domingo, 16 de diciembre de 2018
CAPITULO 52 (CUARTA HISTORIA)
Pedro estaba lavando el mono en el fregadero que Sebastian había instalado en el establo.
Aunque estaba consiguiendo quitarle algo de suciedad, también se estaba destiñendo un poco. Maria debería estar haciendo aquel trabajo. Seguro que ella sabía hacerlo bien, y él sólo estaba empeorando las cosas, como de costumbre.
En aquella ocasión lo había estropeado todo. Al menos, había disparado al hombre que estaba apuntando a Olivia con un revólver. Nunca había pensado que tuviera algo que agradecerle a su padre, pero estaba contento por todas aquellas horas de agonía mientras practicaba tiro bajo la severa dirección de Hernan Alfonso. No, no se arrepentía de haber hecho ese disparo.
Pero lamentaba haber tenido que llegar a ese extremo. Si no hubiera dejado desprotegidas a Pau y a Olivia, nunca habrían caído en manos de ese loco, en primer lugar. Nunca podría perdonárselo.
La puerta del establo se abrió y entró Pau, casi engullida por el abrigo de Sebastian. Pedro todavía no estaba listo para enfrentarse a ella. No había pensado en qué podía decirle para convencerla de que estaría mejor sin él.
El abrigo estaba muy abultado y, cuando la cabecita rizosa de Olivia asomó por la abertura, se dio cuenta de que Paula había llevado a la niña también. Otra persona a la que no podía ver aún. Dejó el mono en el agua y rogó que Olivia no se hubiera dado cuenta de que lo tenía en la mano.
Pero sí se había dado cuenta. Soltó un gritito y señaló hacia el fregadero.
—¡Ba, ba!
Demonios. Él miró a Pau.
—Está muy mojado —dijo—. Lo estaba lavando, pero...
—¿Estabas lavando a Bruce?
—Sí. Debería haber dejado que lo hiciera Maria, pero todavía está dormida, y yo esperaba poder secarlo antes de que se levantara Olivia.
La niña comenzó a saltar en los brazos de Pau, y sus gritos por el mono se intensificaron.
—Qué detalle más bonito —dijo Paula, y se acercó a él.
—Mira, quizá deberías llevártela de nuevo a la casa —de ese modo, Pau también se iría y él podría pensar en qué decirle.
—Creo que ya es demasiado tarde —observó Pau mientras Olivia comenzaba a protestar airadamente y a estirarse hacia Pedro.
Él intentó no prestarle demasiada atención a la calidez que desprendía la mirada de Paula. Ella no sabía lo que le convenía.
—Quizá no sea demasiado tarde. A lo mejor olvida lo que ha visto si tú la distraes. Yo sacaré a Bruce, lo escurriré y lo colgaré en el tendedero. Posiblemente esté seco para el mediodía.
Pau lo miró con una sonrisa dulce.
—Sácalo ahora. No creo que Olivia pueda esperar hasta el mediodía.
—Pero estará muy mojado. Y Dios sabe qué aspecto tendrá después de que lo haya escurrido. Posiblemente parezca un alienígena.
—A ella no le va a importar. Necesita a ese mono, Pedro.
Él suspiró con resignación.
—Está bien.
Olivia se alborotó mucho mientras él retorcía a Bruce para quitarle tanta agua como fuera posible. Pau intentó alegrarla para que no se enfadara, pero se estaba enrabietando por momentos. Vaya, estaba montando un buen jaleo. Si su padre estuviera allí, le habría dado un bofetón tan fuerte... se dijo Pedro.
Dejó dé estrujar al mono y se miró las manos.
Sí, su padre habría pegado a la niña. Pero a él no se le había ocurrido hacer semejante cosa. Y no lo haría por nada del mundo. Podía imaginarse lo que haría su padre y separarlo de lo que haría él, Pedro Alfonso.
Se apartó del fregadero con el mono húmedo entre las manos y miró a Pau, que estaba tan ocupada intentando mantener contenta a Olivia que no se dio cuenta de que él la estaba observando atentamente. ¡Él no era como su padre! Y se había dado cuenta veinticuatro horas tarde.
Soltó un gruñido de frustración.
Pau lo miró.
—¿Qué ocurre?
—Que soy idiota, eso es lo que ocurre.
Ella sonrió.
—A veces.
Olivia se volvió loca al ver a su mono.
—¡Ba, ba! ¡Ba, ba!
—Será mejor que se lo des —dijo Pau, mirando a Bruce—. Tendrá mejor aspecto cuando se seque.
—Quizá. Aquí tienes, Olivia. Aquí está Bruce —dijo, y le tendió el mono por el rabo.
Olivia lo agarró con un gritito de alegría y rápidamente, se metió la cola de Bruce en la boca. Mientras la chupaba alegremente, el resto del mono estaba colgando y goteaba sobre los zapatos de Pau.
—Te va a mojar —dijo Pedro.
—No me importa nada. Ahora dime por qué piensas que eres un idiota, y yo veré si estoy de acuerdo.
