jueves, 13 de diciembre de 2018

CAPITULO 43 (CUARTA HISTORIA)




Paula estaba sentada en una silla, dándole el desayuno a Olivia y pensando aún en la alarma. Ojalá supiera cómo conectarla. Aquella sensación extraña en la nuca persistía. Se dijo que no debía preocuparse de nada, porque Pedro estaba fuera, de guardia.


Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que había dejado de oír el ruido de los troncos al partirse en dos y dejó escapar un suspiro de alivio. Pedro volvería a la cabaña y le enseñaría a conectar la alarma. Después, se sentarían a hablar sobre su relación con Olivia.


Debía estar a punto de entrar, pero los segundos pasaban rápidamente y Paula no oía nada. Dio a Olivia otra galleta, se levantó y se asomó a la ventana para ver qué hacía Pedro.


La puerta se abrió de par en par en el mismo momento en el que ella se daba cuenta de que Pedro estaba tirado, boca abajo, junto a una pila de troncos. Dio un grito y se volvió. Antes de que pudiera moverse, el hombre de sus pesadillas estaba dentro, apuntándole a Olivia a la cabeza con una pistola. Por un instante, su mente se negó a asimilar aquella visión.


Cuando lo hizo, la sangre se le heló en las venas y comenzó a temblar. Dio un paso hacia él, preparada para matarlo.


—No hagas ninguna estupidez o le volaré la cabeza —dijo el hombre—. Para mí no sería una gran pérdida. Todavía te tendría a ti.


«¿Has matado a Pedro?». No podía preguntárselo, porque la respuesta podía dejarla paralizada y Olivia necesitaba que ella se mantuviera alerta.


No parecía que la niña estuviera asustada. Con curiosidad, se volvió hacia el hombre, de modo que la pistola le apuntó a la cara. Intentó agarrar el cañón del revólver y Paula abrió la boca para gritar, pero no pudo emitir ningún sonido. 


Entonces él le apartó la mano a Olivia de un golpe y el bebé comenzó a llorar.


Paula vio aquello a través de una neblina roja. Dio otro paso hacia su hija.


—¡No! —gritó el hombre—. Te advierto que no voy a dudar en apretar el gatillo. En realidad, no quiero tener nada que ver con la niña, aunque me imagino que su abuelo pagara una buena cantidad extra por ella.


Paula apenas reconoció su propia voz.


—Si le haces algo, te mataré con mis propias manos. Te juro que lo haré.


—El plan es conseguir mucho dinero de tu papá por vosotras dos. Si es posible, sin haceros daño. Cómo salga todo esto es cosa tuya. Ahora, ven aquí y tómala en brazos. Nos vamos.


—¿Adonde?


—Eso no te importa. Nos vamos. Prepara rápidamente lo que necesites. De lo contrario, la mocosa llorará todo el tiempo. Te doy dos minutos.


Mientras ella tomaba la bolsa de los pañales, buscó con la mirada el teléfono móvil, por si acaso tenía la oportunidad de meterlo a escondidas en la bolsa. Sin embargo, él ya lo había visto sobre la encimera de la cocina y lo destrozó con un golpe de la culata del revólver. 


Desesperada, Paula tomó unos cuantos frascos de comida para la niña.


—No me reconoces, ¿verdad?


—Claro que sí —dijo ella mientras guardaba los frascos—. Eres el mismo que lleva siguiéndome seis meses.


—Eso también. Pero nos conocimos antes, en la universidad de Columbia. Te pedí que salieras conmigo unas cuantas veces.


Ella agarró con fuerza una lata de melocotón en almíbar y se estremeció. No era de extrañar que le hubiera resultado tan familiar las pocas veces que lo había visto de lejos. En aquel momento, lo recordó. No le había resultado atractivo, pese a su inteligencia, pero había sentido lástima de él. Se lo había contado a su padre y le había dicho que quizá saliera con el pobre tipo, después de todo.


Y entonces, ¡puf! El tipo había desaparecido.


—¿Nunca te preguntaste qué fue de mí?


«No mucho tiempo», pensó ella.


—Claro. ¿Qué te ocurrió? —¿cómo se llamaba? 


Estando tan loco, era posible que se enfureciera si ella no recordaba su nombre.


—Tu padre me compró.


Ella soltó un jadeo de sorpresa.


—Estaba seguro de que no lo sabías. Me dio dinero para que me trasladara a la universidad de Northwestern y terminara allí mi último semestre, y me prometió un trabajo en uno de sus periódicos después de que me licenciara, siempre y cuando me mantuviera apartado de ti.


El cerebro de Paula comenzó a trabajar a toda velocidad. Tenía que preguntarse cuántos de sus pretendientes había eliminado su padre del camino de aquella manera. Los hombres con los que salía se marchaban de Columbia con una frecuencia alarmante. Pero nunca había pensado que...


—¿Te acuerdas de mi nombre?


Ella sabía que era una prueba. Quizá su nombre empezara con E. ¿Ernesto?  Demonios, ¿cómo se llamaba?


—No te acuerdas —dijo él, y su mirada se endureció—. Bueno, eso hace que toda esta aventura sea aún más dulce. Para tu información, me llamo Esteban Pruitt. No creo que tu familia ni tú volváis a olvidar mi nombre después de esto. Y ahora, recoge a esa niña y vamonos de aquí.




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