¿QUIEN ES EL PADRE? (SERIE ADAPTADA)
domingo, 16 de diciembre de 2018
CAPITULO FINAL (CUARTA HISTORIA)
Un año después, en la inauguración del Happy Trails Children 's Ranch.
Paula colgó el teléfono y se dirigió apresuradamente hacia su dormitorio, recorriendo con mirada cariñosa el suelo de madera, las altas ventanas y la chimenea de piedra. Después de unos meses, Pedro y ella habían encontrado aquel precioso lugar a pocos kilómetros del Rocking D. Y ese día, la casa estaba adornada para una fiesta.
Decidió no prestarle atención al ligero calambre que sintió en el vientre. No se pondría de parto justo aquel día.
—Pedro.
Entró al dormitorio donde su marido se estaba abotonando la camisa blanca. Dios, era impresionante. Se acercaban a su primer aniversario y él la excitaba más que nunca.
—Han llamado del despacho del gobernador para decir que va a llegar un poco tarde, pero que su esposa y él estarán aquí a tiempo para cortar la cinta de la inauguración.
—No pasa nada —respondió Pedro mientras se abotonaba los puños—. Augusto se ha ofrecido a hacer algunos trucos de magia y entretener a la prensa si necesitamos ganar tiempo.
Ella se rió.
—Me imaginaba que Augusto sugeriría algo así. Pero no tiene que preocuparse por el entretenimiento. Sebastian y mi padre están dando un espectáculo en el patio, transmitiendo órdenes contradictorias a los equipos de televisión. Es como una batalla entre George Lucas y Steven Spielberg —dijo. En aquel momento, sintió otro calambre. Probablemente no era nada—. Por supuesto, Bruno está intentando mediar.
—Pues le deseo suerte —dijo Pedro sonriendo mientras se metía la camisa por los pantalones negros—. Ha sido un buen detalle de mi padre mandar esa enorme planta y la tarjeta, ¿verdad?
—Pues sí, ha sido muy agradable —respondió ella. Estaba entusiasmada porque Pedro y su padre hubieran comenzado a comunicarse, aunque Pau sabía lo difícil que era para ambos.
—Estoy casi listo —dijo él, y comenzó a ponerse el cinturón.
—Bien. Así podrás ayudar a Bruno a poner paz —respondió Pau. Se concedió un momento más para devorar a su marido con los ojos, pero desgraciadamente, no podía retrasarse. Era la anfitriona del evento y tenía sus deberes—. Bueno, voy a ver cómo van las cosas en la cocina —dijo, y fue hacia la puerta—. De veras, si alguna vez Guadalupe quisiera dejar el negocio del hotel, podría montar un magnífico catering. Sara, Maria y yo estamos impresionadas, lo cual está muy bien, aunque nos ha hecho trabajar como esclavas.
—Pau.
Ella se volvió con un cosquilleo de placer.
—Ven aquí un segundo —pidió él.
—No tenemos tiempo —dijo Paula, pero sin poder evitarlo se acercó a él. Demonios, otro calambre. Aunque ya no podía llamarlos calambres. Aquello había sido una contracción evidente.
Él la abrazó.
—El día en que no tenga tiempo para abrazar a mi mujer será un día muy triste —dijo Pedro, y le miró el vientre—. ¿Estás bien?
No podía ponerse de parto en aquel momento.
No podía.
—Estupendamente.
Él la miró a los ojos y sonrió.
—¿Estás segura de que todo esto no es demasiado para ti? Me refiero a que el doctor Harrison te dijo que podías dar a luz cualquier día de estos, y yo sigo pensando que deberíamos haber dejado la inauguración para después del nacimiento.
—¿Estás de broma? No podíamos posponer algo como esto. Es nuestro sueño hecho realidad, Pedro, y vamos a ayudar a muchos niños. Estoy impaciente porque la semana que viene lleguen los primeros ocupantes de las casitas. Sólo porque me sienta como si estuviera embarazada de doce meses no voy a dejar de disfrutar de éste momento tan especial...
Otra contracción.
—¿Y cómo es posible que estés tan embarazada y tan sexy al mismo tiempo?
