lunes, 22 de octubre de 2018
CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)
Paula se quedaría en su casa. Pedro respiró aliviado al ver que no tendría que enfrentarse solo al cuidado del bebé.
—Creo que Olivia está lista para que le pongamos el pañal —dijo él—. Dame uno.
Paula sacó un pañal de la bolsa y se lo dio.
—Adelante.
Pedro agarró el pañal y lo abrió sobre la mesa con una mano. Con la otra, sujetaba a la pequeña.
—Parece bastante fácil. Haremos lo mismo que antes pero al revés. Lo único que hay que hacer es...
Olivia comenzó a patalear.
—¡Eh! —el pañal cayó al suelo—. ¡No es el momento de aprender a hacer lanzamiento de botas, Olivia!
La niña lo miró y balbuceó. Después hizo un ruido que a Pedro le encantó.
Al parecer le gustaba la idea de que un vaquero cuidara de ella y eso hizo que Pedro se relajara un poco.
—Creo que te has hecho una amiga —dijo Paula.
Él se sentía avergonzado de lo mucho que le complacía la idea y trató de quitarle importancia.
—Sí, los amigos de Fleafarm son sus amigos.
Al oír su nombre, la perra se acercó a él con el pañal en la boca.
—Oh, cielos —dijo Paula—. Esto sí que es bueno.
Fleafarm movió el rabo y los miró expectante.
—¡Buena chica! —Paula la acarició detrás de las orejas—. Muchas gracias —agarró el pañal—. Ahora, túmbate. Eso es, buena chica.
—No vamos a utilizar un pañal lleno de baba de perro, ¿verdad?
—Finge que vas a utilizarlo —dijo Paula—. No es bueno herir sus sentimientos rechazando su ayuda.
Pedro suspiró y agarró el pañal.
—La vida es cada vez más complicada —dijo él—. ¡Mira, Olivia! Fleafarm ha recogido tu pañal. El pañal que vamos a utilizar para cubrir tu trasero. El mismo pañal —lo dejó en el centro de la mesa y agarró uno nuevo.
Olivia comenzó a patalear de nuevo.
—¡Maldita sea!, ¿cómo se supone que esto puede hacerlo una sola persona?
—Recuerdo que mi hermana tenía una cincha en su cambiador. Y un móvil colgado para distraer al bebé. A ver si yo puedo entretenerla —Paula se acercó al bebé y habló en voz baja—. Olivia, si te quedas muy quieta te contaré un secreto. Algo que no sabe mucha gente. Pero tienes que prometer que nunca se lo contarás a nadie. ¿Lo prometes?
Pedro nunca había oído a Paula emplear ese tono de voz. Era casi seductor, como el tono que una mujer emplearía mientras hace el amor. Se preguntaba si Paula hablaría así mientras...
—¿Pedro? —ella lo miró—. Intento hipnotizar a la niña, no a tí. Sigue cambiándola.
—Ah, sí. Ya voy.
—El secreto es sobre el dueño del rancho Rocking A —continuó Paula.
Pedro no sabía cómo se suponía que debía de concentrarse en cambiar el pañal del bebé mientras Paula hablaba sobre él en ese tono de voz, pero trató de hacerlo lo mejor posible.
—Parece que un caluroso día del verano pasado, el dueño del Rocking A fue a pescar truchas.
—Vaya secreto —dijo Pedro—. Pesco truchas cada verano.
—Desnudo como vino al mundo —Paula susurró al bebé.
—¡No puedes saber eso!
—Ah, pero lo sé —lo miró risueña.
—Augusto o Bruno me vieron y te lo han contado.
—No.
—¡Paula Chaves! ¿Me estuviste espiando?
Ella comenzó a reír y se dirigió al bebé.
—¿Sabes qué más, Olivia?
La pequeña gorjeó, como si comprendiera lo que pasaba.
Pedro miró el resultado de su trabajo y observó que el pañal había quedado pegado a su antebrazo.
—No creo que Olivia necesite oír más secretos.
—¿Has terminado ya?
—Casi —se despegó el adhesivo del antebrazo.
—Entonces, todavía tengo que entretenerla un rato más ¿no? —bajó de nuevo el tono de voz—. Olivia, a este ranchero le gusta darles una serenata a los peces. Dice que eso los atrae. Así que allí estaba, desnudo en el río cantando Ghost Riders in the Sky cuando la trucha más grande que has visto en tu vida saltó entre sus piernas. Mi teoría es que se sintió atraída por el balanceo de...
—¡No puedo creer que te escondieras entre los árboles como una mirona y vieras todo eso! —dijo sonrojado—. ¿Y a cuántas personas has entretenido con esta historia?
