miércoles, 31 de octubre de 2018

CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)





Pedro siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para manejar una habitación llena de mujeres y hacer que todas se sintieran especiales, pero aquel día no estaba en su mejor momento. Por muy halagador que fuera tener a todas aquellas mujeres pidiéndole que bailara con ellas, él habría preferido estar en un bar con música y Paula entre sus brazos.


No le gustaba que ella estuviera en la pista casi tanto como él, y que se lo estuviera pasando tan bien. «Maldita sea», ella lo deseaba. Él lo había notado en su mirada mientras bailaban y deseaba tener la oportunidad de volver a bailar con ella aprovechando que Olivia estaba dormida en el carrito. Quería alimentar la llama que había surgido entre ambos.


Sin embargo, estaba asediado por la población femenina de Huerfano, pero aquel día se sentía hombre de una sola mujer.


Estaba tan ocupado, que apenas había tenido tiempo de pedirse una cerveza. Por fin, se disculpó ante Donna, la profesora de primaria, y se dirigió a la barra.


—Hola, Romeo —Sebastian lo agarró del brazo cuando regresaba hacia la pista con una cerveza—. ¿Tienes un minuto? —miró su cerveza.


—Te invitaré a una —Pedro sonrió y le mostró la cerveza al camarero—. Ponga otra de estas para el novio, ¿quiere? El pobre chico necesita animarse ahora que todavía puede.


—Sí, lo tengo difícil —Sebastian aceptó la cerveza—. No todo el mundo podría asimilar el hecho de estar casado con una diosa, pero por fortuna yo estoy dispuesto. Vamos a tomar un poco de aire fresco.


—Veo que mi discurso te ha convertido en un engreído —Pedro lo siguió afuera—. Sigue así y haré que un grupo de chicos te meta en el abrevadero.


—¿Crees que soy un engreído? —Sebastian se apoyó en el guardabarros de un coche y se desabrochó el botón de la camisa—. Después de toda la atención que te han dado esta noche, y de lo hinchado que tienes el ego, no vas a poder entrar por la puerta por la mañana —levantó la cerveza hacia Pedro y sonrió—. Por una boda estupenda.


Pedro brindó con él.


—Una gran fiesta por un gran motivo — dio un largo trago.


Sebastian también dio un sorbo y miró hacia el cielo.


—Luna llena.


—La he encargado a propósito.


Sebastian se rió.


—Lo más gracioso es que te creo.


—Eh, puedo hacer todo lo que me proponga.


—Ajá. Alfonso, me temo que tienes que trabajar en tu falta de confianza en ti mismo.


—¿Para qué ser humilde?


—De acuerdo, eres sorprendente. Pero escucha, he estado pensando otra vez en el viaje de luna de miel y, sinceramente, creo que deberíamos contratar a alguien para que te ayude con Olivia mientras Maria y yo estamos en Denver. No nos marchamos hasta el mediodía, así que si empiezo a llamar por la mañana estoy seguro de que podría encontrar a alguien.


—No te fías de mí.


—Claro que sí. Bueno, quizá no, al principio, pero ahora ya controlas lo básico. Me preocupa qué harías si pasase algo. Nosotros tardaríamos tres horas en regresar, suponiendo que recibiéramos el mensaje enseguida...


—Eres como un abuelo, Daniels. Lo prometo. Puedo ocuparme de todo. Si pasara algo grave, iría a ver al doctor Harrison. Si no fuera tan grave, llamaría a Paula —se le acababa de ocurrir la idea, pero le resultaba atractiva.


—De todos modos, ¿qué hay entre Paula y tú?


—¿Qué quieres decir? —Pedro tomó otro trago.


—Pensaba que erais polos opuestos, pero durante el baile he visto que os llevabais estupendamente.


—Creo que por fin se ha dado cuenta de que no tengo cuernos, ni tridente.


Sebastian lo miró.


—Si haces sufrir a esa mujer, será Maria la que consiga un tridente para clavártelo en el trasero.


Pedro suspiró.


—¿Por qué todo el mundo cree que me dedico a dejar mujeres con el corazón roto?