—Es un talento especial —respondió ella. Otra contracción. Vaya. Quizá debiera mencionárselo a Pedro, por si acaso.
—Un talento especial, ¿eh? Pues a lo mejor deberíamos tener veinte niños, porque...
—Espera un momento —dijo, y le puso la mano sobre la boca—. ¿No es eso...?
—¡Los bebés están llorando! —Olivia entró cómo un rayo en la habitación, con un mono de peluche en la mano, y tiró del vestido de Paula—. ¡Ven a ayudar a la abuela Nora y a la abuela Adela!
Paula miró con desesperación a su hija, que hacía unos minutos parecía un ángel.
—Olivia, ¿qué tienes en el vestido?
La niña se miró la ropa. La tela rosa de la pechera estaba manchado de algo verde.
Cuando miró hacia arriba de nuevo, un lazo rosa le colgaba por encima del ojo.
—¡No sé, pero los bebés están llorando, mami!
—¡Olivia! —gritó Julian, que entraba en la habitación buscándola—. Ven conmigo. La abuela Nora y la abuela Adela nos necesitan.
—Será mejor que vayamos a ver qué ocurre —sugirió Pedro.
Mientras Paula seguía a Pedro por el pasillo hacia el dormitorio que habían declarado guardería por aquel día, Julian y Olivia corrían delante de ellos. Estaba claro que los bebés estaban llorando detrás de la puerta cerrada. Y Paula notó otra contracción.
Julian abrió la puerta.
—¿Lo ves?
La madre de Paula, Adela, alzó la vista mientras luchaba por cambiarle el pañal a Patricia, la niña de tres meses de Bruno y Sara, que no dejaba de aullar. Fuera lo que fuera lo que Olivia tenía en el vestido, Adela lo tenía en el pelo. Parecía pintura verde. Y su madre también tenía baba de bebé por todo el vestido.
—¡Oh, gracias a Dios, Paula! —gritó por encima del alboroto—. ¿Puedes sacar a Rebeca de ese cajón?
Paula se encaminó hacia Rebeca. La niña de ocho meses de Sebastian y Maria estaba gritando como una loca.
—¡Se metió ella sola y no sabe salir! —gritó Nora a modo de explicación mientras continuaba meciendo a la niña de cuatro meses de Guadalupe y de Augusto. La habían llamado Nora, como su abuela.
—¿Qué le pasa a Norita?
Nora sacudió la cabeza.
—Ha engullido el biberón, como de costumbre, ¡y ahora tiene suficientes gases como para calentar la ciudad de Denver durante un mes!
Maria, Sara y Guadalupe aparecieron por la puerta. Maria, con su vientre de siete meses de embarazo, ocupaba la mayor parte del espacio.
Se puso la mano en los riñones y preguntó:
—¿Qué ocurre aquí?
Pedro paseó la mirada por la habitación.
—Lo de costumbre —dijo con una sonrisa.
Olivia sacudió las manos.
—Yo no estoy llorando —anunció.
Paula se dio cuenta de que su hija también tenía las manos verdes, y se miró el vestido de lino, del que Olivia le había tirado unos minutos antes. Por supuesto, tenía suficientes manchas verdes como para hacer juego con el vestido de la niña. Y tuvo otra contracción, en aquella ocasión, de las fuertes.
—¡Eh, se oye el escándalo desde fuera de la casa! —dijo Sebastian, que entró en la guardería detrás de las mujeres, seguido de Bruno, Augusto y el padre de Paula—. ¿Qué ocurre?
—Todas las chicas están haciendo ruido —dijo Julian, con aire de superioridad.
Paula miró a Pedro.
—Pedro, no me gusta tener que decirte esto, pero creo que...
La sonrisa despreocupada de Pedro se esfumó.
—¿Ya? —preguntó con voz temblorosa.
Paula asintió.
El grupo se puso en acción. Pedro se apresuró a sacarla de la guardería, Sebastian tomó a Rebeca, Augusto a Olivia y Bruno a Julian. Las mujeres los siguieron, con las abuelas llevando a un bebé cada una. Cuando todos entraron en el salón, alguien llamó a la puerta.
El padre de Paula abrió de par en par.
—¿Qué? —bramó.
El reportero de televisión se encogió.