—Sólo a una. Y estarás a salvo hasta que aprenda a hablar.
—¿Y qué hacías tú escondida entre los árboles mientras un hombre trataba de disfrutar de la pesca en privado?
—¿Quién iba a saber que era tan en privado? Sólo estaba dándome un paseo.
—¿Un paseo? Me extraña. Los vaqueros no pasean. Montan a caballo.
—Yo no soy un vaquero.
—Sabes a qué me refiero.
Ella suspiró decepcionada.
—Por desgracia, lo sé.
—¿Qué significa eso?
—Nada. Que sé a que te refieres, eso es todo.
Él la miró.
—Eres muy buena, Paula. Sabes montar tan bien como cualquier hombre de los que conozco, y lanzas el lazo mejor que muchos. No hay demasiadas mujeres que puedan decir eso.
Ella lo miró a los ojos.
—Cierto. Estoy segura de que Charlotte Crabtree no puede decir tal cosa.
—¿Bromeas? Charlotte tendría suerte si pudiera montar un poni. Charlotte no es lo que yo llamaría una chica de campo.
—Entonces, ¿por qué la invitaste a cenar?
—Para... hum... para...
—No importa. Ya sé por qué. Y no es asunto mío. Por favor, olvida que te lo he preguntado.
Él no podía aceptar la sensación de que Paula lo viera con peores ojos porque hubiera invitado a Charlotte a cenar.
—¡No fue por eso!
—Seguro que sí. No pasa nada, Pedro. Eres un hombre adulto. Tienes derecho a tener relaciones sexuales.
«Y tú eres una mujer adulta», pensó él.
¿También tenía derecho a tener relaciones sexuales? Él nunca había pensado en ello.
Nunca se había planteado que pudiera sentirse sola o sexualmente insatisfecha. Quizá había asumido que la aventura entre Benjamin y Bárbara había surgido a causa de que Paula no era una mujer muy apasionada.
Pero eso no era justo. Benjamin podía haber sido una de esas personas que necesitan tener relaciones sexuales con más de una persona. Al parecer, Bárbara era así. De hecho, le había dicho que no tenía intención de volver a casarse porque no quería estar casada con un solo hombre. La monogamia no funcionaba para todo el mundo.
Paula sintió que se le sonrojaban las mejillas y miró a otro lado.
—No sé cómo hemos llegado a éste tema —miró a Olivia—. Parece que ya le has puesto el pañal más o menos.
—Supongo que sí —contestó él, observando que no había quedado del todo mal.
—¿Por qué no le pones el pijama otra vez? —sugirió Paula.
—De acuerdo —Pedro metió una pierna de la pequeña en el pijama y después la otra. Desde luego, se sentía mucho más cómodo manejándola que minutos antes.
—Tenemos que encontrar un sitio para que pueda dormir hasta que le compremos la cuna —dijo Paula.
—¿Una cuna? —eso sonaba como algo permanente—. No puedo creer que tengamos que comprarle una cuna.
Paula lo miró.
—Me parece que todavía no te has dado cuenta de lo que pasa. Han dejado a Olivia con unas instrucciones detalladas y un montón de cosas. Su madre se tomó la molestia de ver que estaba todo lo que necesitaba. No creo que haya hecho todo ese trabajo para dejártela sólo un par de días.
—Bueno, quizá una semana —terminó de abrocharle el pijama—. No tiene sentido que compremos montones de cosas para bebé si sólo va a estar aquí una semana.
—Pero no estás seguro de cuánto tiempo va a quedarse. También sugiero que compremos un cambiador. Supondrá una gran diferencia a la hora de cambiarla. Y en cuanto a la cuna, puedes utilizar un cajón o una cesta para la colada, pero yo me preocuparía de que se clavara una astilla o de que se cayera. Me quedaría más tranquila si le compraras una cuna.
—Sigo diciendo que no tiene sentido hasta que no esté seguro de que Olivia es hija mía.
—Yo digo que sí tiene sentido. Y soy la que te está ayudando, así que también cuenta mi opinión. Aunque no sea tuya, siempre puedes guardar los muebles para cuando tengas hijos.
—Puede que eso no suceda nunca —la idea lo entristecía, pero tenía que enfrentarse a la realidad.
—Sería una lástima. Sé que siempre has querido tener hijos y que serías un padre estupendo.
Pedro acarició el vientre de la pequeña quien parecía que estaba quedándose dormida.
—Sí, bueno, tengo casi treinta y cinco años y no tengo novia, ni esposa. Quizá no esté hecho para tener familia.
—Pedro, ¿sientes lástima por ti mismo? —preguntó ella con impaciencia.
—No —mintió.
