sábado, 3 de noviembre de 2018

CAPITULO 12 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula se dio cuenta de que era la primera vez que Pedro la miraba de verdad aquella tarde. 


Debería haberse quedado con la ropa de andar por casa, con la que le transmitiría que no estaba interesada en él. Sin embargo, tras mirarse en un espejo, decidió cambiarse. Y de paso, maquillarse un poco y cepillarse el cabello.


—Me apetece un café —dijo ella, y salió de la habitación.


—Sí, a mí también —dijo él.


Mientras bajaba por la escalera, Paula oyó que Pedro cerraba la puerta de la habitación de Olivia.


—¿Cuál es la mía? —preguntó él—. Dejaré la bolsa allí.


—La de al lado de Olivia —dijo ella.


—¿Y la tuya?


Ella se detuvo, pero no se volvió.


—¿Por qué lo preguntas?


—Por curiosidad.


Paula sabía que no era cierto. Pero era culpa suya por haberse cambiado de ropa. Se volvió para mirarlo, confiando en que la expresión de su rostro no la delatara. Tenía que recuperar el control de la situación.


—Mi dormitorio está en el piso de abajo. Así cuando tengo huéspedes sigo teniendo un poco de intimidad.


—Buena idea.


—Iré a preparar el café —bajó el resto de la escalera y se dirigió a la cocina.


A los pocos minutos, apareció Pedro.


—Aquí huele de maravilla, entre los pasteles de canela y el café.


—Gracias —dijo ella, y sacó las tazas del armario—. Puedo servírtelo en la biblioteca, si quieres.


—No tienes que servirme nada —se acercó a la encimera donde estaban los pasteles—. Puedo comerme uno, ¿verdad?


—Todos los que quieras.


—Bien —agarró uno y se lo llevó a la boca—. Por ti —dijo antes de probarlo, cerró los ojos y gimió de satisfacción.


El deseo se apoderó de ella y empezaron a temblarle las manos.


Pedro abrió los ojos y la miró.


—Está tan bueno que seguro que es ilegal —dijo antes de dar otro mordisco.


—A la gente les suele gustar —dijo con nerviosismo. Y sonrojada. Dejó las tazas sobre la mesa para evitar que se le cayeran. Se acercó a la cafetera—. ¿Cómo te gusta el café?


—Con crema, sí tienes. Maldita sea, estos pasteles están buenísimos —se chupó los dedos.


Al ver cómo lamía sus dedos, Paula sintió un fuerte calor en la entrepierna.


—Sí tengo crema —se volvió hacia la nevera y abrió la puerta. El aire frío era algo maravilloso contra su piel. Si permanecía allí un instante, quizá pudiera recuperar la compostura.


—Si no tienes, no pasa nada.


—¿Qué? —se había olvidado de para qué había abierto la nevera.


—Crema.


—Aquí está. De paso estaba haciendo un repaso de la comida que tengo —sacó el cartón de crema y cerró la nevera.


—Paula, ¿estás bien?


Ella se volvió con una sonrisa.


—Estoy bien.


—Lo preguntaba porque acabas de meter el café en la nevera.


—Ay, cielos —dijo avergonzada. Dejó la crema sobre la encimera y abrió la nevera otra vez.


—El café helado también está bueno —dijo él, demasiado cerca de su oreja.


—Yo lo quiero caliente —agarró la cafetera y se percató de lo que acababa de decir—. El café —añadió—. Aquí tengo café caliente.


—Vas a tirármelo por encima —le retiró el cabello y le mordisqueó el lóbulo.


Ella tomó aire para no volverse loca.


Pedro, esto no es lo que habíamos...


—Te has arreglado para mí —murmuró él mientras le acariciaba la nuca—. No me digas que no es esto lo que quieres. Ambos lo sabemos.


—¡No sé en qué estaría pensando! —exclamó ella, y notó cómo le flaqueaban las piernas mientras él le besaba la oreja.


—Entonces, deja que sea yo quien te lo diga —la agarró por la cintura y la echó hacia atrás para que notara su miembro erecto—. Sabías que no tendríamos que cuidar de Oli en todo momento —le acarició un pecho—. Pensabas que a lo mejor necesitábamos una manera agradable de pasar el rato —parecía que tuviera todo bajo control, de no ser porque le temblaba ligeramente la voz.


Ella cerró los ojos. Pedro estaba tan excitado como ella, sin embargo, la acariciaba con mucha delicadeza. Debía saber que, cuando una mujer estaba completamente excitada, una caricia suave tenía más efecto que una más fuerte. 