—El... el gobernador y su esposa ya están aquí, señor. Su limusina acaba de llegar. Y yo me preguntaba si...
—¿Ha venido en una limusina? ¡Magnífico! —Ramiro se volvió hacia el grupo que rodeaba a su hija—. ¡Vamos a ir al hospital en limusina! —gritó—. ¡Vamos! ¡Todo el mundo en marcha!
—¿Y la ceremonia de inauguración? —preguntó Paula mientras Pedro la guiaba hacia la puerta.
—Puede esperar —respondió Ramiro sonriendo a Pedro—. ¿Verdad, hijo?
—Por descontado.
Antes de que Paula se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, el gobernador y su esposa estaban en el porche delantero diciendo adiós con las manos y todos ellos estaban apretujados en la limusina, bebés lloronas incluidas.
—Así que —gritó Sebastian por encima de todo el ruido— ¿qué va a ser esta vez?
Augusto, Bruno y Pedro lo miraron, y después miraron a las niñas, que no dejaban de aullar.
Los cuatro vaqueros sonrieron.
—¡Niño! —dijeron al unísono.
Fin.
CAPITULO 52 (CUARTA HISTORIA)
Pedro estaba lavando el mono en el fregadero que Sebastian había instalado en el establo.
Aunque estaba consiguiendo quitarle algo de suciedad, también se estaba destiñendo un poco. Maria debería estar haciendo aquel trabajo. Seguro que ella sabía hacerlo bien, y él sólo estaba empeorando las cosas, como de costumbre.
En aquella ocasión lo había estropeado todo. Al menos, había disparado al hombre que estaba apuntando a Olivia con un revólver. Nunca había pensado que tuviera algo que agradecerle a su padre, pero estaba contento por todas aquellas horas de agonía mientras practicaba tiro bajo la severa dirección de Hernan Alfonso. No, no se arrepentía de haber hecho ese disparo.
Pero lamentaba haber tenido que llegar a ese extremo. Si no hubiera dejado desprotegidas a Pau y a Olivia, nunca habrían caído en manos de ese loco, en primer lugar. Nunca podría perdonárselo.
La puerta del establo se abrió y entró Pau, casi engullida por el abrigo de Sebastian. Pedro todavía no estaba listo para enfrentarse a ella. No había pensado en qué podía decirle para convencerla de que estaría mejor sin él.
El abrigo estaba muy abultado y, cuando la cabecita rizosa de Olivia asomó por la abertura, se dio cuenta de que Paula había llevado a la niña también. Otra persona a la que no podía ver aún. Dejó el mono en el agua y rogó que Olivia no se hubiera dado cuenta de que lo tenía en la mano.
Pero sí se había dado cuenta. Soltó un gritito y señaló hacia el fregadero.
—¡Ba, ba!
Demonios. Él miró a Pau.
—Está muy mojado —dijo—. Lo estaba lavando, pero...
—¿Estabas lavando a Bruce?
—Sí. Debería haber dejado que lo hiciera Maria, pero todavía está dormida, y yo esperaba poder secarlo antes de que se levantara Olivia.
La niña comenzó a saltar en los brazos de Pau, y sus gritos por el mono se intensificaron.
—Qué detalle más bonito —dijo Paula, y se acercó a él.
—Mira, quizá deberías llevártela de nuevo a la casa —de ese modo, Pau también se iría y él podría pensar en qué decirle.
—Creo que ya es demasiado tarde —observó Pau mientras Olivia comenzaba a protestar airadamente y a estirarse hacia Pedro.
Él intentó no prestarle demasiada atención a la calidez que desprendía la mirada de Paula. Ella no sabía lo que le convenía.
—Quizá no sea demasiado tarde. A lo mejor olvida lo que ha visto si tú la distraes. Yo sacaré a Bruce, lo escurriré y lo colgaré en el tendedero. Posiblemente esté seco para el mediodía.
Pau lo miró con una sonrisa dulce.
—Sácalo ahora. No creo que Olivia pueda esperar hasta el mediodía.
—Pero estará muy mojado. Y Dios sabe qué aspecto tendrá después de que lo haya escurrido. Posiblemente parezca un alienígena.