—No será por la cantidad de mujeres que han llorado por ti, ¿verdad?


—Mira, a todas ellas les he dicho que yo no soy chico de relaciones serias. ¿Es culpa mía si no me escuchan?


Sebastian miró la luna.


—Yo también le dije a Maria que no quería una relación seria porque creía que debía casarme con Jesica. Eso no evitó que Maria sufriera —miró a Pedro—. No puedes ordenarle a una mujer que no se enamore de ti.


—No quiero que Paula se enamore de mí. Sólo quiero...


—Sí, sé lo que quieres. El vestido que lleva haría que un monje abandonara la orden religiosa.


Pedro sonrió.


—O que se despertaran los muertos.


Sebastian se rió.


—Serviría de sustituto del Viagra.


—Sólo soy humano.


—Lo sé todo sobre tu humanidad —dijo Sebastian—. Eres como una leyenda. Pero ten cuidado con esto, ¿de acuerdo? Paula es una mujer encantadora y ha pasado años muy duros con ese marido que tuvo.


—Prometo tener cuidado. No haremos nada que no sea por interés mutuo.


—Bien. Y una cosa más. Si Jesica aparece mientras Paula y yo estamos en Denver, haz que se quede en el rancho hasta que lleguemos a casa, ¿de acuerdo?


—Por supuesto, Jesica tiene muchas cosas que explicarnos —«y lo primero es decirnos quién es el padre de Oli», pensó Pedro. Pero en el fondo de su corazón sabía que la pequeña era hija suya.


—Si no estoy convencido de que Jesica esté en situación de cuidar de Olivia — dijo Sebastian—, veré qué puedo hacer para que la criatura se quede con nosotros. Lo he averiguado y abandonar a un hijo tiene importantes consecuencias legales.


Pedro se frotó la nuca.


—Todavía no consigo imaginar por qué habrá hecho tal cosa. No es algo que pudiera hacer la Jesica que nosotros conocemos. Diablos, fue su entereza lo que salvó a Nicolas el día de la avalancha. Hay algo horrible que la tiene asustada para que haya abandonado a su hija de esta manera.


—Sí, y yo quiero descubrir qué es —Sebastian dio otro trago a su cerveza—. He decidido contratar a un detective privado cuando estemos en Denver.


—Bien. Pagaremos a medias. Esto se alarga demasiado.


—Y estuvo a punto de hacer que perdiera a Maria —Sebastian miró hacia la carpa—. Hablando de Maria, será mejor que regresemos. Creo que está a punto de tirar el liguero y el ramo de novia.


—Ve tú primero. Preferiría agarrar una serpiente cascabel con la mano que un liguero.


Sebastian soltó una carcajada.


—No sé cuál es tu problema, Alfonso. Tienes veintiocho años. La disipada vida de soltero ya debería ser agua pasada.


—No, es estupenda.


—Igual que el matrimonio. Al menos, tengo intención de que esta vez sea así.


—Para ti, puede. No para este vaquero.


—Bueno, tienes que entrar y fingir que intentas agarrar el liguero. Eres el padrino, lo que significa que tienes que participar en el evento. Quedaría muy mal si no estuvieras allí.


—Iré enseguida —Pedro levantó la cerveza—. Y gracias por la cerveza.


—Te la descontaré de tu paga. No olvides que ahora que Maria y yo compartimos todo, trabajarás para mí.


—¿No me digas que tengo que llamarte jefe?


—O Su Alteza. Lo que te resulte más fácil.


—¿Y qué tal «estúpido idiota»? Eso me resulta muy fácil.


—Cuando lance el liguero, lo haré en tu dirección. Necesitas una mujer que te tranquilice. Venga, entra ahora mismo.


—Enseguida.


—Ya te estás insubordinando —Sebastian suspiró y entró en la carpa.


Pedro decidió quedarse fuera y entrar justo al final del evento. No era supersticioso, pero tenía que tener cuidado.