—Yo no soy como mi padre, y si lo hubiera entendido antes, nada de esto habría...
—Un momento. ¿He oído bien? ¿Has dicho que no eres como tu padre?
—Sí, pero lo he comprendido demasiado tarde. Y ese chiflado consiguió secuestraros. Estuvisteis a punto de morir porque yo fui un idiota.
—Pero no hemos muerto. Tú nos has salvado —dijo ella, e hizo que sonara como si él fuera un héroe—. ¿Dónde aprendiste a disparar así?
—Fue mi padre quien me enseñó. ¿Sabes que a algunos niños les obligan a practicar piano? A mí me obligaba a hacer prácticas de tiro. Macabro, ¿eh?
—¿Y por qué lo hacía?
Pedro odiaba tanto aquellos ejercicios que nunca le había prestado atención a las razones que le había dado su padre. Y le había dado una.
—Me decía que quería que fuera capaz de defenderme. Quería que fuera un tipo duro, y que supiera manejar un arma por si acaso me encontraba en apuros alguna vez —explicó a Paula—. Supongo que, a su manera, estaba intentando prepararme para la vida.
—Supongo que sí —dijo ella, y se acercó a Pedro. El mono comenzó a gotear también en sus botas—. ¿Cuánto hace que no hablas con él?
—Años.
Ella titubeó y después continuó.
—¿Y no crees que quizá... quizá haya llegado el momento de sacarte un poco de esa amargura, sobre todo sabiendo que no vas a ser nunca como él?
Él no había considerado la posibilidad de volver a hablar con su padre, pero al pensarlo, no le parecía una idea tan terrible.
—Quizá. No estoy seguro, pero... quizá.
—Después de todo, las prácticas de tiro han resultado útiles.
Y allí estaba el problema.
—Pero la única razón por la que tuve que disparar fue que lo había fastidiado todo. ¿No lo ves? Yo cometo errores, errores muy grandes, que pueden hacer mucho daño a la gente a la que quiero. Y no puedo esperar solucionarlo todo a tiros.
—Pedro, yo..
—Déjame terminar. Por eso quiero que te olvides de mí. Quiero que me saques de tu cabeza y de tu vida —dijo. No esperaba sentir un dolor tan agudo al decirlo. Estaba a punto de jadear por el impacto.
—No, no quieres. Tú no quieres que me olvide de ti.
—¡Claro que sí! ¿Cómo vas a perdonarme que haya puesto en peligro tu vida y la de Olivia, si ni siquiera puedo perdonármelo yo?
—Pedro, no hay nada que perdonar. Yo no te culpo.
—¡Deberías!
—Bueno, pues no lo hago —respondió ella—. Porque te quiero. Siempre te querré. Claro que cometes errores, y yo también. Continuaremos cometiendo errores hasta que estemos compartiendo mecedoras en el porche de nuestra casa. Los errores son parte de la vida. Y el amor.
Oh, Dios, él quería creerla. Tenía la garganta oprimida y no podía respirar bien.
—Sólo quiero lo mejor para Olivia y para ti.
—Entonces eso lo facilita todo. Te necesitamos a ti —dijo Paula, y levantó la cara hacia él.
—Yo no...
—Sí, te necesitamos a ti. ¿No te acuerdas de que me pediste que me aferrara a ti?.
—No debería habértelo pedido.
—Es demasiado tarde. Ya me lo has pedido, y yo lo estoy haciendo. Pedro, yo también vengo con equipaje. No olvides que tengo un padre muy rico.
—Eso no es culpa tuya.
—Exactamente. Igual que no es culpa tuya haberte criado con tu padre. Pero los dos tenemos derecho a construir nuestras propias vidas, ¿no?
El hielo que rodeaba el corazón de Pedro comenzó a derretirse. Ella sonrió.
—Me doy cuenta de que te lo estás pensando. ¿Me quieres, Pedro?
Él no tuvo que pensárselo.
—Te quiero más que a nada en el mundo.
—¿Y a Olivia?
Él miró a la niña, que estaba jugando con Bruce entre ellos. Tenía sus mismos ojos. Ella alzó la manita y le dio unos golpecitos en la barbilla.
—Sí —respondió Pedro, con la voz ronca de emoción—. Sí, quiero a Olivia.
—Entonces, cásate con nosotras —susurró Pau—. Te necesitamos. Y tú nos necesitas.
Pedro miró a Pau a los ojos, y el calor lo envolvió y se llevó el frío que lo había atenazado desde el momento en que había recobrado la consciencia y había descubierto que ellas no estaban.
—Abrázanos —pidió Pau.
Lentamente, él obedeció. No se merecía aquello, pero quizá pudiera trabajar para merecérselo.
—¿Nos aceptas como tu fiel esposa, hija y mono empapado? —preguntó Pau, suavemente.
Con un gruñido, Pedro las abrazó con fuerza y el mono soltó más agua que cayó en sus botas como una cascada. Fue difícil, pero con algunos ajustes, logró rozar los labios de Pau con los suyos.
—Sí —murmuró—. Os acepto.
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