Diez años antes había creído que tenía la vida organizada. Bárbara y él criarían a sus hijos en el rancho y envejecerían juntos. Uno de los niños se ocuparía del rancho cuando él ya no pudiera hacerlo. Pero descubrió que Bárbara no quería tener hijos y que tampoco quería mantener un rancho porque llevaba mucho trabajo.
—Sientes lástima por ti mismo —dijo Paula—. Y sin motivo. Las mujeres de por aquí hacen todo lo posible para que te fijes en ellas.
—No es cierto.
—Sí lo es. Por desgracia para ellas, eres el hombre más indiferente que conozco en lo que a ese tema se refiere. Tarde o temprano, una de esa mujeres te camelará y estarás en el altar de la iglesia de Huérfano. Es cuestión de tiempo. Probablemente seas el único de éste valle que cree que vas a envejecer en soledad.
—Gracias por tranquilizarme —no se le ocurría con qué mujer del valle podría casarse, pero quizá Paula tenía razón y era que no había buscado lo suficiente.
No pudo evitar preguntarse qué tipo de vejez esperaba para ella.
—¿Has tenido alguna cita? Me refiero desde que murió Benjamin.
—Una —comenzó a rebuscar en la caja de cosas de bebé—. Tómala en brazos.
—No sé cómo hacerlo.
—Es el momento de aprender. Está casi dormida, así te resultará más fácil de manejar.
—Quizá la despierte y empiece a gritar otra vez.
—Lo dudo. Ha comido, le hemos cambiado el pañal y la has acariciado con tanta suavidad, que estoy segura de que está relajada y contenta.
Pedro miró dubitativo a la criatura que estaba sobre la mesa.
—Coloca una mano bajo su trasero y otra bajo su cabeza —dijo Paula—. Recuerdo que mi hermana decía que los bebés tan pequeños no pueden sujetar la cabeza por sí solos, y menos cuando están tan relajados.
—Hazlo tú.
—No —Paula puso las manos en las caderas—. Es tu turno.
Pedro contuvo una sonrisa. Había visto a Paula haciendo ese gesto cientos de veces. A menudo cuando se enfrentaba a Benjamin. La mayoría de las veces Pedro estaba de acuerdo con ella, pero para no poner en juego la amistad que mantenía con ambos, permanecía al margen de las discusiones de la pareja. Por primera vez pensó que quizá Paula no había sido feliz en su matrimonio, a pesar de que siempre había puesto buena cara.
—Vamos —dijo Paula refiriéndose a Olivia—, no podemos dejar que duerma en la mesa.
Pedro notó que una gota de sudor recorría su espalda. No quería hacerlo. Una cosa era cambiarle el pañal y otra tomarla en brazos.
Tenía miedo de que se le cayera, o de que le pasara algo.
Pero Paula tenía derecho a pedirle que lo hiciera. Y él era un hombre justo. Respiró hondo y colocó una mano bajo el trasero de Olivia. La niña movió los labios pero no abrió los ojos.
—Eso es —dijo Paula—. Ahora, con la otra mano, sujétale la cabeza y los hombros.
«Esta es la parte complicada», pensó él. Colocó la mano bajo la cabeza del bebé y, al ver que abría los ojos, susurró:
—Duérmete.
La niña pestañeó y cerró los ojos otra vez.
Paula se rió.
—No creas que va a ser siempre tan obediente. Está agotada.
—Y yo. Además estoy nervioso —añadió.
—Pobre Pedro.
—No vas a permitir que no lo haga, ¿verdad?
—No.
Resignado, tomó al bebé en brazos.
La pequeña no se despertó.
—Ya la tengo. ¿Dónde quieres que la lleve?
—A tu habitación.
—De acuerdo —se movió con rigidez.
Paula se rió.
—¡Shh!
—Lo siento, pero pareces un mayordomo sirviendo aperitivos. Acércala a tu cuerpo.
—¿Cómo?
—Así —Paula le agarró el brazo derecho—. Tienes toda la musculatura tensa.
—Eso es porque estoy muy tenso.
—Bueno, relaja el brazo y apoya su cabeza en el hueco del codo —lo ayudó a encontrar la postura.
Pedro inhaló el aroma a flores que desprendía su cuerpo y sintió cierta tensión en su miembro viril. No estaba completamente excitado, pero sólo con besarla se excitaría del todo.
Por supuesto no lo haría. Se trataba de Paula y además, tenía a Olivia en brazos.
—Así —Paula dio un paso atrás y lo miró—. Mejor.
Pedro miró a la niña dormida que abrazaba junto a su pecho. Olivia descansaba tranquila, como si supiera que él la mantendría a salvo. Él sintió un nudo en la garganta. No sabía cómo se había ganado su confianza, pero prometió que nunca la traicionaría.