Había pensado muchas veces en el matrimonio, y había decidido que era algo muy complicado dadas las circunstancias. Una promesa era una promesa, y él había hecho una ante su padre antes de que falleciera seis años antes. Pedro cumpliría esa promesa y cuidaría de su madre.


Ella se las arreglaba bien durante los meses de verano, cuando podía caminar hasta la tienda del pueblo. En invierno, cuando la nieve lo cubría todo, necesitaba que Pedro la ayudara a abrir camino con la pala y que la llevara en coche a algunos sitios.


Nadie en aquel valle conocía cómo era su vida en Utah, y eso era lo que a él le gustaba. Si la gente pensaba que era un playboy, no pasaba nada. Pero la verdad era que ocuparse de que su madre estuviera sana y contenta ocupaba gran parte de sus recursos. No creía que tuviera más energía para cuidar de una esposa




CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)



Sebastian y Maria habían decidido celebrar el banquete en una carpa colocada en el terreno del Rocking D, y Paula, que estaba en la mesa principal, podía ver a casi todo el pueblo. Las flores decoraban el lugar, el bar estaba abierto y la mesa del bufet llena de comida. Se fijó en que Pedro seguía rodeado de mujeres. Era un hombre muy ocupado y tenía que atender a sus admiradoras. De vez en cuando, se volvía hacia Paula y le guiñaba un ojo o le sonreía.


Ella trataba de ignorarlo, pero no lo consiguió.


Era difícil ser la elegida de un hombre a quien adoraban todas las mujeres. Pero la cena estaba a punto de terminar, pronto comenzaría el baile y ella tendría que salir a bailar con Pedro. Y por muy atractivo que fuera aquel hombre, ella no debía ceder ante sus encantos.


Sabía que Pedro le causaría problemas desde el primer día que lo vio en el rancho de Maria. 


Ambas mujeres se habían hecho amigas cuatro años antes cuando se encontraron en el mostrador de la tienda de lanas y descubrieron que a las dos les encantaba tejer.


Paula se había aficionado para superar el divorcio con Dario. Después descubrió que Maria empleaba el telar como terapia para superar su infeliz matrimonio, algo que hizo que aún tuvieran más en común.


Paula se había encontrado varias veces con Pedro en casa de su amiga. El vaquero le recordaba demasiado a Dario. Conseguía que se le acelerara el pulso con sólo una mirada y que se le cortara la respiración con sólo una sonrisa. Pero Paula no tenía intención de permitir que le robara el corazón otro hombre así.


Por fortuna, Pedro pasaba los inviernos en Utah y Paula sólo tenía que verlo durante el verano. Y como verano era una época de mucho trabajo en Hawthorne House, ella siempre estaba muy ocupada y no podía salir demasiado. Había tenido tanto cuidado evitando a Pedro que ni siquiera Maria se había enterado de lo vulnerable que era hasta hacía poco, cuando la pequeña Olivia había puesto sus vidas patas arriba.


La pequeña estaba sentada en el regazo de Sebastian y Maria jugaba con ella. Paula sonrió al verlos. Estaba claro que Olivia había cambiado la vida de Maria y la de Sebastian a mejor. Pero Sebastian y Maria estaban hechos el uno para el otro. Pedro y ella no, y no debía olvidarse de eso.


Pedro regresó a su puesto en la mesa principal justo cuando la banda terminó una pieza de baile. Él agarró una copa de vino y la levantó.


—Damas y caballeros, ¿un momento de atención? Me gustaría proponer un brindis por los novios —sonrió—. Sabes, esto va a ser pan comido, Sebastian.


—¡Di que sí, Pedro! —gritó uno de los vaqueros que había entre los invitados.


—Chicos, no habréis oído nada hasta que oigáis a Sebastian Daniels entonar Ghost Riders in the Sky —dijo Pedro—. Si yo hubiese escrito vuestros votos, habría hecho que Maria prometiera amarte, cuidarte y aguantarte todas las mañanas cantando Ghost Riders en la ducha. Ah, y no quiero olvidarme de cuando cantas al estilo tirolés. ¿Se lo has contado ya?


Paula se rió como todos los demás, Sebastian y Maria incluidos.


