miércoles, 31 de octubre de 2018
CAPITULO 2 (SEGUNDA HISTORIA)
Ella se detuvo junto al altar y lo miró asombrada. Pedro tomó a la pequeña en brazos y la abrazó.
La niña iba vestida con un traje blanco, pero alguien le había puesto un lazo con una goma elástica alrededor de la cabeza. No era de extrañar que estuviera enfadada. Pedro le quitó el lazo y la besó en la mejilla.
Paula se aclaró la garganta
—Pedro...
—Vete a tu sitio —murmuró Pedro, y se guardó el lazo en el bolsillo—. Yo me ocuparé de ella.
—Pero...
—Vamos. Conseguiré que se calle —de hecho la niña lloraba con menos fuerza y se había agarrado a su chaqueta—. ¿Lo ves?
Paula negó con la cabeza.
—No puede ser —murmuró.
—A la mayor parte de las chicas les gusto —le guiñó un ojo y regresó a su sitio con Oli en brazos.
Paula se había fijado en lo bien que le sentaba el esmoquin a Pedro. Sabía que vestido en vaqueros estaba impresionante, pero nunca había imaginado que podría mejorar tanto con otra ropa. La chaqueta negra resaltaba sus anchas espaldas y la camisa blanca la fortaleza de su cuello.
Al oír el sonido del órgano, Paula dejó de mirar a Pedro y a Olivia para mostrar el respeto que Paula merecía.
Maria se acercó por el pasillo. Iba vestida de blanco a pesar de ser la segunda vez que contraía matrimonio y el ramo de flores era tal y como Paula le había aconsejado. Sintió un nudo en la garganta, producto de la felicidad, el orgullo y la nostalgia.
Su amiga nunca había estado tan radiante. La expresión de felicidad que tenía su amiga hizo que Paula anhelara algo que hacía mucho tiempo que no anhelaba, el amor verdadero. Ambas habían tenido una relación seria que había fracasado, pero eso no había impedido que Maria siguiera soñando. De hecho, había conseguido a otro hombre dispuesto a dar su vida por ella.
Paula tragó saliva. Los hombres como Sebastian Daniels no abundaban, y ella lo sabía. Era un hombre atractivo e inconsciente de la reacción que provocaba en las mujeres. Justo lo contrario de Pedro, quien era demasiado consciente de que las mujeres se derretían al verlo.
Pero Paula no se derretiría. Desde luego que no lo haría.
Mientras Maria se reunía con Sebastian en el altar, Paula miró a Pedro de reojo para ver cómo lo llevaba con Olivia. Al ver que se había quitado la flor que llevaba en el ojal para que la niña no se pinchara, se quedó asombrada de que fuera tan precavido.
Tratando de mantener a la niña entretenida, frotó la nariz contra la suya y la pequeña se rió a carcajadas. Estaba claro que Pedro tenía éxito con las mujeres, independientemente de su edad.
Paula volvió la cabeza para mirar a los asistentes. Como era de suponer, los hombres estaban pendientes de la ceremonia, pero las mujeres no apartaban la vista de Pedro. A juzgar por sus caras de adoración, imaginó que Pedro tendría citas durante todo el verano.
Estupendo, cuanto más ocupado estuviera, menos oportunidades tendría ella de encontrarse con él. Y deseaba mantenerse alejada de Pedro Alfonso. Sin duda. El deseo sexual que la invadía cada vez que lo veía terminaría por desvanecerse, sobre todo si no tenía que verlo a menudo. Después de la boda, sería más fácil.
—Paula —susurró Maria.
Paula pestañeó.
—El anillo —dijo Maria.
Paula se sonrojó al percatarse de que había perdido el hilo de la ceremonia.
—Enseguida —murmuró mientras rebuscaba en el carrito y sacaba el joyero. Debería haberlo tenido preparado para cuando llegara el momento, pero se había quedado absorta mirando a Pedro y se había despistado. Maldito vaquero.
Decidió concentrarse en Paula y en Sebastian.
Desde su sitio sólo podía ver la parte trasera de la cabeza de Maria, rizos dorados cubiertos por un velo blanco. Sin embargo, sí podía ver la cara de Sebastian.
Y desde luego, él miraba a su prometida con amor, respeto y devoción.
Paula sintió un nudo en la garganta. Se preguntaba si alguna vez viviría una situación como aquélla.
