la responsabilidad.


—Pero... yo soy la que debería haber sabido el efecto que tienen los antibióticos sobre la píldora anticonceptiva —protestó ella—. Si hubiera sido más lista, esto no habría ocurrido.


—Si hubieras sido más lista, no habrías comenzado a salir conmigo, para empezar —respondió él con amargura—. Yo debería haberme sentido orgulloso de decirle a todo el mundo que tú... que te interesaba. En vez de eso, mantuve lo nuestro en secreto.


—Tú no me obligaste a nada, Pedro. Yo estuve contigo porque quise.


Paula se había dado cuenta de que ninguno de los dos usaba la palabra amor para describir lo que sentían hacia el otro.


Por su parte, ella dudaba porque no quería que él se sintiera aún más culpable. Y seguramente, Pedro lo hacía para mantener la distancia, pese a que resultaba evidente que los dos se necesitaban, al menos sexualmente. Era posible que él pensara que si afirmaba que la quería, ella comenzara a dar por hechas ciertas cosas.


—Sin embargo —insistió Pedro—, si nuestra relación hubiera sido pública, tú habrías podido pedirle consejo a alguna amiga sobre esos antibióticos.


—Pero entonces Olivia no existiría.


—Exacto.


Pedro... tenemos que aclarar ciertas cosas. Yo no me arrepiento de un solo minuto de los que he pasado contigo. Fue un año fabuloso. Y sobre todo, no lamento haberme quedado embarazada. Aunque supongo que tú no estás muy contento con lo de la niña.


—Supones bien.


—Por esa razón, quiero asumir la responsabilidad en la medida de lo posible. No quiero que las necesidades de Olivia las cubra un hombre que reniega de su existencia.


—¡Maldita sea, yo no he dicho eso!


Ella se puso de pie y se apretó el cinturón del albornoz.


—Sí, lo has dicho. ¿Quieres ducharte primero o me ducho yo? Tenemos que ponernos en camino.


—No hasta que hayamos resuelto esto —respondió Pedro. Apartó la bandeja del desayuno y se levantó de la silla—. Al decir que reniego de su existencia, parece que la odio, o que me resulta incómoda. Y eso no es cierto. Lo que más temo es haber traído al mundo a una niña por accidente, sin tener ninguna confianza en mis habilidades como padre.


Así que volvían a aquello... Sin embargo, las cosas habían cambiado desde la última vez que habían mantenido esa discusión.


—Si es así, ¿qué estabas haciendo en un país en guerra, cuidando huérfanos?


Él hizo un gesto de dolor y después elevó la voz.


—Quizá me estuviera poniendo a prueba. Puede que quisiera comprobar si sentía el impulso de usar la violencia contra esos niños.


Ella sabía que había muchas más cosas en su trabajo con los refugiados, pero no iba a discutir con él sobre aquello.


—¿Y te pusiste violento?


—No.


—Entonces has debido averiguar que lo harás bien.


—¡No, no lo sé! Habría que ser un monstruo para ponerles la mano encima a esos niños. 
Ellos han pasado por tantas cosas, que tener paciencia al tratarlos resulta fácil. Algunos, sobre todo los chicos, intentan ser duros, pero uno se da cuenta de que por dentro están aterrorizados.


«Como tú lo estabas de pequeño». Al observar su expresión de ansiedad, Paula se imaginó al niño asustado que debía haber sido Pedro. Quiso abrazarlo y decirle que nunca tendría motivo para estar tan asustado, pero no se atrevió a traspasar el campo minado que él había establecido a su alrededor.


—Debió de ser terrible —murmuró.


—Sí —respondió él, y miró hacia la calle por el ventanal.


Paula pensó que Pedro había visto, con toda seguridad, su propia experiencia reflejada en los rostros de aquellos niños. Él había sido casi un huérfano, sin madre y totalmente a merced de un padre violento que no sabía querer. Vivir con un padre como Hernan Alfonso no debía de ser muy distinto de vivir en zona de guerra.


—No tendrás que preocuparte de ser violento con Olivia —le dijo, suavemente—. Yo estaré ahí.


—No sé cómo hacer esto, Pau. Con los niños del campo de refugiados era fácil. Sólo hay que conseguirles ropa, comida y una cama. Hay que gestionar las donaciones que llegan y conseguirles también algún juguete al que puedan aferrarse.


Al imaginárselo haciendo todo aquello, Paula se emocionó.


—¿Y los abrazabas cuando tenían miedo?


—Sí, bueno, claro, pero...


—Y cuando estaban tristes, ¿les contabas chistes para hacerles reír?


—Cuando aprendí su idioma sí, pero...


—Y si hacían algo maravilloso, si eran buenos, valientes y generosos, ¿no les decías que eran estupendos?


—Pues claro.


Pedro, eso es lo que hay que hacer, tanto con un niño refugiado de guerra como con Olivia. Eso es todo lo que tienes que hacer.


—¡Sabes que eso no es cierto! ¿Y si cometen alguna estupidez? ¿Cómo se consigue que no hagan tonterías?


Pedro, yo creo, que dentro de lo razonable, hay que permitir que hagan tonterías y dejar que cometan sus propios errores.


Él soltó una carcajada seca.


—Sí, para que se maten, o quizá maten a alguien con esos errores.


Dijo aquellas palabras automáticamente, como si fuera una lección que había aprendido de memoria.


—¿Era esa la forma que tenía tu padre de justificar las palizas que te daba? ¿Que estaba impidiendo que te mataras?