Sabía que poco a poco conseguiría robarle la capacidad de resistencia. Claro que lo sabía. 


Era un experto en ese tipo de cosas.


—Se me va a caer la cafetera —susurró ella al sentir que no podía controlar su cuerpo.


—No —dijo él, y se la quitó de la mano para dejarla sobre la mesa.


Pedro...


—Vas a permitir que te haga el amor —le desabrochó un botón de la blusa.


—No —dijo ella, consciente de que su negativa no serviría de nada.


Pedro estaba al mando de la situación.


—Sí —murmuró él.


Paula notó que su corazón latía cada vez con más fuerza. La casa estaba en silencio y sólo se oían sus respiraciones agitadas. Pedro le besó los hombros y continuó desabrochándole la blusa. Tenía los pezones erectos y deseaba que se los acariciara.


Pero la tos del bebé rompió el silencio.


Pedro se detuvo de golpe.


Olivia tosió de nuevo y comenzó a llorar.


Pedro besó a Paula en el cuello y la soltó. Sin decir palabra, salió de la cocina y se dirigió al piso de arriba.


Paula empezó a abrocharse la blusa y lo siguió. La pequeña tosía cada vez más y lloraba sin parar. Al instante, se encontró con Pedro llevando en brazos a Olivia.


—¿Qué podemos hacer? —preguntó él.


—Intentaremos limpiarle la nariz y darle un poco de zumo.


—Está caliente.


—Le tomaremos la temperatura. Tengo un termómetro en el baño. Llévala allí.


La habitación de Paula estaba en lo que antiguamente eran las habitaciones de servicio. 


Había un salón, un baño y un dormitorio.


—Intenta calmarla en la mecedora mientras voy por el termómetro.


Se metió en el baño y lo sacó del armario. Era uno moderno, de los que toman la temperatura al introducirlo en el oído del paciente. Era otra de las cosas que había comprado pensando en los hijos de los huéspedes, pero empezaba a darse cuenta de que, igual que los cuentos y los muñecos, lo había comprado confiando en que algún día tendría su propia familia. Si iniciaba una aventura amorosa con un soltero declarado como Pedro, corría el peligro de estar liada con él cuando apareciera el hombre de su vida. Sin duda, debía mantenerse alejada de Pedro Alfonso.


Pero cuando entró en el salón y vio que Pedro mecía a la pequeña mientras le cantaba una canción, se le encogió el corazón.


—Canto muy mal —dijo él—, pero parece que a Oli no le importa. Normalmente la tranquiliza.


Paula tragó saliva. No era justo que un hombre que era tan bueno con las mujeres y los niños se negara a convertirse en marido.


—Estoy segura —se acercó a ellos y se agachó—. Veamos si tiene fiebre —susurrando a la pequeña, le introdujo en termómetro en el oído.


—El doctor Harrison tiene uno como ése.


Su voz hizo que el cuerpo de Paula reaccionara. 


Como probablemente sucedía con otras mujeres. Le habría gustado pensar que la química que había entre ambos era algo exclusivo, pero sabía que no era cierto.


Miró los números en el termómetro.


—Treinta y siete y medio. No está mal.


—¿Estás segura de que eso funciona?


—Sí.


—Pruébalo conmigo para asegurarnos. Puede que esté estropeado —tocó la mejilla de Olivia—. Me da la sensación de que está muy caliente.


—De acuerdo. Deja que lo esterilice primero —regresó al baño y trató de no pensar en lo cariñoso que había sido al tocar a Olivia. Las caricias de Pedro contra su piel desnuda serían maravillosas... y peligrosas, porque él nunca sería más que un amante temporal.


Después de esterilizar el termómetro, regresó al salón y se agachó junto a ellos.


—Quédate quieto. Puede que te haga cosquillas.


—No tengo cosquillas. Hazlo —dijo él, e inclinó la cabeza sin dejar de acariciar a la pequeña.


Paula introdujo el termómetro en su oído y se imaginó acariciándole la oreja con la lengua. No era lo más apropiado, teniendo en cuenta que tenía a un bebé enfermo en brazos, pero Pedro le provocaba pensamientos inapropiados.


—Mmm —Pedro cerró los ojos—. Es un poco sexy.


—Eso es porque crees que todo es sexy.


—Todo lo es si se hace bien.


Paula sintió que se le humedecía la entrepierna.


—Treinta y seis con seis —dijo ella, tratando de parecer calmada—. Funciona —se puso en pie y se separó de él.