«Contrólate», se dijo a sí misma. «Recuerda que eres afortunada». Vivía en una casa de la época victoriana y era afortunada porque, gracias a que había abierto un hostal, podía mantenerla después de haberse divorciado. El negocio le gustaba, aunque a veces se preguntaba si cuidar de los huéspedes sustituía al deseo de cuidar de la familia que siempre había anhelado tener.
Pero la casa hacía que se sintiera arraigada a un lugar. La vida itinerante de sus padres, quienes trabajaban como arqueólogos, no estaba hecha para ella, y de pequeña ya se había mudado demasiadas veces. Estaba orgullosa de haber estado viviendo en Huerfano durante siete años, más de lo que nunca había permanecido en un mismo lugar.
Quizá, dirigir un hostal no era lo que sus padres aspiraban para ella y, a veces, le recordaban que tenía veintinueve años y que no había hecho nada con su vida. Pero no estaba dispuesta a dejar su casa, por mucho que la gente dijera.
—Puede besar a la novia —dijo el reverendo.
Sebastian levantó el velo que cubría el rostro de Maria y la besó.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Olivia comenzó a reírse y a moverse entre los brazos de Pedro.
«Robaprotagonismo», pensó Paula, pero no estaba segura de si se refería a Pedro o a la pequeña. Se preguntaba qué sucedería con la criatura. Su madre, Jesica Franklin, estaba huyendo de algo o de alguien y deseaba que su hija quedara fuera de peligro. Jesica llevaba seis semanas en paradero desconocido, tiempo suficiente para que Maria y Sebastian se encariñaran con la pequeña Olivia.
Paula creía que el padre de la niña era Pedro, y no Sebastian. Pero en el supuesto de que Jesica no regresara nunca, Sebastian y Maria cuidarían mejor de la pequeña que el playboy de Pedro. Incluso Pedro estaba de acuerdo con ello. Aun así, parecía muy posesivo respecto al bebé y discutía cada vez que Sebastian trataba de reclamar la paternidad.
Pero ninguno de ellos descubriría quién era el padre de Olivia hasta que Jesica no lo confesara. Ella había llamado varias veces para preguntar por su hija, pero nunca permanecía al habla el tiempo necesario como para que le hicieran preguntas.
Paula nunca se había enfrentado a algo tan extraño, pero quizá Jesica sabía lo que estaba haciendo. Olivia estaba a salvo y rodeada de gente que la quería, incluida Paula, aunque ella estaba intentando no encariñarse demasiado.
Durante la infancia había aprendido a no encariñarse con la gente debido a que cambiaba de lugar de residencia continuamente, así que sabía que Jesica podía aparecer en cualquier momento y llevarse a la niña.
—Yo os declaro marido y mujer —dijo Pete McDowell.
El público comenzó a aplaudir.
Paula contuvo las lágrimas mientras Maria y Sebastian bajaban del altar agarrados del brazo. Ella se alegraba por ellos. Y quizá sentía un poco de lástima por sí misma, pero lo superaría.
Entonces, miró a Pedro. No estaba en condiciones de tratar con él, pero las circunstancias lo requerían.
No sería mucho rato. Tenían que salir juntos de la iglesia y bailar una pieza en el banquete.
Después, estaría libre de obligaciones y no tendría que tratar más con él.
Paula empujó el carrito hasta el centro del pasillo. Cuando Pedro se reunió con ella, le indicó que colocara a la niña otra vez en el carrito.
—No quiero arriesgarme —murmuró él.
—Haz lo que quieras —contestó ella, y comenzó a empujar el carrito.
Pedro se cambió a la pequeña de brazo y agarró a Paula por la cintura. Ella sintió que se le aceleraba el corazón.
—No es necesario que hagas eso —le dijo con una falsa sonrisa. Todas las mujeres la miraban con envidia.
—Sí lo es.
—No —trató de liberarse. Estaba demasiado cerca de él, sobre todo en un momento tan emotivo.
—Sí lo es —él la agarró con más fuerza—. Se supone que tenemos que aparentar que estamos juntos.
—Juntos, pero no pegados —contestó, mientras disfrutaba del calor de su mano sobre el cuerpo.
—Relájate, amorcito.
—Desde luego, no soy tu amorcito.
—Qué lástima. Escucha, sé que me odias y que esto es una tortura para ti, pero ya casi hemos terminado.
Sí que era una tortura. De las peores. Y cómo deseaba que fuera odio lo que estaba sintiendo por aquel hombre.
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