—A ella no le va a importar. Necesita a ese mono, Pedro.
Él suspiró con resignación.
—Está bien.
Olivia se alborotó mucho mientras él retorcía a Bruce para quitarle tanta agua como fuera posible. Pau intentó alegrarla para que no se enfadara, pero se estaba enrabietando por momentos. Vaya, estaba montando un buen jaleo. Si su padre estuviera allí, le habría dado un bofetón tan fuerte... se dijo Pedro.
Dejó dé estrujar al mono y se miró las manos.
Sí, su padre habría pegado a la niña. Pero a él no se le había ocurrido hacer semejante cosa. Y no lo haría por nada del mundo. Podía imaginarse lo que haría su padre y separarlo de lo que haría él, Pedro Alfonso.
Se apartó del fregadero con el mono húmedo entre las manos y miró a Pau, que estaba tan ocupada intentando mantener contenta a Olivia que no se dio cuenta de que él la estaba observando atentamente. ¡Él no era como su padre! Y se había dado cuenta veinticuatro horas tarde.
Soltó un gruñido de frustración.
Pau lo miró.
—¿Qué ocurre?
—Que soy idiota, eso es lo que ocurre.
Ella sonrió.
—A veces.
Olivia se volvió loca al ver a su mono.
—¡Ba, ba! ¡Ba, ba!
—Será mejor que se lo des —dijo Pau, mirando a Bruce—. Tendrá mejor aspecto cuando se seque.
—Quizá. Aquí tienes, Olivia. Aquí está Bruce —dijo, y le tendió el mono por el rabo.
Olivia lo agarró con un gritito de alegría y rápidamente, se metió la cola de Bruce en la boca. Mientras la chupaba alegremente, el resto del mono estaba colgando y goteaba sobre los zapatos de Pau.
—Te va a mojar —dijo Pedro.
—No me importa nada. Ahora dime por qué piensas que eres un idiota, y yo veré si estoy de acuerdo.
—Yo no soy como mi padre, y si lo hubiera entendido antes, nada de esto habría...
—Un momento. ¿He oído bien? ¿Has dicho que no eres como tu padre?
—Sí, pero lo he comprendido demasiado tarde. Y ese chiflado consiguió secuestraros. Estuvisteis a punto de morir porque yo fui un idiota.
—Pero no hemos muerto. Tú nos has salvado —dijo ella, e hizo que sonara como si él fuera un héroe—. ¿Dónde aprendiste a disparar así?
—Fue mi padre quien me enseñó. ¿Sabes que a algunos niños les obligan a practicar piano? A mí me obligaba a hacer prácticas de tiro. Macabro, ¿eh?
—¿Y por qué lo hacía?
Pedro odiaba tanto aquellos ejercicios que nunca le había prestado atención a las razones que le había dado su padre. Y le había dado una.
—Me decía que quería que fuera capaz de defenderme. Quería que fuera un tipo duro, y que supiera manejar un arma por si acaso me encontraba en apuros alguna vez —explicó a Paula—. Supongo que, a su manera, estaba intentando prepararme para la vida.
—Supongo que sí —dijo ella, y se acercó a Pedro. El mono comenzó a gotear también en sus botas—. ¿Cuánto hace que no hablas con él?
—Años.
Ella titubeó y después continuó.
—¿Y no crees que quizá... quizá haya llegado el momento de sacarte un poco de esa amargura, sobre todo sabiendo que no vas a ser nunca como él?
Él no había considerado la posibilidad de volver a hablar con su padre, pero al pensarlo, no le parecía una idea tan terrible.
—Quizá. No estoy seguro, pero... quizá.
—Después de todo, las prácticas de tiro han resultado útiles.
Y allí estaba el problema.
—Pero la única razón por la que tuve que disparar fue que lo había fastidiado todo. ¿No lo ves? Yo cometo errores, errores muy grandes, que pueden hacer mucho daño a la gente a la que quiero. Y no puedo esperar solucionarlo todo a tiros.
—Pedro, yo..
—Déjame terminar. Por eso quiero que te olvides de mí. Quiero que me saques de tu cabeza y de tu vida —dijo. No esperaba sentir un dolor tan agudo al decirlo. Estaba a punto de jadear por el impacto.