—Algunas veces —respondió él—. Otras veces, creo que sólo lo hacía por divertirse.


«Un verdadero monstruo», pensó Paula.


—Tú tienes que saber que no eres como él.


Pedro no respondió.


—¡Pedro, tú no eres como él! Estoy segura.


—Será mejor que vayas a ducharte.


En aquel momento, Paula se dio cuenta de que él había levantado su acostumbrado muro defensivo. Y sabía, que una vez que aquello sucedía, no tenía ni la más mínima oportunidad de llegar a él. Pero al menos, Pedro no había visto aún a Olivia. Paula se aferró a la esperanza de que la niña, su hija, sería la que derribara aquella barrera.


—Está bien —respondió—. Llamaré para alquilar un coche y no quiero oír nada de que vas a pagar tú.


Paula titubeó. El hecho de permitirle que pagara era casi como si le estuviera proporcionando una forma fácil de librarse de lo importante. Ella no quería su dinero. Quería que formara parte de la vida de Olivia, o no quería nada.


—Por favor, Pau —rogó Pedro. Sus defensas se resquebrajaron un poco—. Es lo que puedo hacer por el momento. Por favor, acéptalo.


Ella tomó aire y asintió.


—Está bien. Por el momento.


—Bien. Llamaré y alquilaré un coche.


Mientras él se dirigía hacia el teléfono, ella entró en el baño y abrió el grifo de la ducha.


Era muy probable que Pedro le rompiera el corazón de nuevo, pensó mientras se metía bajo el chorro de agua caliente. Ella quería creer, con todas sus fuerzas, que cuando él viera a Olivia y se enamorara del bebé, estaría dispuesto a reconsiderar lo que pensaba sobre el matrimonio y los hijos.


Pero era posible que eso no ocurriera. Él ya la había dejado una vez, y si el bebé lo asustaba, la dejaría de nuevo. Y teniendo en cuenta esa posibilidad, Paula pensó que no debía seguir acostándose con él. Si se acostumbraba de nuevo a sus caricias, todo sería peor al final. En caso de que él no pudiera adorar a Olivia como ella la adoraba, tendría que decirle adiós.


Pero sería mejor que le dijera que no harían más el amor. Tenía que decírselo antes de ponerse en camino hacia Colorado. Tenía que establecer una distancia entre ellos, y estaba segura de que Pedro entendería que ella sólo quería protegerlos a los dos de un posible sufrimiento.


Cerró el grifo, sacó la mano de la ducha y tomó la toalla que había en el toallero. Mientras se secaba entre el vapor, comenzó a oír el ruido de unas tijeras. Se envolvió en la toalla y salió de la ducha. Pedro estaba frente al espejo, vestido sólo con sus vaqueros. Había puesto la papelera sobre la encimera del lavabo y se estaba cortando la barba.


Parecía que ya había terminado con aquella tarea, porque dejó la papelera en el suelo y tomó la cuchilla de afeitar. El olor de la espuma hizo que Paula recordara otras muchas veces en las que ella había observado cómo realizaba aquella tarea. A menudo, él terminaba la sesión de afeitado haciendo el amor con ella y frotándole la barbilla suave por todo el cuerpo.


Sin embargo, Paula ya echaba de menos la barba. Entonces recordó el voto de abstinencia que acababa de hacer. Que tuviera o no tuviera barba no debía significar nada para ella.


—Ya veo que te estás afeitando.


—Sí. Quiero salir de aquí con un aspecto distinto al que tenía cuando entré, por si acaso tu amigo nos ha visto juntos.


—Buena idea —dijo ella, y siguió observándolo.


Él hizo una pausa y clavó la mirada en el reflejo del rostro de Paula, con los ojos más azules que nunca.


—Si sigues ahí con esa cara, no vas a tener la toalla encima durante mucho más tiempo.


Ella notó una sensación familiar de deseo. 


Respetar el voto de castidad no iba a ser nada fácil.


—Tenemos que hablar de eso.


Él siguió mirándola en el espejo mientras se afeitaba.


—No estaba pensando en mantener una conversación.


—Teniendo en cuenta nuestra situación, quizá sería mejor que no volviéramos a hacer el amor.


Él se detuvo y entrecerró los ojos.


—¿Nunca?


—Bueno, por lo menos, hasta que... hasta que sepamos cómo es nuestra relación, y tu relación con la niña, y todo eso.


—Mmm —él continuó pasándose la cuchilla por la mandíbula, pero su pulso ya no era tan firme como antes—. ¿Estás intentando chantajearme?


—No, en absoluto.


—Es posible que funcionara —dijo él—. Te deseo con todas mis fuerzas.


—Ése no es mi estilo. Lo único que quiero es protegernos a los dos.


—Pues quizá hubiera sido mejor que no me lo hubieras contado envuelta en una toalla. Es gracioso pensar que cuando alguien te dice que no puedes tener una cosa, quieras esa cosa por encima de todo.


Ella también lo deseaba. En aquel mismo instante.


—Creo que es lo mejor, ¿no te parece?


—Pau, a los hombres nunca les parece que pasarse sin sexo es lo mejor. Pero si es así como quieres que sean las cosas, así serán.


Ella paseó la mirada por la parte trasera de sus vaqueros. Se le había olvidado lo maravilloso que era el trasero de Pedro. Se humedeció los labios.


—Sí, eso es lo que quiero —dijo.


—Pues entonces, deja de mirarme —ordenó él en voz baja—, y ve a vestirte.


—Muy bien —dijo Paula.


Y, con el corazón acelerado, salió del baño.



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