Paula sintió que se le humedecían los ojos al ver cómo Pedro sujetaba al bebé. Mientras lo ayudaba a encontrar la postura para sostenerla en brazos, había tenido que esforzarse para no abrazar a ambos. Deseaba apoyar la cabeza sobre el hombro de Pedro y crear, durante un instante, la familia con la que siempre había soñado.
Había imaginado aquella escena cientos de veces, excepto que en sus fantasías el bebé era de ambos. Él miraba al bebé del mismo modo y cuando levantó la vista, la mirada de sus ojos grises estaba llena de amor.
—Llévala al dormitorio —dijo ella—. Vaciaré uno de tus cajones para que podamos poner una manta.
—Usa el de abajo —dijo él—. Sólo tiene jerséis viejos y es el más profundo.
—De acuerdo —entró en la habitación y se fijó en que la cama estaba deshecha. Estaba segura de que Pedro había hecho la cama antes de recibir a su invitada, lo que significaba que la habían deshecho después. Los celos hicieron que se le formara un nudo en el estómago.
Pedro entró en la habitación y al ver la cara de Paula dijo:
—No ha pasado nada.
—No es asunto mío si ha pasado algo o no —se dirigió a la cómoda.
—Charlotte entró aquí cuando llamaron al timbre —dijo él en tono defensivo—. Supongo que se metió en la cama.
—Me pregunto por qué haría una cosa así...
Paula se agachó y abrió el último cajón de la cómoda.
—No hace falta que te pongas sarcástica.
—Tienes razón. Lo siento —comenzó a sacar los jerséis del cajón.
—Charlotte no ha sido una buena elección —dijo él—. No debería haberla invitado. Pero suponía que debía empezar por algún sitio.
Paula se sentía desesperada. Él nunca había pensado en la posibilidad de invitarla a ella.
Había tratado de convencerse de que él todavía no estaba preparado y que por eso nunca le había propuesto nada. Pero sí estaba preparado. Sacó el último jersey del cajón y descubrió que debajo había una caja de preservativos.
—Uy, me había olvidado de que los había guardado ahí —dijo él.
Ella colocó la caja sobre los jerséis y se puso en pie.
—Ya te he dicho que eres un hombre adulto. ¿Dónde quieres que ponga todo esto?
Pedro parecía incómodo.
—En la silla que está junto a la ventana.
—De acuerdo —se volvió.
—Escucha, Paula, sé lo que esto parece. Tengo un bebé en brazos que podría ser mío, y acabas de ver lo que podía haber pasado esta noche entre Charlotte y yo, pero te estás llevando una imagen equivocada. No...
—¿No estás interesado en el sexo? —dejó la ropa y la caja se cayó al suelo. Ella la recogió y la dejó de nuevo sobre los jerséis.
—Por supuesto que el sexo me interesa.
«Pero no conmigo», pensó ella sin mirarlo.
—Lo cierto es que no he mantenido relaciones sexuales desde que Bárbara se marchó, con la posible excepción de aquella noche en Aspen que ni siquiera recuerdo. Así que, en cierto modo, ni siquiera cuenta.
—No tienes que darme explicaciones, Pedro —se acercó de nuevo a la cómoda. Si seguía moviéndose, quizá conseguiría ocultarle que ella sí estaba interesada en mantener relaciones sexuales con él. Agarró el cajón y trató de sacarlo del mueble.
—¿Necesitas ayuda?
—No —tiró de nuevo, pero el mueble era viejo y el cajón estaba atascado.
—Toma al bebé y deja que lo haga yo.
—No importa. Ya lo tengo —no quería rozarlo mientras se intercambiaban al bebé. Tiró con fuerza y tras sacar el cajón, aterrizó con el trasero en el suelo.
—¿Lo ves? Seguro que te has hecho daño, e incluso quizá te hayas roto algo.
—Estoy bien —se puso en pie—. ¿Sigues teniendo las mantas en el armario del pasillo?
—Así es —la siguió fuera de la habitación—. Paula, eres la mujer más testaruda e independiente que he conocido nunca.
—Lo dudo.
—Eres muy cabezota. Prefieres ponerte en peligro que pedir ayuda, ¿a que sí?
Ella se volvió del armario sujetando una manta contra su pecho y lo miró.
Tenía razón. No le gustaba pedir ayuda. En esos momentos comprendió por qué nunca había querido tener sexo con ella. No le gustaba porque era demasiado autosuficiente. Y Paula creía que no podría cambiar ese aspecto de su personalidad por nadie, ni siquiera por Pedro.
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Ya me atrapó esta historia.
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