miércoles, 31 de octubre de 2018
CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)
Sebastian y Maria habían decidido celebrar el banquete en una carpa colocada en el terreno del Rocking D, y Paula, que estaba en la mesa principal, podía ver a casi todo el pueblo. Las flores decoraban el lugar, el bar estaba abierto y la mesa del bufet llena de comida. Se fijó en que Pedro seguía rodeado de mujeres. Era un hombre muy ocupado y tenía que atender a sus admiradoras. De vez en cuando, se volvía hacia Paula y le guiñaba un ojo o le sonreía.
Ella trataba de ignorarlo, pero no lo consiguió.
Era difícil ser la elegida de un hombre a quien adoraban todas las mujeres. Pero la cena estaba a punto de terminar, pronto comenzaría el baile y ella tendría que salir a bailar con Pedro. Y por muy atractivo que fuera aquel hombre, ella no debía ceder ante sus encantos.
Sabía que Pedro le causaría problemas desde el primer día que lo vio en el rancho de Maria.
Ambas mujeres se habían hecho amigas cuatro años antes cuando se encontraron en el mostrador de la tienda de lanas y descubrieron que a las dos les encantaba tejer.
Paula se había aficionado para superar el divorcio con Dario. Después descubrió que Maria empleaba el telar como terapia para superar su infeliz matrimonio, algo que hizo que aún tuvieran más en común.
Paula se había encontrado varias veces con Pedro en casa de su amiga. El vaquero le recordaba demasiado a Dario. Conseguía que se le acelerara el pulso con sólo una mirada y que se le cortara la respiración con sólo una sonrisa. Pero Paula no tenía intención de permitir que le robara el corazón otro hombre así.
Por fortuna, Pedro pasaba los inviernos en Utah y Paula sólo tenía que verlo durante el verano. Y como verano era una época de mucho trabajo en Hawthorne House, ella siempre estaba muy ocupada y no podía salir demasiado. Había tenido tanto cuidado evitando a Pedro que ni siquiera Maria se había enterado de lo vulnerable que era hasta hacía poco, cuando la pequeña Olivia había puesto sus vidas patas arriba.
La pequeña estaba sentada en el regazo de Sebastian y Maria jugaba con ella. Paula sonrió al verlos. Estaba claro que Olivia había cambiado la vida de Maria y la de Sebastian a mejor. Pero Sebastian y Maria estaban hechos el uno para el otro. Pedro y ella no, y no debía olvidarse de eso.
Pedro regresó a su puesto en la mesa principal justo cuando la banda terminó una pieza de baile. Él agarró una copa de vino y la levantó.
—Damas y caballeros, ¿un momento de atención? Me gustaría proponer un brindis por los novios —sonrió—. Sabes, esto va a ser pan comido, Sebastian.
—¡Di que sí, Pedro! —gritó uno de los vaqueros que había entre los invitados.
—Chicos, no habréis oído nada hasta que oigáis a Sebastian Daniels entonar Ghost Riders in the Sky —dijo Pedro—. Si yo hubiese escrito vuestros votos, habría hecho que Maria prometiera amarte, cuidarte y aguantarte todas las mañanas cantando Ghost Riders en la ducha. Ah, y no quiero olvidarme de cuando cantas al estilo tirolés. ¿Se lo has contado ya?
Paula se rió como todos los demás, Sebastian y Maria incluidos.
Pedro se aclaró la garganta y Paula se preparó para escuchar más bromas.
Pero Pedro ya no sonreía y su tono de voz era diferente.
—Bromas aparte, conozco a Sebastian Daniels desde hace muchos años y es un gran amigo. Si tenéis algún problema, es a él a quien tenéis que llamar. Tiene un gran corazón.
Paula miró a Pedro. Justo cuando creía que sabía lo que él iba a hacer, él había hecho lo contrario.
—Sebastian ama esta tierra —dijo Pedro—. Hasta hace poco, yo pensaba que él no era capaz de amar nada, ni a nadie, más que a este paraíso que él llama Rocking D. Pero estaba equivocado. El amor que siente por este rancho no es nada comparado con el que siente por la mujer que tiene a su lado.
Paula se emocionó al oír sus palabras.
—Y ha encontrado en Maria a su media naranja —continuó Pedro—. Maria es una mujer estupenda. Si existe la pareja perfecta, estáis delante de ella. Que Dios os bendiga, Maria y Sebastian. Estoy orgulloso de estar aquí.
Paula estaba destrozada. Aplaudió con emoción y contuvo las lágrimas. Después, bebió un sorbo de vino para brindar por los recién casados y agarró una servilleta para secarse los ojos.
La banda comenzó a tocar un vals y Sebastian le entregó Olivia a Pedro.
—Gracias —le dijo—. Ha sido... muy bonito.
—Espectacular —dijo Maria.
—Lo he dicho de corazón —dijo Pedro—. Ahora id a bailar. Os lo merecéis —se sentó junto a Paula y colocó a la niña sobre sus rodillas—. ¿Tú qué opinas? —preguntó como si de verdad le interesara.