Pedro se aclaró la garganta y Paula se preparó para escuchar más bromas.


Pero Pedro ya no sonreía y su tono de voz era diferente.


—Bromas aparte, conozco a Sebastian Daniels desde hace muchos años y es un gran amigo. Si tenéis algún problema, es a él a quien tenéis que llamar. Tiene un gran corazón.


Paula miró a Pedro. Justo cuando creía que sabía lo que él iba a hacer, él había hecho lo contrario.


—Sebastian ama esta tierra —dijo Pedro—. Hasta hace poco, yo pensaba que él no era capaz de amar nada, ni a nadie, más que a este paraíso que él llama Rocking D. Pero estaba equivocado. El amor que siente por este rancho no es nada comparado con el que siente por la mujer que tiene a su lado.


Paula se emocionó al oír sus palabras.


—Y ha encontrado en Maria a su media naranja —continuó Pedro—. Maria es una mujer estupenda. Si existe la pareja perfecta, estáis delante de ella. Que Dios os bendiga, Maria y Sebastian. Estoy orgulloso de estar aquí.


Paula estaba destrozada. Aplaudió con emoción y contuvo las lágrimas. Después, bebió un sorbo de vino para brindar por los recién casados y agarró una servilleta para secarse los ojos.


La banda comenzó a tocar un vals y Sebastian le entregó Olivia a Pedro.


—Gracias —le dijo—. Ha sido... muy bonito.


—Espectacular —dijo Maria.


—Lo he dicho de corazón —dijo Pedro—. Ahora id a bailar. Os lo merecéis —se sentó junto a Paula y colocó a la niña sobre sus rodillas—. ¿Tú qué opinas? —preguntó como si de verdad le interesara.


—Estupendo —Paula bebió otro trago de vino y se atragantó.


—Tranquila —dijo él, y le dio un golpecito en la espalda—. No era mi intención ponerte nerviosa.


Ella lo miró. Al menos tenía una excusa para las lágrimas que afloraban en sus ojos mientras seguía tosiendo.


—Y ahora que también salgan a bailar el padrino y la dama de honor —dijo el cantante de la banda.


Pedro se acercó a ella.


—¿Estás preparada?


—Claro —dijo Paula—. Pero ¿qué hacemos con Olivia?


—La llevaremos con nosotros —se puso en pie y retiró la silla de Paula.


«Seré estúpida», pensó Paula al percatarse de que se sentía decepcionada porque Olivia fuera con ellos. Deseaba tener a Pedro para ella sola. 


Sin embargo, era mucho más seguro que bailaran con Olivia en brazos.


Pedro la guió hasta la pista agarrándola del brazo. Una vez más, Paula notó que otras mujeres la miraban con envidia. Bailaría con Pedro y después él volvería a estar rodeado de mujeres y ella no tendría que preocuparse más.


—¿Qué tal si tú sujetas a Oli? —preguntó Pedro—. Así podré sujetaros a las dos —dijo, y sin esperar una respuesta le pasó al bebé.


Olivia tenía cara de cansada.


Paula abrazó a la pequeña y ésta apoyó la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. Paula la besó en la frente con ternura.


Durante las últimas semanas, Paula había tratado de mantenerse alejada de la pequeña, pero temía que no había servido de mucho. Se había encandilado con ella como todos los demás. Si algún día la pequeña se marchaba de Huerfano, el pueblo quedaría desolado.


—Perfecto —murmuró Pedro, abrazó a las dos y comenzó a moverse despacio.


La pequeña suspiró y se quedó dormida.


El baile habría sido inofensivo de no ser porque, al tener a Oli en brazos, Paula no tenía más remedio que mirar a Pedro a los ojos.


—No tengas miedo de mí, Paula —le dijo él.


—No lo tengo —contestó ella con voz temblorosa.


Pedro esbozó una sonrisa al ver lo alterada que estaba. Después miró a Paula a los ojos y dijo:
—Sí tienes miedo. Se te ha acelerado el pulso. Pero yo no te haré daño.


Ella tragó saliva y trató de calmar su respiración. 