—No, no quieres. Tú no quieres que me olvide de ti.
—¡Claro que sí! ¿Cómo vas a perdonarme que haya puesto en peligro tu vida y la de Olivia, si ni siquiera puedo perdonármelo yo?
—Pedro, no hay nada que perdonar. Yo no te culpo.
—¡Deberías!
—Bueno, pues no lo hago —respondió ella—. Porque te quiero. Siempre te querré. Claro que cometes errores, y yo también. Continuaremos cometiendo errores hasta que estemos compartiendo mecedoras en el porche de nuestra casa. Los errores son parte de la vida. Y el amor.
Oh, Dios, él quería creerla. Tenía la garganta oprimida y no podía respirar bien.
—Sólo quiero lo mejor para Olivia y para ti.
—Entonces eso lo facilita todo. Te necesitamos a ti —dijo Paula, y levantó la cara hacia él.
—Yo no...
—Sí, te necesitamos a ti. ¿No te acuerdas de que me pediste que me aferrara a ti?.
—No debería habértelo pedido.
—Es demasiado tarde. Ya me lo has pedido, y yo lo estoy haciendo. Pedro, yo también vengo con equipaje. No olvides que tengo un padre muy rico.
—Eso no es culpa tuya.
—Exactamente. Igual que no es culpa tuya haberte criado con tu padre. Pero los dos tenemos derecho a construir nuestras propias vidas, ¿no?
El hielo que rodeaba el corazón de Pedro comenzó a derretirse. Ella sonrió.
—Me doy cuenta de que te lo estás pensando. ¿Me quieres, Pedro?
Él no tuvo que pensárselo.
—Te quiero más que a nada en el mundo.
—¿Y a Olivia?
Él miró a la niña, que estaba jugando con Bruce entre ellos. Tenía sus mismos ojos. Ella alzó la manita y le dio unos golpecitos en la barbilla.
—Sí —respondió Pedro, con la voz ronca de emoción—. Sí, quiero a Olivia.
—Entonces, cásate con nosotras —susurró Pau—. Te necesitamos. Y tú nos necesitas.
Pedro miró a Pau a los ojos, y el calor lo envolvió y se llevó el frío que lo había atenazado desde el momento en que había recobrado la consciencia y había descubierto que ellas no estaban.
—Abrázanos —pidió Pau.
Lentamente, él obedeció. No se merecía aquello, pero quizá pudiera trabajar para merecérselo.
—¿Nos aceptas como tu fiel esposa, hija y mono empapado? —preguntó Pau, suavemente.
Con un gruñido, Pedro las abrazó con fuerza y el mono soltó más agua que cayó en sus botas como una cascada. Fue difícil, pero con algunos ajustes, logró rozar los labios de Pau con los suyos.
—Sí —murmuró—. Os acepto.
CAPITULO 51 (CUARTA HISTORIA)
Paula se despertó en la cama de la habitación de Olivia a la mañana siguiente y lo primero que oyó fue a su hija balbuceando alegremente.
Estaba de pie en la cuna, agarrada a la barandilla con una mano, e intentando alcanzar el móvil que colgaba sobre su cabeza con la otra. Paula se colocó la almohada bajo la cabeza para poder mirar a la niña. A su hija.
Poco a poco, fue tomando conciencia de los sucesos de los dos últimos días. La escena de la llegada al Rocking D estaba en nebulosa.
Recordaba que había abrazado a sus padres y había llorado, y recordaba las interminables preguntas de todo el mundo. Después, habían llegado los ayudantes del comisario. Y finalmente, alguien la había metido en su habitación con Olivia y las habían acostado como si las dos fueran niñas. Paula sospechaba que había sido Maria.
Respiró profundamente al pensar que por fin todo había terminado. En aquel momento, debía averiguar si tenía un futuro con Pedro Alfonso.
Se levantó de la cama y saludó a Olivia.
—Hola, cariño.
—¡Pa, pa! —respondió la niña, sonriendo.
—Sí, eso es lo que tenemos que averiguar tú y yo. Dónde está tu papá.