—Estupendo —Paula bebió otro trago de vino y se atragantó.
—Tranquila —dijo él, y le dio un golpecito en la espalda—. No era mi intención ponerte nerviosa.
Ella lo miró. Al menos tenía una excusa para las lágrimas que afloraban en sus ojos mientras seguía tosiendo.
—Y ahora que también salgan a bailar el padrino y la dama de honor —dijo el cantante de la banda.
Pedro se acercó a ella.
—¿Estás preparada?
—Claro —dijo Paula—. Pero ¿qué hacemos con Olivia?
—La llevaremos con nosotros —se puso en pie y retiró la silla de Paula.
«Seré estúpida», pensó Paula al percatarse de que se sentía decepcionada porque Olivia fuera con ellos. Deseaba tener a Pedro para ella sola.
Sin embargo, era mucho más seguro que bailaran con Olivia en brazos.
Pedro la guió hasta la pista agarrándola del brazo. Una vez más, Paula notó que otras mujeres la miraban con envidia. Bailaría con Pedro y después él volvería a estar rodeado de mujeres y ella no tendría que preocuparse más.
—¿Qué tal si tú sujetas a Oli? —preguntó Pedro—. Así podré sujetaros a las dos —dijo, y sin esperar una respuesta le pasó al bebé.
Olivia tenía cara de cansada.
Paula abrazó a la pequeña y ésta apoyó la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. Paula la besó en la frente con ternura.
Durante las últimas semanas, Paula había tratado de mantenerse alejada de la pequeña, pero temía que no había servido de mucho. Se había encandilado con ella como todos los demás. Si algún día la pequeña se marchaba de Huerfano, el pueblo quedaría desolado.
—Perfecto —murmuró Pedro, abrazó a las dos y comenzó a moverse despacio.
La pequeña suspiró y se quedó dormida.
El baile habría sido inofensivo de no ser porque, al tener a Oli en brazos, Paula no tenía más remedio que mirar a Pedro a los ojos.
—No tengas miedo de mí, Paula —le dijo él.
—No lo tengo —contestó ella con voz temblorosa.
Pedro esbozó una sonrisa al ver lo alterada que estaba. Después miró a Paula a los ojos y dijo:
—Sí tienes miedo. Se te ha acelerado el pulso. Pero yo no te haré daño.
Ella tragó saliva y trató de calmar su respiración.
Un hombre y un bebé a quién amar. No se había dado cuenta de cómo deseaba tener aquello.
—Es cierto, no me harás daño porque no te daré la oportunidad.
—Sabes, hay una gran diferencia entre yo y tu ex.
—No quiero hablar de Dario.
—No lo haremos. Tengo algo que decirte sobre mí.
—Sé todo lo que debo saber acerca de ti.
—No creo. Si fuera así, no tendrías miedo. Paula, la única manera de hacer daño es rompiendo promesas. Yo no haré tal cosa.
Ella se estremeció al oír cómo mencionaba su nombre.
—¿Porque tú no haces promesas?
—No de las que son para siempre —le acarició la espalda—. Pero puedo prometerte que haré el amor contigo, de manera tierna y apasionada, durante el tiempo que decidamos estar juntos.
Ella no quería que él supiera que se estaba excitando, pero seguramente su respiración acelerada y su piel sonrojada la delataban.
—Si los dos sabemos qué es lo que hay, ninguno sufrirá —murmuró él.
—Estoy segura de que hay varias mujeres con el corazón roto que no estarían de acuerdo con lo que dices.
—Entonces, se mintieron a sí mismas. Yo nunca les he mentido.
«Tiene una boca preciosa», pensó Paula. «Todas las mujeres deberían tener derecho a ser besadas por una boca como ésta».
—Empiezas a pensar en ello. Eso me gusta.
—Estoy pensando en lo arrogante que eres —se preguntaba si ella sería capaz de hacer el amor sin obsesionarse con él.
Placer sin promesas. No era algo con lo que hubiera soñado, pero un hombre para siempre le parecía algo difícil de conseguir y, entretanto, podría disfrutar un poco. No, era demasiado arriesgado. Pero el hecho de que estuviera preguntándose cómo sería tener una aventura con Pedro, significaba que él había derribado sus defensas.
—No soy nada arrogante —dijo él, y continuó acariciándola—. No puedo permitírmelo cuando tú tienes todo el poder.
—Ja. Eres un seductor de primera, Pedro. Ni siquiera puedo jugar en tu liga.
—Te menosprecias. Cuando vi que te acercabas por el pasillo de la iglesia con ese vestido, me flaquearon las piernas. Soy un hombre desesperado, Paula, suplicándote que ablandes tu corazón.
Sin duda estaba ablandándose. Sus cumplidos estaban causando el efecto deseado. Pronto se derretiría entre sus manos.
—No quiero ser una muesca más en tu revólver, vaquero —dijo ella.
Él sonrió, despacio y de manera sexy, y dijo:
—Entonces, deja que yo sea una muesca en el tuyo.
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