Un hombre y un bebé a quién amar. No se había dado cuenta de cómo deseaba tener aquello.


—Es cierto, no me harás daño porque no te daré la oportunidad.


—Sabes, hay una gran diferencia entre yo y tu ex.


—No quiero hablar de Dario.


—No lo haremos. Tengo algo que decirte sobre mí.


—Sé todo lo que debo saber acerca de ti.


—No creo. Si fuera así, no tendrías miedo. Paula, la única manera de hacer daño es rompiendo promesas. Yo no haré tal cosa.


Ella se estremeció al oír cómo mencionaba su nombre.


—¿Porque tú no haces promesas?


—No de las que son para siempre —le acarició la espalda—. Pero puedo prometerte que haré el amor contigo, de manera tierna y apasionada, durante el tiempo que decidamos estar juntos.


Ella no quería que él supiera que se estaba excitando, pero seguramente su respiración acelerada y su piel sonrojada la delataban.


—Si los dos sabemos qué es lo que hay, ninguno sufrirá —murmuró él.


—Estoy segura de que hay varias mujeres con el corazón roto que no estarían de acuerdo con lo que dices.


—Entonces, se mintieron a sí mismas. Yo nunca les he mentido.


«Tiene una boca preciosa», pensó Paula. «Todas las mujeres deberían tener derecho a ser besadas por una boca como ésta».


—Empiezas a pensar en ello. Eso me gusta.


—Estoy pensando en lo arrogante que eres —se preguntaba si ella sería capaz de hacer el amor sin obsesionarse con él.


Placer sin promesas. No era algo con lo que hubiera soñado, pero un hombre para siempre le parecía algo difícil de conseguir y, entretanto, podría disfrutar un poco. No, era demasiado arriesgado. Pero el hecho de que estuviera preguntándose cómo sería tener una aventura con Pedro, significaba que él había derribado sus defensas.


—No soy nada arrogante —dijo él, y continuó acariciándola—. No puedo permitírmelo cuando tú tienes todo el poder.


—Ja. Eres un seductor de primera, Pedro. Ni siquiera puedo jugar en tu liga.


—Te menosprecias. Cuando vi que te acercabas por el pasillo de la iglesia con ese vestido, me flaquearon las piernas. Soy un hombre desesperado, Paula, suplicándote que ablandes tu corazón.


Sin duda estaba ablandándose. Sus cumplidos estaban causando el efecto deseado. Pronto se derretiría entre sus manos.


—No quiero ser una muesca más en tu revólver, vaquero —dijo ella.


Él sonrió, despacio y de manera sexy, y dijo:
—Entonces, deja que yo sea una muesca en el tuyo.



CAPITULO 3 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro sonrió al pensar cómo había agarrado a Paula por la cintura, a pesar de que sabía que ella lo odiaba. Además, le pareció gracioso que se pusiera a temblar cuando sus cuerpos entraron en contacto.


Él conocía esos temblores. Las mujeres solían temblar cuando él las tocaba, pero no esperaba que Paula reaccionara así, y menos cuando le había dejado claro que no estaba interesada en él.


Así que cuando ella comenzó a quejarse, la agarró con más fuerza y comprobó que se ponía colorada. Se fijó en su escote y, al recordar que estaban en un lugar público, apartó la mirada. Imaginó una escena en la que él le desabrochaba el vestido y le acariciaba los senos. Comenzó a respirar de manera acelerada.


Cuando llegaron a la salida de la iglesia y entraron en el vestíbulo donde Maria y Sebastian estaban esperando, Pedro ya había decidido que merecería la pena tratar de cortar el alambre de espino que Paula había colocado a su alrededor para mantenerlo alejado de ella.


¿Y qué más daba que no fuera un hombre hecho para el matrimonio? Había enseñado a varias mujeres que disfrutar del sexo no implicaba tener una relación amorosa para siempre. En su opinión, disfrutar y divertirse era suficiente para acostarse con alguien. Paula necesitaba ampliar horizontes y él era el indicado para ayudarla.


Nada más salir de la iglesia, Paula se separó de él rápidamente.