Escuchó los ruidos de la casa, pero todo estaba en silencio, aunque olía a café. Miró el reloj y se sorprendió de lo temprano que era. Sólo había dormido unas horas. Quizá Maria hubiera dejado programada la cafetera para que se pusiera en marcha automáticamente.
Se vistió, arregló a Olivia y salió a la cocina con ella.
La última persona que esperaba encontrarse allí era su padre. Pero allí estaba, pasando las páginas de una revista sobre ranchos que debía de haber encontrado en el salón.
Estaba sin afeitar y tenía los pantalones y la camisa arrugados. Paula no lo había visto así en su vida. Se le encogió el corazón. Parecía... viejo. Recordó lo que le había dicho Esteban Pruitt. «Pagará lo que sea, porque tú eres lo más importante para él».
Se detuvo en la puerta.
—Hola, papá.
Él levantó la vista rápidamente.
—Paula.
Entonces ocurrió lo más sorprendente del mundo. Su padre tenía lágrimas en los ojos. Ella tuvo que parpadear para no echarse a llorar.
—Supongo que... os lo he hecho pasar mal, ¿no?
—Sí —respondió su padre con voz ronca. Después carraspeó y miró a Olivia—. Se parece a ti.
—Papá, yo...
Él alzó la mano.
—Antes de que digas nada, yo tengo que decirte algo. He estado hablando con el padre de la niña hace un rato, y...
—¿Pedro? ¿No está durmiendo en el despacho de Sebastian?
—No. Es tu madre la que está durmiendo allí. Yo he dormido en el sofá. Creo que Alfonso ha dormido en el establo. Cuando me desperté, fui a dar un paseo y llegué hasta allí. Lo encontré dando de comer a los caballos.
—Ah —Paula miró por la ventana de la cocina hacia el establo, pero no vio a Pedro.
—Como te estaba diciendo, Alfonso y yo hemos tenido una conversación. Él me ha ayudado a entender lo mucho que tú necesitabas tener libertad, y lo poco que yo te lo he permitido a lo largo de los años. Hablando con él, me he dado cuenta de que me negaba a admitir que eres una mujer adulta que sabe cuidar de sí misma.
—¡No lo he hecho muy bien, precisamente!
—Sí. Tienes una hija preciosa y has encontrado a un buen hombre que te quiere. Eso es un buen trabajo, Paula.
Ella se quedó boquiabierta. Había esperado toda su vida a oír aquellas palabras, y se había quedado muda.
—Gracias —dijo.
—De nada.
Paula tragó saliva.
—¿Te ha dicho Pedro que me quiere?
—Sí, me lo ha dicho. Pero también he entendido que piensa que no es lo suficientemente bueno para ti. Desde mi punto de vista —añadió Ramiro, mirando a su hija con cariño—, probablemente es cierto, porque no hay ningún hombre lo suficientemente bueno para ti. Pero de todos ellos, posiblemente éste sea el mejor. Y estoy seguro de que tú sabrás convencerle de ello.
Paula pensó que no iba a tener mejor oportunidad que aquélla, antes de que la casa se despertara de nuevo. Se acercó a su padre y le tendió a Olivia.
—¿Puedes sostenerla durante un rato?
—¿Yo? No sé si debería...
Paula sonrió.
—Sé a ciencia cierta que has tenido en brazos a otra niña pequeña más veces.
—Eso fue hace mucho tiempo.
Paula le puso a Olivia en el regazo.
—Bueno, hay cosas que nunca cambian —dijo ella. Y entonces, cuando vio a su padre allí, abrazando a Olivia, se le escaparon las lágrimas—. Oh, papá —se inclinó hacia él y le dio un abrazo que abarcó también a su hija—. Os quiero a los dos.
—Yo también te quiero, Paula, hija.
Cuando ella se retiró, Ramiro parpadeó y carraspeó varias veces.
Ella se enjugó las lágrimas y se encaminó hacia la puerta. Tomó el abrigo de Sebastian y se lo puso.
—Voy al establo —dijo.
—¿Y me dejas a la niña? —preguntó él, a la vez asustado y entusiasmado.
—Esta vez no —respondió Paula. Tomó a Olivia en brazos y la metió dentro del enorme abrigo—. Pero pronto. Esta vez la necesito. Es mi moneda de cambio para la negociación.
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