—Ojalá pudiera hacer magia para que se curara —dijo él, mirando a la pequeña.


—A veces, el amor es la mejor medicina.


Pedro la miró.


—Entonces, se pondrá bien enseguida. Estoy loco por esta criatura.


Paula experimentó un poco de celos y se avergonzó de sí misma. También quería a la pequeña y a ella le encantaba que Pedro la adorara. Después de todo, Oli estaba en una situación difícil y necesitaba todo el amor que pudieran darle.


—¿Por qué no voy a por el aspirador y le limpiamos la nariz? Después le daremos un poco de zumo.


—¿Te parece bien si me quedo aquí? Está acostumbrada a la mecedora del rancho y creo que se siente como en casa.


—Claro. Enseguida vuelvo.


Paula salió de la habitación preguntándose si alguna vez encontraría a un hombre como Pedro, con la misma capacidad para amar, pero con el deseo de quedarse.


«Oli no es la única que se siente como en casa en esta habitación», pensó Pedro. Paula tenía un don para hacer que la gente se sintiera cómoda en su casa. Imaginó una cena compartida en la mesa del comedor o compartiendo unos besos en el sofá que había delante de la chimenea.


La decoración era un poco demasiado florida para su gusto, pero al fin y al cabo, las flores siempre le habían parecido un símbolo sexual.


Además, le gustaba la idea de hacer el amor a una mujer en su entorno. Era cómo si hubiera roto todas sus defensas y hubiera penetrado en el centro de su ser. Eso lo excitaba.


Él siempre había tenido cuidado para no permitir que nadie llegara al centro de su ser. Quizá no era justo, pero así tenían que ser las cosas. No podía permitirse enamorarse.


Y, desde esa perspectiva, Paula lo ponía nervioso. Por ella sentía algo diferente a lo que había sentido con otras mujeres. Al principio de una relación solía imaginar el final y se preparaba para lo inevitable. Pero el final de aquella relación no lo veía cercano.


Oli tosió en su regazo. Él la colocó sobre su hombro y le acarició la espalda. Paula regresó a la habitación con el aspirador de mucosas, una toalla y una palangana. Él no pudo evitar fijarse en sus senos y en la curva de sus caderas. Era toda una mujer y él apenas era capaz de resistirse.


Paula agarró una silla y se acercó a ellos.


—Me temo que esto no va a gustarle.


Pedro miró la perilla de goma.


—Entonces, no se lo hagas. ¿Y si le sacas algo importante?


Ella sonrió.


—No creo que eso sea posible. He leído las instrucciones y no se hace mucha succión. Además, si no se lo hacemos, le costará tomarse el biberón.


—Lo sé. Esta mañana intenté enseñarle a sonarse la nariz, pero no lo entendió. Puede estornudar, pero todavía no sabe sonarse. Se lo mostré unas veinte veces, pero me miraba sin más.


—Es demasiado pequeña para eso. Vamos a probar con esto. Incorpórala en tu regazo.


—De acuerdo —Pedro obedeció—. Vamos, Oli —la colocó de cara a Paula—. Recuerda, no voy a hacértelo yo. Es tu malvada tía Paula.


—Gracias —Paula agarró la perilla.


—La idea es horrorosa —dijo Pedro.


—No mires.


—No creo que lo haga —miró hacia la derecha y se fijó en el escote de Paula. Fue una estupenda distracción hasta que Oli empezó a gritar. Miró a la pequeña en el momento en que Paula se retiraba de ella—. ¡Le has hecho daño!


—Lo más probable es que no le haya gustado la sensación, pero ya tiene una fosa libre. Sujétala para que pueda hacérselo en la otra.


—¡Pero escúchala! Lo odia.


—Estará más contenta cuando pueda respirar de nuevo —Paula lo miró a los ojos—. No pasará por la vida sin sufrir, Pedro. A veces tendrá que sufrir un poco para progresar.


—¿Eso quién lo dice?


—Son cosas de la vida.


—No cuando yo esté cerca.


—Entonces, me alegro de que nunca vayas a ver dar a luz a una mujer. Probablemente, prohibirías los partos para siempre.


Pedro había pensado en lo que sufren las mujeres para traer hijos al mundo, en lo que habría sufrido Jesica cuando nació Oli. Sólo de pensarlo se le formaba un nudo en el estómago.


—Puede que tengas razón —dijo él, y miró a la pequeña—. Pero habría dado cualquier cosa por haberla visto nacer.




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