—¡Me alegro tanto por ti! —exclamó mientras abrazaba a Maria.


Pedro sabía que Paula estaba siendo sincera, pero notó que le temblaba la voz, como si no lo tuviera todo bajo control. Eso lo complacía. Respiró hondo y se encogió de hombros al ver que Maria lo miraba por encima del hombro de Paula.


Después, con la niña en brazos, se acercó a Sebastian para estrecharle la mano.


—Ya es demasiado tarde para cambiar de opinión, amigo.


—¿Lo he hecho de verdad? —preguntó Sebastian con una sonrisa.


—Me temo que sí. Enhorabuena —miró a Maria y vio que estaba más feliz que nunca.


Él había trabajado para ella durante su infeliz matrimonio con Benjamin y durante los años de soledad que vivió después de que Benjamin se estrellara con su avioneta. Técnicamente, ella era su jefa, pero él la quería como a una hermana y se alegraba de que Sebastian hubiera decidido casarse con ella.


Se agachó para besar a Maria en la mejilla.


—Espero que sepas que te has casado con el vaquero más testarudo de todo el valle —murmuró—. Si te da problemas, cuéntamelo y yo me encargaré de él.


—Lo recordaré —dijo Maria con brillo en la mirada.


—Estupendo, Pedro —Sebastian le dio una palmadita en la espalda—. Ya había convencido a Maria de que yo era perfecto, pero has tenido que abrir la boca y arruinar mi imagen.


—Ha sido un placer —sonrió Pedro, e hizo una mueca cuando Oli le agarró la nariz—. Esta niña va a ser una luchadora —dijo mientras le retiraba la mano.


Maria se rió.


—Le he enseñado todo lo que sabe. Espero que para cuando cumpla dieciocho se haya aprendido el truco de la nariz a la perfección.


Pedro sabía que no era el momento de mencionar que era posible que Oli no creciera en Rocking D. Maria estaba más encariñada con la criatura de lo que pensaba.


—Ya lo hace muy bien —dijo él, y agarró la mano de Oli antes de que lo hiciera otra vez.


Maria extendió los brazos.


—Deja que la sostenga mientras esperamos a los invitados. Ya te ha torturado bastante.


—Es cuestión de opiniones —dijo Paula.


Pedro la miró fijamente. El desafío estaba presente en la mirada de Paula, pero él ya no se sentía intimidado. Bajo aquella máscara había una mujer deseando que la besaran. Él se preguntaba si encontraría la oportunidad de hacerlo antes de que la noche terminara.


—Oli está bien conmigo —dijo Pedro—. Sobre todo ahora que le he quitado ese lazo.


—Sabía que lo del lazo no era buena idea —dijo Maria, y miró a su marido—. Pero Sebastian insistió en que pareciera una niña.


—Me gustaba el lazo —dijo Sebastian.


—Pero a ella no —dijo Maria—. Y estoy orgullosa de que se haya mantenido en sus trece —se volvió hacia Pedro—. Dámela. Ya la echo de menos.


—Será mejor que la tenga yo. Llevas un vestido precioso y mi esmoquin es alquilado. Será mejor que ensucie sólo uno.


Maria miró su vestido.


—Tienes razón. No estoy acostumbrada a ir vestida tan elegantemente y se me olvida que tengo que tener cuidado —sonrió a Pedro—. Gracias por tu sacrificio. Has salvado el día.


—¿Sacrificio? —dijo Paula—. Ja. Pero si no ha hecho nada. Él...


—Será mejor que formemos la fila de felicitaciones —dijo Maria—. La gente viene hacia aquí. Paula, ponte la primera, después Pedro, después Sebastian y después...


—¡Ahí está esa adorable criatura! —exclamó Donna Rathbone, una profesora de primaria y antigua novia de Pedro.


Él recordaba haber disfrutado de apasionadas noches de verano junto a ella. Donna se acercó a él, seguida de otras mujeres que querían conocer al bebé.


—Quizá Pedro debería colocarse el primero en la fila —dijo Maria al verlo rodeado de mujeres perfumadas.